Con independencia de la versión de Jesús que uno acepte, el objetivo del cristiano consiste en alcanzar el Reino de Dios. Millones de creyentes sostienen que eso significa ir al cielo después de muerto. Pero Jesús es mucho más ambiguo. En los Evangelios existen igual número de pruebas de que alcanzar el Reino de Dios significa alcanzar un nivel de conciencia más elevado. Como suele ocurrir, las Escrituras están abiertas a múltiples interpretaciones. Pero creo que el argumento de la conciencia superior resulta, de lejos, el más persuasivo.
Comencemos planteando la pregunta más básica. ¿Dónde se encuentra el Reino de Dios? Los oyentes de Jesús eran judíos y su tradición religiosa no incluía la vida después de la muerte y mucho menos un cielo donde los honrados recibirían su recompensa. Estamos tan acostumbrados al concepto de cielo, ya seamos creyentes o escépticos, que resulta difícil imaginar una época en que ese concepto resultaba novedoso y controvertido. Jesús describió el cielo como el reposo para el cansado y el bálsamo para el sufridor, algo muy bien recibido por sus oyentes, que pasaban grandes penurias y trabajaban muy duro. El libro del Génesis decía a los judíos que esa no había sido la intención original de Dios para con la humanidad; trabajar la tierra con esfuerzo era el castigo impuesto a Adán y Eva tras la expulsión del Jardín del Edén.
Por tanto Jesús cierra el círculo, al perdonar los pecados devuelve el Edén. Como el jardín original estaba repleto de delicias, el cielo debía ser igual. La tradición cristiana describe el Reino de Dios como un paraíso, un banquete para los hambrientos presidido por un Padre sonriente. En términos coloquiales equivale al cálido hogar donde el maestro acoge a sus trabajadores tras una dura jornada de trabajo en los viñedos. Puede que la vida contemporánea ofrezca mayores comodidades, pero seguimos añorando ese lugar de refugio y reposo. Además, el cristianismo siempre se ha centrado en los pobres y los débiles, cuya necesidad de descanso y alivio no ha cambiado desde la época de Jesús.
¿Qué tiene que decir la Biblia acerca del Dios fruto de la imaginación popular que preside su reino desde un trono celestial? La palabra «trono» aparece 166 veces en el Antiguo Testamento, siete veces en los Evangelios y 37 en el Apocalipsis. Jesús no es el origen de la imagen que nos hemos creado de un Dios parecido a un rey.
En sus escasas referencias al trono de Dios, Jesús recuerda el Antiguo Testamento. Resulta una práctica habitual por parte de los Evangelios, que trataron de asegurarse de que el candidato a Mesías cumpliese todas las expectativas de los profetas y apoyase el principio de que los judíos eran el pueblo elegido por Dios. En cierta ocasión dice:
En verdad os digo que vosotros, que me habéis seguido, en el día de la resurrección universal, cuando el Hijo del hombre se sentará en el trono de su gloria, vosotros también os sentaréis sobre doce tronos, y juzgaréis a las doce tribus de Israel.
(Mateo 19, 28)
Esta promesa se repite una y otra vez en el Antiguo Testamento:
…ahora permanecen ante el divino trono y viven una vida de eterna bendición.
(4 Macabeos 19)
Pero Jehová permanecerá para siempre; ha dispuesto su trono para juicio.
(Salmos 9, 7)
Entre los altísimos cielos puse yo mi morada y el trono mío sobre una columna de nubes.
(Eclesiástico 24, 8)
En el último pasaje no es Dios quien habla, sino la virtud de la Sabiduría alabándose a sí misma poéticamente. Sin embargo, no cabe duda de que el Antiguo Testamento pretendía colocar al próximo Mesías y al rey de Israel en el mismo trono, el cual provenía directamente de Dios.
Entonces, ¿por qué millones de cristianos creen literalmente en un cielo y en un trono de Dios? El Nuevo Testamento retoma su significado literal hacia el final, mucho tiempo después de la muerte de Jesús, en el Apocalipsis, con sus cerca de cuarenta referencias al «trono». El Apocalipsis describe el día del juicio—el fin del mundo— de manera sumamente gráfica, con una imaginería fascinante y terrorífica.
Se desconoce la autoría de este libro de la Biblia; tradicionalmente se le atribuye al mismo Juan que escribió el Evangelio que lleva su nombre, y se supone que lo escribió mientras estuvo exiliado a causa de sus creencias a la isla griega de Patmos. Pero no existe prueba alguna de ello. El Reino de Dios descrito en el Apocalipsis guarda poca o ninguna relación con el propio Jesús, pese a que hace referencia al juicio final y a la división entre los malvados y los justos. En mi opinión, los creyentes se aferran al Apocalipsis porque llena un vacío. Jesús no dramatizó el fin de los días. No ofreció nada tan apasionante visualmente como el libro de los siete sellos, los cuatro jinetes del Apocalipsis, la profanación de las tumbas y las almas emergiendo de la tierra. La promesa de Jesús de que regresaría a la tierra no era tan cinematográfica. Se negó a dramatizar el día del Juicio Final, del mismo modo que se negó a que el cielo fuese considerado literalmente, ¿acaso eso no merece respeto?
Cuando Jesús dice palabras que los evangelistas parecen no esperar de él, argumenta contra la sofisticación del mundo porque no la considera adecuada para Dios. Reprende con severidad a los sacerdotes del templo que solicitan ofrendas de especias y oro:
¡Necios y ciegos! ¿Qué vale más, el oro, o el templo que santifica el oro? […] y quien jura por el templo, jura por él y por aquel que lo mora. Y el que jura por el cielo, jura por el trono de Dios y por aquel que está en él sentado.
(Mateo 23, 17—22)
Aquí Jesús señala que Dios habita de manera invisible los objetos sagrados del templo y que su presencia confiere santidad, no los objetos en sí. Lo mismo ocurre con el cielo. El lugar físico que imaginamos es apenas una cáscara; el auténtico Reino de Dios no puede verse. Todo lo cual refuerza la explícita declaración de Jesús «el Reino de Dios habita en ti». Una afirmación todavía más enfática situada en su contexto:
Preguntado por los fariseos cuándo había de venir el reino de Dios, les respondió y dijo: «El reino de Dios no vendrá con advertencia, ni dirán: “Helo aquí”, o “Helo allí”, porque el reino de Dios está entre vosotros».
(Lucas 17, 20–21)
Estas palabras pueden interpretarse como el impulso del que nace el movimiento gnóstico, con su desprecio hacia las trampas exteriores y su insistencia en que todo contacto con Dios o Cristo debe ser individual. Solo la transformación interna traerá a la tierra la visión de Cristo del Reino de Dios, que constituía la misión última del Mesías. Si los gnósticos tuviesen razón, el Apocalipsis estaría equivocado. Jesús no regresará físicamente para levantar a los muertos de sus tumbas. Por el contrario, la Segunda Venida supondrá un cambio de conciencia que renovará la naturaleza humana y la elevará al nivel de lo divino.
Siglos después de que la Iglesia oficial erradicara el gnos ticismo, el Reino de Dios mantenía sus desdibujados límites. Para algunos se convirtió en la satisfacción de un deseo, una utopía basada en el amor, la tolerancia y la comprensión que barrería y sustituiría al corrupto mundo material. Tolstói, en su manifiesto El Reino de Dios está en vosotros (1894), propuso crear comunidades utópicas sin necesidad de esperar a la Segunda Venida.
Tolstói se tomó a Cristo a nivel personal y lo buscó siguiendo sus enseñanzas de modo simple y literal. La teología debía desaparecer y el creyente debía tener fe en que la vida podía organizarse amando al vecino, mostrando la otra mejilla, sin resistirse al mal y así sucesivamente. Sobre todo en Estados Unidos hubo una fuerte tradición de comunidades cristianas utópicas, algunas de las cuales perviven todavía, pero cualquier intento de imponer una sociedad idílica sobre la base de una conciencia inferior está condenada al fracaso.
La vida monástica medieval se basaba en gran medida en el mismo ideal, pero tales comunidades, incluso cuando se aislaban del mundo exterior, solo tenían éxito mediante el supremo sacrificio de los deseos y las aspiraciones cotidianos.
Las comunidades utópicas y los monasterios apartan a Jesús de la existencia cotidiana. No creo que Jesús tuviese en mente a una élite espiritual aislada. Cuando Jesús dijo que el Reino de Dios está en el interior, se refería al interior de cada uno. Lo mismo se aplica a su mandato de amar a los enemigos. El mismo Dios está tanto dentro de ti como de tu enemigo. Matar a un enemigo sería como matar un aspecto de Dios y un aspecto de ti mismo.
Así pues, ¿quiso decir Jesús que el Reino de Dios está en nosotros todo el tiempo o solo cuando lo buscamos? ¿Por qué parece que Dios guarda silencio y está ausente para millones de personas? Cuanto más se profundiza en el tema, más cuesta encontrar una manera de vivir siguiendo las palabras de Jesús. Sus enseñanzas no pueden reducirse a una simple cuestión de mirar hacia dentro en lugar de hacia fuera. Jesús no dio la espalda a ninguna versión del Reino mencionada en la Biblia.
Existe un enfoque intrigante que permite abordar la cuestión desde la ciencia en lugar de a partir de los escritos. Las investigaciones médicas aportan interesantes indicios de que todas las imágenes pictóricas de Dios y del cielo en realidad son elaboraciones mentales grabadas en el cerebro por la sociedad. Miles de personas han conocido experiencias cercanas a la muerte y han regresado con descripciones de Dios y del cielo. Si quienes optan por las interpretaciones literales estuvieran en lo cierto, las descripciones deberán coincidir entre ellas, pero no es así. Siguen diferentes patrones. Los niños, por ejemplo, suelen describir el cielo como un lugar bucólico donde juegan cachorritos. Los adultos suelen hacer referencia a prados verdes, pero también describen un vasto cielo azul despejado. Muy pocos hablan de la detallada jerarquía de ángeles alrededor del trono que popularizó Dante en su Paraíso, pero esta es una creación teológica de la Edad Media que se inspiró en el Apocalipsis, no en Jesús.
La idea fundamental consiste en que vemos lo que queremos ver, y al igual que las culturas varían, también la ubicación de Dios cambia. En Oriente los complejos «bardo» de los budistas y las innumerables lokas de los hindúes sustituyen al cielo cristiano. Dado que todas estas visiones acontecen en la mente, cuesta escapar a la conclusión de que tal vez sean creaciones mentales.
Lo mismo ocurre con nuestra imaginería de Dios. Jesús se burla de los sacerdotes que creen conocer a Dios. Entre los seguidores de Jesús se contaban personas muy diferentes, cada una de ellas con su propio concepto de Dios. En general, un judío devoto habría aceptado la ortodoxia de la Biblia, pero, para empezar, el Antiguo Testamento no describe a Dios como a una persona. Moisés se enfureció con su hermano Aarón por adorar un becerro de oro, pues la idolatría deshonra el principio básico del judaísmo según el cual Dios es abstracto e inimaginable. Trasciende lo corpóreo hasta tal punto que resulta imposible pensar o hablar de su misterio (incluso el nombre de Yahvé debía escribirse en código u omitirse por miedo a blasfemar). Sin embargo, dada la naturaleza humana, la gente convirtió a Dios en un padre benigno, un castigador irascible, un juez imparcial: en otras palabras, en todas las manifestaciones del ser humano. Dios pasó a ser creado a imagen del hombre, no al revés.
Jesús recurre a esas imágenes utilizando con frecuencia la palabra «padre» pero también utiliza otras imágenes cuando las necesita. ¿No significa esto que, como cualquier creyente actual, Jesús pensaba en Dios como en una persona? Yo opino que, en su caso, «padre» sustituye a algo indescriptible. En la tradición hebrea, el sagrado nombre de Dios, Yahvé, no podía ser escrito ni pronunciado. Todas las referencias se hacían de manera indirecta. (Esta tradición aún se conserva entre algunos creyentes, judíos y cristianos, que escriben «D-S» en lugar de «Dios».) Comenzaron a emplearse diversos sinónimos, tales como rey, creador, señor, todopoderoso y padre. Se entendía que eran sustitutos. En la actualidad la gente dice «Dios Padre» como si se refiriesen a un ente real. No creo que Jesús estuviese de acuerdo. Cuando Jesús dice que él y el Padre son uno, o que él está en el Padre y el Padre está en él, se refiere a algo más místico.
Resulta desconcertante la frecuencia con que Jesús recurre a Dios como fuente de castigo; cabría pensar que el juez del Antiguo Testamento, de carácter explosivo y reacio a perdonar, no ha cambiado de opinión. Jehová no abandonó la Biblia solo porque un nuevo testamento sustituyera al antiguo. El cristianismo se aprovechó del obstinado castigador patriarcal y de su negativa a ceder el puesto ante un Dios cariñoso. Solo cambió el énfasis, que recayó sobre Cristo como redentor del pecado, el nuevo Adán que guiaría a la humanidad de vuelta a la gracia aunque mereciese ser castigada. El pecado continuaba existiendo, pese a la solemne promesa de perdón de Jesús, y fue necesario conservar, tal como Jesús hizo, el viejo esquema de cielo e infierno.
Por último, el Reino de Dios jamás podría ser una sola cosa. Debía servir a muchos propósitos y participaba de demasiados aspectos de la religión tradicional. Creo que la única manera de resolver el enigma del Reino de Dios consiste en afirmar que Dios existe en distintos lugares dependiendo del nivel de conciencia de cada uno. Esta cuestión adquiere mayor importancia en el camino espiritual, porque a medida que tu conciencia cambia, Dios también lo hace.
Sobre lo que no cabe la menor duda es que Jesús indicó el camino hacia el cielo a aquellos que lo buscaban. Encontrar a Dios era un misterio, pero en términos más mundanos podía considerarse un proceso, no un salto ni una promesa que se cumpliría automáticamente con el sonido de las últimas trompetas. Quizá se tratase de un mensaje reservado a los discípulos más cercanos, ya que en los Evangelios hay momentos en los que Jesús promete una recompensa para los justos solo por creer en él. En las bienaventuranzas solo se exige de humildad: «Benditos los pobres de espíritu, pues de ellos es el reino de los cielos» (Mateo 5, 3). A los cristianos aún les quedaba averiguar cómo vivir según las palabras de Jesús, cuyos mandamientos más simples continuaban siendo los más difíciles de cumplir. Con el correr de los siglos fueron delineándose tres caminos distintos.
El camino de la devoción, basado en la oración, el rezo constante y el amor a Cristo. Por este camino los cristianos se acercan a Dios centrando sus mentes en él. Jesús es la cara humana de Dios, y los devotos lo toman como modelo perfecto de la vida devota.
El camino del servicio, basado en la caridad, el altruismo y la humildad. Consiste en dos principios fundamentales: amar al prójimo como a uno mismo y hacer por los demás lo que desearías que ellos hiciesen por ti. Los cristianos aspiran al desinterés personal, dedicando su vida terrenal a servir humildemente a los pobres. Jesús sirve de modelo por su atención constante a los pobres y a los enfermos.
El camino de la contemplación, monástico, recluido y en la pobreza. Se renuncia totalmente al mundo, escogiendo en ocasiones el retiro y el silencio. Se dedica la vida a la búsqueda del Reino de Dios en el interior. Jesús es el modelo de este camino debido a su comunión interior con Dios.
Otras tradiciones espirituales siguen esos mismos caminos, pero en ninguna los creyentes se encuentran en una situación de desventaja equiparable a la de los cristianos. En los Evangelios, Jesús habla muy poco de la vida cotidiana. Ninguna otra fe da tan pocas explicaciones acerca de lo que su fundador quería que hicieran sus seguidores. Además, como ya hemos visto, Jesús habla en términos absolutos y su voz procede de un lugar eterno, solo en contadas ocasiones lo hace del mundo cotidiano.
Los tres caminos se adaptan a la búsqueda de la conciencia de Dios. El único cambio significativo consiste en que la devoción, el servicio y la contemplación de Dios se dirigen al yo superior o alma. Donde el cristianismo tradicional recurre a Cristo como medio para alcanzar la presencia de Dios, el camino hacia la conciencia de Dios emplea el despertar.
En concreto, seguimos las palabras de Jesús, repetidas a menudo en los Evangelios, acerca de la necesidad de despertar y permanecer despierto.
Velad, pues, porque no sabéis cuándo vendrá el señor de la casa; si a la tarde, a la medianoche, al canto del gallo o a la mañana.
(Marcos 13, 35)
Cuando sumamos este mandato a la afirmación de que el Reino de Dios es interior se sobreentiende que el viaje interior exige asimismo que la persona esté despierta. De hecho, es la única manera de recorrer cualquier camino espiritual en toda su plenitud. Las formas tradicionales de devoción, servicio y contemplación no resuelven el problema de la contradicción de Jesús entre la vida interior y la exterior. Tolstói estaba en lo cierto: si sigues la palabra de Jesús al pie de la letra, debes reestructurar completamente tu vida, alejarla de las costumbres terrenales y acercarla a Dios.
Puesto que él es absoluto, Jesús no ofrece un sendero de devoción basado en la oración diaria y la adoración a Dios. Exige una devoción total e incuestionable: Amarás a tu Señor Dios con todo el corazón, y con toda el alma y con toda la mente. En otras palabras, cada pensamiento debe estar dedicado a Dios y cada acción dirigida hacia él. Semejante mandato es impracticable excepto para los más piadosos ermitaños. Lo mismo cabe afirmar del desinterés personal que exige el camino del servicio y la concentración absoluta en la espiritualidad que precisa el camino contemplativo. Pero la negación del mundo conduce a la extinción, por la que nadie puede abogar. Tampoco puede darse por sentado que Jesús deseaba aniquilar nuestro ego y nuestra personalidad en nombre de Dios. Resulta más razonable interpretar que alcanzar el cielo precisa de un proceso de desarrollo.
Si pudiésemos encontrarnos con Jesús en la actualidad tal como fue en la vida real, percibiríamos un salto entre nuestro nivel de conciencia y el suyo. Sabemos que es así cuando nos encontramos con personas inspiradas espiritualmente pero mucho menos iluminadas que Jesús, los piadosos que hay entre nosotros cuya compasión nos devuelve reflejados nuestros defectos espirituales. Si siguiésemos a Jesús tras haberle conocido, tendríamos que sortear esa distancia, situarnos en un camino que se desarrolla con el tiempo. Lo mismo resulta aplicable a un Jesús no presente en carne y hueso; hay que salvar la misma distancia entre el estado de conciencia presente y la conciencia de Dios. La devoción, el servicio y la contemplación continúan siendo formas viables para la transformación personal, pero incluso los más devotos caen en la trampa de creer que la transformación interior no es necesaria, que basta con llevar a cabo suficientes actos de devoción—asistir a misa, orar, hacer donativos— o realizar trabajos de beneficencia entre los pobres y enfermos, o pensar en Dios lo más a menudo posible. Jesús advierte sobre esta trampa en la parábola acerca de la semilla que cae sobre la tierra yerma y no brota. La semilla es su enseñanza; la tierra yerma es una mente que no está preparada para recibir la verdad.
Lo que Jesús no menciona es que la tierra yerma puede ser fértil. Se limita a decir que algunas personas reciben un poco de la verdad, otras reciben gran parte de ella y otras no reciben nada en absoluto. Supongamos que nosotros asimilamos parte de la verdad. En este sentido encajamos en la categoría de discípulos de Jesús. Ni somos un caso perdido ni estamos totalmente realizados en Dios. Recurrimos a Jesús porque él conoce el territorio de lo desconocido, el origen no solo del Mesías, sino de la propia alma.