Cuando Jesús habla con mayor claridad sobre la iluminación toca diversos temas, generalmente de manera breve pero con gran fuerza. He seleccionado diez temas que cubren cada enseñanza significativa sobre la conciencia en palabras de Jesús. Los encabezamientos de los diez temas son los siguientes:
Amor y gracia
Fe
Revelación y redención
Jesús y el ser
Meditación
Contemplación
Oración
Karma; sembrar y recoger
El mundo como ilusión
Unidad
La mayoría de esos temas resultarán familiares. La fe, el amor y la redención siguen siendo importantes en el camino hacia la iluminación, igual que lo son en el cristianismo tradicional. Pero al menos dos temas—el karma y el mundo como ilusión— resultarán novedosos para los cristianos. Sin embargo, el propio Jesús trató el tema del karma cuando dijo «Sembrad y recogeréis» y habló del mundo como ilusión cuando dijo «Estad en el mundo pero no le pertenezcáis». Estas frases, tan conocidas, son más profundas de lo que la mayoría cree. Puede que Jesús no empleara la palabra sánscrita «karma», pero existen pruebas abundantes de que incorporó las lecciones del karma a su visión del mundo.
Los cuatro Evangelios están organizados para que narren una historia; no obstante, lo hacen entremezclando diversos temas. Movidos por el deseo de que cada palabra pareciera eterna, los evangelistas desdeñaban a menudo los conceptos de tiempo y espacio. No reproducen las palabras de Jesús por orden cronológico, lo que podría habernos revelado cómo desarrolló sus ideas. Por ejemplo, ¿bendecía siempre a los pobres y condenaba a los ricos o solo lo hacía en momentos concretos, en referencia a ciertas personas en particular? Jesús debe hablar para todos los tiempos, por eso flota en una especie de ensueño intencionado.
He tenido que escoger entre cientos de versículos, así que he tratado de abarcar todo el espectro de su mensaje, incluso cuando parece mostrarse negativo o desalentador. En contra de la imagen convencional de un Jesús sonriente y benévolo, Cristo también se mostró enfadado, severo e incluso rechazó a aquellos que no pudieron o no quisieron entenderle.
Las traducciones de la Biblia pueden convertirse en un tema espinoso. Yo disponía de más de una docena de traducciones del Nuevo Testamento entre las que podía elegir. Las diferencias entre ellas no dejan de sorprenderme. Veamos por ejemplo uno de los más conmovedores llamamientos de Jesús a los fieles: «A partir de entonces Jesús comenzó a predicar y dijo: “Arrepentíos pues ha llegado el reino de los cielos”» (Mateo 4, 17). Son las palabras de la Biblia del Rey Jaime, escuetas y elocuentes, dirigidas directamente al corazón de los fieles. ¿Transmite el mismo significado, o solo se insinúa, una interpretación más actualizada en la que Jesús dijo a la gente: «Dirigíos hacia Dios y cambiad vuestra manera de pensar y de actuar, ¡pues el reino de los cielos está cerca!»? Pese a los signos de exclamación, Jesús parece tímido; ni siquiera predica, sino que aconseja. ¿O deberíamos centrarnos en una traducción literal, con sus torpezas y falta de gracilidad? «Entonces comenzó Jesús a proclamar, y a decir: “Reformaos vosotros, pues próximo se encuentra el reino de los cielos”».
Me decidí por la Nueva Versión Estándar Revisada porque actualiza el incomparable lenguaje de la Biblia del Rey Jaime sin llegar a modernizarlo del todo. No hace falta sacrificar la perfecta sencillez de un versículo como «Benditos sean los pobres de espíritu pues suyo es el reino de los cielos» (Mateo 5, 3), siempre y cuando el significado quede claro. Sin embargo, cuando ha sido necesario, he alterado ligeramente la construcción de la frase para aclarar su significado.*
Cabe apuntar que los cuatro Evangelios no fueron escritos en griego fluido y que Jesús hablaba un dialecto del arameo propio de la zona de la que procedía, el norte de Galilea. El griego era el idioma utilizado en los mercados en el este del Imperio romano. Los vendedores ambulantes de pescado y de lino gritaban sus precios en esta rudimentaria lingua franca; en ella se regateaban los precios y a ella recurrían para entenderse los comerciantes extranjeros venidos de todas partes del Mediterráneo. Eso significa que tenía que ser una lengua básica. Como resultado de ello los cuatro Evangelios son simples y directos. No hacen uso de sutilezas de expresión. Muchos versículos se estructuran a la siguiente forma: «Jesús dijo A y luego dijo B. Jesús dijo C y luego dijo D». Esta sencilla construcción resultaba adecuada para Jesús, que hablaba de forma descarnada y dramática para llamar la atención de la gente. Si abrimos el Nuevo Testamento al azar, nos encontramos con que el capítulo 21 de Mateo contiene la palabra «y» quince veces en los diez primeros versículos, entre ellos: «Entonces los discípulos fueron e hicieron como Jesús les mandó, y trajeron el asna y el pollino; y pusieron sobre ellos sus mantos, y él se sentó encima» (Mateo 21, 6–7).
La visión de Jesús resultaba tan impresionante que inspiró una nueva religión, pero sin la perspectiva de una conciencia elevada, sus enseñanzas se antojan pura fantasía, una esperanza lejana que, en todo caso, solo se cumplirá en el cielo. Los cristianos quieren sentir que su religión es única, y lo logran reivindicando al único hijo de Dios. Pero por lo mismo se arriesgan a quedar excluidos del gran proyecto humano que comenzó siglos antes de Cristo y que continúa en la actualidad. Dicho proyecto consiste en trascender el mundo físico y alcanzar el reino del alma.
Jesús se identificó totalmente con el amor y lo predicó con rotundidad: «En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tenéis amor los unos por los otros» (Juan 13, 35). Sin duda «amor» es la palabra que con más fuerza se asocia a Jesús, aun si solo la utiliza en unas cuarenta ocasiones en los cuatro Evangelios; aunque no recuerden nada más acerca de Jesús, la gente continúa repitiendo: «Ama al prójimo como a ti mismo».
En los primeros escritos tras la crucifixión, tales como las cartas de Pablo, se aprecia la maravilla ante la promesa del amor de Dios y el anhelo de transmitir ese mensaje al mundo. Como si Dios hubiese olvidado a la raza humana hasta que Jesús llegó para inyectar de nuevo el amor divino en la vida cotidiana. Él mismo lo plantea así al llamar al amor «nuevo mandamiento». Pese a que el judaísmo ya conminaba a amar a Dios—el Cantar de los cantares de Salomón exalta el amor como ningún pasaje del Nuevo Testamento—, Jesús trata el amor como algo radical, un acontecimiento que cambia la vida. El amor devolverá a Dios a nuestra existencia. El amor hará la paz con nuestros enemigos y llevará el júbilo a nuestros corazones.
¿Qué tiene de nuevo el amor? Cada nueva generación debería plantearse esta pregunta; es la semilla de la búsqueda espiritual. Si no se es capaz de descubrir en qué consiste el amor divino, ningún templo proporcionará la respuesta. Al igual que cualquier otra religión organizada, el cristianismo abandonó hace tiempo al amor como camino radical hacia la transformación, celebrando y respetando las palabras de Jesús sobre el amor al prójimo mientras sanciona la guerra y la intolerancia. De este modo la Iglesia consiguió ser aceptada por la sociedad, con su sempiterna tendencia a la violencia, pero jamás resolvió el enigma planteado por el principio fundamental de Jesús: ¿Cómo puede una persona amar a otra—vecino, enemigo o familiar— tanto como a sí misma?
Es un reto imposible para el ego. «Yo» siempre será más importante que «Tú». Incluso el amor romántico más profundo, que al comienzo parece fundir totalmente a dos personas, puede derivar en odio y divisiones si el ser amado nos traiciona. El amor intenso que una madre siente por su hijo puede ser interesado o convertir al hijo en un malcriado. La raíz del problema está en la gran distancia que separa el amor divino del amor humano. Como ya hemos visto, se trata de un abismo de conciencia, y tan solo la conciencia puede llevarlo.
El amor humano depende de las relaciones. Las personas más próximas a mí reciben mi amor; las que están lejos de mí, no. En las relaciones espero dar y recibir. Los demás deben merecer el amor que les ofrezco; si no lo merecen, se lo retiraré. En cambio, el amor divino se da gratis, sin ser merecido. La gracia de Dios trasciende cualquier relación. Dios no puede relacionarse de distinto modo con distintas personas. Jesús deja este punto muy claro cuando asegura que Dios ama y perdona a los malvados. No se han ganado su amor a través de algún acto dirigido a Dios. Basta con que existan. Ser es ser amado por Dios.
Sin embargo, hay ocasiones en que Jesús exige que la gente cumpla la ley de Moisés y sea castigada por sus pecados. Dice que para ganarse la salvación deben creer en él como el Mesías y complacer a Dios de maneras materiales, por ejemplo, con la realización de buenas obras. Por tanto, la promesa de la gracia queda manchada por la amenaza de la ira divina si uno no juega el papel que le corresponde en el orden preestablecido.
Un Dios capaz de mostrarse satisfecho o insatisfecho no lleva a la gracia divina, puesto que la esencia de la gracia es el amor incondicional. Existe un modo de resolver esta contradicción, pero no lo encontraremos si elegimos solo el Jesús agradable o el Jesús desagradable, ni manipulando las pruebas para justificar nuestra elección. El fundamentalismo, con su infatigable énfasis en el castigo de los pecados, escoge al Jesús desagradable, mientras que el cristianismo liberal, queriendo que lo consideren totalmente benévolo, prefiere al agradable. Dado que existen versículos bíblicos que contradicen una y otra posición, ninguna resulta del todo satisfactoria. La única forma viable de seguir las enseñanzas de Jesús sobre el amor consiste en igualarlas con el nivel de conciencia de cada uno.
La realidad cambia según los diferentes estados de conciencia, y lo mismo ocurre con el amor. En los niveles inferiores de conciencia nuestra experiencia está dominada por la necesidad de supervivencia, y abundan las amenazas contra nuestro bienestar. El amor se experimenta como algo demasiado temporal y débil para superar la amenaza de la violencia. A este nivel de conciencia nos sentimos víctimas; no vemos señal alguna de que Dios nos observe y mucho menos de que se preocupe por nosotros. En semejante estado la gracia divina se antoja, en el mejor de los casos, una promesa remota. Para que la gracia funcione, la vida ha de cambiar, y para que la vida cambie, antes ha de cambiar la conciencia.
Por eso el amor supone la prueba definitiva. Cada uno de nosotros comienza percatándose de que el amor ha fracasado en muchos sentidos. Sabemos que no amamos a nuestros enemigos; en ocasiones dudamos de que el amor que sentimos por los seres más cercanos y queridos sea suficiente. Generalmente actuamos a partir de motivos totalmente ajenos al amor, como la codicia o el egoísmo. Miramos a nuestro alrededor y hallamos pocas pruebas de que Dios nos ama de la manera redentora en la que se refiere Jesús. Los indicios de crecimiento interior son esquivos y, en ocasiones, engañosos; fingimos ser mejores de lo que somos o fingimos ver a Dios en cada nube y cada planta. Pero el amor de Jesús es mucho más que una mera sensación de bienestar y satisfacción. Su verdad está relacionada con el poder. Su despertar resulta una experiencia radical y una señal clara de que la conciencia se ha elevado al nivel más alto.
Las enseñanzas de Jesús pueden memorizarse, pero solo se aprenden de verdad cuando uno se convierte en la enseñanza. En cada uno de nosotros existe un instinto innato para el amor. Pero por innato que pueda parecernos el amor, no nos hemos convertido en amor. Escogemos a quién entregar nuestro amor, pero cuando la puerta se cierra, podemos ser muy poco afectuosos. Las lecciones sobre el amor divino que Jesús enseñó nos revelan que el amor está tan lleno de gracia que conduce a la transformación: cambia totalmente a la persona.
Oísteis que fue dicho: «Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo». Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os odian, y orad por los que os ultrajan y os persiguen, para que seáis hijos de vuestro Padre que está en los cielos, que hace salir su sol sobre malos y buenos y llover sobre justos e injustos.
(Mateo 5, 43–45)
Este pasaje presenta de forma comprimida todo lo que convierte al amor divino en algo tan bello y sin embargo tan difícil de aplicar en la vida diaria. ¿Cómo puede Jesús esperar de nosotros que seamos como Dios y expresemos amor por todas partes? La respuesta se encuentra en las dos imágenes que escoge: el sol y la lluvia. Son la base de la vida, la fuente de la alimentación. Jesús nos dirige hacia nuestra fuente. En el interior de cada uno reside un alto nivel de conciencia tan constante como el sol y tan vivificador como la lluvia. Es Ser en estado puro, y si no conectas con él, es imposible amar al enemigo. Para mí, este pasaje dibuja una de las líneas divisorias más claras entre la conciencia cotidiana y el estado elevado de conciencia que Jesús predicaba. En otro pasaje nos dice: «Lo que resulta imposible para los mortales es posible para Dios». Palabras que se refieren a amar al enemigo, pero en vez de dejarlo en manos de Dios, nosotros podemos elevarnos a un nivel donde amar a todo el mundo resulta espontáneo y natural.
Jesús le dijo: «Ama al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el más importante y el primero de los mandamientos. Y el segundo es parecido a este: Ama a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos pende toda la ley de Moisés y las enseñanzas de los profetas».
(Mateo 22, 37–40)
Por bello y popular que sea este pasaje, también es uno de los que más división crean. Los cristianos se han dividido entre una selecta minoría capaz de dedicar su vida a amar a Dios, y una vasta mayoría que se dedica a la misma tarea solo durante alguna hora solo los domingos. Pero se trata de una falsa división, ya que presupone erróneamente que Jesús pretendía que se dedicase a su amor grandes cantidades de tiempo y de esfuerzo. Cuando lo que Jesús quería realmente era que ese tiempo fuese absoluto. Si se dedica toda la mente a amar a Dios, se produce un cambio. La mente ya no se encuentra fragmentada y distraída. Ha encontrado su origen, que es Dios, y por tanto amarle resulta natural. Insinuar que se trata de un esfuerzo es como afirmar que amar la música supone un esfuerzo que no deja tiempo para nada más. Ocurre al contrario. Si se ama realmente la música o cualquier otra cosa, ese amor resulta tan natural como el respirar. Eso es lo que Jesús pretendía en cuanto al amor a Dios.
Viéndolo Jesús, se indignó y les dijo: «Dejad a los niños venir a mí, y no se lo impidáis, porque de los que se asemejan a ellos es el reino de Dios. En verdad os digo que el que no reciba el reino de Dios como un niño, no entrará en él».
(Marcos 10, 14—15)
Para recalcar la idea de que el amor de Dios debe ser natural y espontáneo, Jesús lo compara con el amor de un niño hacia sus padres. Por tanto, debemos olvidar todo lo que hemos aprendido de adultos sobre el amor. El amor egoísta, condicionado y exigente no puede convertirse en amor a Dios. Debemos trascenderlo.
Amad, pues, a vuestros enemigos, haced bien, y prestad, no esperando de ello nada; y vuestra recompensa será grande, y seréis hijos del Altísimo, porque él es benigno para con los ingratos y los malos. Sed, pues, misericordiosos, como también vuestro Padre es misericordioso.
(Lucas 6, 35–36)
Consciente de que la gente debe elevarse desde su estado presente a uno superior, Jesús les pidió que viviesen como si ya lo hubieran alcanzado. Hay que tener en cuenta ambos aspectos. Seguir el camino espiritual requiere tiempo, para que las percepciones y creencias se modifiquen progresivamente. Pero Dios apoya cualquier esfuerzo dirigido hacia la dirección correcta y, por tanto, la mejor manera de vivir en este preciso instante es con la certeza de que la gracia es real, aun si dicha certeza no se hace verdaderamente presente sin un cambio de conciencia.
«Un nuevo mandamiento os doy: Que os améis unos a otros; así como yo os he amado, debéis amaros también unos a otros».
(Juan 13, 34)
Ya en el Antiguo Testamento se exige a la gente a que se amen los unos a los otros, así que el aspecto novedoso de este mandamiento se encuentra en las palabras «como yo os he amado». Jesús subraya la importancia de amar tal como lo hace Dios, no de la manera convencional. Los gnósticos lo comprendieron, por eso su versión dice: «Ama a tu hermano como a tu alma, protégele como a la pupila de tu ojo» (Tomás 46). Tan solo cuando otra persona te resulta tan próxima como tu propia alma, tu amor es igual que el de Jesús.
Entonces, mirando a la mujer, dijo Simón: «¿Ves esta mujer? Entré en tu casa y no me diste agua para mis pies; pero ella ha regado mis pies con lágrimas y los ha secado con sus cabellos. No me diste beso; pero ella, desde que entré, no ha cesado de besar mis pies. No ungiste mi cabeza con aceite; pero ella ha ungido con perfume mis pies. Por lo cual te digo que sus muchos pecados le son perdonados, porque amó mucho; pero aquel a quien se le perdona poco, poco ama».
(Lucas 7, 44—47)
Jesús amó a los humildes porque no pusieron obstáculos a su amor. Sirvieron sin orgullo, no tenían estatus social que perder. Pero la lección principal consiste en que el ego bloquea el crecimiento espiritual. Del mismo modo que el orgullo impide acoger a Jesús con amor, impedirá acoger a la propia alma. Jesús dijo asimismo en diversas ocasiones que había sido enviado para ayudar a aquellos que más amor necesitaban, entre los que se incluían no solo los pobres y los débiles, sino también los malvados. Se comparó a sí mismo con un médico que atiende a los enfermos, pues los sanos no precisan curación.
Si permanecéis en mí, y mis palabras permanecen en vosotros, pedid todo lo que queráis y os será hecho. En esto es glorificado mi Padre: en que llevéis mucho fruto y seáis así mis discípulos. Como el Padre me ha amado, así también yo os he amado; permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor; así como yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor. Estas cosas os he hablado para que mi gozo esté en vosotros, y vuestro gozo sea completo.
(Juan 15, 7–11)
Este es uno de los pasajes más largos y elocuentes en que Jesús describe el amor divino. En él invita al lector a formar parte de Jesús, a unirse a él en un amor tan íntimo como el amor por uno mismo. Sin embargo, lo más conmovedor se encuentra en el final, en que Jesús afirma que nuestro amor por él le llena de dicha. Con frecuencia asumimos que Jesús está completo sin nosotros, que nosotros le necesitamos pero él a nosotros no. Jesús predica lo contrario de una forma muy humana. Su propósito consiste en cumplir la voluntad de Dios trayendo el amor a todo el mundo, y el nacimiento de una nueva humanidad le satisfará.
Así pues, nada es más importante que rescatar las enseñanzas de Jesús acerca del amor. No lo pone fácil, porque el amor que pide resulta prácticamente inalcanzable. Vagamos confusos preguntándonos qué clase de amor a Dios espera de nosotros. Nuestra única esperanza consiste en descubrir qué es realmente el amor divino; la alternativa nos ha situado en un camino manchado de sangre y sufrimiento.
El Jesús que habla en los Evangelios parece obsesionado con la fe. Convierte la fe en una condición para entrar en el cielo y escapar del infierno. Sana a los ciegos y a los lisiados porque tienen fe. Proclama que una brizna de fe puede lograr maravillas.
Los momentos en que se habla de la fe se cuentan entre los más sobrecogedores de los Evangelios:
En esto, una mujer enferma de flujo de sangre desde hacía doce años se le acercó por detrás y tocó el borde de su manto, porque se decía a sí misma: «Con solo tocar su manto seré salva». Pero Jesús, volviéndose y mirándola, dijo: «Ten ánimo, hija; tu fe te ha salvado».
(Mateo 9, 20–22)
Ninguna otra virtud es más importante, aparte del amor. La fe era el requisito de una religión nueva que pretendía establecer un vínculo entre sus miembros. Un cristiano debía creer que Jesús era el Mesías y que regresó de la muerte.
Se trata de una cuestión espinosa, porque la iluminación no se basa en la fe. Y tampoco consiste en pasar una prueba de lealtad para demostrar que se es un seguidor devoto. Cuando Jesús le dice a alguien a quien acaba de sanar que su fe ha hecho posible el milagro, se entiende que Dios no realiza milagros para los infieles.
Sin embargo, fuera del mundo occidental, la fe suele conformar solo una pequeña parte de la imposición sanadora de manos. Situar la fe en el centro de la vida religiosa es una característica propia del cristianismo.
¿Por qué eso constituye para nosotros una dificultad? Porque cada vez que Jesús proclama que la fe es necesaria para que se obren milagros, no se centra en otras técnicas espirituales que podrían ayudar a un buscador del camino. En cierto sentido la fe es como una quimera, que se persigue incansablemente pero jamás se alcanza. ¿Dónde podemos encontrar una disciplina práctica y específica similar a la recibida por los budistas zen? La Iglesia de la Edad Media configuró unas disciplinas espirituales extremadamente rigurosas y complejas, pero no fueron dictadas por Jesús.
Los asuntos relacionados con la espiritualidad práctica se hacen a un lado en nombre de la fe en tanto que clave para los milagros y la entrada en el Reino de los Cielos. La manera de sortear este dilema consiste en comprender que Jesús podría estar refiriéndose a la fe como se experimenta en un estado de conciencia más elevado. En otras palabras, basta con una brizna de fe para mover montañas si, como Jesús, se tiene conciencia de Dios. Puesto que Jesús pretendía situar a sus discípulos a su mismo nivel, donde los milagros suceden naturalmente, creo que esta interpretación es correcta. Antes de la conciencia de Dios, se necesita fe por muchas razones: para continuar por el camino, para ser fiel a la visión personal, para confirmar que Dios está de nuestra parte y, sobre todo, para reunir el valor necesario para adentrarnos en lo desconocido. Pero al final, cuando comienzan los milagros, la fe en Dios es igual que la fe en uno mismo.
En cuanto consideramos a Jesús un maestro de la iluminación, la idea de fe cambia. No necesitamos tener fe en el Mesías o en su misión. Tenemos fe en la visión de una conciencia superior. Son muchos los momentos en que precisamos, a veces desesperadamente, una fe así, porque en el camino estamos solos. Las experiencias personales te pertenecen solo a ti y, a medida que fluyen y refluyen, acercándonte o alejándote del alma, necesitas confiar en que la meta es real. En tal caso Jesús nos es de gran ayuda, pues no ha habido nadie en la historia que estuviese más seguro de que Dios y el Reino de los Cielos habitan en nuestro interior.
Entre tanto que tenéis la luz, creed en la luz, para que seáis hijos de luz.
(Juan 12, 36)
Esta es una de las declaraciones más concisas y convincentes pronunciadas por Jesús acerca de la fe. En vez de decir «creed en mí», dirige a sus seguidores hacia su esencia, que es la luz de la conciencia pura. De este modo el libro de Juan aleja el centro de atención del culto a Jesús y lo redirige hacia un significado espiritual más profundo.
¿Y quién de vosotros podrá, por mucho que se angustie, añadir a su estatura un codo? Y por el vestido, ¿por qué os angustiáis? Contemplad los lirios del campo, cómo crecen: no labran, ni tampoco hilan. Sin embargo os digo que ni Salomón con toda su gloria se vistió como uno de ellos. Y si la hierba del campo, que hoy es y mañana se quema en el horno, Dios la viste así, ¿no hará mucho más por vosotros, hombres de poca fe?
(Mateo 6, 27-30)
En el Sermón de la Montaña Jesús ofrece una idea tan simple y revolucionaria que cambia todo lo que suponemos sobre la existencia. Esta es la idea: dejad que Dios se encargue de todo.
En este versículo incluso la más básica necesidad, la ropa, se deja en manos de Dios. Pero Jesús sabía que la elaboración de ropa requiere trabajo, así que ¿qué quiso decir al proclamar que Dios proveería? El quid de la cuestión es la libertad. Libres del trabajo duro, las preocupaciones y el sufrimiento, comprobamos que la naturaleza lo suministra todo. Generalmente nos consideramos criaturas complejas, lo opuesto a los lirios del campo, porque nuestra existencia depende del esfuerzo. Para Jesús, esto es un error.
Puesto que nos parecemos más a Dios en nuestra capacidad de ser conscientes, Dios nos provee en mayor medida que a las plantas y a los animales. Pero no lo hace de la misma forma. Al tener conciencia, recibimos nuestro sustento mediante la mente. El mundo físico procede de la mente de Dios, y cuando nos acercamos a él, toda la creación forma parte de nosotros. Literalmente, la gloria divina nos reviste. Sin fe, esta gloria permanece oculta a la vista. Creemos que el mundo está separado de nosotros y generalmente se muestra hostil a nuestras necesidades. Resulta necesario para Jesús, en su superior estado de conciencia, mostrarnos un enfoque que nos libere de esa percepción limitada. Una vez liberados, disfrutamos sin problemas de la gloria, como los lirios del campo.
Buscad primeramente el reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas os darán por añadidura. Así que no os angustiéis por el día de mañana, porque el día de mañana traerá su propia preocupación. Basta a cada día su propio afán.
(Mateo 6, 34–35)
Este pasaje indica a los oyentes de Jesús la manera de obtener los dones de la Providencia. Jesús ha ido incrementado la tensión hasta este momento declarando en el Sermón de la Montaña que Dios provee todas las necesidades vitales: alimento, ropa y cobijo. Sus oyentes, podemos imaginarlos, esperan con el corazón en un puño saber cómo lo hace Dios, ya que esta idea escapa a sus experiencias personales. Jesús tiene mucho que decir al respecto, pero la primera afirmación es la más importante: Esfuérzate por alcanzar la visión más elevada. El Reino de Dios es un estado interior. En vez de señalar hacia cualquier punto del mundo exterior, Jesús señala hacia dentro, donde se crea la realidad y por tanto donde puede llevarse a cabo.
Pedid, y se os dará; buscad, y hallaréis; llamad, y se os abrirá. Porque todo aquel que pide, recibe; y el que busca, halla; y al que llama, se le abrirá.
(Mateo 7, 7-8)
Hay muchas partes de los Evangelios en las que no estoy seguro de escuchar la auténtica voz de Jesús. En este caso, sin embargo, cada palabra suena a verdad, porque Jesús aleja la fe de su persona y la dirige hacia el origen, que está en cada uno. Todo aquel que pide, recibe. Cada pensamiento genera una respuesta; nada se pierde en el universo. La inteligencia divina manifiesta cualquier cosa que podamos imaginar.
Jesús subraya tanto la naturalidad del crecimiento espiritual como su potencial ilimitado. Pero a medida que el Sermón de la Montaña toca a su fin, se asegura de que los oyentes sean conscientes de la elección que tienen ante sí. «A cualquiera, pues, que me oye estas palabras y las pone en práctica, lo compararé a un hombre prudente que edificó su casa sobre la roca» (Mateo 7, 24). La casa es la persona, y la roca sobre la que está construida es una conciencia divina pura, eterna e inalterable.
Cuando llegaron adonde estaba la gente, se le acercó un hombre que se arrodilló delante de él, diciendo: «Señor, ten misericordia de mi hijo, que es lunático y sufre muchísimo, porque muchas veces cae en el fuego y muchas en el agua. Lo he traído a tus discípulos, pero no lo han podido sanar». Respondiendo, Jesús dijo: «¡Generación incrédula y perversa! ¿Hasta cuándo he de estar con vosotros? ¿Hasta cuándo os he de soportar? Traédmelo acá». Entonces reprendió Jesús al demonio, el cual salió del muchacho, y este quedó sano desde aquella hora.
Se acercaron entonces los discípulos a Jesús y le pregun taron aparte: «¿Por qué nosotros no pudimos echarlo fuera?» Jesús les dijo: «Por vuestra poca fe. De cierto os digo que si tenéis fe como un grano de mostaza, diréis a este monte: “Pásate de aquí allá”, y se pasará; y nada os será imposible. Pero este género no sale sino con oración y ayuno».
(Mateo 17, 14–20)
Jesús no está de mal humor. Se siente frustrado y decepcionado por sus seguidores. Anteriormente les había dicho que tenían el poder de sanar, pero en esta ocasión han fracasado. Ahora Jesús debe enfrentarse de nuevo a las diferencias existentes entre su nivel de conciencia y el del resto del mundo. En cuanto a los milagros, Jesús sitúa un umbral muy bajo: basta una pizca de fe para realizar un milagro. Pero a la vez fija también un umbral muy alto, porque si no realizamos milagros, es que ni siquiera tenemos una pizca de fe. Creo que aquí Jesús exagera para dejar clara su postura: los milagros comienzan por uno mismo. Tienes que encontrar ese lugar dentro de ti donde nada es imposible. La fe por sí sola ya implica todo el camino espiritual que debemos recorrer para llegar hasta donde está Jesús. Él lo expresa de forma concisa: «Lo que es imposible para los hombres, es posible para Dios» (Lucas 18, 27).
Jesús fue más que sabio. Recibía el conocimiento directamente de Dios, fuente de su secreta sabiduría. Incluso en la actualidad la mayoría de los cristianos consideran esta conexión algo único. Tan solo el hijo de Dios podía recibir el don de la revelación en cada palabra que decía. Pero en muchas culturas el conocimiento directo es indicativo de un elevado nivel de conciencia. El pensamiento tiene lugar en la mente, pero cuanto más nos acercamos al origen de la mente, se parecen más los pensamientos a revelaciones. Dejamos de considerarlos pensamientos propios, aquellos relacionados con acontecimientos cotidianos y recuerdos personales. Al contrario, tenemos la sensación de que entramos en la realidad. Jesús habló de la realidad divina, la sabiduría revelada del alma. Lo mismo resulta posible para cualquiera que alcance una conciencia superior. Es un aspecto de la intuición, y lo que se revela es la naturaleza del alma o del ser elevado.
La revelación fue la principal fuente de comunicación que Jesús empleó. Los discípulos hacen una pregunta y Jesús contesta como lo haría Dios. En resumidas cuentas, la mente de Jesús era la mente de Dios. Jesús no tenía que interpretar nada; se guiaba por la verdad pura. Ni que decir tiene que Jesús constituye un modelo desalentador. ¿De verdad podemos esperar que nuestros pensamientos procedan directamente de Dios?
¿Por qué no? Todo el mundo sabe en qué consiste tener un momento de inspiración; a todos se nos han ocurrido ideas que parecen no provenir de ninguna parte, o nos han asaltado destellos de comprensión. Son muestras de una conciencia elevada. O, por decirlo de otro modo, ¿qué sentido tendría seguir el camino espiritual si la mente no cambia? La esperanza de alcanzar la comprensión y la intuición al hacer el camino resulta razonable, y Jesús no quiso presentarse como un fenómeno sobrenatural, sino como un ejemplo de alguien que ha logrado ese objetivo.
Efectivamente, hay momentos en que Jesús da la impresión de ostentar una posición única. Tan solo el Hijo de Dios sabe lo que el Padre desea comunicar. Una y otra vez Jesús repite la frase «El Padre y yo somos uno». Pero también sostiene la promesa de la revelación a sus discípulos. Les hace una promesa, «y conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres» (Juan 8, 32). Se refiere a la verdad revelada, la que surge de una auténtica conexión con Dios.
Para Jesús, la verdad no era abstracta, era práctica; liberaba a la gente de cualquier atadura. Por lo tanto, la revelación está relacionada con la redención. Tradicionalmente, redención significa encontrar la religión y ser recompensado con el cielo tras la muerte. Pero ser liberado mediante la verdad es una promesa que puede cumplirse aquí y ahora. La libertad tras la muerte implica que no hay escapatoria para los vivos, y eso no es lo que Jesús tenía en mente. Un alma redimida es un alma que ha despertado. Morir no es un requisito.
El viaje del alma comienza en la oscuridad, donde la verdad se enmascara o malinterpreta. El viaje progresa a diario, apartando los obstáculos que se interponen ante la verdad. A veces saltamos hacia la luz, damos grandes brincos que nos liberan de la tenaza de una creencia ignorante. Con todo, lo más habitual es que la revelación avance paso a paso, de conocimiento en conocimiento. Jesús habla sobre ambos aspectos del viaje.
El tiempo se ha cumplido y el reino de Dios se ha acercado. ¡Arrepentíos y creed en el Evangelio!
(Marcos 1, 15)
Jesús anuncia varias veces en los Evangelios que «el reino de Dios se ha acercado», pero este es el momento más dramático, porque acaba de ser bautizado, se ha adentrado en el desierto y ha regresado a Galilea. Sus primeras palabras tras ser reconocido mensajero de Dios indican a la gente que ha venido en misión de rescate para salvar al mundo. Esta sensación de urgencia no se dirige exclusivamente a los judíos bajo el yugo del Imperio romano. Ese «se ha acercado» nos anima a todos nosotros a encontrar a Dios en nuestro interior.
Escuchad la palabra; comprended el conocimiento; amad la vida, y nadie os perseguirá, ni os oprimirá, salvo vosotros mismos.
(Apócrifo de Jesús 9, 19—24)
En este caso he hecho una excepción al incluir un escrito gnóstico esotérico porque sus oportunos versículos expresan muy bien el mensaje. Los gnósticos se centraban en la redención personal y, en esta cita, Jesús afirma que el conocimiento y el amor abren el camino y que los únicos obstáculos que existen son los que nosotros ponemos.
El mismo documento continúa de manera elocuente: «No convirtáis el reino de los cielos en un desierto interior. No seáis orgullosos porque os ilumina la luz, sino trataos como yo os trato».
En verdad, en verdad os digo que si el grano de trigo que cae en la tierra no muere, queda solo, pero si muere, lleva mucho fruto. El que ama su vida, la perderá; y el que odia su vida en este mundo, para vida eterna la guardará.
(Juan 12, 24–25)
Este pasaje trata sobre la transformación. Jesús dice a sus discípulos que su antiguo ser debe morir para alcanzar el nuevo ser. Como tenía por costumbre, convirtió la enseñanza en un asunto de vida y muerte porque así conseguía el máximo dramatismo. En este caso explica que si sientes apego por tu viejo ser, la muerte es inevitable. Debes considerar que tu ser es una semilla. Una vez plantada, la semilla morirá, pero de esa extinción emerge la recompensa de una nueva vida, una vida más allá de la muerte.
Dijo Jesús: «Quien bebe de mi boca, vendrá a ser como yo; y yo mismo me convertiré en él, y lo que está oculto le será revelado».
(Tomás 83)
Como el movimiento gnóstico se basaba en la revelación personal, desencadenó las sospechas de la Iglesia oficial, que se sentía amenazada por unas revelaciones que podían acontecer a cualquiera al margen de la infraestructura religiosa. De ahí que condenara creencias gnósticas como esta. Pero si las consideramos a la luz de la conciencia elevada, lo que Jesús dijo resultaba innegable: cualquiera que alcance la conciencia de Dios conocerá la verdad revelada.
Porque nada hay encubierto que no haya de descubrirse, ni oculto que no haya de saberse. Por tanto, todo lo que habéis dicho en tinieblas, a la luz se oirá; y lo que habéis hablado al oído en los aposentos, se proclamará en las azoteas.
(Lucas 12, 2—3)
Jesús advierte a sus seguidores que no sean hipócritas como los fariseos, un aviso bastante frecuente en él. Pero el mensaje va más allá. A lo largo del camino nos encontramos con cosas que preferiríamos mantener en la oscuridad, no solo secretos sino también cualquier forma de energía negativa. Pero esconderse del miedo, el enfado, la vergüenza y la culpa no sirve de nada. A los ojos de Dios todo ha sido revelado. Cuando portamos la verdad en el corazón nos es más fácil admitir nuestros secretos y, así, liberarlos. Esta es una de las herramientas fundamentales para alcanzar la redención.
Si tu hermano peca contra ti, repréndelo; y si se arrepiente, perdónalo. Y si siete veces al día peca contra ti, y siete veces al día vuelve a ti, diciendo: «Me arrepiento», perdónalo.
(Lucas 17, 3–4)
El cristianismo carga con unas expectativas imposibles, una de ellas derivada del hecho del que Dios perdonará todos los pecados a través de Jesús. Esta doctrina tipo «todo en uno» nos desconcierta, no sabemos reaccionar ante el mal propio o ajeno. En este caso, Jesús convierte el perdón en un proceso, lo cual se ajusta más al crecimiento espiritual: Dios eliminará la consecuencia del pecado cuantas veces sea necesario antes de que el arrepentimiento—abandonar el acto incorrecto— acabe funcionando.
Dijo Jesús: «Si aquellos que os guían os dijeren: “Ved, el Reino está en el cielo”, entonces las aves del cielo os tomarán la delantera. Y si os dicen: “Está en la mar”, entonces los peces os tomarán la delantera. Mas el Reino está dentro de vosotros y fuera de vosotros. Cuando lleguéis a conoceros a vosotros mismos, entonces seréis conocidos y caeréis en la cuenta de que sois hijos del Padre Viviente. Pero si no os conocéis a vosotros mismos, estáis sumidos en la pobreza y sois la pobreza misma».
(Tomás 62)
Una enseñanza gnóstica como esta nos habla de manera más directa que la mayoría de los escritos de los cuatro Evangelios. Resulta irónico, quizá incluso trágico, que los buscadores encontraran el camino hacia la iluminación tan pronto (el libro de Tomás data más o menos de la misma época que los Evangelios), y tuvieran que oír que ellos estaban equivocados y la Iglesia tenía razón. Pero eso ocurrió hace mucho y ahora disponemos de la libertad para pensar que las palabras de Jesús sobre el conocimiento personal son tan genuinas como el resto de sus enseñanzas o quizá incluso más.
Si un hombre tiene cien ovejas y se descarría una de ellas, ¿no deja las noventa y nueve y va por los montes a buscar la que se ha descarriado? Y si acontece que la encuentra, de cierto os digo que se regocija más por aquella que por las noventa y nueve que no se descarriaron. De igual modo, no es la voluntad de vuestro Padre que está en los cielos que se pierda uno de estos pequeños.
(Mateo 18, 12—14)
Aparte de la amenaza del castigo citada en el Día del Juicio, Jesús emplea la agradable imagen del pastor que rescata a cada oveja perdida sin olvidarse de ninguna. Entonces comprendemos que la redención es un acto que nace del amor y el cariño.
Escudriñáis las Escrituras, porque a vosotros os parece que en ellas tenéis la vida eterna, y ellas son las que dan testimonio de mí; y no queréis venir a mí para que tengáis vida.
(Juan 5, 39–40)
Jesús establece que el conocimiento alcanzado por terceros no sustituye al conocimiento directo. Este pasaje podría interpretarse como una alarmante advertencia de que no se han de leer los Evangelios si se desea saber la verdad, pero lo más significativo radica en que Jesús refuerza su mensaje de que el Reino de Dios es interior.
Sus discípulos le preguntaron: «¿Cuándo hallarán paz los muertos? ¿Cuándo llegará el nuevo mundo?». Y Jesús contestó: «Lo que esperabais ya ha llegado, pero no lo habéis visto».
(Tomás 144)
Este pasaje gnóstico es un recordatorio útil de que el Día del Juicio no es un momento literal, sino un acontecimiento que ocurre en el interior, al nivel del alma.
Jesús dedicó muchas enseñanzas al tema del ser, entendido como el conjunto de diferentes aspectos de lo que denominamos «yo». En este conjunto se engloban el ego, la personalidad y el alma. No están dispuestos de manera ordenada en diferentes compartimientos, sino entremezclados de manera confusa. A veces nos sentimos próximos al alma, y otras, todo lo contrario. Las más de las veces nos sentimos confusos, incapaces de comprender qué es el alma y qué quiere.
Jesús dedicó mucho tiempo a aclarar esa confusión. Dijo: «No me comprendéis» para sustentar una verdad más profunda: «No sabéis quiénes sois en realidad». Al decirle a la gente quiénes son en realidad, dibuja un nuevo tipo de ser humano que acepta que ser uno con Dios constituye nuestro estado natural y más elevado.
Todos los grandes maestros espirituales quieren que cambiemos, y el ser es el vehículo que lleva a ese cambio. Renovarse es imposible a menos que la persona que habitamos a diario y que reconocemos en el espejo comience a abandonar viejos hábitos y condicionamientos.
Viendo la multitud, subió al monte y se sentó. Se le acercaron sus discípulos, y él, abriendo su boca, les enseñaba diciendo:
«Bienaventurados los pobres en espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos. Bienaventurados los que lloran, porque recibirán consolación. Bienaventurados los mansos, porque recibirán la tierra por heredad. Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados. Bienaventurados los misericordiosos, porque alcanzarán misericordia. Bienaventurados los limpios de corazón, porque verán a Dios. Bienaventurados los pacificadores, porque serán llamados hijos de Dios. Bienaventurados los que padecen persecución por parte de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos. Bienaventurados seréis cuando por mi causa os insulten, os persigan y digan toda clase de mal contra vosotros, mintiendo. Gozaos y alegraos, porque vuestra recompensa es grande en los cielos, pues así persiguieron a los profetas que vivieron antes de vosotros».
(Mateo 5, 1–12)
Estos son los versículos más conocidos del Sermón de la Montaña. Ensalzan la paz, la humildad, la fe, la compasión y demás virtudes de los honrados. Considero que sería un error creer que Jesús estaba ofreciendo una prueba de fuego de a quién ama Dios. Demasiado a menudo nos tienta compararnos con un ideal que nunca alcanzamos. No era esa la intención de Jesús. Jesús alaba a los virtuosos, pero no condena a los demás. Las Bienaventuranzas deben entenderse como una fuente de inspiración para la clase de transformaciones que acontecen en el camino. Aferrémonos a esta idea del perfecto cristiano, pero siendo realistas en cuanto a las cualidades de cada cual.
Entonces él se sentó, llamó a los doce y les dijo: «Si alguno quiere ser el primero, será el último de todos y el servidor de todos».
(Marcos 9, 35)
Cuando Jesús le decía a la gente cómo debían comportarse en el mundo consideraba prioritario el desinterés personal. En términos actuales, aludía a la desintegración del ego y su incesante autosuficiencia. Pero sus oyentes del siglo primero vivían en un mundo donde los señores estaban muy por encima de los sirvientes y ejercían un poder total sobre ellos, así que en aquella época las enseñanzas de Jesús resultaban aún más radicales. No obstante, su doctrina «los últimos serán los primeros» no perseguía un vuelco del orden social. Buscaba revelar una verdad más profunda, que el espíritu ha sido relegado al último lugar en el mundo y merece ocupar el primero.
¿No se venden dos pajarillos por un cuarto? Con todo, ni uno de ellos cae a tierra sin el permiso de vuestro Padre. Pues bien, aun vuestros cabellos están todos contados. Así que no temáis; más valéis vosotros que muchos pajarillos.
(Mateo 10, 29–31)
Cuando más intenta tranquilizar a los discípulos, más los desconcierta. En este caso Jesús promete que Dios controla hasta el más mínimo detalle de nuestras vidas, pero todos sabemos—como debían de saber sus oyentes— qué significa sentirse solo y olvidado de Dios. A mi modo de entender, no podemos saber de verdad si Dios nos observa a menos que podamos verle. En otras palabras, necesitamos conocer el procedimiento mediante el cual una deidad invisible actúa en el mundo que nos alimenta y nos protege. Un conocimiento que solo podemos alcanzar tras una búsqueda seria y diligente: iniciando el camino hacia la conciencia de Dios.
Vosotros sois la luz del mundo; una ciudad sentada sobre un monte no se puede esconder. Ni se enciende una luz y se pone debajo de una vasija, sino sobre el candelero para que alumbre a todos los que están en casa. Así alumbre vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos.
(Mateo 5, 14—16)
Jesús repitió constantemente a sus discípulos que su esencia era el espíritu. Los gnósticos conceden gran importancia a este versículo, que reformularon con mayor énfasis: «Dijo Jesús: “Si os preguntan: ‘¿De dónde habéis venido?’ decidles: ‘Nosotros procedemos de la luz, del lugar donde la luz tuvo su origen por sí misma’. Si os preguntan: ‘¿Quiénes sois vosotros?’, decid: ‘Somos sus hijos y somos los elegidos del Padre Viviente’ ”.» (Tomás 143).
Nicodemo le preguntó: «¿Cómo puede un hombre nacer siendo viejo? ¿Puede acaso entrar por segunda vez en el vientre de su madre y nacer?». Respondió Jesús: «En verdad, en verdad te digo que el que no nace del agua y del Espíritu no puede entrar en el reino de Dios. Lo que nace de la carne, carne es; y lo que nace del Espíritu, espíritu es. No te maravilles de que te dije: “Os es necesario nacer de nuevo”. El viento sopla de donde quiere, y oyes su sonido, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va. Así es todo aquel que nace del Espíritu».
(Juan 3, 4–8)
Este pasaje es rico y está expresado con gran belleza. Aborda una queja muy contemporánea: la falta de una prueba que demuestre la existencia de Dios. Jesús dice que la prueba es sutil y se presenta en momentos inesperados. Compara la acción del espíritu con la del viento, que todo el mundo puede oír pero no todo el mundo ve. Nuestro renacimiento ocurre a ese nivel sutil, en que la percepción varía y la persona de pronto se percata de que el espíritu siempre ha estado ahí, como el viento que se ha dado por descontado.
Les dijo también una parábola: «Nadie corta un pedazo de un vestido nuevo y lo pone en un vestido viejo, pues si lo hace, no solamente rompe el nuevo, sino que el remiendo sacado de él no armoniza con el viejo. Y nadie echa vino nuevo en odres viejos; de otra manera, el vino nuevo romperá los odres y se derramará, y los odres se perderán. Pero el vino nuevo en odres nuevos se ha de echar, y lo uno y lo otro se conservan. Y nadie que haya bebido del añejo querrá luego el nuevo, porque dice: “El añejo es bueno”».
(Lucas 5, 36—39)
Este pasaje es interesante porque en algunas versiones la frase dice: «El vino añejo es mejor». Jesús se refiere a la cantidad de gente que preferiría acatar las viejas leyes antes que seguirle a él y su nueva verdad, pero sus palabras también pueden aplicarse a las creencias en términos generales. Nos resistimos a renunciar a nuestras viejas creencias, así que como mucho tratamos de combinar cautelosamente lo conocido con lo nuevo y desconocido. Jesús argumenta que ese sistema no funciona. Él trae algo radicalmente nuevo que debe ser aceptado en sus propios términos.
Haceos bolsas que no se envejezcan, tesoro en los cielos que no se agote, donde ladrón no llega ni polilla destruye. Porque donde está vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón.
(Lucas 12, 33—34)
En mi opinión este es uno de los comentarios más astutos de Jesús sobre la naturaleza humana. Lo que más valoras se convierte, por razones prácticas, en tu idea de Dios.
El reino de los cielos es como un hombre que, yéndose lejos, llamó a sus siervos y les entregó sus bienes. A uno dio cinco talentos, a otro dos y a otro uno, a cada uno conforme a su capacidad; y luego se fue lejos. El que recibió cinco talentos fue y negoció con ellos, y ganó otros cinco talentos. Asimismo el que recibió dos, ganó también otros dos. Pero el que recibió uno hizo un hoyo en la tierra y escondió el dinero de su señor.
Después de mucho tiempo regresó el señor de aquellos siervos y arregló cuentas con ellos. Se acercó el que había recibido cinco talentos y trajo otros cinco talentos, diciendo: «Señor, cinco talentos me entregaste; aquí tienes, he ganado otros cinco talentos sobre ellos». Su señor le dijo: «Bien, buen siervo y fiel; sobre poco has sido fiel, sobre mucho te pondré. Entra en el gozo de tu señor». Se acercó también el que había recibido dos talentos y dijo: «Señor, dos talentos me entregaste; aquí tienes, he ganado otros dos talentos sobre ellos». Su señor le dijo: «Bien, buen siervo y fiel; sobre poco has sido fiel, sobre mucho te pondré. Entra en el gozo de tu señor». Pero acercándose también el que había recibido un talento, dijo: «Señor, te conocía que eres hombre duro, que siegas donde no sembraste y recoges donde no esparciste; por lo cual tuve miedo, y fui y escondí tu talento en la tierra; aquí tienes lo que es tuyo». Respondiendo su señor, le dijo: «Siervo malo y negligente, sabías que siego donde no sembré y que recojo donde no esparcí. Por tanto, debías haber dado mi dinero a los banqueros, y, al venir yo, hubiera recibido lo que es mío con los intereses. Quitadle, pues, el talento y dadlo al que tiene diez talentos, porque al que tiene, le será dado y tendrá más; y al que no tiene, aun lo que tiene le será quitado. Y al siervo inútil echadlo en las tinieblas de afuera: allí será el llorar y el crujir de dientes».
(Mateo 25,14—30)
Si se tiene en cuenta la cantidad de veces que Jesús habló en contra de la riqueza, el significado de esta parábola podría resultar confuso. Pero en esta ocasión las monedas que el señor entrega son regalos de Dios, específicamente, el don del conocimiento adquirido mediante Jesús. La moraleja es en que una vez has escuchado la verdad sobre Dios, que se te ha ofrecido gratuitamente, no puedes enterrarla en tu interior, sino que debes actuar para que crezca.
El reino de Dios viene a ser a manera de un hombre que siembra su heredad; y ya duerma, o vele, noche y día el grano va brotando y creciendo sin que el hombre lo advierta. Porque la tierra de suyo produce primero el trigo en hierba, luego la espiga, y por último el grano en la espiga. Y después que está el fruto maduro, inmediatamente se le echa la hoz, porque llegó ya el tiempo de la siega.
(Marcos 4, 26—29)
Este pasaje trata sobre cómo el espíritu crece en el interior. Asegura a todo el que se encuentra en el camino que la iluminación crece de manera natural. Primero se planta la verdad en nuestro interior, donde crece hasta que llega la siega, la conciencia de Dios. También es una lección de paciencia, ya que una semilla crece despacio y oculta a la vista.
¿Por qué me llamáis «Señor, Señor» y no hacéis lo que yo digo? Todo aquel que viene a mí y oye mis palabras y las obedece, os indicaré a quién es semejante. Semejante es al hombre que, al edificar una casa, cavó y ahondó y puso el fundamento sobre la roca; y cuando vino una inundación, el río dio con ímpetu contra aquella casa, pero no la pudo mover porque estaba fundada sobre la roca. Pero el que las oyó y no las obedeció, semejante es al hombre que edificó su casa sobre tierra, sin fundamento; contra la cual el río dio con ímpetu, y luego cayó y fue grande la ruina de aquella casa.
(Lucas 6, 46–49)
Jesús se refiere a la necesidad de creer en él y en sus enseñanzas. Pero Jesús es la luz. Por tanto, también puede decirse que los sólidos cimientos sobre los que desea que edifiquemos son el espíritu, la luz interior. Aseguró a sus discípulos de diversas maneras que realmente eran fruto de la luz, igual que él.
Les dijo también: «¿Quién de vosotros que tenga un amigo, va a él a medianoche y le dice: “Amigo, préstame tres panes, porque un amigo mío ha venido a mí de viaje y no tengo qué ofrecerle”; y aquel, respondiendo desde adentro, le dice: “No me molestes; la puerta ya está cerrada y mis niños están conmigo en cama. No puedo levantarme y dártelos”? Os digo que, si no se levanta a dárselos por ser su amigo, al menos por su importunidad se levantará y le dará todo lo que necesite».
(Lucas 11, 5–8)
Es una buena enseñanza para tener presente cuando tengamos la impresión de que no avanzamos en el camino. No estamos haciendo nada mal. El espíritu crece espontáneamente, a su propio ritmo. Hay que tener paciencia, persistir.
Cuando seas convidado por alguien a unas bodas no te sientes en el primer lugar, no sea que otro más distinguido que tú esté convidado por él, y viniendo el que te convidó a ti y a él, te diga: «Da lugar este», y entonces tengas que ocupar avergonzado el último lugar. Más bien, cuando seas convidado, ve y siéntate en el último lugar, para que cuando venga el que convidó te diga: «Amigo, sube más arriba». Entonces tendrás el reconocimiento de los que se sientan contigo a la mesa. Cualquiera que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido.
(Lucas 14, 8–11)
Jesús se refiere con frecuencia a la humildad porque satisface a Dios, y vaticina que los humildes recibirán su recompensa en el otro mundo, donde serán los primeros. En esta ocasión lo enfoca de distinta manera, señala que si nos sentimos importantes y dignos, siempre vendrá alguien de mayor importancia y mérito. Pero me pregunto si este enfoque no se debe en gran medida al evangelista. Los primeros cristianos valoraban la humildad porque eran perseguidos. Este es uno de esos momentos en que alcanzamos a separar la auténtica voz de Jesús de la voz que el evangelista le atribuye.
Ningún siervo puede servir a dos señores, porque odiará al uno y amará al otro, o estimará al uno y menospreciará al otro. No podéis servir a Dios y a las riquezas.
(Lucas 16, 13)
He aquí una versión gnóstica de la misma enseñanza: «Dijo Jesús: “No es posible que un hombre monte dos caballos y tense dos arcos; no es posible que un esclavo sirva a dos señores, sino que más bien honrará a uno y despreciará al otro”» (Tomás 77). Nótese que el énfasis no recae en el dinero ni el materialismo, sino en una cuestión de lealtad. ¿De qué lado te pones, del de Dios o del mundo? Jesús enseñó sistemáticamente que las personas no somos capaces de dividir nuestra lealtad entre estas dos realidades.
Dos hombres subieron al Templo a orar: uno era fariseo y el otro publicano. El fariseo, puesto en pie, oraba consigo mismo de esta manera: «Dios, te doy gracias porque no soy como los otros hombres: ladrones, injustos, adúlteros, ni aun como este publicano; ayuno dos veces a la semana, diezmo de todo lo que gano». Pero el publicano, estando lejos, no quería ni aun alzar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: «Dios, ten misericordia de mí, pecador». Os digo que este descendió a su casa justificado antes que el otro, porque cualquiera que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido.
(Lucas 18, 10–14)
A muchas personas les cuesta aceptar que Jesús les pide que sean los últimos. Pero la enseñanza cobra sentido cuando comprendemos que Jesús habla en términos de ego. Cuando el ego domina, el centro es «yo, mí, mío» y por tanto no una realidad superior. Dios solo se encuentra allí donde no hay ego. Comprender esta verdad constituye el primer paso hacia la humildad. El segundo paso consiste en actuar según el dictado de Jesús y comenzar a derrocar al ego de su estatus autosuficiente.
«Por tanto, os digo que el reino de Dios será quitado de vosotros y será dado a gente que produzca los frutos de él » […]
Respondiendo Jesús, les volvió a hablar en parábolas, diciendo: «El reino de los cielos es semejante a un rey que hizo una fiesta de boda a su hijo. Envió a sus siervos a llamar a los invitados a la boda, pero estos no quisieron asistir. Volvió a enviar otros siervos con este encargo: “Decid a los invitados que ya he preparado mi comida. He hecho matar mis toros y mis animales engordados, y todo está dispuesto; venid a la boda”. Pero ellos sin hacer caso, se fueron: uno a su labranza, otro a sus negocios; y otros, tomando a los siervos, los golpearon y los mataron. Al oírlo el rey, se enojó y, enviando sus ejércitos, mató a aquellos homicidas y quemó su ciudad. Entonces dijo a sus siervos: “La boda a la verdad está preparada, pero los que fueron invitados no eran dignos”».
(Mateo 21, 43; 22, 1—8)
Este pasaje parece tener dos sentidos. Dios nos invita a su realidad, pero si no aceptamos su invitación, nos castiga. Con demasiada frecuencia se ha hecho hincapié en el castigo. Basta recordar que, a ojos de Jesús, el mero existir fuera de Dios era castigo suficiente, puesto que en el mundo material no pueden evitarse la enfermedad, la vejez y la muerte.
Dijo Jesús: “Yo estuve en medio del mundo y me manifesté a ellos en carne. Los hallé a todos ebrios y no encontré entre ellos uno siquiera con sed. Y mi alma sintió dolor por los hijos de los hombres, porque son ciegos en su corazón y no se percatan de que han venido vacíos al mundo y vacíos intentan otra vez salir de él. Ahora bien: por el momento están ebrios, pero cuando hayan expulsado su vino, entonces se arrepentirán».
(Tomás 70)
Pese a no pertenecer a los cuatro Evangelios, esta enseñanza es uno de los momentos en que Jesús describe con mayor patetismo cómo ve a la gente corriente. El Evangelio de Tomás incluye otros dos pasajes similares, pero aún más rotundos. En el primero, cuando sus discípulos mencionan que hay veinticuatro profetas en la Biblia, Jesús responde: «Habéis olvidado al Viviente que está ante vosotros ¡y habláis de los muertos!» (Tomás 75). En cuanto al segundo, podría considerarse la primera ley de los gnósticos: «Jesús dijo: “Yo comunico mis secretos a quien es digno de ellos”» (Tomás 76).
El cristiano que busca y quiere encontrar a Dios no es distinto del budista. Ambos se dirigen hacia la propia conciencia. Jesús, sin embargo, no procedía de una tradición meditativa como Buda, y él se centró en la oración, la fe y el conocimiento. No se conservan pruebas escritas de que guiase a sus discípulos hacia la práctica meditativa. La adoración casaba mejor con la tradición judía.
Pero representar a Jesús como una persona tradicional es desdeñar todas las ocasiones en que reprende a la gente por creer que saben dónde está Dios. Jesús señala que la ubicación de Dios es misteriosa, inimaginable. Lo cual concuerda con la iluminación, la transformación, que no es interior ni exterior sino ambas cosas a la vez, donde la línea divisoria entre la realidad «dentro» y «fuera» se difumina, se emborrona y finalmente desaparece. La realidad pasa de la dualidad a la unidad. Mientras esto ocurre, la relación entre los acontecimientos interiores y los exteriores cambia radicalmente. Al fin y al cabo, ¿qué es un milagro sino el mundo exterior obedeciendo una intención de la mente?
¿Podemos considerar a Jesús un gurú, un rabino del Ganges? Desde luego resulta tentador, pues el más detallado conocimiento acerca de la transformación interior proviene de la India y precede a Jesús en miles de años. (Algunos eruditos han descubierto vínculos entre el pensamiento de Jesús y la tradición védica, y muchos especulan con que pudo haber visitado la India o tuviera contacto con comerciantes procedentes de ese país.) Pero orientalizar así a Jesús sería injusto. Sus enseñanzas sobre la vida interior son vagas. Los evangelistas dejan grandes lagunas al respecto y, gracias a ellos y a los primeros padres de la Iglesia, el cristianismo pasó a enfatizar la importancia de la adoración por encima de la trasformación personal, la oración por encima de la meditación, la fe por encima del crecimiento interior.
En el Nuevo Testamento no hay nada equivalente al Salmo 46, «Estad quietos y conoced que yo soy Dios». Resultaría útil que Jesús fuese tan explícito como el Salmo 37: «Guarda silencio ante Jehová y espera en él». No obstante, una cosa es segura: para que una persona entre en el Reino de los Cielos debe experimentar algún tipo de revolución interna; Jesús se muestra claro al respecto. A falta de las técnicas de meditación que Jesús pudo haber enseñado, nos queda el hecho de que para Jesús el estar en Dios o junto a Dios no es una acción, ni siquiera un pensamiento. El ser es eterno. Cuando Jesús dice acerca de sí mismo: «En verdad, en verdad os digo: Antes que Abraham fuera, yo soy» (Juan 8, 58), se refiere a su estado de ser. No habla sobre una encarnación anterior. De ser así, hubiera dicho: «Antes que Abraham, yo era». En cambio utiliza el presente, «yo soy», para indicar una existencia más allá del tiempo. No resulta difícil llegar a la conclusión de que cuando Jesús dijo a sus seguidores que viajasen hacia el interior se refería a que descubriesen ese estado del ser por sí mismos. La meditación, además, se fundamenta en un ser silencioso, ilimitado e inmóvil, lo contrario a la actividad mental. Jesús nos enseña en qué consiste utilizando términos como Uno y Todo para referirse a una realidad que lo abarca todo más allá del mundo material. Jesús denomina a esta realidad su origen y se identifica con ella como su esencia verdadera.
Dijo Jesús: «Yo soy la luz que está sobre todos ellos. Yo soy el universo: el universo ha surgido de mí y ha llegado hasta mí. Partid un leño y allí estoy yo; levantad una piedra y allí me encontraréis».
(Tomás 78)
En los Evangelios Gnósticos encontramos al Jesús más místico, un maestro que va más allá que el Jesús de los cuatro Evangelios para recubrirse de ideas inconcebibles racionalmente. (No debería olvidarse que el libro de Tomás es tan antiguo como los Evangelios.) Desde el comienzo los gnósticos se percataron de que Jesús trataba de transmitir lo inenarrable. El universo (o la Totalidad, según las traducciones) al que aquí hace referencia es el Ser, el principal enigma que los gnósticos deseaban resolver.
En la tradición cristiana, la meditación era la contemplación del misterio de Cristo: se esperaba que la mente profundizase en el misterio hasta que la verdad fuese revelada. Los Evangelios Gnósticos están plagados de acertijos y de declaraciones místicas. Cito tan solo unos ejemplos porque muchos de los Evangelios fueron escritos siglos después. Puede afirmarse casi con total seguridad que no aparecieron en la época de Jesús.
Dijo Jesús: «El reino del Padre se parece a un comerciante poseedor de mercancías, que encontró una perla. Ese comer ciante era sabio: vendió sus mercancías y compró aquella perla única. Buscad vosotros también el tesoro imperecedero allí donde no entran ni polillas para devorarlo ni gusano para destruirlo».
(Tomás 83)
Este pasaje proviene de los Evangelios Gnósticos. La tendencia mística de los gnósticos les llevó a reforzar la idea de que Dios es un tesoro oculto, secreto y difícil de encontrar. En otro punto del Evangelio de Tomás, el Reino de Dios se compara con un tesoro escondido por un granjero en un campo. Ciertamente se oculta de nuestros cinco sentidos y debe buscarse en el terreno de lo eterno.
Todas las cosas me fueron entregadas por mi Padre; y nadie conoce quién es el Hijo, sino el Padre; ni quién es el Padre, sino el Hijo y aquel a quien el Hijo lo quiera revelar.
(Lucas 10, 22)
Los gnósticos no se alejaban de las palabras de Jesús cuando definían al espíritu como un misterio oculto. Los cuatro Evangelios proclaman lo mismo, como en el pasaje anterior.
Otra parábola les refirió, diciendo: «El reino de los cielos es semejante al grano de mostaza que un hombre tomó y sembró en su campo. Esta es a la verdad la más pequeña de todas las semillas, pero cuando ha crecido es la mayor de las hortalizas y se hace árbol, de tal manera que vienen las aves del cielo y hacen nidos en sus ramas».
(Mateo 13, 31—32)
Jesús recurre a la comparación con el grano de mostaza porque resulta prácticamente invisible pero crece hasta alcanzar un gran tamaño. Me recuerda a la descripción india de Brahma, el Ser Universal, «mayor que los más grandes y menor que los más pequeños». En este pasaje Jesús se acerca al mismo concepto.
Yo soy el Alfa y la Omega, principio y fin, dice el Señor, el que es y que era y que ha de venir, el Todopoderoso.
(Apocalipsis 1, 8)
Apenas unas generaciones después de la muerte de Jesús, el componente místico del cristianismo había cobrado ya gran fuerza. Al identificarse con Dios, Jesús forzó a los primeros cristianos a contemplar la naturaleza de Dios para comprenderle. De ahí que, en el Apocalipsis, Cristo regrese como un espíritu puro e infinito, más allá del tiempo y del espacio.
Dijo Jesús: «Cuando seáis capaces de hacer de dos cosas una sola, seréis hijos del hombre».
(Tomás 172)
En este versículo gnóstico Jesús hace referencia explícita a la superación de la dualidad, pero en muchas otras ocasiones se dirige a sus oyentes como alguien que, a diferencia de ellos, está en la unidad. En el primer caso, Jesús contempla a su público desde una perspectiva ideal, como a hijos de Dios. En el segundo, se muestra más realista. A lo largo del Nuevo Testamento se debate entre lo ideal y lo práctico. Como cualquier buen maestro, quiere que sus seguidores se inspiren sin perder de vista la vida cotidiana.
Jesús impartió muchas lecciones a sus discípulos para que reflexionasen, y el pensamiento cristiano todavía analiza sus parábolas, dichos e instrucciones. Resulta natural abordar la contemplación después del tema de la meditación, pues ambas van unidas. Ambas dirigen al que busca hacia el interior; ambas se aproximan a Dios desde el plano mental. En la meditación la mente permanece inmóvil, mientras que en la contemplación cierta idea o imagen se expande y adquiere significados más profundos. Cuando contemplamos en profundidad cualquier enseñanza espiritual, nos enfrentamos cara a cara con nosotros mismos y con nuestra visión del mundo.
Y, sin embargo, a veces Jesús no se muestra contemplativo, sino decidido. Se le plantean asuntos espinosos y en un instante se le ocurre una solución breve, poderosa y memorable. Puesto que es el Mesías, ninguna dificultad le supera; los sumos sacerdotes del templo están alienados comparados con él. Jesús adopta la actitud de que, una vez ha hablado, sus palabras no deben cuestionarse.
Los primeros cristianos basaron su fe en las respuestas de Jesús. Pero en otros momentos de los Evangelios, mucho menos frecuentes, Jesús plantea preguntas y deja que sean los discípulos quienes averigüen las respuestas. Los dirige hacia la contemplación. Y también él se dedica a la contemplación. Por ejemplo, le encontramos cavilando acerca de su destino. Estaba al corriente del sacrificio que Dios le pediría mucho antes de que ocurriera. La inminencia de la muerte se convirtió en el centro de sus más profundas contemplaciones, como en las conocidas reflexiones de Jesús en el huerto de Getsemaní, justo antes de que Judas le entregara a los romanos.
Pero no era la contemplación de la muerte lo que Jesús pedía a los demás. Al contrario, Jesús quería que comtem-plasen a Dios y la vida espiritual. Quiso que sus mentes se volviesen en la dirección del alma, que es donde se difumina la línea entre la meditación y la contemplación. Normalmente decimos «Tendré que meditarlo» para indicar que una idea o situación precisa de una reflexión más profunda. También es ese el significado que la Iglesia da a la meditación. Se pide a los fieles que mediten acerca de la crucifixión o de sus propios pecados y se les promete que serán salvados por el Espíritu Santo. ¿No debería hablarse entonces de contemplación? Quizá no haga falta distinguirlas tan estrictamente. En la contemplación profunda, la idea o imagen con que se comienza conduce al silencio.
Llegados a este punto me gustaría animarte a leer las próximas páginas desde una perspectiva distinta. En lugar de limitarme a ofrecerte una comprensión intelectual de la contemplación, me gustaría experimentar la contemplación. La contemplación es un proceso fascinante que cada uno de nosotros necesita experimentar en el camino espiritual, pues permite la expansión de la mente. La contemplación comienza con un pensamiento que nos atrae; mientras pensamos, su atractivo se expande y ahonda. Cuando eso sucede, emerge una sensación de la idea o imagen con que la que comenzamos. En el caso de la idea del amor de Dios, por ejemplo, emergerá la sensación de ser amado. También se descubren sentimientos nuevos. Si se contempla la crucifixión, por ejemplo, la sensación podría ser de dolor, sobrecogimiento, asombro, pena o simplemente la de presenciar un acontecimiento misterioso.
Cualquiera que sea el sentimiento, si lo conservas el tiempo suficiente se producirá un cambio. Gradualmente el sentimiento pasará a ser impersonal. Ya no se desprende de asociaciones personales y recuerdos. Se atisba algo tras la cortina del pensamiento, la sensación de que se ha entrado en una realidad más profunda. Después tal vez notes una presencia oculta que no puedes describir, pero sí sentir. La pena puede dar paso al júbilo. El sobrecogimiento puede dar paso al éxtasis, el asombro a una sensación de ligereza o elevación. Estos cambios señalan la proximidad del alma. Transforman una idea corriente en algo enrarecido y puro.
Este proceso espontáneo sigue su propio ritmo. Mientras leas los versículos siguientes, dedica unos minutos a reflexionar sobre cada uno de ellos, permitiendo que la mente vague libremente. (No leas más de dos o tres versículos seguidos; intenta aprovechar al máximo cada uno.) No trates de forzar las palabras para provocar un cambio interior inminente. Quizá solo te sientas un poco inspirado o quizá no te inspiren y la sensación sea otra. Cualquiera que sea, deja que las palabras permanezcan contigo durante un rato. Deja que se aposenten en tu interior y ten paciencia. Con tiempo obtendrás un resultado.
Para esta sección he seleccionado varios dichos de Jesús, algunos de ellos bonitos, otros intrigantes, misteriosos e incluso inexplicables. Pero cada uno de ellos funciona a modo de puerta por la que penetrar en la realidad más profunda a la que Jesús alude constantemente. También me gustaría añadir que cualquiera de las palabras de Jesús citadas en el presente volumen sirven para la contemplación. (Nota: Dado que los siguientes pasajes están destinados a la contemplación personal, he omitido los comentarios.)
Él es benigno para con los ingratos y malos. Sed, pues, misericordiosos, como también vuestro Padre es misericordioso.
(Lucas 6, 35—36)
Y así, cuando das limosnas, no quieras publicarla a son de trompeta, como hacen los hipócritas en las sinagogas y en las calles, a fin de ser honrados de los hombres. En verdad os digo que ya recibieron su recompensa. Mas tú, cuando des limosna, haz que tu mano izquierda no perciba lo que hace la derecha: para que tu limosna quede oculta; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará.
(Mateo 6, 2—4)
¿Por qué miras la paja que está en el ojo de tu hermano y no echas de ver la viga que está en tu propio ojo? ¿O cómo puedes decir a tu hermano: «Hermano, déjame sacar la paja que está en tu ojo», no mirando tú la viga que está en el tuyo? Hipócrita, saca primero la viga de tu propio ojo y entonces verás bien para sacar la paja que está en el ojo de tu hermano.
(Lucas 6, 41–42)
No es buen árbol el que da malos frutos, ni árbol malo el que da buen fruto, pues todo árbol se conoce por su fruto, ya que no se cosechan higos de los espinos ni de las zarzas se vendimian uvas. El hombre bueno, del buen tesoro de su corazón saca lo bueno; y el hombre malo, del mal tesoro de su corazón saca lo malo, porque de la abundancia del corazón habla la boca.
(Lucas 6, 43–45)
Por tanto os digo: No os angustiéis por vuestra vida, qué habéis de comer o qué habéis de beber; ni por vuestro cuerpo, qué habéis de vestir. ¿No es la vida más que el alimento y el cuerpo más que el vestido? Mirad las aves del cielo, que no siembran, ni siegan, ni tienen graneros; y, sin embargo, vuestro Padre celestial las alimenta. ¿No valéis vosotros mucho más que ellas?
(Mateo 6, 26–27)
Escrito está: «No solo de pan vivirá el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios».
(Mateo 4, 4)
El espíritu es el que da vida; la carne para nada aprovecha. Las palabras que yo os he hablado son espíritu y son vida. Pero hay algunos de vosotros que no creen.
(Juan 6, 63—65)
Dijo también esta parábola: «Un hombre tenía una higuera plantada en su viña, y vino a buscar fruto en ella y no lo halló. Y dijo al viñador: “Ya hace tres años que vengo a buscar fruto en esta higuera y no lo hallo. ¡Córtala! ¿Para qué inutilizar también la tierra?” Él entonces, respondiendo, le dijo: “Señor, déjala todavía este año, hasta que yo cave alrededor de ella y la abone. Si da fruto, bien; y si no, la cortarás después”».
(Lucas 13, 6—9)
¡Apresuraos a ser salvados sin que se os urja! Sed ansiosos por voluntad propia, y si es posible, llegad antes que yo, pues eso hará que el Padre os ame.
(Apócrifo de Jesús 49)
Y les dijo: «Mirad, guardaos de toda avaricia, porque la vida del hombre no consiste en la abundancia de los bienes que posee».
(Lucas 12, 15)
Sanad enfermos, limpiad leprosos, resucitad muertos, echad fuera demonios; de gracia recibisteis, dad de gracia. No llevéis oro, ni plata, ni cobre en vuestros cintos; ni alforja para el camino, ni dos túnicas, ni calzado, ni bastón, porque el obrero es digno de su alimento. Pero en cualquier ciudad o aldea donde entréis, informaos de quién en ella es digno y quedaos allí hasta que salgáis. Al entrar en la casa, saludad. Y si la casa es digna, vuestra paz vendrá sobre ella: pero si no es digna, vuestra paz se volverá con vosotros.
(Mateo 10, 8–13)
Cualquiera que beba de esta agua volverá a tener sed; pero el que beba del agua que yo le daré no tendrá sed jamás, sino que el agua que yo le daré será en él una fuente de agua que saltará hasta la vida eterna.
(Juan 4, 13–14)
Le dijo entonces Pilato: «Luego, ¿eres tú rey?». Respondió Jesús: «Tú dices que yo soy rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. Todo aquel que es de la verdad, oye mi voz».
(Juan 18, 37)
En verdad, en verdad os digo: El que en mí cree, las obras que yo hago, él también las hará; y aun mayores hará, porque yo voy al Padre. Todo lo que pidáis al Padre en mi nombre, lo haré, para que el Padre sea glorificado en el Hijo. Si algo pedís en mi nombre, yo lo haré.
(Juan 14, 12–14)
A lo largo de los cuatro Evangelios Jesús reza con frecuencia, y se dirige personalmente a Dios como su padre. Jesús dice a sus seguidores que ellos también pueden pedir lo que quieran a Dios y que sus peticiones serán atendidas. Puesto que todos tenemos la experiencia de que muchas plegarias no son atendidas, los cristianos se sienten confusos. ¿Hasta qué punto deben tomarse literalmente las promesas de Jesús? Sin lugar a dudas Jesús considera que la oración es útil y, además, por diversos motivos. Sirve para que la gente corriente le diga lo que quiere a Dios. La oración reafirma a Dios como señor del mundo y gobernante del destino. Prepara el corazón para la adoración y la gratitud, alaba a Dios por su bondad y le agradece los frutos que otorga.
En la actualidad los cristianos utilizan la oración para todo eso, pero en esta era de dudas cuesta creer que la oración puede lograr todo lo que Jesús dijo. Para él, la oración no conoce límites. Se rece al Padre o al Hijo, Jesús asegura que ninguna petición quedará desatendida. La oración más popular de la Biblia, la oración del Padre Nuestro, ruega a Dios por las necesidades básicas de la vida («el pan de cada día»), una existencia pura («no nos dejes caer en la tentación»), la protección ante el peligro («líbranos del mal») y un perdón genérico («perdona nuestras ofensas»). En otras palabras, el Padre Nuestro pide a Dios el cielo en la tierra. Por tanto, parece de un idealismo extremo que Dios concediese todo lo que se le pide en esta plegaria. Puede que nuestro mundo haya progresado desde el siglo primero, pero el Padre Nuestro todavía no ha traído el cielo a este plano material.
Lo único que puede hacer realidad el Padre Nuestro es la iluminación. Una persona con conciencia de Dios se dirigiría al Padre exactamente igual que lo hace Jesús. Jesús ofrece varias oraciones elocuentes, pero pocas veces se refiere a la mecánica del rezo. En los Evangelios retoma una y otra vez el tema de «pedid y se os dará». Si en vida hizo lo mismo, sin duda sus seguidores debieron de comentarle que ellos habían pedido muchas cosas a Dios que nunca habían obtenido. Y, pese a que no figure en las Escrituras, seguro que Jesús también tenía una respuesta para eso. Solo nos queda suponer cuál pudo ser basándonos en su nivel de conciencia.
La oración va cambiando a medida que avanzamos por la senda espiritual, y se vuelve cada vez más poderosa a partir de la conciencia. Dios ni cumple ni desatienda las plegarias, y tampoco atiende a algunos y da la espalda a otros. Eso solo lo parece desde el nivel de conciencia particular de cada uno. De ahí que Jesús responsabilizara de las oraciones no atendidas al que reza en lugar de a Dios. En vez de sentirnos desalentados, debemos aceptarlo como un hecho probado.
La oración no es mágica. Es conciencia aplicada. No se puede esperar que Dios satisfaga nuestras peticiones a no ser que exista una íntima conexión con el espíritu. Jesús lo sabía, ya que vivió del origen de la realidad y por tanto podía cambiar la realidad a voluntad. Cuanto mayor sea nuestra conexión con Dios, mayor será nuestro poder espiritual.
Mirad también por vosotros mismos, que vuestros corazones no se carguen de glotonería y de embriaguez y de las preocupaciones de esta vida, y venga de repente sobre vosotros aquel día, porque como un lazo vendrá sobre todos los que habitan sobre la faz de la tierra. Velad, pues, orando en todo tiempo que seáis tenidos por dignos de escapar de todas estas cosas que vendrán, y de estar en pie delante del Hijo del hombre.
(Lucas 21, 34–36)
Cuando hace referencia a «cosas que vendrán», Jesús habla de la llegada del cielo a la tierra. En los Evangelios da a entender que ese momento apocalíptico es inminente, y los primeros cristianos lo tomaron al pie de la letra. Pero no sabemos el porqué de esa predicción de Jesús, ni siquiera si la hizo. En cuestiones espirituales, lo literal y lo simbólico siempre se han enfrentado.
Creo que en este pasaje Jesús está ofreciendo a sus seguidores una manera de acercarse al espíritu en la vida cotidiana; en otras palabras, una actitud hacia su propio crecimiento. «Velar» significa ser consciente del ser, lo que en budismo se conoce como conciencia. Jesús llega a detallar instrucciones sobre lo que ello implica, que podrían resumirse de la siguiente manera: Recuerda quién eres en realidad, vive para ser digno de Dios, reza para estar conectado a él. Lo que apunta hacia la oración como medio para estar atento a los asuntos de importancia espiritual.
Cuando ores, no seas como los hipócritas, porque ellos aman el orar de pie en las sinagogas y en las esquinas de las calles para ser vistos por los hombres; en verdad os digo que ya tienen su recompensa. Pero tú, cuando ores, entra en tu cuarto, cierra la puerta y ora a tu Padre que está en secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará.
(Mateo 6, 5—6)
En cierto sentido este pasaje habla por sí solo. Jesús recomienda que la oración no se convierta en un espectáculo público, sino en una comunión privada. Pero ¿a qué se refiere cuando dice «ora a tu Padre que está en secreto»? Este comentario resulta, cuanto menos, ambiguo, pues los oyentes de Jesús daban por sentado que Dios no era un secreto. A fin de cuentas, asistían a un lugar público, la sinagoga, para adorar a un Dios público. Pero Jesús dice que Dios está en secreto, apuntando que hay que buscarlo y que nuestra relación con Dios contiene un aspecto misterioso.
En aquel tiempo, respondiendo Jesús, dijo: «Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque escondiste estas cosas de los sabios y de los entendidos, y las revelaste a los niños. Sí, Padre, porque así te agradó».
(Mateo 11, 25—26)
Jesús da a entender frecuentemente que lo que Dios quiere comunicar no proviene de la mente en forma de pensamientos, pero en este caso lo proclama de manera explícita. ¿Qué tipo de sabiduría ha sido ocultada a los sabios y a los inteligentes y por qué Jesús alaba al Señor por ello? La respuesta convencional sería que Jesús desea que sus seguidores comprendan que solo creyendo en él se revelará Dios. Pero, en un sentido más amplio, aquí se apunta que el espíritu no se comunica mediante las palabras, sino a través de la experiencia directa. Los niños aprenden acerca de la vida experimentándola, pero la gente cree que puede aprender sobre Dios recurriendo a otras fuentes, mediante autoridades y escrituras. Jesús subraya la necesidad de estar en presencia del espíritu y que este nos afecte personalmente.
Y al orar no uséis vanas repeticiones, como los gentiles, que piensan que por su palabrería serán oídos. No os hagáis, pues, semejantes a ellos, porque vuestro Padre sabe de qué cosas tenéis necesidad antes que vosotros le pidáis.
(Mateo 6, 7–8)
Aparentemente Jesús pide a sus seguidores que sean sinceros en sus oraciones, que hablen desde el corazón en lugar de recurrir a la retórica. Pero Dios ya sabe lo que queremos, ¿por qué rezar entonces? La pregunta no es nueva y se han apuntado diversas respuestas. Por ejemplo: Dios necesita saber que queremos su ayuda. A la persona le hace bien pedir humildemente, inclinarse ante lo divino. Pedir lo que se desea que Dios haga clarifica la mente. Todas estas respuestas, y otras muchas, eluden la cuestión principal de por qué un Dios omnisciente necesita que se le diga algo. Dios, puesto que lo sabe todo, debería dirigir el mundo sin necesidad de ningún empujoncito de los humanos.
Opino que Jesús valora la oración como proceso de crecimiento interno. No dice que en lugar de confiar en Dios de manera implícita, debamos rezarle. Pero si entendemos a Jesús como un maestro de la iluminación, la oración sirve a ese propósito. Cuando rezamos a un Dios omnisciente, unimos nuestra conciencia a la conciencia pura. Esta conexión se vuelve más íntima a medida que se progresa por el camino.
Al principio puedes ofrecerle amor a Dios porque sientes un amor genuino por él, o quizá porque sabes que las oraciones deben contener amor. Ese amor menguará, como ocurre con cualquier relación, pero con el tiempo el amor se vuelve más profundo y revela misterios que al principio no contemplabas. La oración es una manera de mantener vivo este proceso y monitorizarlo a medida que avanza.
Cuando nos expresamos en una relación, queremos obtener respuesta. El silencio implica que la relación está bloqueada; el silencio constante implica que la relación ha terminado. Por tanto, la oración también es un modo de comprobar si Dios está escuchando, si tu relación con el espíritu sigue viva.
Y todo lo que pidáis en oración, creyendo, lo recibiréis.
(Mateo 21, 22)
Quizá esta sea la expresión más simple de una enseñanza repetida frecuentemente por Jesús. Hay que tener fe. Otras traducciones de este escueto versículo dicen: «Creed que recibiréis». Así que durante siglos el rezo ha tenido un componente oculto: una prueba de fuego para la fe. Resulta difícil orar sin sentir una punzada de culpa y de duda. ¿Tengo suficiente fe? ¿Qué estoy haciendo mal para que mi plegaria no sea atendida? Obedecer este mandato depende, con todo lo demás, del nivel de conciencia. En los niveles inferiores se pide ayuda. En los niveles más altos, una oración no resulta distinta de cualquier otro pensamiento, porque todos los pensamientos acarrean un resultado. En medio quedan todo tipo de posibilidades. Indudablemente Jesús sabía todo eso, pero nos pide que creamos que nuestras plegarias se harán realidad.
Se trata de una enseñanza valiosa a cualquier nivel de conciencia. Da por sentado que Jesús dice la verdad, que la oración será atendida. En tal caso, la oración tan solo puede hacer dos resultados: bien las cosas transcurren con normalidad y la oración obtiene respuesta, o bien nos enfrentamos a algún obstáculo o resistencia que bloquea la respuesta. Los obstáculos y las resistencias existen en la conciencia y por tanto pueden ser eliminados. En vez de ser una prueba de fuego para la fe, la oración nos enseña que lo que debemos hacer en el camino espiritual es abrir los canales de la comunicación. La ayuda que Jesús nos ofrece consiste en asegurarnos que la comunicación nunca se interrumpe, solo se bloquea temporalmente.
Una de las mayores sorpresas que me he llevado escribiendo este libro ha sido descubrir lo mucho que Jesús tiene que decir acerca del karma. El principio fundamental del karma consiste en que cada acción funciona como una semilla que crece y fructifica un resultado. Jesús no se identifica con este concepto oriental, pero sin embargo dijo: «Sembrad y recogeréis». De lo único que prescindió fue de la palabra «karma», porque en los cuatro Evangelios se nos dice que cada acción tiene una consecuencia, ya sea en la tierra o en el cielo.
El karma es importante en el camino espiritual, y saber cómo y por qué actuar también lo es para cualquier religión. En la época de Jesús las leyes de Moisés dictaminaban qué actos se consideraban pecado. La lista de actos que Dios desaprobaba era larga y, como el Señor era irascible y veleidoso, no era fácil no caer en el pecado. Hizo falta que una atareada jerarquía sacerdotal determinara la diferencia entre el bien y el mal. Así, el Levítico del Antiguo Testamento prescribe cientos de tareas e innumerables reglas para llevar una vida judía virtuosa.
Jesús conocía bien la ley y en ocasiones se limita a ordenar a la gente que la cumpla. Pero otras veces quiere liberar a sus seguidores de la ley, que conozcan por qué una acción está bien o mal. En lugar de dejar el asunto en manos de los sacerdotes, de los que desconfía, o de una rígida serie de normas, apela al corazón, el alma y la mente de sus seguidores.
Este tipo de libertad para determinar las propias acciones era nueva y radical. No es de extrañar que el Jesús que conocemos en los Evangelios en ocasiones retome el papel del rabino tradicional. Pero puesto que la libertad es el objetivo de la senda espiritual, es importante ver en qué momentos la ofrece Jesús. Mientras enseñaba esa libertad, desarrollaba la ley del karma—cada acción conlleva una consecuencia de peso moral—, pero la clave para escapar de esa atadura está en Dios.
Jesús habla acerca de cómo las acciones se ganan el favor de Dios, lo que podemos traducir por como las acciones favorecen el crecimiento espiritual. Jesús quiso que sus seguidores se desarrollasen, que alcanzasen la conciencia del Reino de Dios interior. Pese a que en ocasiones se muestra rotundo y reduce el karma a un mero evitar los pecados y obedecer la ley, los Evangelios contienen una gran sabiduría acerca de cómo vivir en la senda espiritual. Su versión del karma podría resumirse de la siguiente manera:
Cada acción acarrea una consecuencia.
A buenas acciones, buena consecuencia; a malas acciones, malas consecuencias.
Cada acción se percibe y se sopesa. Nada se puede ocultar o mantener en secreto.
Si las acciones son buenas, crecerás espiritualmente.
A medida que creces, tus pensamientos y deseos se manifestarán en el mundo material. El karma opera de manera más rápida y deliberada.
Dios pretende que tus acciones sean para bien. Su máxima preocupación es que entres en el Reino, donde el alma se libera de la ley del karma.
¿Qué hombre hay de vosotros, que si su hijo le pide pan, le dará una piedra? ¿O si le pide un pescado, le dará una serpiente? Pues si vosotros, siendo malos, sabéis dar buenas cosas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre que está en los cielos dará buenas cosas a los que le pidan? Así que todas las cosas que queráis que los hombres hagan con vosotros, así también haced vosotros con ellos.
(Mateo 7, 9–12)
Todo el mundo conoce la Regla de Oro, pero esta regla habla del karma, no solo indica cómo comportarse moralmente con los demás. Desde luego, Jesús quería insistir en esto último, puesto que tratar a los demás como nos gustaría que nos tratasen a nosotros es parte de su enseñanza principal: ama al prójimo como a ti mismo. Pero Jesús insinúa algo más profundo, insinúa que cuando sigues la Regla de Oro actúas igual que Dios. Lo que dificulta tratar a los demás como nos gustaría que nos tratasen es que los demás pueden ser causa de miseria, dolor e injusticia. Pero Jesús destaca que cada uno de nosotros es malvado a su manera, que obramos mal y, no obstante, Dios provee en abundancia y nos ama. He aquí una descripción convincente de alguien que actúa en conciencia de Dios.
Sin embargo, si profundizamos todavía más, este pasaje nos habla de la gracia. El karma retorna exactamente lo que uno se merece, pero Dios no. Dios da sin considerar el bien y el mal, lo cual es señal de gracia. Si analizamos la Regla de Oro, descubriremos en ella el mandato de vivir según la gracia y no según lo que creemos que merecen los demás.
No juzguéis, para que no seáis juzgados, porque con el juicio con que juzgáis seréis juzgados, y con la medida con que medís se os medirá.
(Mateo 7, 1—2)
Cuando Jesús aconseja a sus seguidores que muestren clemencia y no juzguen a todo el mundo, les da dos razones principales. La primera, que todo el mundo ha hecho el mal en algún momento y podría ser juzgado igualmente. (Tal como expresa en Juan 8, 7 cuando una muchedumbre está a punto de lapidar a una adúltera: «El que de vosotros esté sin pecado sea el primero en arrojar la piedra contra ella».) La segunda razón es kármica, como ya se ha demostrado: tu manera de juzgar a los demás repercutirá en tus propias acciones. Si eres duro con los demás, tus malas acciones serán juzgadas con dureza, pero si eres misericordioso con los demás, tus malas acciones serán juzgadas con misericordia.
Jesús creía que cada acción tenía consecuencias que a menudo no resultaban evidentes de inmediato, lo que constituye la clave del karma. Si experimentásemos inmediatamente las consecuencias de nuestras acciones, no sería necesario un juez divino con el que pasar cuentas más adelante. ¿Cuándo seremos juzgados? ¿Cómo se mide una mala acción, comparándola con otras malas acciones? ¿Puede borrarse una mala acción con una buena? Jesús soluciona estas complicadas cuestiones ordenando, sin subterfugios: No juzguéis. El ego no puede evitar juzgar, así que implícitamente Jesús apunta a un nivel de conciencia que solo es aceptable en el nivel del alma. A medida que nos acercamos a una conciencia más elevada, nuestra necesidad de juzgar severamente el bien y el mal se disipa. Ya no culpamos; dejamos de pensar en términos de pecado y castigo. Todo lo cual concuerda con el énfasis que Jesús pone en el amor y el perdón.
Perdonad y seréis perdonados. Dad y se os dará; medida buena, apretada, remecida y rebosando darán en vuestro regazo, porque con la misma medida con que medís, os volverán a medir.
(Lucas 6, 37–38)
Jesús enseñaba con comparaciones prácticas y próximas. Sus oyentes asistían todos los días al mercado a buscar comida. Querían que el comerciante de grano utilizase una buena medida, así que era fácil entender la enseñanza de Jesús de que si das una buena medida recibirás una buena medida. Y la regla que funcionaba en el mercado se aplicaba también a Dios. La generosidad de espíritu es recompensada de la misma manera.
En cualquier casa donde entréis, primeramente decid: «Paz sea a esta casa». Si hay allí algún hijo de paz, vuestra paz reposará sobre él; y si no, se volverá a vosotros.
(Lucas 10, 5–6)
Los cristianos tradicionales no suelen aceptar que Jesús tuviese ideas orientales; pasan por la alto la posibilidad de que las verdades espirituales no pueden restringirse a un tiempo y un lugar. En este caso Jesús expande la doctrina del karma al decir que los afines se atraen. La capacidad de recibir una enseñanza espiritual depende del nivel de conciencia.
Escrito está en los Profetas: «Y todos serán enseñados por Dios». Así que, todo aquel que oye al Padre y aprende de él, viene a mí. No que alguien haya visto al Padre; solo aquel que viene de Dios, ese ha visto al Padre.
(Juan 6, 45—46)
Dios se da a conocer a la gente, y luego la gente se siente dirigida hacia Jesús porque su verdad concuerda con lo que ya sabían. Este es el principio del karma tratado en el pasaje anterior según el cual los afines se atraen.
Jesús continúa diciendo que el conocimiento total de Dios solo tiene lugar cuando se ha visto a Dios, cosa que solo ocurre mediante la unión con él. Para los devotos cristianos este pasaje habla de adorar a Cristo como vehículo para llegar a Dios, pero las implicaciones para la conciencia de Dios son también considerables. El espíritu puro nos atrae hacia su mismo nivel. Jesús también lo llama «pasar de la muerte a la vida».
¿O qué rey al marchar a la guerra contra otro rey no se sienta primero y considera si puede hacer frente con diez mil al que viene contra él con veinte mil? Y si no puede, cuando el otro está todavía lejos le envía una embajada y le pide condiciones de paz. Así, pues, cualquiera de vosotros que no renuncie a todo lo que posee, no puede ser mi discípulo.
(Lucas 14, 31–33)
Este es uno de los diversos pasajes en que Jesús ordena a sus discípulos que renuncien a los bienes materiales. Ha bendecido a los pobres, y desea que sus discípulos los imiten. Huelga decir que, este mandato ha causado gran malestar a lo largo de los siglos. Es una de las razones por las que las enseñanzas de Jesús parecen incompatibles con la vida en el mundo material. Siguiendo el ejemplo de san Francisco de Asís, algunos cristianos devotos renunciaron a sus posesiones y cumplieron literalmente el mandato de Cristo, mientras que otros ven en él una forma de renuncia espiritual en lugar de material. El resultado es un difícil equilibrio.
He escogido esta parábola porque parece aclarar la cuestión. El rey que espera la batalla y ve que su enemigo es dos veces superior utiliza el buen juicio al enviar a un mensajero de paz para no tener que afrontar una derrota segura. Asimismo, cada uno de nosotros comprende que cuando llega la muerte nuestras ambiciones mundanas serán sometidas a la prueba final y definitiva. Si nos anticipamos a ese momento, deberíamos hacer las paces con Dios por adelantado. Es de sabios centrarse en el alma cuanto antes.
Jesús le dijo: «Amigo, ¿a qué vienes?». Entonces se acercaron y echaron mano a Jesús, y lo prendieron. Pero uno de los que estaban con Jesús, echando mano de su espada, hirió a un siervo del Sumo sacerdote y le quitó la oreja. Entonces Jesús le dijo: «Vuelve tu espada a su lugar, porque todos los que tomen la espada, a espada perecerán. ¿Acaso piensas que no puedo ahora orar a mi Padre, y que él no me daría más de doce legiones de ángeles?»
(Mateo 26, 50—53)
En cierto sentido todos empuñamos la espada. Apoyamos al ejército y a la policía para que nos protejan. Damos por sentado que la violencia se evita con violencia. Jesús sabía que el mundo funcionaba de esta manera, pero declara que la violencia forma parte de un ciclo de vida y muerte que nunca termina. Él, por el contrario, ha escapado de ese ciclo. Jesús opera al nivel de los ángeles, junto a Dios. La Pasión está cargada de tal simbolismo que debe ser interpretada a la luz de una conciencia elevada y no simplemente como la tragedia de la bondad suprema condenada a morir. La violencia que rodeó la vida de Jesús sirvió al propósito de una enseñanza superior, la enseñanza de que la vida física, incluso en su momento más cruel, puede ser trascendida.
Porque mi yugo es fácil y ligera mi carga.
(Mateo 11, 30)
Jesús promete a sus seguidores que en el cielo no hay trabajo duro. Pero el auténtico mensaje del versículo es que en la conciencia elevada la carga del karma deja de existir. Esa es la experiencia del propio Jesús, subrayada por el hecho de que la palabra «yugo» proviene de la misma raíz que «yoga», o unión con Dios.
No todos los maestros espirituales se oponen al materialismo, pero Jesús sí lo hizo. Habló en contra de todas las formas de sofisticación del mundo. Los sacerdotes fueron castigados por su hipocresía y por su apego a la relevancia pública. Los ricos y los poderosos fueron tachados de indignos ante Dios. Reforzó su crítica alabando a la gente más modesta de la sociedad, los pobres y los dóciles. No parece haber una excepción que ofrezca un escape. Si el apego al dinero, las posesiones y el estatus nos incomoda, el Jesús de los Evangelios quiere que así sea.
Pero ¿por qué? Damos por sentado que Jesús sentía una aversión moral hacia el dinero y el poder, y ciertamente cuando dice «Dad, pues, al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios» (Mateo 22, 21), Jesús se aleja del mundo porque este no tiene nada que ver con su misión espiritual. Sin embargo, parece contradecirse cuando afirma: «Pues a cualquiera que tiene, se le dará y tendrá más; pero al que no tiene, aun lo que tiene le será arrebatado» (Mateo 13, 12).
Para resolver estas contradicciones tenemos que remitirnos a la enseñanza en que Jesús proclama que el mundo es una ilusión. Si las cosas materiales son un sueño, tiene sentido restarles importancia. Cuando Jesús clama contra «la falsedad de las riquezas» es porque engañan a la conciencia. La mente se aleja de las metas espirituales cuando confunde el dinero, las posesiones y el estatus con algo real. Por eso Jesús llama a las posesiones «consuelo». Al haber perdido el auténtico premio, el Reino de Dios, a uno no le queda más remedio que consolarse con el mundo material, el premio de consolación.
Separar ilusión y realidad no suele conseguirse de una vez. Aquello que experimentamos como realidad cambia en los distintos niveles de conciencia. Para los pocos que deciden renunciar completamente al mundo es posible dirigirse directamente hacia su objetivo. Pero incluso entonces no existen garantías de que la percepción haya de hecho variado. Una persona puede ingresar en un monasterio porque la Iglesia considera que eso es llevar una vida santa. Pero si esa persona arrastra consigo sus antiguas percepciones, el monasterio esconderá la misma trampa que el mundo material: el ego.
Jesús quiso que sus discípulos se uniesen a Dios. Cualquier otra vida estaba envuelta en ilusiones. El ego fortalece en gran medida esa ilusión porque el «yo, mí, mío» se arraiga en los asuntos del mundo material. La vida más valiosa transcurre descubriendo el núcleo espiritual y construyendo la existencia en torno a él. Si hacemos eso, seremos los primeros a los ojos de Dios aunque seamos los últimos a los ojos del mundo.
Le dijeron sus hermanos: «Sal de aquí y vete a Judea, para que también tus discípulos vean las obras que haces, porque ninguno que procura darse a conocer hace algo en secreto. Si estas cosas haces, manifiéstate al mundo». Ni aun sus hermanos creían en él. Entonces Jesús les dijo: «Mi tiempo aún no ha llegado, pero vuestro tiempo siempre está preparado. No puede el mundo odiaros a vosotros; pero a mí me odia, porque yo testifico de él que sus obras son malas».
(Juan 7, 3–7)
Esta es una de las más duras condenas del mundo por parte de Jesús. El pasaje se inscribe en el momento en que Jesús se negaba a ir a Jerusalén para celebrar una fiesta judía porque sabía que allí se encontraban los que querían matarle. La maldad del mundo constituye un tema que Jesús retoma frecuentemente, contrastándolo con la bondad del mundo de Dios. Pero debemos recordar que se dirige a escépticos que creen completamente en el mundo a pies juntillas. Tenía buenas razones para emplear palabras duras y empujarlos a renunciar a sus creencias.
No penséis que he venido a traer paz a la tierra; no he venido a traer paz, sino espada, porque he venido a poner en enemistad al hombre contra su padre, a la hija contra su madre y a la nuera contra su suegra. Así que los enemigos del hombre serán los de su casa. El que ama a padre o madre más que a mí, no es digno de mí; el que ama a hijo o hija más que a mí, no es digno de mí; y el que no toma su cruz y sigue en pos de mí, no es digno de mí. El que halle su vida, la perderá; y el que pierda su vida por causa de mí, la hallará.
(Mateo 10, 34–39)
Jesús considera falsos incluso los componentes más preciados de la vida material. Podía resultar sencillo ponernos de su parte contra los ricos y los poderosos, pero en este caso Jesús se posiciona ¡contra la familia! Ni siquiera este aspecto de la vida material merece la pena comparado con la vida que espera en la senda espiritual. (¡Y luego hablan de los valores de la familia!)
Nadie pone en oculto la luz encendida, ni debajo de una vasija, sino en el candelero, para que los que entran vean la luz. La lámpara del cuerpo es el ojo. Cuando tu ojo es bueno, también todo tu cuerpo está lleno de luz; pero cuando tu ojo es maligno, también tu cuerpo está en tinieblas. Cuidado, pues, no sea que la luz que en ti hay no sea luz, sino tinieblas. Así que, si todo tu cuerpo está lleno de luz, no teniendo parte alguna de tinieblas, será todo luminoso, como cuando una lámpara te alumbra con su resplandor.
(Lucas 11, 33—36)
Este pasaje trata de la percepción. Si percibes la luz interior, recibirás su totalidad. Pero si te ciega, no recibirás nada. La realidad que halles en tu interior depende de ti. La luz es la realidad de Dios, la oscuridad es la ausencia de Dios. Como siempre, Jesús insta a sus oyentes a que busquen la luz.
Yo soy la vid verdadera, y mi Padre es el labrador. Todo pámpano que en mí no lleva fruto, lo quitará; y todo aquel que lleva fruto, lo limpiará, para que lleve más fruto. Ya vosotros estáis limpios por la palabra que os he hablado. Permaneced en mí, y yo en vosotros. Como el pámpano no puede llevar fruto por sí mismo, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no permanecéis en mí. Yo soy la vid, vosotros los pámpanos; el que permanece en mí y yo en él, este lleva mucho fruto, porque separados de mí nada podéis hacer.
(Juan 15, 1–5)
Jesús quiso compartir la unidad que experimentaba con Dios, de ahí que empleara con frecuencia la expresión «permaneced en mí». La parábola de la vid—una de las pocas ocasiones en que el Evangelio de Juan recoge una parábola— profundiza en esa idea. Jesús declara que vivir alejado de Dios es estéril e inútil. La savia que alimenta a la vid y hace que dé frutos es Dios, origen de la vida. Por tanto, la única vida que escapa a la muerte es aquella vinculada al origen.
De la higuera aprended la parábola: cuando ya su rama está tierna y brotan las hojas, sabéis que el verano está cerca. Así también vosotros, cuando veáis todas estas cosas, conoced que está cerca, a las puertas. En verdad os digo que no pasará esta generación hasta que todo esto acontezca. El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán.
(Mateo 24, 32–35)
Este es uno de los muchos pasajes en que Jesús anuncia a sus seguidores que la redención es un asunto urgente. Al igual que las hojas de la higuera predicen la llegada del verano, la proximidad de Dios señala un nuevo mundo. Como profecía literal, resultó falible. Puede que Jesús se viera como el precursor de Dios en la tierra, pero el verano aún está por llegar. No obstante, la mayor urgencia está en hallar la realidad eterna, no en centrarse en un mundo transitorio. Jesús presiona a los discípulos para que recorran ligeros el camino espiritual si quieren adelantarse a la ilusión.
El que ama su vida, la perderá; y el que odia su vida en este mundo, para vida eterna la guardará.
(Juan 12, 25)
Aquí Jesús muestra su casa intransigente. La dicotomía entre la vida y la muerte es afilada como la hoja de un cuchillo. Pero yo tiendo a considerar semejantes momentos de absolutismo como ejercicios retóricos. Jesús pretende impactar a sus oyentes haciéndoles ver que no han situado sus valores en el sitio correcto: la adscripción material conduce a la muerte; el despertar espiritual lleva a la libertad y a la vida eterna.
Respondió Jesús y les dijo: «Aunque yo doy testimonio acerca de mí mismo, mi testimonio es válido, porque sé de dónde he venido y a dónde voy; pero vosotros no sabéis de dónde vengo ni a dónde voy. Vosotros juzgáis según la carne: yo no juzgo a nadie».
(Juan 8, 14—15)
En esta ocasión Jesús se defiende ante los sacerdotes, que rechazan que se proclame Mesías. Las traducciones más modernas de la Biblia utilizan la extraña frase «juzgáis según principios humanos» en lugar de la poética «juzgáis según la carne». La frase antigua clarifica lo que Jesús quiso decir: Yo no soy la persona de carne y hueso que creéis que soy.
Jesús le dijo: «Porque me has visto, Tomás, creíste; bienaventurados los que no vieron y creyeron».
(Juan 20, 29)
Este pasaje resulta muy apropiado en la época en que vivimos, en que el fundamentalismo y la investigación bíblica han unido sus fuerzas para hallar pruebas de la existencia de Jesús. Buscan tumbas, documentos escritos y fragmentos arqueológicos, en contradicción con las palabras de Jesús. Él nos dice que no debemos sentirnos decepcionados por no haber conocido al hombre de carne y hueso: resulta mucho mejor encontrar al Jesús interior mediante nuestra propia búsqueda personal.
Quien crea que la totalidad carece de algo, él mismo no es nada y carece de todo.
(Tomás 152)
Los gnósticos adoptaron el antimaterialismo de Jesús y lo llevaron al extremo. En una frase concisa, Tomás, autor del Evangelio, dice que si no hemos comprendido que Dios contiene todo lo que existe, no hemos aprendido nada. El versículo 148 resulta igualmente explícito: «Quien haya comprendido lo que es el mundo, ha dado con un cadáver».
Jesús nos proporcionó los conocimientos más profundos sobre la conciencia de Dios cuando habló de sí mismo. Dos mil años después todavía podemos imaginar el asombro y la incredulidad con que fue recibido. El hijo de Dios llegó con apariencia de persona normal y solo aquellos en sintonía con realidades más elevadas supieron ver su esencia verdadera. Para los demás era un fraude o un peligro, especialmente para los ricos y poderosos. Hoy no estamos mejor que entonces. Los escépticos siguen cuestionando que Jesús se proclamase Mesías, y los fieles cristianos albergan dudas acerca de si Jesús redimió al mundo de pecado, tal como dijo que haría.
Ni las imágenes negativas ni las positivas logran capturar la esencia de Jesús: la unidad total con Dios. En esencia, Jesús es un misterio. Y esa es la cuestión, transmitir a sus oyentes que ser humano es misterioso. Si repasamos las cosas más importantes que esta figura mística dijo de sí misma, la imagen dista mucho del Mesías que iba a vencer al pecado y a los romanos al mismo tiempo.
El Jesús místico describía su esencia a la vez que la nuestra. Esta esencia es una diminuta muestra de Dios, la del alma que se encuentra en el interior de cada uno, que jamás se separó de su origen.
La esencia está separada del mundo material y sus asuntos.
Acude a Dios para todas sus necesidades.
Actúa espontáneamente, sin un plan prefijado.
Se considera eterna.
Se compadece del sufrimiento y quiere erradicarlo.
Siente que el sufrimiento comienza en la conciencia, y que la conciencia elevada pone fin al sufrimiento.
Al describirse a sí mismo, Jesús describía también la esencia que es tu origen y el mío, y deberíamos escuchar sus palabras como si proviniesen de ese lugar: es nuestra voz interior. Jesús nos reta a vivir a partir de nuestra esencia, como él hizo.
Y les dijo: «Vosotros sois de abajo, yo soy de arriba; vosotros sois de este mundo, yo no soy de este mundo».
(Juan 8, 23)
Jesús afirma que esencialmente es un ser espiritual y que este hecho le sitúa más allá de la comprensión ordinaria. Lo que implica que la conciencia elevada no se relaciona fácilmente con la conciencia inferior; hay un vacío entre ellas que debe llenarse.
De cierto, de cierto os digo: Antes que Abraham fuera, yo soy.
(Juan 8, 58)
El judaísmo deriva de Abraham, y Jesús no solo afirma que él ya existía antes de su aparición física, sino que además llegó antes que el fundador del judaísmo. Esto implica que su verdad supera a la del más anciano de los ancianos. La idea general consiste en que el espíritu trasciende cualquier religión organizada.
No penséis que he venido a abolir la Ley o los Profetas; no he venido a abolir, sino a cumplir.
(Mateo 5, 17)
Jesús asegura a la gente que no pretende acabar con su estilo de vida, pero esa es en realidad su intención, razón por la que en otras ocasiones se enfrenta a las creencias judías y califica de fraude a la casta entera de los sacerdotes.
El Espíritu del Señor está sobre mí, por cuanto me ha ungido para dar buenas nuevas a los pobres; me ha enviado a sanar a los quebrantados de corazón, a pregonar libertad a los cautivos y vista a los ciegos, a poner en libertad a los oprimidos y a predicar el año agradable del Señor».
(Lucas 4, 18–19)
Se trata de una elocuente afirmación del papel del Mesías según se profetizó en el Antiguo Testamento. También compone una vívida descripción de la vida en el espíritu, que nos libera de las ciegas percepciones que tenemos de nosotros mismos.
Mientras estoy en el mundo, luz soy del mundo.
(Juan 9, 5)
Este versículo desarrolla una de las frases más célebres de Jesús. Dice a sus discípulos que se centren en sus obras mientras esté con ellos; en el sentido práctico, que aprovechen el momento.
Porque donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos».
(Mateo 18, 20)
Cuando la gente se reúne en su nombre se invoca al espíritu de Jesús, pero con estas palabras Jesús ofrecía además una prueba de veracidad. Sus discípulos querían saber cómo arreglar disputas y rechazar acusaciones lanzadas contra ellos, y Jesús les aconsejó que acudiesen ante los acusadores en grupos de dos o tres para tratar de convencerles de su verdad. Remata el consejo con esta célebre cita, aportándole misticismo.
Dijo Jesús: «Muchas veces deseasteis escuchar estas palabras que os estoy diciendo sin tener a vuestra disposición alguien a quien oírselas. Días llegarán en que me buscaréis y no me encontraréis».
(Tomás 73)
Los cuatro Evangelios reiteran que Jesús ha venido a salvar al mundo y siempre estará presente. Pero los gnósticos son realistas y señalan que Jesús también puede resultar esquivo, como el alma.
Yo os daré lo que ningún ojo ha visto y ningún oído ha escuchado y ninguna mano ha tocado y en ningún corazón humano ha penetrado.
(Tomás 69)
Los gnósticos siempre tendían al misticismo extremo a menudo críptico. ¿Simplemente se dejan llevar por un espíritu contradictorio? Quizá eran realistas. Jesús existió en un estado de conciencia situado más allá de los cinco sentidos y de la mente pensante. Este pasaje es la confirmación de un hecho, no un intento de misticismo gratuito.
Jesús se acercó y les habló diciendo: «Toda potestad me es dada en el cielo y en la tierra».
(Mateo 28, 18)
Jesús pronuncia estas palabras tras resucitar de entre los muertos, apareciéndose ante sus discípulos en una montaña de Galilea. El contexto es el de una revelación. Había prometido alcanzar el poder de Dios tras su muerte, y ahora lo tiene, cuando Jesús es espíritu y no una persona de carne y hueso. La enseñanza principal radica en que el espíritu tiene autoridad tanto en el mundo material como en sus propios dominios.
Pues, ¿cuál es mayor, el que se sienta a la mesa o el que sirve? ¿No es el que se sienta a la mesa? Pero yo estoy entre vosotros como el que sirve.
(Lucas 22, 27)
Este pasaje tiene lugar mientras los discípulos discuten entre ellos quién será su líder una vez Jesús se haya marchado. Este les dice, como tantas veces, que el líder deberá servir a los demás. Como voz del espíritu, nos recuerda que el cometido del alma es servir.
De tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree no se pierda, sino que tenga vida eterna. Dios no envió a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo sea salvo por él.
(Juan 3, 16—17)
Jesús habla más de sí mismo en el Evangelio de Juan que en ningún otro. Da la sensación de que el evangelista quería dejar claro, sin discusión posible, quién era Jesús. La resurrección dejaba de ser solo un recuerdo, y los romanos habían destruido el templo de Jerusalén. En este célebre pasaje, Jesús reafirma su identidad divina utilizando los términos más fuertes y elocuentes. La conciencia superior salva a la persona de la ilusión que es la muerte, y este regalo nos es entregado por un Dios que nos ama.
Jesús le dijo: «Yo soy el camino, la verdad y la vida; nadie viene al Padre sino por mí. Si me conocierais, también a mi Padre conoceríais; y desde ahora lo conocéis y lo habéis visto».
(Juan 14, 6–7)
Cuando eliminamos el elemento doctrinal de la Iglesia, Jesús dice: «Si estabas buscando, no busques más. Este es el aspecto del espíritu cuando ha sido alcanzado». En otras palabras, trae la conciencia de Dios a la tierra siendo su ejemplo viviente.
Jesús entonces, enseñando en el Templo, alzó la voz y dijo: «A mí me conocéis y sabéis de dónde soy; no he venido de mí mismo, pero el que me envió, a quien vosotros no conocéis, es verdadero. Pero yo lo conozco, porque de él procedo, y él me envió».
(Juan 7, 28–29)
Jesús no actúa por su cuenta, sino como vehículo de la voluntad de Dios. No es una persona tal como nosotros nos consideramos personas. Carece de individualidad. Su voluntad y su propósito pertenecen a Dios. En el Padre Nuestro dice: «Así en el cielo como en la tierra» para subrayar su propia experiencia. En la conciencia de Dios, el ego pequeño se funde con el ego cósmico.
Respondió entonces Jesús y les dijo: «De cierto, de cierto os digo: No puede el Hijo hacer nada por sí mismo, sino lo que ve hacer al Padre. Todo lo que el Padre hace, también lo hace el Hijo igualmente, porque el Padre ama al Hijo y le muestra todas las cosas que él hace; y mayores obras que estas le mostrará, de modo que vosotros os admiréis. Como el Padre levanta a los muertos y les da vida, así también el Hijo a los que quiere da vida».
(Juan 5, 19—21)
Esta enseñanza toca el tema de la rendición. A cierto nivel de conciencia, uno consagra su vida a Dios. Las acciones dejan de emanar del ego; proceden de una fuente divina. En la conciencia de Dios una persona continúa pensando y actuando, pero ya no tiene la sensación de «yo estoy actuando». Por el contrario, Dios hace que las cosas pasen a través de mí. La idea queda reforzada de nuevo en el evangelio: «He descendido del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me envió» (Juan 6, 38).
Vosotros me llamáis Maestro y Señor, y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, el Señor y el Maestro, he lavado vuestros pies, vosotros también debéis lavaros los pies los unos a los otros, porque ejemplo os he dado para que, como yo os he hecho, vosotros también hagáis.
(Juan 13, 13–15)
Jesús habló sobre la humildad en muchas ocasiones y de formas diversas. En este caso se ofrece como ejemplo. Insinúa que el espíritu existe para servir, y dado que todos somos espíritu, deberíamos dedicar nuestra vida a servir. El ego interpreta esta enseñanza como una amenaza, ya que desea ser autosuficiente. La verdad es que no existe nada más que la interacción espiritual. Por tanto, cuando servimos a los demás, somos siervos y maestros de nosotros mismos.
Dijo Jesús a sus discípulos: «Haced una comparación y decidme a quién me parezco». Díjole Simón Pedro: «Te pareces a un ángel justo». Díjole Mateo: «Te pareces a un filósofo, a un hombre sabio». Díjole Tomás: «Maestro, mi boca es absolutamente incapaz de decir a quién te pareces». Respondió Jesús: «Yo ya no soy tu maestro, puesto que has bebido y te has emborrachado del manantial que fluye de mí».
(Tomás 67)
Así como el autor del Evangelio de Juan profundiza en la autoridad de Jesús, los gnósticos tomaron la dirección opuesta. Este pasaje refleja su doctrina de escepticismo frente a cualquier forma de autoridad. Resulta irónico que Jesús utilice su autoridad para negarla. Pero en eso se basaba el enigma gnóstico: cómo seguir a un maestro que no quería que sus discípulos siguiesen a nadie.
* En la traducción al castellano de la Sagrada Biblia se reproduce, siempre que ha sido posible, la versión de la Vulgata Latina de Casiodoro de la Reina y Cipriano Valera en revisión de 1995, o la católica de José Miguel Petisco de la Compañía de Jesús, dispuesta y publicada por el Ilmo. Sr. D. Félix Torres Amat, 7a edición, Editorial Apostolado de la Prensa, S. A. Madrid, Velázquez, 28, 1958.