La búsqueda del Jesús «real» prosigue hoy con la misma obsesión de siempre. Durante la Edad Media los peregrinos realizaron arduos viajes para ver un fragmento de la auténtica cruz o de la lanza que atravesó el costado de Jesús durante la crucifixión. Alrededor de esas supuestas reliquias se construyeron catedrales. La mandíbula de Juan Bautista estuvo en varios lugares al mismo tiempo, y cada uno de ellos aseguraba que la auténtica era la suya. En la actualidad sobreviven menos reliquias que atraigan a las multitudes— una de las más famosas es la sábana Santa de Turín—, pero la necesidad de ver un objeto relacionado con Cristo sigue siendo poderosa.
No hace mucho, James Cameron, director de la película Titanic, afirmó haber encontrado algo más espectacular que un transatlántico de lujo hundido: la tumba de Jesús y de su familia. Pese a que las pruebas presentadas no convencieron a la inmensa mayoría de los expertos en la Biblia, los medios de comunicación se abalanzaron sobre el depósito de piedra en busca de huesos que pertenecieran a María y a José. En cuestión de semanas salió a la luz otro descubrimiento: la tumba del rey Herodes. De nuevo, todo ese revuelo se debía al ansia de encontrar pruebas físicas de la existencia del Jesús real.
Sin embargo, nuestros motivos no son exactamente los mismos que tuvuieron en la Edad Media. Para un peregrino medieval, Jesús fue sin duda real, y las reliquias sagradas de las catedrales le ayudaban a sentir su santa presencia; estar junto a ellas era estar cerca de Dios. La gente actual, en cambio, tiende al legalismo. Nuestro escepticismo exige pruebas de que realmente un rabino errante predicó en la zona norte de Galilea hace dos mil años. Como dichas pruebas no existen, debemos encararnos al mito del Jesús real, no con la intención de invalidar una fantasía preciada, sino para asegurarnos de que el Jesús que elegimos se asemeja al Jesús que puede cumplir sus enseñanzas. Un Jesús que nos enseñe cómo alcanzar la conciencia de Dios será más auténtico que cualquier otro, puesto que no existen ni los datos más básicos que sustenten la teoría de la existencia de Jesús tal como se le ha adorado tradicionalmente.
Enfrentarse a esta realidad es difícil, ya que la búsqueda del Jesús real se ha convertido en una industria dedicada a alimentar las esperanzas de los fieles. Obviamente, se trata de un asunto espinoso, sobre el que existen toda clase de opiniones:
Yo creo firmemente en este último argumento. Creo que Jesús no solo fue real, sino probablemente la persona más significativa de la historia occidental. Pero a la vista de lo confuso y contradictorio que resulta en los cuatro Evangelios, debemos profundizar más y crear una versión que satisfaga la esencia de sus enseñanzas.
Sin duda, son muchos los cristianos que se sentirán consternados, incluso indignados, por semejante confrontación con su imagen del Jesús real. Así que examinemos los razonamientos de uno en uno. En todos ellos hay sus pros y contras.
El razonamiento literal: El auténtico Jesús se encuentra en los Evangelios. No hace falta buscarlo en otra parte.
A favor: Esta debería ser la opción más simple y lógica para un cristiano devoto. La tradición eclesial ha apoyado firmemente la idea de que las Escrituras relatan hechos históricos. Las versiones de Mateo, Marcos y Lucas coinciden en gran medida—el Evangelio de Juan es un caso aparte—; se corroboran mutuamente en casi todo lo que Jesús dijo e hizo. Además, si los Evangelios no presentan al Jesús real tal como existió en carne y hueso, ¿qué otro documento podría reclamar mayor autenticidad? Las Escrituras son la mejor prueba que tenemos.
En contra: Si crees, como lo hacen los fundamentalistas, que los cuatro Evangelios fueron revelados por Dios, no hay argumentación en contra posible. La Iglesia ha pasado la mayor parte de los últimos dos mil años sin necesidad de probar ningún hecho. Pero poco a poco la noción misma de lo que consideramos real ha ido cambiando. Hace mucho que la ciencia minó la fe ciega. Vivimos una era en la que la duda se considera el punto de partida. Los escépticos presionan a los estudiosos de la Biblia para que presenten investigaciones concretas y, desde esa perspectiva, los cuatro Evangelios se tambalean. No pasan el examen de los hechos probados.
Sin embargo, emocionalmente es otro cantar. Somos conscientes de que la literalidad se ha adueñado del cristianismo. Basta cambiar de canal un domingo por la mañana para ver a docenas de teleevangelistas presentando las Escrituras como una verdad absoluta y amenazando con el azufre y el fuego eternos al que vacile. Por tanto, debemos tener especial cuidado a la hora de demostrar los motivos por los que el literalismo reposa sobre arenas movedizas. Afortunadamente, no faltan razones para levantar el ánimo de los cristianos liberales que no quieren seguir dejándose pisotear.
He aquí algunos datos concretos.
Los Evangelios fueron escritos por desconocidos. Tan solo la tradición adjudica su autoría a Mateo, Lucas, Marcos y Juan. No existen pruebas históricas de que esos cuatro hombres escribieran algo, y desconocemos la naturaleza de su relación con Jesús mientras este vivía. También eso se basa en la tradición.
Es probable que numerosos escribas anónimos alteraran los textos originales del Nuevo Testamento antes de que, entre los siglos iii y iv, se fijara la versión definitiva. No se ha consensuado ningún método para dirimir cuándo se incorporó cada versículo a los Evangelios ni qué decían los textos originales.
Quienes escribieron los Evangelios, no coincidieron en la presentación de los acontecimientos en el tiempo. Por ejemplo, no sabemos si Jesús predicó durante tres años, tal como sostiene la tradición, o solo durante dieciocho meses. No sabemos si Jesús acudía a menudo a Jerusalén con motivo de las festividades sagradas o solo fue una vez, por Pascua, cuando fue arrestado y crucificado.
Se le atribuyen palabras que nadie pudo haber oído (como la escena en el jardín de Getsemaní en que Jesús pide a Dios que retire la copa de sus labios, en alusión a su futura condena en la cruz. En este caso el texto también nos dice que los discípulos se habían quedado dormidos, por lo que nadie pudo oír las palabras de Jesús. Y, puesto que lo arrestaron inmediatamente después, tampoco hubiese tenido tiempo de contárselo a nadie). Los cuatro Evangelios contienen además saltos temporales. No componen una biografía completa. Como hemos visto antes, salvo un incidente ocurrido en Jerusalén cuando Jesús tenía doce años, los Evangelios no aportan ningún dato de la vida de Jesús entre su nacimiento y su repentina aparición en el río Jordán para ser bautizado por Juan Bautista, cuando Jesús rondaba ya la treintena.
Asimismo, el Jesús de los Evangelios está incompleto desde el punto de vista psicológico. Por ejemplo, ni un sola vez ríe o sonríe. Debemos esperar narraciones posteriores para conocer mínimos datos acerca de sus hermanos y herma nas. Jesús apenas menciona hechos históricos o biográficos. No habla de su nacimiento en Belén ni de los milagros que rodearon su llegada al mundo. No dice si está casado o soltero. Los doce discípulos estaban casados, y la mayoría de las veces sus esposas los acompañaban. Sin embargo, nadie, y mucho menos Jesús, comenta si él estaba casado. (Vacíos tan tentadores invitan al cristianismo a inventarse nuevos mitos, como el que afirma que Jesús estuvo casado con María Magdalena. Diríase que, a la estela de la popularidad mundial cosechada por El código Da Vinci, muchos cristianos no tienen reparos en renegar de la absoluta autenticidad del Nuevo Testamento cuando así les conviene.)
Los evangelistas no pretendían narrar los acontecimientos de una vida, sino convertir a los no creyentes y sustentar su propia creencia de que Jesús era el Mesías. Es casi seguro que a tal fin exageraron la realidad, inventaron milagros y atribuyeron a Jesús palabras que nunca pronunció. Por ejemplo, Jesús cita a menudo profecías del Antiguo Testamento acerca del Mesías que vendrá o hace referencia a ellas. ¿Era así como hablaba el auténtico Mesías, o como debía expresarse un Mesías si quería ganar conversos?
Otros documentos podrían ser tan antiguos como los cuatro Evangelios y por tanto también se reclaman auténticos. Como ya hemos visto, entre ellos se encuentran los llamados Evangelios Gnósticos, como el Evangelio de Tomás, documentos primitivos prohibidos por la Iglesia a partir del año 313. Por esa fecha el emperador Constantino adoptó oficialmente el cristianismo, acabó así con la persecución de la fe pero inició un ingente esfuerzo por destruir la herejía y autorizar una sola Iglesia y una sola Escritura. Entre las congregaciones cristianas primitivas, las Escrituras diferían considerablemente. Por ejemplo, las creencias locales tuvieron gran influencia en la historia del nacimiento de Jesús que narran los Evangelios. Probablemente en ello desempeñó un papel fundamental el hecho de que un escriba de una iglesia concreta se inspirara en las historias locales.
Parece ser que el Evangelio que primero se escribió fue el de Marcos, y en general los estudiosos coinciden en que se basó en un documento perdido denominado Q—del término alemán Quelle, que significa «fuente»—, que se cree se trataba de una lista de las frases, parábolas y enseñanzas más importantes de Jesús. A esa escueta lista, Marcos añadió todas las historias que encontró, transmitidas oralmente. En cierto momento, cuando la popularidad de tales listas de aforismos menguó, Q desapareció.
Estos datos resultan desalentadores. Tienen un poderoso efecto acumulativo: se puede negar alguno en particular, pero presentados en conjunto resisten cualquier intento de negación. A menos que uno crea que los Evangelios son la verdad revelada, creo que los cuatro presentan suficientes problemas internos para que uno se cuestione—y abra a interpretaciones diversas— al Jesús de la Biblia.
El razonamiento racionalista: Los datos acerca de Jesús se han desvanecido con el tiempo. Los cuatro Evangelios no son una prueba fiable de la existencia de una persona.
A favor: Digo que este argumento es racionalista porque admite un hecho con el que la mayoría de nosotros estaría de acuerdo: con el paso de los siglos, el Jesús real se ha perdido. En la Iglesia primitiva las sectas gnósticas llegaron a declarar que los cuatro Evangelios eran falsos. Algunos pocos texto gnósticos que se conservan (como el Evangelio de la Verdad) ridiculizan a cualquiera lo bastante tonto para creerse las mentiras que cuentan las narraciones aceptadas sobre Jesús.
Los estudiosos contemporáneos de la Biblia, más generosos, destacan que los autores de los Evangelios no pretendían engañarnos, solo intentaban transmitir la urgencia de la conversión. Si hacía falta mezclar realidad y ficción, el fin justificaba los medios. ¿Acaso no había prometido Jesús que la Segunda Venida estaba muy cerca? Había que convertirse ya para evitar la condena eterna. Por tanto, se tomaron ciertas libertades y, con ellas, cualquier parecido de Jesús con una persona de carne y hueso se perdió. Solo el Jesús idealizado sobrevivió al proceso.
En contra: Cualquier argumento basado en la falta de datos acerca de Jesús puede refutarse afirmando que los cuatro Evangelios son reales en tanto que documento de fe. Recurrir a la racionalidad aquí equivaldría a vestir al lobo con piel de cordero. ¿Qué pruebas tenemos de la autenticidad de la mayor parte de lo que consideramos historia? La existencia de Julio César no está basada en fotografías, huellas digitales o restos humanos. Los cristianos devotos podrían argumentar que los seguidores de Jesús le conocieron íntimamente y escribieron lo que sabían, por poco que fuera. Como prueba, mejor que nada, la nueva religión que se propagó como la pólvora en torno a la figura de Cristo. Quienes lo conocieron en vida corrieron la voz de lo que habían visto y el efecto fue enorme.
Las dos caras del argumento racionalista coinciden en rechazar la revelación divina. Esperan que Jesús sea razona ble y únicamente discrepan en el grado de duda aconsejable. Hasta el siglo pasado no se permitió aplicar los principios de la biografía histórica a la figura de Cristo. En la actualidad Jesús ya no está exento de la fría mirada del investigador, no menos que Shakespeare o Lincoln. Pero investigar implica comparar diversas fuentes. ¿Cómo puede la Biblia pasar la prueba si no existen otros documentos que demuestren la existencia de Jesús?
Los cristianos viven en una zona oscura plagada de ambigüedades. Por una parte, deben aceptar los Evangelios porque sin ellos no existe Jesús, mientras que por otra parte no hay forma racional de dilucidar qué escenas de la narración son históricas. La física puede explicarlo todo acerca del agua excepto cómo caminas sobre ella. Al final, el racionalismo no ofrece respuestas satisfactorias.
El razonamiento místico: El auténtico Jesús jamás tuvo existencia física. Era y es el Espíritu Santo.
A favor: El Evangelio de Juan es famoso entre los estudiosos de la Biblia por haber transformado a un Jesús de carne y hueso en un espíritu incorpóreo. El buen pastor que reunía a su rebaño cambió a: «En el principio ya existía la Palabra, y aquel que es la Palabra estaba con Dios y era Dios» (Juan 1, 1). Jesús pasa repentinamente a ser algo abstracto e invisible, la palabra que jamás nació y jamás morirá.
Quizá Juan sacó a Jesús fuera de la historia porque tenía un motivo ulterior. Jesús no podía ser el Mesías si no rescataba al pueblo de Israel y derrocaba a sus opresores, pero ocurrió justo lo contrario. Los romanos destruyeron el templo de Jerusalén en el año 70 y, con eso, cualquier esperanza de que Cristo gobernase físicamente el mundo en nombre de Dios. La decisión de Juan de revestir la historia de Jesús con tanta teología siempre despertará controversias, pero una cosa es innegable: erradicó el problema de la cuestión histórica haciéndola irrelevante. Jesús pertenece a la eternidad.
La resurrección transformó al hombre de carne y hueso en un ente absolutamente divino: el Espíritu Santo. Por tanto, no necesitamos de la historia para encontrar al Jesús real. La espiritualidad trata sobre verdades que no pueden ser comprendidas desde una perspectiva estrictamente racional. Dado que el Espíritu Santo es trascendente, no hay que buscar a Jesús en la tierra, sino en el Reino de Dios. Es una realidad del alma, no de la arqueología.
En contra: Convertir a Jesús en el Espíritu Santo plantea la pregunta de quién es la persona que nos encontramos en las Escrituras. La teología es arbitraria; puede contar lo que quiera, encontrar el significado oculto que le plazca. Una vez se ha adoptado un enfoque absolutamente místico de Jesús, no se necesitan pruebas. La fe no puede ser probada ni refutada. La visión de un santo es tan válida como la de cualquier otro.
El argumento místico no transige ante los estudiosos que intentan obtener pruebas de la existencia histórica de Jesús, por lo que enfrenta a la humanidad a una grave escisión. Por una parte se encuentra el milagroso mundo de Jesús, donde las leyes físicas de la naturaleza obedecen su voluntad. Por otra parte existe el mundo material, en el que Dios no se entromete y donde dominan las leyes físicas de la naturaleza. ¿Dónde comienza y dónde acaba el misticismo? El misticismo por sí solo no puede responder a esta pregunta. Antiguamente los creyentes aceptaban mucho mejor una realidad dividida. Hoy queremos claridad: ¿Jesús forma parte de un mundo milagroso o de este?
El razonamiento escéptico: Jesús jamás existió; es una fantasía fruto de la imaginación teológica.
A favor: Quienes consideran los Evangelios una obra de ficción señalan que el Nuevo Testamento no es único. Es uno de tantos otros documentos de la historia espiritual que aúnan esperanzas, deseos, fe ciega, narraciones tradicionales, magia y mitos de profundo arraigo presentes en todas las culturas. A partir de esta amalgama, un grupo de místicos judíos crearon lo que más anhelaban: un Mesías que salvaría al judaísmo y validaría el destino del Pueblo Elegido.
Pero ¿es verosímil que un grupo de personas fuese capaz de inventar a Jesús sin que hubiera el más mínimo rastro de su existencia física? Supongamos que ese fue el caso. ¿Pudieron llegar a creerse su propia invención? Una cosa es que Dickens fuera capaz de crear un personaje tan vívido como Scrooge, y otra muy distinta que le dejara dinero en su testamento. En una ocasión, un periodista le preguntó a Albert Einstein si el cristianismo le había influenciado y él respondió: «Yo soy judío, pero siento fascinación por la luminosa figura del Nazareno». Sorprendido, el periodista le preguntó si creía que Jesús hubiera existido realmente. El genial científico contestó: «Indudablemente. Nadie puede leer los Evangelios sin sentir la presencia de Jesús en ellos. Su personalidad está presente en todas las palabras. No se puede construir un mito con semejante vida».
En contra: La objeción obvia al escepticismo es que no resuelve el misterio del Jesús real, solo lo reformula. Ya sabemos que la fe y la razón no conjugan bien. Sabemos que los evangelistas tenían sus propias motivaciones. Descartar arbitrariamente a Jesús como producto de la ficción es tan poco válido como aceptar arbitrariamente que toda su historia es literalmente cierta. Al nivel más básico, es más fácil aceptar que Jesús existió que lo contrario, porque la idea de que una religión nueva basada en un cuento de hadas se extendiera como la pólvora se antoja altamente improbable.
Más tranquilizadora resulta la versión más diluida de esta línea argumental: Jesús fue real, pero ignoramos hasta qué punto. Podríamos denominarla la postura gnóstica. Los gnósticos creían en Jesús, pero no en la versión del Evangelio. El escepticismo menos radical es similar aunque contradictorio. En consecuencia, no nos satisface ni emocional ni intelectualmente. Es mucho mejor encontrar la manera de tener algún tipo de Jesús (maestro ético, Mesías, obrador de milagros, santo o modelo de bondad humana) que una figura relegada a permanecer eternamente en el limbo.
El razonamiento basado en la conciencia: Jesús existe en nuestra conciencia al nivel de la conciencia de Dios.
A favor: Las pruebas circunstanciales que demuestran la existencia de Jesús son poderosas y, a falta de pruebas conclu-yentes, lo mejor que podemos hacer es aceptarlas. Si Jesús es una invención, quienes le inventaron fueron personas de una profunda espiritualidad. Se encontraban en los niveles más altos de la iluminación, y parece más probable que eso sucediera por el contacto con una persona viva, real—un gran maestro—, que porque un grupo de escritores de repente se iluminaron a la vez y escribieran los Evangelios.
La vida de Buda nos facilita un modelo razonable que podemos seguir: un gran maestro transmitió su sabiduría a un grupo de seguidores, y estos trataron de preservar su mensaje cuando aquel murió. Sus esfuerzos no fueron perfectos, pero sí admirables. Algunos discípulos alcanzaron la iluminación como resultado de seguir las enseñanzas. Otros continuaron siendo creyentes devotos. A todos ellos les maravilló haber conocido a una persona de carisma y sabiduría sobrehumanos. Así es como transmitieron su experiencia a la posteridad, legaron el testimonio de un hombre de carne y hueso cuya unión con Dios era inmediata, personal y directa.
En contra: Comparto este argumento acerca del Jesús real y por tanto me resulta complicado encontrarle inconvenientes. Desde luego, un cristiano devoto se opondría a meter al Mesías en el mismo saco que a maestros iluminados como Buda y los sabios védicos de India. (El catolicismo se empecina en no aceptar un Cristo a lo Buda, por ejemplo, porque lo considera incompatible con la doctrina eclesial. La iluminación no comparte la idea de la Iglesia de que todas las formas de fe salvo el cristianismo son paganas.)
La singularidad de Cristo ha formado parte de la ortodoxia cristiana durante siglos. Sin embargo, atribuir a Jesús un alto nivel de iluminación no tiene por qué degradarle; solo le hace más accesible. Le sitúa en la gran tradición de sabiduría que domina las grandes culturas. La alternativa consiste en perderse en pantanosas disputas teológicas y discutir sobre dudosos descubrimientos arqueológicos.
La búsqueda del Jesús real no concluirá en un futuro inmediato. Es probable que el escepticismo siga extendiéndose y la fe reculando, como ocurre desde hace generaciones. Pero la cuestión no es si Jesús sigue siendo popular o no. Tratar de encontrar al «Jesús real» constituye un esfuerzo básicamente fundamentalista. Como tal, se incluye en el programa de las personas que anhelan un cristianismo rígido y excluyente. La trágica ironía es que Jesús predicó contra los sacerdotes del templo por haber adoptado esa misma postura.
Todos los argumentos que he apuntado se basan en interpretaciones. Pese a las tradiciones de la Iglesia, que en este campo solo reconoce la autoridad de los sacerdotes y los santos, en la actualidad el campo de juego de la religión ha cambiado: todo el mundo puede realizar su propia interpretación del Nuevo Testamento. Por desgracia, este gran texto es lo bastante ambiguo y confuso para sustentar casi cualquier tesis acerca de lo que significa.
Jesús ofreció la misma salvación que Buda: librarnos del sufrimiento y enseñarnos un camino hacia la libertad espiritual, la dicha y la proximidad con Dios. Desde este prisma, el Jesús real es hoy tan accesible como siempre, o quizá incluso más. En vez de confiar solo en la fe, podemos superar la mera adoración y encontrar un conjunto de enseñanzas que concuerdan con las tradiciones sabias del mundo, una corroboración en términos cristianos de que la conciencia superior existe y está abierta a todos.