EN MITAD DEL VIAJE

En mitad del viaje se comienzan a recoger los frutos de la vida espiritual. A medida que la agitación se aplaca y el alma se acerca, se producen cambios profundos. Las epifanías dejan de ser arrebatos súbitos de éxtasis. Relacionarnos con nosotros mismos como seres espirituales deviene una experiencia más sutil y constante.

«Me tomé muy en serio la meditación cuando atravesaba la veintena», me comentó un amigo que llevaba treinta años en el camino. «Llegué incluso a convivir en una comunidad espiritual donde todos los días nos despertábamos al alba, meditábamos durante varias horas y volvíamos a meditar unas horas más por la tarde, cuando regresábamos de trabajar. Me encantaba ese tipo de vida. La gente se burla de esa palabra, pero cualquiera que haya profundizado en el silencio lo suficiente para experimentar el júbilo sabe lo atractivo y tentador que resulta. Sentía que había hallado mi paz.

También ocurrían otro montón de cosas. Mi ego sacó a la luz inmundicias que no quería afrontar; descubrí que bajo mi amabilidad, que a los demás siempre les había parecido positiva, albergaba furia y resentimiento. Mi mente era como un vaso de agua con un poso de lodo en el fondo. Antes de mudarme a la comunidad, creía tener la mente más clara. El lodo se había posado, el agua se veía limpia en la superficie. Luego la tierra comenzó a agitarse y todo se enturbió. Pero con el tiempo la situación cambió. A mi modo de ver, la dicha fue la recompensa a la difícil tarea de eliminar ese lodo».

Existen diversas imágenes para describir el proceso de crecimiento espiritual. Si le preguntamos a alguien, el espectro de las respuestas es amplio:

Estoy contactando con Dios.

Vivo al nivel del alma.

No me siento tan apegado a mi ego.

Estoy encontrando mi propia verdad.

Hay más amor en mi vida y soy capaz de recibirlo mejor.

Estoy cambiando mis antiguos condicionamientos y adicciones.

Comienzo a sentirme nuevo otra vez.

Ahora recuerdo quién soy realmente.

Quizá alguna de estas descripciones guarde relación con tu viaje. Pero es imposible sentir que creces a cada minuto. En ocasiones, cuando pierdes de vista el centro, parece que no se está produciendo ningún crecimiento. Experimentas reveses desalentadores y largos períodos en que has alcanzado una meseta y te sientes incapaz de avanzar más. La mitad del viaje es un período de recompensas y frustraciones.

No hay una única manera de describir la mitad del viaje. Lo más importante es que sus subidas y bajadas no nos induzcan a error. En ese sentido me sorprendió la historia de un veterano maestro versado en el sufismo, la senda mística del islam. Había alcanzado grandes logros espirituales, pero un día la luz desapareció. «Estaba sentado a la mesa del desayuno, con mi esposa, cuando se me ocurrió pensar: “¿Quién es esa?”. Amo profundamente a mi mujer, pero en ese momento sentí que miraba a una desconocida. Traté de eliminar el pensamiento pero no lo logré. Me desconcertó durante largo tiempo, porque había dado por supuesto que progresaba a un ritmo constante en mi búsqueda de Dios. Entonces comprendí lo que pasaba. Ocurre así: trabajas durante años escalando una montaña. Estás cerca de la cima y ves que Dios te tiende la mano. Corres ansioso hacia ella y, justo cuando tus dedos están a punto de rozar los suyos, Dios dice: “¿No has olvidado algo?”. Esto supone un shock, porque en ese momento te percatas de que has alcanzado la cima y has dejado atrás todas las partes de ti que odias y que te avergüenzan. No planeabas llevarte tus secretos contigo cuando te encontrases con Dios, pero así es como ocurre. Debes volver a bajar y encontrar a los huérfanos y a los niños abandonados que lloran en la oscuridad. No solo tumejor yo encuentra a Dios. Lo encuentras en tu totalidad».

Todo el mundo encuentra resistencia en el camino espiritual, el éxito futuro depende en gran medida de encarar y sortear los obstáculos que vayamos encontrando. Profundicemos en este concepto.

Por qué te resistes al espíritu

Costumbre. La nueva experiencia no encaja con nuestra manera de pensar y actuar. La mente está condicionada para aferrarse a las antiguas costumbres y resistirse al cambio.

Memoria. El pasado eclipsa al presente. Das por supuesto que ya sabes lo que la vida puede ofrecerte.

Culpa. Evitas experiencias nuevas porque albergas una sensación secreta de pecados pasados.

Valía. Crees que no mereces esas nuevas experiencias. Son «demasiado buenas» para alguien como tú.

Ira, pena y dolor reprimidos. Las antiguas emociones que nunca llegaste a liberar del todo comienzan a salir a la superficie. Te asustas y quieres arrinconarlas en su escondite.

Pérdida de control. La nueva experiencia causa agitación y conflictos internos. Tienes la impresión de que ya no ejerces el control y te entra el pánico.

Escepticismo y duda. No crees que las experiencias son reales porque la mente racional se niega a aceptarlas.

Victimismo. Estás acostumbrado a decepcionar a los demás y tienes expectativas muy bajas. Esperas que toda experiencia acabe mal, con independencia de lo positiva que pudiera haberte parecido en su momento.

Quizá los obstáculos te parezcan demasiado, pero en la práctica no hacen falta medidas heroicas para sortearlos. Una vez más, la clave radica en la simplicidad. Cuando una situación te provoque un sentimiento negativo o cualquier otra reacción, contémplala como harías con un sentimiento positivo y decide qué medida adoptar. Hay multitud de opciones. Tendrás que experimentar un poco para encontrar la más adecuada. Las siguientes pueden resultar muy efectivas:

Esperar pacientemente. Percibe la reacción negativa y obsérvala un momento. Presta atención a tus sentimientos de ese instante, no emitas juicios ni los fuerces a cambiar. Esta respuesta es tranquila, pero no pasiva. Estás eliminando el factor de shock del momento, suavizando el sentimiento para no reaccionar impulsivamente ni intentar reprimirlo. Estás dejando que se disipe naturalmente, a su ritmo. Además, estás practicando el desprendimiento. Son respuestas espirituales profundas.

Comentar el problema. Cualquier experiencia negativa de la mente forma parte de ti. No es extraña ni malvada. Intenta comunicarte con tu miedo u hostilidad. Pregúntale qué significa. Debes descubrir por qué ha decidido aparecer en ese preciso instante. Dirígete a tu negatividad con respeto pero sin temor. No hay razón para el temor, ya que, por poco bienvenida que sea una experiencia negativa, se trata de un fragmento de ti, algo que escondiste o pasaste por alto. Tu ira, miedo o cualquier otro aspecto negativo se siente parte de ti y quiere que lo cures. Lo cual solo puede conseguirse mediante la comprensión. Así que hablar abiertamente de los sentimientos negativos que albergas puede resultar muy útil. Saca a la superficie aquello a lo que debes dedicar atención.

Pide a la energía subyacente que te abandone. No toda negatividad desea permanecer. Todos hemos experimentado los malos humores pasajeros y los ramalazos emocionales que no tardan en amainar. Invita a la energía negativa a marcharse, pero antes concédele la oportunidad de que diga lo que quiera decir. Si empiezas a pensar en la ira, el miedo, la ansiedad, la preocupación y demás respuestas negativas como mensajes en vez de como aflicciones, se volverán menos «pegajosas». Devendrán menos obsesivas e insistentes. Cuando realmente exploras la sombra, descubres que la energía va unida a un mensaje. La energía llama tu atención; el mensaje tiene algo que comunicar. Una y otro deben ser comprendidos. Si tratas de superar el miedo o la ira sin saber lo que significan, se fortalecerán y regresarán. Si recibes el mensaje pero no intentas disipar la energía a la que va unido, los sentimientos negativos persistirán. Pero si primero escuchas el mensaje y luego retiras la energía, te liberarás incluso de la reacciones negativas más persistentes.

Buscar ayuda y asistencia. Nuestra mente posee innumerables niveles. En los más altos tenemos mucho más control y autoridad de lo que creemos. Es importante que aprendas a confiar en los aspectos del yo superior que no puedes ver. Pide ayuda para eliminar la energía negativa indeseada. Algunas personas recurren a ángeles y guías; otras rezan a Dios; otras piden ayuda directamente a su yo superior. En función de tus creencias, no vaciles en admitir que estás desbordado y necesitas ayuda.

Respuestas físicas. Centrémonos en la sabiduría del cuerpo. Aunque la mente puja siempre por tomar el control, la vida es una empresa cooperativa entre la mente y el cuerpo. Tal como les gusta recordar a algunos trabajadores del cuerpo, la carne también tiene su peso. Así que deja que el cuerpo haga lo que quiera para liberarte de la tenaza que supone una experiencia negativa. Quizá ya sepas si eres la clase de persona que se libera del estrés caminando o en el gimnasio. Hay muchos movimientos del cuerpo que pueden ayudarte. Conozco a gente que se agita, tiembla o se retuerce las extremidades, por ejemplo. Es su exorcismo particular.

Otras personas cantan o tararean a ciertas frecuencias y después dejan que el cuerpo suba o baje el tono a placer. El proceso es simple. Túmbate boca arriba en una posición cómoda y canta o tararea una nota. No importa cuál. Puede ser aguda o grave, fuerte o suave. Concéntrate en tu interior y relájate. Permite que el tono actúe por voluntad propia. Mucha gente opina que las notas agudas les ayudan a despejar la mente; de este modo se pueden tratar pensamientos y preocupaciones reiterativas. Los tonos más graves, tipo gruñidos, funcionan mejor en el abdomen. Pero esto no son más que pautas generales.

El tono debe resultar apropiado a la situación inmediata de la persona, y eso solo se logra con experiencia. El primer paso es siempre el mismo. Túmbate y comienza a emitir un tono a ver adónde te lleva. Te ayudará a liberar energías atascadas. La risa y el llanto funcionan bien para casi todo el mundo por las razones opuestas. La risa produce un efecto tonificante, mientras que el llanto expresa la pena subyacente que forma parte de la mayoría de las energías negativas. Tendemos a considerar que la risa y el llanto son respuestas emocionales, pero también tienen poderosos efectos físicos.

Respiración. El ritmo y la profundidad de la respiración varían en función de lo relajados que estemos y de nuestro estado mental. En muchas tradiciones espirituales la respiración también establece una sutil conexión con las realidades superiores, aportando energía vital desde el origen. Puede resultarte útil recurrir a algún tipo de respiración controlada para eliminar energías negativas. He aquí dos ejercicios sencillos:

  1. Túmbate boca arriba en una cama o sobre una moqueta mullida. Separa las piernas y coloca las manos lejos del cuerpo para asumir una postura abierta. Respira con normalidad, sin contar ni calcular la duración de cada respiración. Siente cómo la exhalación expele energías negativas en un flujo suave. Cuando te hayas relajado, comienza a bostezar. Que los bostezos sean profundos. Nota cómo el cuerpo se va relajando; continúa bostezando un poco más y luego sigue tumbado tranquilamente unos minutos. Si te entra sueño, no te resistas.
  2. Túmbate en la misma posición que en el ejercicio anterior. Tras un momento, respira lo más hondo que puedas. Luego libera el suspiro de golpe y permite que el soplo de aire salga a voluntad, no lo fuerces con los músculos del pecho. Antes de repetir el ejercicio, espera un momento. Pide a cada suspiro que libere cualquier energía que quiera abandonarte en ese momento. Tras seis o siete suspiros, permanece tumbado tranquilamente durante unos minutos. Si te ataca el sueño, no te resistas.

Hemos cubierto un vasto espectro de técnicas simples. Encontrar la respuesta adecuada a una situación específica requiere tiempo. Sé flexible; ten en cuenta que ninguna técnica funciona siempre. Cuanto más paciente seas, mejor. Quizá un día necesites llorar y otro día tengas que esperar pacientemente o hablar con tu yo interior. El objetivo no es expulsar los viejos residuos lo más rápidamente posible, sino relacionarse con ellos de una manera nueva. En vez de rechazar los fragmentos de experiencia que temes y te disgustan, debes reconocerlos como parte de ti y tratarlos con el mismo respeto con el que tratas al resto de tu persona.

También resulta útil conocer el tipo de respuesta que no nos ayudará.

Racionalizar. No desdeñes la negatividad como simple mal humor. No te digas que careces de tiempo para ese tipo de respuesta ni que la respuesta no importa. Si un fragmento oculto de ti ha subido a la superficie tras haber permanecido sumergido meses o años, el acontecimiento es significativo.

Ego. Cuando albergues sentimientos que no apruebas, no digas: «Esto no le ocurre a alguien como yo» ni «Yo no soy esa clase de persona». Tu interior alberga reflejos del mundo entero. Lo cual es una bendición, pero no desde el punto de vista del ego. El ego solo quiere reconocer experiencias que refuercen su fe en el «yo, mí, mío». Cuando una experiencia menoscaba el poder del ego, es rechazada. Si un sentimiento o una situación toca un punto débil, el ego responde con violencia, la rechaza, la juzga, la reprime y la niega con mayor virulencia. Pero esas tácticas son el auténtico obstáculo que debes apartar. Solo sirven para que te vuelvas indiferente y atontado.

Timidez y miedo. Las energías negativas siempre están ligadas a la memoria porque constituyen el rastro residual de las experiencias pasadas. Estos residuos emergen como sombras del mismo modo en que entraron. Por eso cuando nos enfrentamos a antiguos miedos o enfados, a menudo vemos imágenes del pasado y resucitamos emociones que llevan tiempo enterradas. Es tentador reaccionar con timidez y alejarse de ellas. Recuerda que no eres la misma persona que en el pasado, así que no tienes por qué reaccionar como si todavía fueses un niño. Entonces no estabas preparado para enfrentarte a la pérdida, el dolor, la ansiedad y la soledad. Lo que ahora experimentas, mientras los recuerdos descargan su energía, no es más que una sombra, es irreal.

Titubear. Las energías negativas casi nunca escogen el momento adecuado para salir a la superficie, pero no te digas que ya les prestarás atención mañana. Mañana solo serán un recuerdo; no te estarás enfrentando a la auténtica esencia de lo que anida en tu interior. No obstante, hay una excepción. Si la negatividad emerge a causa de otra persona, no la descargues en ella. Esa persona solo ha activado lo que llevabas dentro. Espera a afrontar la negatividad cuando estés a solas. Ello exige responsabilizarte de cómo te sientes. La salida más fácil es exteriorizar la energía negativa culpando a otra persona, convirtiéndola en la diana de nuestras emociones. Afrontar la verdad es más complicado pero más productivo: toda nuestra energía negativa nos pertenece a nosotros, no a otra persona. Una vez asumido esto, podremos sanar lo que ya reconocemos como propio.

Cambios de humor espiritual

Lo que se interpreta como un retroceso en pleno viaje es en realidad un regreso a partes de nosotros mismos que precisan atención espiritual. El alma es constante; tan solo varía nuestra percepción. Nos observamos avanzando o retrocediendo. Hallamos la paz interior y la perdemos de nuevo. Nos esforzamos por vencer el desánimo y la tentación de recuperar la vida normal que teníamos antes de que nos sedujera el espíritu.

Resulta útil prepararnos para los cambios de humor espirituales y aprender a reaccionar ante ellos. Una mujer que había pasado años practicando yoga y meditación dijo con amargura: «Me pasé muchísimo tiempo renunciando al mundo y ¿qué conseguí? Envejecer. Perder contacto con mi familia. Y quizá volverme muy rara. No pretendo resultar grosera, pero ¿dónde están los beneficios?». Había puesto fin a su relación con un famoso gurú indio y trabajaba en una oficina como empleada eventual. Le pregunté si había percibido algún síntoma de progreso espiritual. Al fin y al cabo, se había dedicado a sus prácticas en cuerpo y alma. «Conseguí una lamparilla—contestó con ironía—. Así es como llamo al titileo azul que veo cuando duermo. Mi cuerpo duerme por las noches, pero la mente permanece alerta y la acompaña un tenue titileo azulado».

Puesto que había pedido mi opinión, se la di: «¿Sabes lo que es en realidad esa lamparilla, como tú la llamas? Estás siendo testigo de tu conciencia. Has llegado al origen de la mente, y eso supone un gran logro. El hecho de que te sientas insatisfecha es importante en este momento, pero eso no resta valor a tu logro».

Parecía confusa. No estaba acostumbrada a pensar en su caso como en un éxito. «En el camino nos contamos todo tipo de historias—le dije—. Y lo que tienen en común es que jamás son del todo ciertas. Cuando te refieres a ti misma como “yo”, ¿quién es esa persona? ¿El yo de cuando tenías tres años o el yo del día de tu boda? ¿El yo que encontró una visión en la que creer o el yo al que ahora esa visión le parece inalcanzable?».

Cada ser es provisional. El yo es temporal y está sujeto a todo lo que conlleva el tiempo: un día nació y un día morirá. El ego cambia constantemente. Lo experimentamos tanto si estamos en el camino como si no. «La mayoría de la gente no ve una salida a la incertidumbre de la vida—le dije a la mujer—. Edifican su hogar espiritual sobre arena. No es tu caso. Tú has construido algo en lo que puedes confiar por muchos altibajos que experimentes».

Da igual que el yo se sienta victorioso o vencido, eufórico o desanimado; comparados con la conciencia, esos sentimientos no son más que fantasmas. Todo se construye a partir de la conciencia. El mundo consiste en imágenes proyectadas en una pantalla, y la conciencia es la luz continua que emana del proyector. A medida que iba hablando, la mujer se ablandó un poco y me preguntó por qué experimentaba una incertidumbre tan drástica. ¿Cómo podía estar tan segura de su alma un día y tan insegura al día siguiente? «Porque tu antiguo sentido del ser no se rinde fácilmente», le expliqué. Resultaría más cómodo que la búsqueda espiritual consistiese en sufrir una sola noche oscura del alma tras la que nos sintiéramos más seguros de nuestro vínculo con Dios. Pero existen muchas mañanas oscuras del alma, muchas tardes umbrías y muchos crepúsculos. La mitad del viaje tiene que ver con todas las enseñanzas que Jesús dio a los discípulos sobre cómo alcanzar la conciencia de Dios.

Temor. Cuando Jesús presenta una visión del Reino de Dios, promete un lugar sin miedo y abre el camino para llegar hasta allí. En el Reino de Dios se satisface esta necesidad básica. Si comienzas el viaje con mucho miedo, Dios queda muy lejos. Te ha abandonado o no te escucha. Tal vez te esté castigando con la culpa, duras condiciones físicas o el maltrato. Si las dificultades de la vida son externas (falta de dinero o de trabajo, aislamiento de los demás), Dios también te parecerá externo, un juez severo que manipula el mundo en tu contra y carga los dados para perjudicarte. En cambio, si los problemas que te afectan son de carácter interno (ansiedad, depresión, culpa), Dios también pertenece al interior. Se convierte en la voz castigadora de tu cabeza, en el superego que te critica constantemente. Nada de lo que hagas le parecerá bien. Mereces ser víctima por pecador.

Pero en el camino espiritual hay que plantar cara al miedo. Tienes que ir viendo, capa tras capa, que todos los miedos los has creado tú mismo. Cuando hablamos de capas, no significa que el miedo sea como las capas de pintura. Está enredado en el ser; parece «yo». Ese «yo» parece real; sus ansiedades son muy convincentes. Mientras eso no cambie, surgirán más razones para vivir asustado. El miedo es como un aparato de vídeo que emite imágenes temibles e, incluso cuando lo apagas, queda flotando una ansiedad que es preciso combatir. Hay muchas maneras de medir los avances en el camino espiritual, pero la disminución del miedo es la mejor.

Amor. En el lugar donde antaño habitó el miedo, encontraremos el amor. El Reino de Dios contiene solo amor. Todo lo que no alcanza ese ideal no se ha transformado del todo. Para Jesús, el mundo cotidiano refleja débilmente el amor divino. Ahí reside la clave de una de sus enseñanzas más perturbadoras:

Si alguno viene a mí y no aborrece a su padre, madre, mujer, hijos, hermanos y hasta su propia vida, no puede ser mi discípulo.

(Lucas 14, 26)

Diríase que Jesús ordena a sus discípulos que abandonen toda relación preciada, pero eso no tendría sentido viniendo de un maestro que les pide que amen a sus enemigos. Como tantas otras veces, Jesús habla en términos absolutos para captar la atención de sus oyentes, y en este caso distingue claramente entre el amor común y el amor a Dios. «Mí» es Dios, y «viene a mí» significa entrar en el Reino de Dios o, lo que es lo mismo, la realidad de Dios. Dicha realidad no es física; no se encuentra en las relaciones humanas, ni siquiera entre los seres más queridos. Si queremos conocer el amor divino, debemos encontrarlo en sus propios términos, no según estamos acostumbrados.

Incluso expresada de la forma más delicada, esta enseñanza es radical. Una persona no comienza por el amor cotidiano y luego dirige ese sentimiento hacia Dios. Hace falta un cambio total de la percepción, y Jesús, para ejemplificar el cambio, convierte la palabra «amor» en odio.

En otros momentos Jesús ofrece un camino más fácil, como cuando les dice a sus seguidores que amen al Padre. Al utilizar la palabra cotidiana «padre», que aparece infinidad de veces en los Evangelios, el amor divino y el amor terrenal parecen semejantes. Pero el Jesús místico considera que el mundo es una ilusión, lo cual también convertiría al amor que experimentamos en una ilusión. Ahora la palabra «aborrecer» cobra sentido; Jesús nos advierte del tipo de amor irreal que nos adormece y nos ciega ante el amor de Dios. El amor terrenal cotidiano es irreal porque fluctúa, viene y va, nos lo pueden arrebatar. El amor cotidiano depende del placer; cuando nos desagrada la persona que nos ama, el amor disminuye. Si el objeto de nuestro amor nos traiciona, el amor desaparece.

Por el contrario, el amor divino es incondicional y sin compromisos: el ser amado no debe ser fiel ni hermoso para proporcionar placer ni tiene que conseguir que te sientas deseado. El amor divino es la presencia de la luz. Llena con la misma intensidad cada rincón de la creación. En el camino espiritual, por tanto, tus expectativas cambian. La familia deja de constituir un modelo de amor. Solo el amor directo que emana de la luz merece ese nombre. Pero al final, cuando se alcanza la conciencia de Dios, no hay excepciones. Cuanto más nos acercamos a Dios, más lo amamos todo, porque Su creación ha pasado a ser nuestra.

El Reino de Dios es luz pura, la fuente del amor en su infinita variedad. El viaje hasta él comienza por un deseo de experimentar amor en su expresión más intensa. Los santos cristianos dicen que el amor de Dios los sacude, los reduce a cenizas, los desmiembra. Los romanos de finales de la era pagana eran gente de mundo, sofisticada, que adoptaba las formas de la religión sin necesitar nada más. Les desconcertaban los mártires cristianos, tan dichosos que cantaban himnos mientras los despedazaban las bestias salvajes o les atacaban los gladiadores.

En pleno viaje se experimentan momentos de éxtasis y períodos en que uno se siente rodeado de amor por todas partes. Episodios así ocurren en cualquier vida; no hace falta adentrarse en la senda espiritual. Pero el camino espiritual trata de esos momentos; aporta un centro y una dirección para expandir el amor y rellena los vacíos cuando el amor se pierde de vista. Anuncias tu voluntad de alcanzar el Reino de Dios, y en respuesta el amor de Dios te acerca a él constantemente.

Presencia y plenitud. Comparado con el Reino de Dios, el mundo material está vacío porque carece de la presencia de Dios. La presencia (a la que los gnósticos denominaban «pléroma», término griego que significa «plenitud») generalmente hace referencia a la totalidad de los poderes de Dios. Estar en presencia de Dios no es como entrar en el salón del trono e inclinarse ante un rey, aunque así lo imaginen muchos cristianos. Ni tampoco se produce un destello cálido indicativo de que Dios nos presta atención, como refieren algunos místicos cristianos. La presencia lo engloba todo; incluye tanto el bien como el mal.

Para nosotros, la mitad del viaje consiste en difuminar la línea que divide al mundo en dos. La totalidad emerge gradualmente, y esa totalidad es la presencia de Dios. Sin embargo, como nuestra mente opera en la dualidad (separando la oscuridad y la luz, el bien del mal), la plenitud de Dios plantea un problema: en presencia de Dios nadie es especial. Nos incomoda creer que Dios es como la lluvia que cae igual sobre justos e injustos. Nos negamos a creer que está igual de presente en un santo que en un pecador.

Jesús tuvo que hallar la manera de comunicar la omnipresencia de Dios a un público que solo comprendía distinciones claras: Dios, la ley y el cielo por un lado, y Satanás, el caos y el infierno por el otro. Unas veces recurrió al símbolo del rey que gobierna el mundo entero. Otras veces, a la mistificación, argumentando que la realidad de Dios es inimaginable. La cuestión sigue siendo cómo experimentar un estado de totalidad con una mente dividida y fragmentada y con un cerebro programado para establecer distinciones.

La solución a este dilema no pasa por encontrar las palabras adecuadas, ni siquiera la idea correcta. Las palabras y las ideas pertenecen a la mente activa. La presencia de Dios pertenece a la conciencia. Jesús desconcertó a los sacerdotes cuando dijo: «Antes que Abraham, yo soy»; no comprendieron que «Yo» era trascendente, no hacía referencia a una persona. Uno de los motivos de que la crucifixión fuese inevitable es que demostraba que a Jesús no le iba nada en este mundo. Estaba dispuesto a dar la vida, la única cosa que la gente quería que Dios protegiese. Explicado en nuestros términos, Jesús demostró que estar iluminado significa que ya no nos jugamos nada en este mundo.

En mitad del viaje intercambiamos nuestros deseos, temores, esperanzas y sueños materiales por un único estado imperturbable. En ese estado el cambio es secundario; el no cambio, primario. ¿Cómo es el no cambio? Como siempre, las descripciones varían en función de la fuente. Con todo, lo más fácil es destacar los aspectos del cambio que comienzan a disminuir:

La mente deja de estar desesperada, agitada y obsesionada.

La amenaza del pecado y del mal disminuye.

Dios deja de ser una persona, ya sea benigna o amenazadora.

El vínculo con las cosas materiales disminuye.

El pensamiento tipo «Nosotros contra ellos» deja de resultar atractivo.

Te das menos importancia. En el otro extremo, disminuye la necesidad de considerarte una víctima.

Los asuntos relacionados con el estatus, el dinero y las posesiones parecen menos importantes.

El amor deja de estar limitado a la gente que nos ama o a aquellos que encarnan nuestras fantasías sexuales.

En general, el ser se siente menos restringido. Las limitaciones de todo tipo comienzan a desaparecer.

Esos límites existen para que controles tu vida, la censures y rechaces los aspectos de la realidad que te incomodan demasiado.

Psicológicamente, solo una parte de los sentimientos, las sensaciones, los pensamientos y las posibilidades que alcanzan la mente consiguen penetrarla. Los demás son apartados mediante los mecanismos de la negación, la represión y el rechazo. La negación proclama: «Si no lo veo, es que no existe». La represión dice: «Si lo oculto bien, no existe». El rechazo dice: «Si lo rechazo con la ira suficiente, no existe». Tras toda una vida perfeccionando estos mecanismos—no nos equivoquemos, incluso la persona más abierta y tolerante los ha perfeccionado—, la ventana que permite la entrada a Dios es muy pequeña. Consciente de ello, Jesús habla acerca de Dios (y de sí mismo) como si se tratase de un ladrón que se cuela en una casa por la noche mientras el propietario duerme.

La mitad del viaje abre la ventana centímetro a centímetro, pero, por gradual que sea el proceso, el ego se resiste. El esquema «yo, mí, mío» depende de la creación de un bastión para el ego. Este empeño en conservar la protección y el aislamiento se considera absolutamente necesario en la fase de la niñez del desarrollo del ego. Si no supiésemos dónde comienzan y acaban nuestras limitaciones, seríamos autistas, nos diluiríamos en el mundo y los demás. Y aun en caso de no llegar a tales extremos, vagaríamos sin rumbo, incapaces de centrarnos.

Sin embargo, el ego ha cometido un error. Los límites son necesarios en el nivel más básico del ser, pero en cuanto una persona establece un vínculo psicológico con ellos, pierde la libertad. La puerta que evita la entrada de Dios también impide la salida del ser. La palabra «prisión» aparece 143 veces en la Biblia, y todas ellas en su sentido literal. Más de la mitad de estas referencias figuran en el Nuevo Testamento. Cuando Jesús viene a compartir esta experiencia, la transforma. Sufre encarcelamiento físico solo para ascender al cielo. Se libera de la tumba para trascender la muerte. Por tanto, cuando enseña a sus discípulos que la verdad les hará libres, entran en juego varios niveles de significación. Les dice que quedarán libres de la persecución política, de la intolerancia religiosa, de las limitaciones físicas y finalmente de la propia muerte.

La libertad lo aglutina todo; al liberarte de la ilusión de que vives encerrado tras unas paredes, te transporta ante la presencia de Dios. El ego no puede triunfar en su proyecto de dejar la realidad fuera y solo permitir la entrada a una fracción de la experiencia. Los límites son ficciones, convienen a los propósitos del ego, pero en última instancia son irreales. En mitad del viaje comprendemos que podemos ser todo lo libres que queramos, sin limitaciones. Es algo tan radical que solo tomaremos conciencia de ello de manera gradual. En cierta ocasión preguntaron a un famoso gurú si la iluminación puede alcanzarse rápidamente. El gurú contesto: «Puede ocurrir en treinta días, pero necesitarás que treinta hombres te sujeten».

Es imposible determinar si estamos en el camino espiritual o cuán lejos hemos llegado. Pero el progreso siempre viene marcado por la transformación. El camino no consiste en sentirse mejor. No se trata de que te conozcas a ti mismo, pongas fin al sufrimiento, encuentres la paz o sanes tus heridas más profundas. Consiste en una transformación tan profunda que sustituye la ilusión por la realidad. Jesús sobrevive hoy como fuerza del mundo porque encarna la verdad absoluta. Mientras nos dirigimos hacia la conciencia de Dios, nuestra transformación no puede detenerse a mitad de camino; no podemos conformarnos con una vida mejor o incluso con la mejor de las vidas, con un destello de Dios o incluso con Dios como compañero diario. El estado de conciencia de Dios representa un salto en el desarrollo de la humanidad que tú y yo debemos estar preparados para dar personalmente. La mitad del camino nos lleva hasta el lugar desde el que debemos saltar. El final del viaje no se parecerá en nada al mundo desde el que saltamos.