¿Qué se siente al alcanzar finalmente la conciencia de Dios? Como es natural, cualquiera que se encuentre en el camino espiritual formulará esta pregunta. La mitad del viaje no es lo mismo que el destino. De la mezcla entre el ser antiguo y el ser nuevo debe resultar un ser totalmente nuevo. El pecado dejará de existir. La gracia de Dios será abundante, y su presencia guiará todas nuestras acciones. Al menos esa es la promesa que lleva a la gente a emprender el camino cuando su meta es la conciencia de Dios.
Cuando la conciencia de Dios comienza a despuntar, se producen una serie de cambios:
Termina la batalla entre el bien y el mal.
Se descubre que el miedo es ilusorio.
Nos sentimos identificados con Dios; nuestros pensamientos y deseos proceden de una fuente divina.
Sentimos que el mundo nos pertenece en tanto que cocreadores con Dios.
El mundo «exterior» responde inmediatamente al mundo «interior», esto es, la realidad externa refleja al ser.
Se alcanza el amor como fuerza suprema del universo.
Todo lo cual se ha ido desarrollando a lo largo del tiempo, al principio a modo de experiencias y destellos de la verdad aislados, y después con mayor frecuencia. Imaginemos un estudio de laboratorio que monitoriza ininterrumpidamente la conciencia de una persona y en el que los investigadores piden a los sujetos del estudio que aprieten un botón rojo cuando sientan la presencia de Dios. En un estado de vigilia común quizá no aprieten nunca el botón. El primer sujeto no es consciente de Dios, y si siente algo diferente que podría ser Dios, es incapaz de reconocerlo, ignora que puede estar conectado a una fuente superior. Cuando un segundo sujeto se siente particularmente jubiloso, atribuye su estado a Dios y aprieta el botón.
Los investigadores pasan a un nuevo sujeto, una mujer que ha transitado el camino espiritual durante algún tiempo. Ella aprieta el botón con más frecuencia. Se puede interpretar de dos maneras. En primer lugar, la mujer ha aprendido a identificar un estado interior con Dios y, en segundo lugar, espera que este estado retorne. ¿Por qué? Porque su mente ha aprendido a percibir cosas que la gente común no percibe y, cuando esto ocurre, es capaz de aplicar una palabra—Dios— a esa sensación. Pero se trata de una cuestión necesariamente vaga, puesto que las variaciones son numerosísimas. Para algunas personas que recorren el camino, la presencia de Dios significa paz interior y tranquilidad, mientras que para otras supone lo contrario, un repentino éxtasis que potencia todas las sensaciones, inusualmente vívidas.
Los investigadores son gente de mente abierta, aceptan que pueden producirse tantas experiencias como personas hay en el mundo. En vez de definir a Dios de antemano, dejan que sean los sujetos quienes lo definan (teniendo en cuenta que «Él» es un término convencional, no una cualidad de Dios, que se encuentra más allá del género). Después centran el estudio en personas que se consideran muy próximas a Dios. No tienen por qué ser monjas o sacerdotes. Proceden de cualquier ámbito de la vida, pero tienen algo en común: encuentran a Dios en muchas cosas, tantas que aprietan el botón rojo con frecuencia.
Finalmente, si seguimos observando a los sujetos de estudio encontraremos a alguien que mantenga el botón pulsado ininterrumpidamente. Esa persona tiene conciencia de Dios. No hay huecos en su experiencia entre los momentos en que Dios está presente y los que no lo está. Para ese sujeto, Dios supone una realidad constante, como el respirar o el estar despierto. ¿Qué es lo que crea a semejante persona? Ahora no podemos resultar imprecisos, porque ha ocurrido un cambio radical que debe ser comprendido correctamente. Para estar en la conciencia de Dios no basta con apretar el botón cada diez minutos, ni siquiera cada diez segundos. Mientras la mente entre y salga de la experiencia común, el ego conservará un punto de apoyo.
Dios y el ego no son compatibles. Al principio lo parecen. Todos distinguimos los dos lados de nuestra naturaleza. Uno de ellos es el ser dedicado al mundo exterior y a sus exigencias; el otro es el ser interior y privado. El ego trata de controlar ambos lados, pero eso es una ilusión. En el mundo exterior, el ego puede crear todo tipo de situaciones en que el «yo» se juega algo en el resultado. Aspectos generales de la vida, entre los que se incluyen el trabajo, las relaciones y el estatus social, pertenecen al dominio del ego.
Pero en el interior ocurre algo más que un mero reflejo del mundo del ego. Somos conscientes de la belleza y de la verdad. Nos sentimos guiados por la intuición y la comprensión. En algunos momentos aislados intuimos algo más allá. Ninguna de estas experiencias ha sido creada por el ego. De hecho, son su enemigo. Cualquier cosa que permita que vislumbremos una pequeña fracción de la totalidad de la vida, cualquier experiencia que trascienda el «yo, mí, mío» amenaza la vocación de dominio del ego. Ello se debe a que, por definición, «yo» es un ente aparte. Desea ciertas cosas y desestima otras. Quiere hacerse amigo de algunos egos y enemigo de otros. La única cosa que no puede soportar es la realidad de que no existan distintos egos, el hecho de que todo proviene de una única fuente. Jesús trajo este mensaje a la tierra y aunque, de acuerdo con el lenguaje de la época, lo denominó «Dios», las palabras no son lo mismo que la experiencia.
Durante siglos el cristianismo se ha centrado en la reacción que produjo el mensaje de Jesús. Cualquiera que haya sido educado en la fe ha sentido el dolor de Jesús cuando se topaba constantemente con malentendidos, rechazo y persecución. Era lo único que podía hacer para sobrevivir, y no lo logró durante mucho tiempo. Pero centrarse en la reacción que despertó Jesús es eludir la cuestión; convierte la historia de Jesús en otra batalla del ego: el suyo contra el de los demás (a excepción de un puñado de discípulos que comprendieron la verdad). Deberíamos centrarnos en la verdad de Jesús, que trasciende su recepción en el mundo material. En otras formas de fe, como el budismo, se produjeron los mismos malentendidos, pero el terreno era más fértil. Buda no sufrió la persecución; la gente a la que desconcertaba le veneraba de todas formas.
No podemos cambiar la historia cristiana, pero la comprenderemos mejor si dejamos de lado la persecución. Pertenece al mundo del ego, donde la batalla entre la luz y la oscuridad constituye un drama eterno. Jesús entró en ese drama al convertirse en una figura pública, pero no formaba parte del drama a nivel personal. Lo mismo se aplica a cualquiera que alcance la conciencia de Dios. A cierto nivel prevalece la totalidad. Cesa el entrar y salir de Dios, el acercarse y alejarse de él. La experiencia de Dios se convierte en una constante por una única razón: «yo» y «Dios» pasan a ser uno y el mismo. La verdad de Jesús no constituía una colección de comprensiones o de mensajes de Dios. Sus palabras fueron fruto de su estado mental. Debemos ser muy claros al respecto, pues la conciencia de Dios no puede reducirse a lo psicológico. No es lo mismo que sentirse joven o saber que nuestra pareja nos ama. Si siento la presencia de Dios, de algún modo he penetrado en la identidad de Dios y la he hecho mía. De no ser por esta unión, el mensaje de Jesús no sería radical. Jesús sería solo una de tantas personas que aman a Dios y se sienten próximas a él.
Para resultar completamente fiable, el estado de conciencia elevada debe ser tan diferente de la conciencia diaria como el dormir del soñar. Es un tema espinoso. Si alguien afirma que siente la presencia de Dios, ¿se le puede hacer alguna clase de test para comprobar que dice la verdad? Si Poncio Pilatos hubiese dispuesto de un detector de mentiras, quizá hubiese liberado a Jesús. Aunque, por otro lado, podría haber llegado a la conclusión de que un hombre que padece alucinaciones sobre Dios no miente, solo vive engañado. La conciencia de Dios se resiste a la verificación porque hace de puente entre dos mundos. En el mundo material una persona puede parecer inalterada (a excepción de algún escáner cerebral que detecte la iluminación), pero si ponemos el botón rojo al alcance de sus manos será incapaz de registrar un momento en que Dios esté ausente. Es lo contrario a nuestra vigilia común. Para salvar esa distancia de una vez por todas, debemos estar en la conciencia de Dios personalmente.
El Nuevo Testamento nos ofrece a Jesús como ejemplo de una persona totalmente transformada. Pero cuando nosotros alcancemos la conciencia de Dios no seremos Jesús. Cada vida es diferente, y gran parte de esas diferencias las dicta la historia. La llegada de Jesús se entrecruzó con la persecución de los judíos por los romanos. La destrucción del segundo templo en el año 70, que aplastó al pueblo judío y su esperanza de un rescate divino, modeló su historia. Los cuatro Evangelios se escribieron tras el catastrófico acontecimiento, e indudablemente sus autores confiaban en que Jesús y sus promesas eran su mejor esperanza de futuro.
Hoy ninguno de esos factores resulta relevante. Conservamos las mismas palabras—pecado, redención, salvación, Mesías— como monedas desgastadas. Pero en la actualidad el pecado se produce en un contexto radicalmente distinto y mucho más confuso. ¿Es el pecado lo mismo que el crimen, la enfermedad mental, el desarrollo defectuoso del ego, el karma, la naturaleza o una mal programación genética? ¿Es la redención un estado subjetivo que nos hace sentir mejor, ajenos a la neurosis y capaces de explotar nuestro potencial? ¿O supone una huida del ardiente pozo del infierno? No parece correcto aceptar que nuestras necesidades espirituales son idénticas a las de alguien del pasado remoto, por más que las palabras de entonces resuenen todavía en nuestra cabeza.
Todas las religiones se topan con el mismo problema histórico. Si analizamos la vida de Buda, que habló en términos universales sobre la iluminación, veremos que sus seguidores eran analfabetos, en su mayor parte indios pobres del siglo v a.C. Trabajaban duramente la tierra desde que nacían, y morían jóvenes tras una vida de penurias. No tenían el menor poder sobre sus gobernantes, políticos o espirituales. Los hinduistas de la época de Buda tenían la vida tan organizada como los judíos coetáneos a Jesús, que vivían según prescribían el sinfín de obligaciones impuestas por los sacerdotes. Estos factores dieron forma a su camino espiritual, así que no podemos adoptar automáticamente a nuestros días la visión que les ofreció Buda.
No obstante, lo que sí proporciona la conciencia de Dios es la magia del descubrimiento. En los mapas ya no quedan lugares inexplorados, pero, de haberlos, imagino que los misioneros cristianos penetrarían en una selva tropical de algún lugar del mundo y sorprenderían a los nativos con la historia de Jesús. Los imagino escuchando con los ojos abiertos como platos (como hicimos en nuestra juventud) la historia del hombre que caminó sobre las aguas y regresó de la muerte, que sanaba con las manos y hablaba directamente con Dios. Despertar esa sensación de maravilla en los cristianos actuales, cuyas culturas fueron convertidas siglos atrás, cuesta cada vez más. Afortunadamente, la conciencia de Dios es un estado milagroso por sí mismo. Es el salto en la evolución que Jesús prometió a sus seguidores, algo mucho mejor que escuchar su historia generación tras generación.
Un amigo me comentó recientemente: «Hacía años que no iba a la iglesia. Pero la nostalgia me pudo, así que estas Navidades fui a la misa del gallo. La iglesia está pegada a un monasterio, y cuando entré, el aire estaba cargado de incienso. Los monjes formaban una procesión de togas, un coro de niños invisible cantaba sobre nuestras cabezas. La tenue luz ámbar de las velas iluminaba el lugar. En la puerta había incluso un obispo con su báculo de pastor agradeciéndonos la visita. Tuve la impresión de entrar en un cuadro medieval. Me puse de un humor difícil de describir. La ceremonia elevaba el espíritu y parte de mí no pudo resistirse, pero estoy divorciado y he superado el límite de mis tarjetas de crédito. Jamás recibí respuesta a una plegaria cuando más la necesitaba. Me disgusta el fundamentalismo y me enfado conmigo mismo por carecer de fe. Sentí una añoranza profunda y una gran tristeza, simples retales de antiguos recuerdos».
Las sensaciones que provoca el cristianismo son poderosas pero pasajeras, y brotan casi exclusivamente de la historia de la vida de Jesús. Gran parte de lo que dijo carece de validez en la actualidad. Jesús dijo a sus oyentes que había venido a cumplir una profecía que conocían bien. Un Mesías traería el dictado de Dios a la tierra, y al mismo tiempo se cerraría el círculo de la Biblia. Se recuperaría el paraíso y Jesús conduciría a una nueva raza de Adanes y Evas de vuelta al Edén.
Eso exactamente fue lo que le ocurrió a uno de los seguidores de Jesús que conocemos, san Pablo, quien difundió la noticia de «un nuevo cielo y una nueva tierra» allí donde fue, por toda Palestina, Siria y más allá. Su experiencia de conversión fue espectacular. Pasó de ser un escéptico mundano que perseguía a los primeros cristianos a convertirse en un ferviente creyente. La historia tradicional cuenta que mientras se dirigía a Damasco una luz le cegó y la voz de Jesús le preguntó: «¿Por qué me persigues?». Sin embargo, no es Pablo quien nos cuenta la historia, así que podría estar exagerada. Pero la explosión de espíritu en la vida de Pablo no se ha exagerado. La experiencia de Pablo se convirtió en el modelo para las generaciones siguientes que buscaron la salvación: en un instante el pecador ve la luz y reconoce a Dios. La historia de Pablo también llenó un vacío, pues por mucho que los Evangelios nos hablen sobre Jesús, apenas hacen referencia al camino que lo llevó hasta Dios. Jesús no se convierte en el Nuevo Testamento porque no tenía pecados que redimir. Si sufrió algún proceso por el que descubrió que era el Mesías, los evangelistas no lo recogen y Jesús no hace referencia a haber encontrado a Dios.
Según la cronología de que disponemos, Jesús nace, a los doce años de edad va a Jerusalén con sus padres y luego, cuando tiene unos treinta años, reaparece para que Juan Bautista lo bautice. El episodio que tuvo lugar a los doce años solo aparece en el Evangelio de Lucas y resulta sumamente simbólico. Como todos los años, María y José viajaron a Jerusalén por la Pascua. Probablemente obligados por la ley y la costumbre (por extraño que parezca, por lo visto el Jesús adulto solo entró en Jerusalén una vez y, por tanto, incumplió tanto la ley como la costumbre). Al final de la Pascua sus padres emprendieron el viaje de vuelta a Nazaret, durante el que descubrieron que Jesús ya no formaba parte del grupo: se había quedado en Jerusalén. Inmediatamente dieron media vuelta y fueron a buscarle. Tres días después le encontraron escuchando a los sacerdotes y maestros del templo.
De momento, el elemento simbólico más obvio son esos tres días, que prefiguran los tres días que transcurrirán entre la muerte y la resurrección de Cristo; aunque a un nivel más profundo, la historia también es la misma: Jesús desaparece y luego vuelven a encontrarlo. Cuando sus padres le ven entre sacerdotes y maestros—«oyéndolos y preguntándoles. Y todos los que lo oían se maravillaban de su inteligencia y de sus respuestas» (Lucas 2, 46–47)—, su madre le reprende por haberles abandonado: «“Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? Tu padre y yo te hemos buscado con angustia”. Entonces él les dijo: “¿Por qué me buscabais? ¿No sabéis que en los negocios de mi Padre me es necesario estar?”» (Lucas 2, 48–49).
Aquí ya escuchamos la voz del Jesús adulto, sumamente seguro de su identidad. Sin embargo, María y José aún le veían desde su papel de padres: «Pero ellos no entendieron lo que les dijo. Descendió con ellos y volvió a Nazaret, y les estaba sujeto. Su madre guardaba todas estas cosas en su corazón» (Lucas 2, 50–51).
El evangelista nos muestra otro rasgo del Jesús adulto, su mansedumbre. Pero a partir de ese momento ya no sabemos nada más de la biografía del Mesías, salvo una pista que hallamos en el versículo siguiente: «Y Jesús crecía en sabiduría, en estatura y en gracia para con Dios y los hombres». Lo que equivale a decir que, pese a su precoz sabiduría, el joven Jesús era capaz de crecer aún más. De modo que siguió un camino, pero desconocemos la naturaleza de esa senda. En comparación, el camino que recorrió Buda, de príncipe mimado a El Compasivo, está plagado de detalles humanos (la mayor parte de los cuales fueron extraídos de leyendas, mitos, y cuentos locales cientos de años después del momento en que supuestamente ocurrieron).
Quizá la historia difumine la biografía de Jesús, pero no puede apagar la luz. El rescate prometido a los judíos del siglo primero tiene carácter universal. Puede que no seamos el pueblo elegido que espera a ser rescatado de la persecución de los romanos, pero a nuestra manera esperamos ser salvados. Los Evangelios dicen una verdad que la gente aún quiere escuchar, porque ciertos condicionamientos nunca cambian. La gente aún sufre y se siente abandonada. Continúa anhelando una realidad trascendente. Y, sobre todo, todavía no se ha abordado el problema de la separación. Todos los problemas que derivan del ego y su desesperado aislamiento entorpecen la existencia individual. El rescate que la gente necesita en la actualidad no vencerá al César, pero conquistará la dualidad. Jesús simbolizaba el ser trascendente que convierte al ego en irrelevante y transformará la dualidad en unidad con Dios.
La unidad continúa siendo un misterio en la actualidad, y muchas de las personas que se encuentran en el camino espiritual son incapaces de prever adónde les lleva. Suponen que el objetivo de la búsqueda es encontrar más felicidad, serenidad y sabiduría. Jesús nos presenta una visión genuina del objetivo. «Unidad» no es más que un concepto abstracto hasta que conectamos con la descripción de Jesús de la experiencia real. A continuación se resumen las mejores pistas de que disponemos:
Jesús se vio más allá de la muerte: «Y yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo» (Mateo 28, 20).
Consideraba que sus enseñanzas trascendían la historia, incluso el tiempo: «El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán» (Mateo 24, 35).
Aglutinaba a todo el mundo en su ser: «Ya vosotros estáis limpios por la palabra que os he hablado. Permaneced en mí, y yo en vosotros» (Juan 15, 3–4).
Consideraba que la unidad era la única manera de escapar de la muerte y la destrucción: «… porque separados de mí nada podéis hacer. El que en mí no permanece será echado fuera como pámpano y se secará; y los recogen, los echan en el fuego y arden» (Juan 15, 5–6).
Sintió que el amor era divino: «Como el Padre me ha amado, así también yo os he amado; permaneced en mi amor» (Juan 15, 9).
Todos los interrogantes espirituales acababan en él: «Toda potestad me es dada en el cielo y en la tierra» (Mateo 28, 18).
Tradicionalmente, estos pasajes (y docenas de otros similares) secundan la convicción de que Jesús se consideraba el Mesías, pero pueden interpretarse también como expresión natural de un hombre en la unidad. Jesús no nos dice cómo llegó a la unidad, y por lo tanto no disponemos de una comparación entre el antes y el después. Buda, por otro lado, sí nos ofrece la dramática historia sobre su vida de príncipe y guerrero antes de alcanzar la iluminación, aunque, igual que Jesús, apenas incluye referencias personales una vez ha alcanzado la unidad.
Ciertas cualidades de la unidad se hacen evidentes. La unidad es:
Impersonal
Poderosa
Imperecedera
Absolutamente sabia
Creativa
Cariñosa
Los cuatro Evangelios pueden confundirnos en muchos aspectos, pero no en estos. En Jesús vemos a una persona en la que el pequeño «yo» se ha fusionado con el «yo» universal, y cuyo comportamiento refleja ese cambio.
Esta es también la razón por la que Jesús resulta tan esquivo, ya que la unidad no posee cualidades que puedan traerse a la tierra y hacerlas humanas. El cristianismo ha hecho todo lo posible por humanizar a Jesús porque no somos capaces de concebir a alguien tan absolutamente trascendente que incluso nuestras más preciadas cualidades, como el amor y la compasión, se queden cortas ante su realidad. En la India la tradición de la unidad es más antigua y experimentada; no gustar a la muchedumbre no despierta tanto pánico. En ese contexto, la unidad se describe en términos menos humanos, tales como:
No nata
Inmortal
Infinita
Ilimitada
Inefable
Incognoscible para la mente y los cinco sentidos
Ahora estamos eliminando todo aquello con lo que nos identificamos como seres humanos. Tú y yo aceptamos que nacimos y que moriremos. Una persona en unidad cree que las apariencias nos han engañado, que solo el cuerpo físico nace y muere. Tú y yo sentimos que nuestra capacidad de acción es limitada; valoramos nuestra habilidad para expresar quiénes somos y cómo nos sentimos; respetamos ciertos límites y nos asusta aventurarnos más allá. Una persona en unidad considera que estos factores son ilusorios.
Si Jesús estaba en la conciencia de la unidad—como repitió una y otra vez—, debemos aceptar que no podemos abarcar su experiencia a partir de la nuestra. Aunque es tentador. Yo amo a mis hijos, Jesús dice que me ama, por lo que Jesús me ama como yo amo a mis hijos. No, en este caso la ecuación no funciona. Jesús me ama de una manera que seré incapaz de imaginar hasta que alcance la unidad. Me invita a seguir el camino espiritual para encontrar algo más allá de las palabras, más allá incluso que sus propias palabras. La unidad es el destino que se libera del destino, el destino que borra todo lo anterior y lo posterior. Por más que se reformule, la unidad tan solo es comparable a sí misma. El milagro, y la dicha, es cuán bellamente Jesús presentó el objetivo, incluso a una humanidad ciega.