¿QUÉ HARÍA JESÚS?

No podría concluir este libro sobre Jesús sin haber profundizado en la crisis social a la que actualmente se enfrenta el cristianismo. No solo en Estados Unidos; en todo el mundo la fe ha sido secuestrada por fuerzas sociales que violan la enseñanza de Jesús incluso mientras proclaman que la defienden. Una religión basada en el amor ha sido peligrosamente redirigida hacia el odio, aunque desde los púlpitos de las iglesias fundamentalistas no se predique el odio a las claras. Se predica la intolerancia ciega.

Recientemente vi en televisión un programa de noticias dedicado a una nueva corriente educativa; las facultades de derecho cristianas. Insatisfechos con doscientos años de separación entre Iglesia y Estado y con el hecho de que la Constitución no mencione ni una sola vez a Dios, los fundamentalistas están adoptando una nueva táctica. Enseñan a los estudiantes que las leyes penales y civiles se basan en los mandamientos de Dios. En el reportaje entrevistaban a una alumna recientemente licenciada de una de esas facultades de derecho, una joven sonriente que decía: «No pretendemos adoctrinar a nadie, sino compartir la verdad y basarnos en ella en nuestra vida cotidiana». Con su ademán moderado y razonable parecía lo opuesto al estereotipo de la intolerancia. Pero en cuanto pronunció la palabra «verdad», se produjo un silencio que no auguraba nada bueno. Continuó diciendo: «Creo en la verdad absoluta. No en una verdad gris o relativa. La verdad absoluta está donde está la palabra de Dios». No alteró sus maneras moderadas, pero inconscientemente había entrado en la peligrosa morada del fanatismo. Era el día de la graduación en su facultad de derecho de Virginia, que ha enrolado a más de cien alumnos en las filas del gobierno federal gracias a un ferviente fundamentalista que se encarga de las contrataciones para la rama ejecutiva de Washington.

Otros licenciados hablaron con seguridad sobre cómo «la Palabra de Dios» es el fundamento último de la ley en todas las épocas y los lugares. Este grupo de jóvenes abogados cristianos es ambicioso, está dispuesto a abolir los derechos de los homosexuales y la ley del aborto, a oponerse a la investigación de las células madre, a inmiscuirse en la oración escolar y otros muchos asuntos. ¿Les ha dicho alguien que la palabra de Dios (o sea, la Biblia) no puede participar en un estado secular o que Dios tiene otras caras además de la cristiana? Han sido traicionados por gente mayor que les asegura que «la Palabra de Dios» refrenda la política reaccionaria.

Cuando leemos titulares sobre palizas a homosexuales o violentos ataques a clínicas abortistas, los medios de comunicación se cuidan muy mucho de no conectarlos directamente con el dogma fundamentalista, pero en muchos casos se trata de una simple formalidad. A la sociedad, eso de «las dos versiones de una misma historia» la ha llevado a creer que la intolerancia es el otro lado de un debate social abierto y, quizá, el más virtuoso de los dos. A fin de cuentas, los fundamentalistas cristianos proclaman su devoción por la vida, los valores familiares y la observancia religiosa.

Esta crisis podría dañar gravemente al cristianismo. En todas las confesiones, las fuerzas reaccionarias y las progresistas se enfrentan por el poder, y hay que buscar con lupa para encontrar un caso en el que los reaccionarios no estén ganando la batalla. Equiparan interpretar la Biblia literalmente con ser buen cristiano, a pesar de la cantidad ingente de pruebas—de las que este libro menciona solo algunas— que demuestran que con el correr de los siglos las enseñanzas de Jesús se han confundido, ocultado, alterado, corrompido o perdido. Los intentos por retornar al origen puro del cristianismo están condenados desde el inicio, algo que solo sirve para alimentar el celo fundamentalista.

La trágica ironía que se esconde tras esta crisis queda patente en uno de los eslóganes favoritos de los fundamentalistas: ¿Qué haría Jesús? Esta pregunta se ha convertido en una habitual de las pegatinas y las campañas electorales. Ya ha perdido la fuerza de la novedad, pero innumerables cristianos (y no solo los fundamentalistas) la utilizan como piedra de toque moral. Han recuperado, quizá sin saberlo, la tradición medieval del Imitatione Christi, es decir, adoran a Cristo imitándolo.

¿Por qué es preocupante? En principio, la imagen del Jesús amable, compasivo, cariñoso y magnánimo parece un modelo impecable de moralidad. Pero ya hemos visto que Jesús no encaja con esa imagen simplista. Si analizamos los debates más intensos que en la actualidad dividen al cristianismo, descubriremos que los cuatro Evangelios no proponen soluciones claras. De hecho, consultar nuestras difíciles elecciones morales a Jesús solo sirve para empeorar el amargo conflicto que rodea a temas como los derechos de los homosexuales y el aborto. Aquel que pregunta en serio «¿Qué haría Jesús?», lo primero que debería plantearse es «¿Qué haría Jesús respecto al desorden en que se haya sumido el cristianismo?».

El aborto. El debate del aborto navega entre dos mundos, el laico y el religioso. La mayoría de nosotros sentimos que tenemos un pie en cada uno, y eso enmaraña la cuestión desde el comienzo. Hablamos en dos idiomas distintos y sin traducción posible. En términos laicos, poner fin a un embarazo es un procedimiento médico y una decisión que se toma por razones personales o biológicas. En términos legales, la mujer tiene todos los derechos sobre lo que ocurre en su cuerpo. El feto no nato representa una forma primitiva de vida, apenas algo más que un amasijo de células si la decisión de abortar se toma pronto. En términos morales, la postura laica defiende que la decisión corresponde a la mujer y la familia más inmediata, junto con el hombre afectado. Hay incluso quien lo considera un asunto privado que atañe a la mujer y a nadie más.

En términos religiosos, ninguno de estos argumentos convence a los cristianos conservadores. Durante siglos la Iglesia católica ha considerado que el feto es sagrado desde el momento de la concepción. El fundamentalismo ha adoptado esa postura pero no la ha inventado. Las dos sectas comparten extrañas alianzas. En el caso del fundamentalismo, las Escrituras son el origen de toda verdad, porque solo las Escrituras son genuinamente divinas. Por otro lado, la Iglesia católica ha ido añadiendo textos a las Escrituras desde el principio, y el significado literal del Nuevo Testamento conforma solo el núcleo de la fe. Huestes de santos, concilios eclesiásticos, sabios teólogos y papas han alterado las enseñanzas de Jesús asumiendo su autoridad. Por tanto, aparentemente debería existir un profundo antagonismo entre católicos y fundamentalistas. Para ponerse de acuerdo respecto al aborto, han tenido que pasar por alto una larga y rencorosa rivalidad.

Argumentar que Jesús condenaría el aborto significa que uno ha adoptado a un Jesús muy específico, el rabino ortodoxo que advierte a sus seguidores que deben obedecer la ley de Moisés. Sin duda, ese Jesús existe y, aprovechando que el Antiguo Testamento condena el aborto, los antiabortistas se permiten pasar por alto un problema significativo: Jesús no menciona el aborto. Puestos a entrar en materia, Jesús ni siquiera menciona otras cuestiones críticas concernientes al debate del aborto, como cuándo entra el alma en la criatura, cómo priorizar la salud de la madre o la supervivencia del feto, o quién ostenta los derechos sobre el cuerpo de la mujer. Jesús no nos sirve para disociar el lenguaje laico del religioso.

Hay más de un Jesús, y el que obedece estrictamente la ley de Moisés no es el que perdona y se muestra tolerante. Ni es el Jesús que reprende a los fariseos por obedecer la letra de la ley y desdeñar su espíritu. Los fundamentalistas obvian a ese Jesús. Si prefieren al Jesús estricto, ¿qué pasa con su total condena del divorcio? Y está también el Jesús místico, que consideraba el mundo material como una ilusión y que negó explícitamente haber venido a solucionar los asuntos del mundo. Cuando le dijo a Pilatos que su reino no estaba en la tierra, hablaba en términos globales. Se mire como se mire, Jesús no sirve de justificación a la causa antiabortista a menos que se acepte que la doctrina de la Iglesia habla por él.

Los derechos de los homosexuales. El cristianismo tiene una larga tradición de condena a la homosexualidad. Una vez más, la restricción proviene del Antiguo Testamento, ya que Jesús no se pronunció al respecto. No se puede limitar a Jesús a las convenciones de su época. Pues aunque respeta las costumbres de su tiempo, también las critica. La parábola del buen samaritano resulta especialmente relevante en este sentido: un hombre yace herido en una cuneta y todas las personas honradas que le ven pasan de largo; solo un samaritano, miembro de una clase despreciada, le ofrece ayuda. Si los fundamentalistas quieren seguir el ejemplo de Jesús, esta enseñanza les demuestra que estaba del lado de los despreciados.

Hace poco un amigo me comentó un encuentro que había tenido con un sacerdote episcopaliano. «Ocurrió hace unos años, cuando los episcopalianos votaron a favor de nombrar obispo a un homosexual. Saqué el tema con un párroco local y le pregunté qué había votado. “En contra”, me contestó severamente. Le pregunté por qué. “Porque el estilo de vida de los homosexuales va contra los deseos de Dios”, repuso sin vacilar. Le pregunté cómo sabía qué estilos de vida iban en contra de los deseos de Dios, dado que Jesús no hace referencia a la homosexualidad. “Tenemos el Antiguo Testamento”, me dijo “y además, estas cosas simplemente se saben”. No soy un cristiano devoto, pero su seguridad me sorprendió. “¿Y qué hay de la poligamia?”, quise saber. “¿Y de la práctica de divorciarse de una mujer rechazándola y echándola a la calle? Por no mencionar la absoluta subyugación de las mujeres. También figuran en el Antiguo Testamento, ¿no es verdad? ¿Estos estilos de vida no van también en contra de los deseos de Dios?” Me miró impertérrito. “Los tiempos cambian”, murmuró. “Exacto”, repuse yo».

Mi amigo había adoptado la postura racionalista. Las costumbres cambian con el tiempo, por lo que no es de justicia admitir el cambio solo cuando nos parece bien y condenarlo citando la autoridad bíblica cuando no lo aprobamos. Esta es exactamente la clase de hipocresía de la que Jesús acusó a los sacerdotes: ajustar la ley para que encaje con sus prejuicios. ¿Es posible ir todavía más lejos y afirmar que Jesús no habría considerado la homosexualidad un pecado? Es discutible, porque Jesús vino al mundo a perdonar todos los pecados. Durante la última cena aseguró explícitamente que su sangre sería derramada en señal de una nueva alianza entre el hombre y Dios, y que esa nueva alianza implicaría el perdón del pecado. No necesitamos las elucubraciones de nadie acerca de si Jesús hubiese condenado o no la homosexualidad. Sabemos que los que le flanqueaban en la cruz eran pecadores, y sin embargo Jesús les ofreció entrar en el Reino de Dios sin condenar ni aprobar su conducta. No hay que pasar una prueba de fuego para merecer la gracia de Dios.

Los derechos de la mujer. Para muchos cristianos conservadores, las mujeres son miembros de segunda clase de la Iglesia, si no menos. Los episcopalianos se encuentran tremendamente divididos no solo respecto a los derechos de los homosexuales, sino también en cuanto al derecho de las mujeres a ejercer el sacerdocio. La Iglesia católica no da señales de querer reformar la regla que impone que los sacerdotes deben ser hombres solteros célibes. Todo ello pese a que durante los seis siglos inmediatamente posteriores a la muerte de Cristo los sacerdotes no tenían por qué ser célibes y en muchas sectas gnósticas las mujeres disfrutaban del mismo estatus que los hombres en los servicios eclesiales, en que la inspiración directa la recibía espontáneamente cualquier miembro de la congregación.

En la época de Jesús el tema de los derechos de la mujer no existía tal como hoy lo entendemos. Su defensa más conocida de una mujer consistió en perdonar los pecados a «la mujer sorprendida en adulterio». El incidente, recogido en el Evangelio de Juan, podría hacer referencia a María Magdalena, pero no son más que conjeturas. Los Evangelios Gnósticos que se descubrieron a finales de la década de 1940, aunque no se dieron a conocer al público hasta treinta años después, escandalizaron a los cristianos devotos con pasajes en que María Magdalena pasa a ser un discípulo destacado. Jesús se pone de su lado en una disputa con Simón Pedro y llega incluso a recriminar a Pedro por su actitud contra las mujeres.

Ese papel prominente de María Magdalena entre los discípulos invierte drásticamente la tradición cristiana, pero también saca a la luz la batalla que el perdón ha perdido en el seno de la Iglesia. Las mujeres han arrastrado la mácula del pecado de Eva desde los albores del judaísmo. (Algunos eruditos bíblicos encuentran el origen de esta mancha en las primitivas migraciones durante las que los judíos contactaron con otras civilizaciones que adoraban a una diosa. Los judíos querían diferenciarse de manera inequívoca de esos otros pueblos, y convertir a la mujer en fuente de todo mal sin duda lo conseguía.) La historia de Eva estableció un sistema de creencias que perduró hasta la era cristiana. Las mujeres eran débiles, proclives a la tentación. Su encanto sexual era un defecto moral que las enfrentaba a Dios.

Los cristianos primitivos declararon a Cristo el nuevo Adán, pero se aferraron ferozmente a la antigua Eva de siempre. Las costumbres sociales demostraron ser más fuertes que el Mesías, y por tanto en la época de Pablo, apenas unas décadas después de la crucifixión, ya casi no se hacían esfuerzos por perdonar a las mujeres su pecaminosa naturaleza. Al contrario, Pablo adopta la idea como parte del sistema oficial de valores de la Iglesia.

Con el fin de contrarrestar la imagen de Eva, nació el ideal de María. En el Ave María, la frase «llena eres de gracia» hace referencia a la doctrina de la Iglesia que la exime del pecado original. Otras mujeres no tuvieron tanta suerte. De hecho, se les negaba la gracia excepto a través de Jesús. Ni siquiera María estaba libre de toda sospecha. La Iglesia reconoció la festividad de la Inmaculada Concepción en el siglo xv, pero dejó claro que los católicos podían decidir personalmente si creían en la pureza de María o no. No fue hasta 1854 cuando un papa convirtió en dogma sagrado la Inmaculada Concepción. (Aclaremos un punto a menudo confuso: la Inmaculada Concepción no es lo mismo que el alumbramiento virginal. Lo primero se refiere a que María estaba libre de pecado, y lo segundo a la concepción de Cristo sin unión carnal.)

Por consiguiente, las mujeres cristianas están atrapadas entre Eva y María: vilipendiadas o idealizadas. Esta situación no permite mucho margen de maniobra. Pero desde el punto de vista racional las mujeres no son las hijas de Eva; su sexualidad no es pecaminosa; su proximidad a Dios es la misma que la de los hombres. Para alguien ajeno a la fe, todo esto resulta evidente. Pero la religión depende de una perspectiva del mundo que no es consecuente con la razón. El milagroso mundo de Jesús no es razonable, y un creyente devoto se vuelve inmune a los argumentos del mundo laico. Eva y María son diametralmente opuestas, pero el legado de ambas es sobrenatural. De no ser por una mujer, el mal no habría entrado en el mundo, pero tampoco la salvación milagrosa. La mujer es capaz del más abominable pecado y de la máxima expresión de pureza.

En este sentido los fundamentalistas se adelantan a muchos otros cristianos. Al tratarse de un movimiento protestante, el fundamentalismo ha abandonado la intercesión de la Virgen María y apenas dedica culto al santoral. Las mujeres predican con libertad en muchas sectas, y la tradición pentecostal permite que cualquiera, independientemente de su sexo, reciba el don de lenguas, un legado que se remonta al gnosticismo. No deja de resultar irónico que la rama más reaccionaria del cristianismo sea la más progresista en cuanto a los derechos de la mujer.

La guerra. La mezcla entre patriotismo y religión siempre ha resultado letal, pero es al mismo tiempo muy habitual. Jesús es quizá la figura que menos justifica una guerra en su nombre. La palabra «paz» aparece 344 veces en la Biblia, y para un pueblo flagelado por los conflictos como es el judío, cuya historia va inexorablemente ligada a la violencia que se ha ejercido en su contra, el Mesías fue un pacificador. En cambio, la palabra «guerra» aparece 231 veces en la Biblia, dejando aparte los sinónimos como «batalla» o «conflicto», pero ninguna en los cuatro Evangelios. (La palabra «guerra» aparece sobre todo en el Apocalipsis, que describe la guerra entre el bien y el mal, en la que participan los cuatro jinetes: Satanás, el arcángel Miguel, las huestes de ángeles y demonios, y el propio Cristo.)

Al predecir la llegada del Mesías, el profeta Isaías declara: «Lo dilatado de su imperio y la paz no tendrán límite sobre el trono de David y sobre su reino» (Isaías 9, 7). En los Salmos se ruega constantemente a Dios por la paz y, aunque el objetivo principal sea la paz política, también se hace referencia a la paz personal y universal. Cuando Jesús vino a traer la paz, su misión comenzó con los judíos pero se extendió de manera natural a todo el mundo.

La primera vez que Jesús utiliza la palabra «paz» es en la versión de Mateo del Sermón de la Montaña: «Bienaventurados los pacificadores porque serán llamados hijos de Dios» (Mateo 5, 9). En el siguiente libro del Evangelio, Jesús hace una declaración incendiaria y contradictoria: «No penséis que he venido a traer paz a la tierra; no he venido a traer paz, sino espada» (Mateo 10, 34); una afirmación inquietante a la luz de las ocasiones en que Jesús se llama a sí mismo «pacificador». La aclaran un poco sus alusiones a la agitación que sigue cuando la gente se ve expuesta a la verdad divina. Simbólicamente, la espada de Jesús podría ser la que provoca la agitación y la transformación de la vida interior de la gente. O quizá simplemente desconocemos el contexto en el que hablaba Jesús.

Todo el mundo, no solo los fundamentalistas, podría caer en la tentación fácil de asumir que Jesús apoyaría una «guerra buena», una que contase con el visto bueno de Dios. Las Escrituras contradicen este supesto. En ausencia de guerra, la paz queda constantemente resaltada. «Id en paz» o «Que la paz sea con vosotros» son frases mucho más representativas de Jesús. De las 23 veces que utiliza la palabra «paz» en los Evangelios, la mitad de las veces adopta esta forma. Cuando Jesús nació, los ángeles declararon la paz en la tierra y la buena voluntad entre los hombres. El concepto aparece principalmente en sus enseñanzas, junto con el término «amor», expuestas con suma claridad. Así, Jesús instruye a sus discípulos: «En cualquier casa donde entréis, primeramente decid: “Paz sea a esta casa”» (Lucas 10, 5). En el actual clima político de Estados Unidos se invoca regularmente a Dios para justificar la guerra contra el terrorismo islámico. La idea de que Dios apoya la guerra deriva de la beligerancia del Jehová del Antiguo Testamento, y me parece significativo lo poco que se invoca a Jesús en la lucha contra al-Qaida. Tal vez la dedicación del Mesías a la paz avergüenza al cristianismo moderno y por ello se prefiere invocar a Dios.

Mis pensamientos me llevan de nuevo a la sonriente joven licenciada por la facultad de derecho cristiana. En cierto momento dijo: «Creo en la verdad absoluta. No en una verdad gris o relativa. La verdad absoluta está donde está la palabra de Dios». ¿Es consciente de lo mucho que recuerda a la ideología de los yihadíes, para quienes la verdad es tan absoluta y de origen tan divino que se convierten gustosos en bombas suicidas? El mayor peligro de invocar a una deidad para hacer la guerra es que el otro bando está haciendo lo mismo. En cuanto la guerra se convierte en un choque entre absolutos, no queda espacio para la misericordia. La verdad absoluta es verdad ciega. Cuando ideologías rivales se enfrentan porque creen estar en posesión de la verdad, caen en la misma trampa: la guerra en nombre de Dios se aleja todo lo concebible de esa verdad. Las infernales condiciones de la guerra no pueden justificarse en términos espirituales.

Seamos sinceros. No es probable que los lectores de este libro sean cristianos fundamentalistas. Además, los defectos de la derecha religiosa han sido ampliamente aireados, así que ¿por qué repetirlos otra vez? Porque la crisis del cristianismo nos reta a actuar. Hace veinticinco años, muy pocos supieron ver que las fuerzas religiosas reaccionarias se volverían tan vociferantes y poderosas como son en la actualidad. Las divisiones sociales son hoy más amargas que nunca. Así las cosas, llevar a la práctica el mensaje de Jesús no podía ser más pertinente.

¿Qué haría Jesús? No me cabe la menor duda de que no trataría los asuntos morales de acuerdo a un código preestablecido o a la autoridad eclesial; no toleraría la presión social; no se apresuraría a situarse por encima de aquellos que son considerados pecadores. Los que hacen cualquiera de estas cosas no están motivados espiritualmente. Caen en la mayor bajeza de la naturaleza humana, la tendencia a condenar y castigar a todo el que sea diferente. Nosotros no podemos cambiar el comportamiento de la derecha religiosa, pero la reacción pasiva de los cristianos moderados y liberales, que sufren en silencio o sencillamente miran a otro lado, es contraproducente.

El crecimiento personal se alcanza actuando de acuerdo con la visión espiritual de cada uno. Si Jesús es nuestro modelo de grandeza espiritual, sus principios dibujan una senda que conduce a la acción:

Valor. Jesús fue valiente ante la adversidad. Dio por sentado que si se alzaba contra las malas acciones, se acercaría a Dios. Jesús engloba más de un arquetipo, pero su coraje le convierte en héroe. El héroe comienza siendo un hombre solo contra el mundo, pero acaba representando a un mundo nuevo. El enemigo del valor es el miedo, que se esconde tras numerosas máscaras. Uno puede tener miedo de ser diferente o de fracasar; puede tener la humillación o el ostracismo. Pero todos esos miedos no son más que reflejos de una única condición: la vida limitada. Los intolerantes pueden parecer valientes, pero, puesto que su lucha consiste en levantar murallas para dejar fuera a los demás, actúan siempre desde el miedo. Cuando comprendemos este hecho, el camino espiritual se abre. Descubrimos que un único objetivo—vencer al miedo— constituye el propósito principal de cualquier búsqueda. El valor renueva al ser por la superación de las limitaciones.

Decir la verdad. Como la verdad libera a la gente, Jesús usa la verdad como motor del cambio. Cuando dices la verdad, hablas a la verdad de los demás. Quizá los demás se oculten de su propia verdad, pero tú buscas liberarlos y durante el proceso fortaleces tu verdad. Aquí las palabras cruciales son «tu verdad», que es personal, relativa y nunca idéntica a la verdad absoluta de Dios. Pero afirmar que la verdad es relativa no equivale a decir que sea débil. Relativo hace referencia al hecho de que todos tenemos una perspectiva propia y somos incapaces de ver el mundo a través de los ojos de los demás.

Simpatía y tolerancia. En una sociedad dividida abundan las razones para no simpatizar con los demás. Son de sobra conocidas por todos. Nos sentimos seguros con los que son como nosotros, gente de mentalidad similar a la nuestra, que nos reafirma en la idea de que «nosotros» tenemos razón y «ellos» están equivocados. Cuesta ver la verdad: no es que usted y los que piensan como usted tengan razón, sino ocurre simplemente que están de acuerdo. Imagina a las personas cuyos valores colisionan frontalmente con los tuyos; ellos y los que son como ellos están igual de seguros que tú de tener razón.

No es fácil de asumir, pero nada es más importante. Dos bandos opuestos son equivalentes en el nivel del «Yo tengo razón y tú estás equivocado». Esa voz proveniente del ego es enemiga del crecimiento espiritual. El ego se niega a ceder su certeza, aislamiento, competitividad y antagonismo. Jesús comprendió el problema claramente, y su respuesta—una de las respuestas más consistentes que ofreció— consistió en observar el mundo desde el punto de vista de los más humildes, débiles y pobres.

Jesús enseñó la humildad no solo como antídoto contra el orgullo, sino como otra manera de hallar la libertad. El ego, con todos sus deseos, temores, ambiciones, gustos y aversiones, domina la existencia de cada uno, y en consecuencia casi nadie ve la verdad: que el ego es una pesada carga. Sus preocupaciones son interminables, sus ansiedades ineludibles. Sus triunfos, pasajeros, y su aislamiento, agobiante. Para que sus seguidores viesen claramente la verdad, Jesús quiso que experimentasen cómo sienta la impotencia, ser olvidado y desconocido. En otras palabras, ser el último. El ego no soporta ser el último, pues su meta principal es ser el primero.

Mientras escribo este libro, los fundamentalistas religiosos disfrutan de gran peso político; pese a conformar una minoría social, la derecha religiosa ha perseguido el poder con dedicación y disciplina. El esquema mental fundamentalista ve a los suyos marginados, oprimidos e incomprendi-dos. En un sentido que nada tiene que ver con la enseñanza de Jesús, los últimos son ahora los primeros. ¿Podemos simpatizar con esa visión? Por supuesto que sí; todos hemos experimentado suficientes fracasos y rechazos para saber qué se siente al ser el último. No se trata de juzgar a la derecha religiosa. Semejante comportamiento no solo no sería iluminado, además resultaría una estrategia contraproducente. El lema que guía a los fundamentalistas es «Mientras nos odiéis, no nos marcharemos».

¿Logrará la simpatía que abandonen? No, pero suavizará y con el tiempo acabará con su rigidez. Nada derriba murallas mejor que la aceptación. Al abrazar a los pobres y a los débiles, Jesús les redimió ante sus propios ojos. Aportó a sus vidas aquello que no eran capaces de crear por sí mismos: la sensación de valía. En cada fase de nuestro crecimiento espiritual, cada uno de nosotros puede realizar el mismo regalo. Podemos ver en los demás una valía mayor que la que ellos se reconocen.

Amor y perdón. La crisis actual tiñe estas palabras de un regusto amargo. La derecha religiosa se congratula de difundir el mensaje de amor de Jesús mientras practica la condena y la exclusión social. Es, sin duda, la mayor de las ironías, agravada además por la futilidad de recurrir al amor para cambiar dicha intolerancia. ¿Qué tiene de bueno tolerar a los intolerantes? Cuando los fundamentalistas comenzaron sus incursiones en los satisfechos y adormilados distritos de los luteranos, los metodistas y los episcopalianos, fueron recibidos con educada consternación. Cuando continuaron presionando, dejando claro que los homosexuales, el sacerdocio en las mujeres y el aborto resultaban intolerables para los «buenos cristianos», la consternación dio paso a la confusión. Los cristianos moderados trataron de encontrar puntos de coincidencia para alcanzar una serie de acuerdos mesurados, pero estas tácticas resultan infructuosas cuando la persona que se sienta al otro lado de la mesa de negociación se muestra inamovible.

Entonces, ¿qué queda por hacer? La paradoja del amor cristiano no es nueva, y la Iglesia ha incumplido una y otra vez el mandato de «amar al enemigo». Este fracaso la ha llevado a no hablar en contra de la guerra, la intolerancia y la estigmatización de las minorías sociales. Ya que ninguna autoridad superior lo hará por nosotros, nos corresponde a ti y a mí resolver el problema. El reto no es sencillo. Ni se reduce a una simple respuesta. Debemos confiar en nuestra capacidad para amar mientras crecemos espiritualmente. En los estados superiores de conciencia, el amor es poderoso. El cambio nacido de la falta de amor no soluciona nada. Dos personas que odian mutuamente sus respectivas opiniones son el reflejo de un mismo dilema; no importa si una de ellas es fundamentalista y la otra liberal. El amor es muchas cosas, pero dos destacan sobre las demás: la verdad y la experiencia. Jesús dijo que experimentando la verdad del amor crecemos más allá del no amor y de la no verdad.

A comienzos del siglo xxi, hay no amor y no verdad de sobra para todos. Tú y yo sabemos a quién no perdonamos en realidad y a quién fingimos tolerar. Sabemos qué se siente al ocultarse tras una máscara por razones sociales que poco tienen que ver con nuestros sentimientos más profundos. La espiritualidad consiste en alejarse de esos apuros. El alma ama y perdona automáticamente; ve más allá de las divisiones, por profundas que sean; no porta máscaras. Y el alma no es una meta lejana, sino un aspecto oculto del yo. Al final, todas las crisis son asuntos pasajeros. Los pormenores del debate en torno al aborto parecen extremadamente importantes en la actualidad; el hecho de si los bebés no bautizados iban al infierno era igual de importante hace tres o cuatro siglos.

Jesús enseñó que el momento es efímero. El que gane hoy perderá mañana y viceversa. El espacio que deja libre un problema resuelto lo ocupará inmediatamente otro problema nuevo. En un mundo en el que ganar y perder son los dos lados de la misma ilusión, existe una tercera vía. Aprovechemos la crisis de hoy para el crecimiento de mañana. Es de cristianos participar con amor. Cuando no te implicas, no experimentas tu yo auténtico; no percibes tu nivel de amor, tolerancia y perdón, así como tu verdadero nivel de prejuicios e intolerancia. Los conflictos externos sirven a este propósito—y solo a este— en el sendero espiritual. Reflejan el estado de conflicto interno que necesita ser sanado, y de este modo descubrimos cuánta distancia nos separa de nuestra alma.

Ahora somos capaces de observar el cisma del cristianismo no como otra cansina batalla política ni como una competición entre el bien y el mal. Se trata más bien de un drama proyectado desde el mundo interior hacia el exterior. Tú y yo nos inmiscuimos en el drama porque también es nuestro. Teníamos que implicarnos como parte de nuestro contrato espiritual. El opresor y la víctima, el malhechor y el agredido, el débil y el poderoso, todos ellos existen en mí. Soy incapaz de resolver cada división, pero al nivel del alma he resuelto las que necesito para seguir avanzando por el momento en mi camino. ¿Qué haría Jesús en mi caso? Continuaría recorriendo el camino. Manifestaría todo el valor, la verdad, la simpatía y el amor de que disponía. No fingiría ser lo que no es. El Hijo del Hombre se mostró más humano cuando reflejó los conflictos cotidianos, un plano de existencia que conoció íntimamente incluso cuando se elevaba por encima de él. Tu objetivo y el mío no es imitar a Jesús. Es formar parte de él o, como él mismo dijo, vivir en él. Podemos hacerlo al nivel de la conciencia pasando a formar parte del interminable proceso que convierte la separación en unidad. Nuestra vida pertenece a ese proceso tanto como la vida del Mesías.