III

Al son del arado

Al brillo de la lumbre mañanera

Que baja de la paz de las alturas,

Flota sobre mis índicas llanuras

El canto de la alegre sementera.

— Vamos, José, — me dice la hechicera

Voz que tiene más ritmos y frescuras

Que el arroyo que cubre de verduras

Olorosas el cerro y la pradera.

Juntos, bajo las ramas del florido

Aromo que perfuma á los que amamos,

De la alondra el vibrante y encendido

Credo al sol reverentes escuchamos,

Y ante la cruz, que vela á los que han sido,

Nuestra plegaria matinal rezamos.

Ágil, después, los surcos paralelos

La enlutada sonriéndome inspecciona,

Y sus trenzas negrísimas corona

De oro la luz que corre por los cielos.

Sobre el campo, que fué de mis abuelos,

La simiente, vertida en la besona,

De la cosecha que pasó pregona

Los fecundos y próvidos desvelos.

Nos dice: — Premiaré vuestras fatigas

Con enceradas y óptimas espigas;

¡ Salve al trabajo varonil y hermoso! —

Y el arador responde á este bendito

Anuncio de victoria, con su grito

De:—¡ Anda, Teniente! ¡ Apúrate, Barroso!—

Es mucha de mi madre la belleza

Y es mucha del terrón la lozanía;

El terrón es el brío y la alegría,

Mi madre es la bondad y la nobleza.

De la luz del naciente la pureza

Fulge en los ojos de la madre mía;

Y es del terrón la incásica energía

Sacro raudal de gloria y de riqueza.

Al compás de la estrofa del arado,

Que sus viriles ritmos acentúa,

Parece que en el áger perfumado

Y en aquella mujer se perpetúa

Toda la excelsitud de lo pasado,

Lo mejor de lo godo y lo charrúa.

De la cerúlea lumbre bajo el lloro,

Que la besona varonil caldea,

La simiente magnífica se arquea

Con centelleos de abanico de oro.

Sobre el surco se extiende su tesoro

Para hundirse en las zanjas, que orillea

El mullido terrón y en que aletea

Más de un insecto de zumbar sonoro.

Yo, como un cardenal enamorado

Del aire y de la luz, tras el arado

Me gozo en perseguir á las semillas;

Ellas huyen, del surco codiciosas,

Y mis dedos dibujan mariposas

Que el sol viste de gasas amarillas.

Con el timón rayando los caminos

Y la curva mancera levantada,

El arado nos dice su trovada

Bajo la luz de flecos purpurinos.

Silba feliz el tordo en los espinos,

Arrulla la torcaz en la cañada

Y la angélica voz de la enlutada

Endulza los trabajos campesinos.

Hay más perfumes en el limpio ambiente,

La reja del arado es más brillante,

Reluce más dorada la simiente,

El resoplo del buey es más pujante

Y el yugo menos yugo, si se siente

Rodar las perlas de la voz cantante.

De las coyundas el crugir pausado,

El suave hundirse de las anchas rejas,

De los terrones húmedos las quejas

Al penetrar los filos del arado;

El surco, que fecunda el inflamado

Golfo de olas cegantes y bermejas,

Todo lo inmenso de las cosas viejas

Que enterró en sus negruras mi pasado;

Renace con imperio en mi memoria

Sonando á excelsitud, como una gloria

Que en mis canciones perpetuarse pide,

Y os juro que salvara del olvido

Los días más hermosos que he vivido

Si tuviese el pincel de Larravide.

Así á la luz divina del brasero

Que todo lo apurpura y lo caldea,

Y en tanto la picana aguijonea

A Remolón, á Rubio y á Casero,

El rejal hunde su gastado acero,

El surco traza y sobre el surco ondea

Algún mixto que trova y que parlea

Entre el terruño gris y el sol de Enero.

La luz, la nube, el buey y la picana,

Tu pasto puna convirtiendo en trigo,

Pregonan que el arcángel del mañana

Dirige tu labor y está contigo,

¡ Oh jardín de la tierra americana!

¡ Oh madre y numen que amo y que bendigo!

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