Al son del arado
Al brillo de la lumbre mañanera
Que baja de la paz de las alturas,
Flota sobre mis índicas llanuras
El canto de la alegre sementera.
— Vamos, José, — me dice la hechicera
Voz que tiene más ritmos y frescuras
Que el arroyo que cubre de verduras
Olorosas el cerro y la pradera.
Juntos, bajo las ramas del florido
Aromo que perfuma á los que amamos,
De la alondra el vibrante y encendido
Credo al sol reverentes escuchamos,
Y ante la cruz, que vela á los que han sido,
Nuestra plegaria matinal rezamos.
Ágil, después, los surcos paralelos
La enlutada sonriéndome inspecciona,
Y sus trenzas negrísimas corona
De oro la luz que corre por los cielos.
Sobre el campo, que fué de mis abuelos,
La simiente, vertida en la besona,
De la cosecha que pasó pregona
Los fecundos y próvidos desvelos.
Nos dice: — Premiaré vuestras fatigas
Con enceradas y óptimas espigas;
¡ Salve al trabajo varonil y hermoso! —
Y el arador responde á este bendito
Anuncio de victoria, con su grito
De:—¡ Anda, Teniente! ¡ Apúrate, Barroso!—
Es mucha de mi madre la belleza
Y es mucha del terrón la lozanía;
El terrón es el brío y la alegría,
Mi madre es la bondad y la nobleza.
De la luz del naciente la pureza
Fulge en los ojos de la madre mía;
Y es del terrón la incásica energía
Sacro raudal de gloria y de riqueza.
Al compás de la estrofa del arado,
Que sus viriles ritmos acentúa,
Parece que en el áger perfumado
Y en aquella mujer se perpetúa
Toda la excelsitud de lo pasado,
Lo mejor de lo godo y lo charrúa.
De la cerúlea lumbre bajo el lloro,
Que la besona varonil caldea,
La simiente magnífica se arquea
Con centelleos de abanico de oro.
Sobre el surco se extiende su tesoro
Para hundirse en las zanjas, que orillea
El mullido terrón y en que aletea
Más de un insecto de zumbar sonoro.
Yo, como un cardenal enamorado
Del aire y de la luz, tras el arado
Me gozo en perseguir á las semillas;
Ellas huyen, del surco codiciosas,
Y mis dedos dibujan mariposas
Que el sol viste de gasas amarillas.
Con el timón rayando los caminos
Y la curva mancera levantada,
El arado nos dice su trovada
Bajo la luz de flecos purpurinos.
Silba feliz el tordo en los espinos,
Arrulla la torcaz en la cañada
Y la angélica voz de la enlutada
Endulza los trabajos campesinos.
Hay más perfumes en el limpio ambiente,
La reja del arado es más brillante,
Reluce más dorada la simiente,
El resoplo del buey es más pujante
Y el yugo menos yugo, si se siente
Rodar las perlas de la voz cantante.
De las coyundas el crugir pausado,
El suave hundirse de las anchas rejas,
De los terrones húmedos las quejas
Al penetrar los filos del arado;
El surco, que fecunda el inflamado
Golfo de olas cegantes y bermejas,
Todo lo inmenso de las cosas viejas
Que enterró en sus negruras mi pasado;
Renace con imperio en mi memoria
Sonando á excelsitud, como una gloria
Que en mis canciones perpetuarse pide,
Y os juro que salvara del olvido
Los días más hermosos que he vivido
Si tuviese el pincel de Larravide.
Así á la luz divina del brasero
Que todo lo apurpura y lo caldea,
Y en tanto la picana aguijonea
A Remolón, á Rubio y á Casero,
El rejal hunde su gastado acero,
El surco traza y sobre el surco ondea
Algún mixto que trova y que parlea
Entre el terruño gris y el sol de Enero.
La luz, la nube, el buey y la picana,
Tu pasto puna convirtiendo en trigo,
Pregonan que el arcángel del mañana
Dirige tu labor y está contigo,
¡ Oh jardín de la tierra americana!
¡ Oh madre y numen que amo y que bendigo!
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