Idilio rojo
¿ Acaso, en los verdores
Del trebolar en flor, no existe el drama?
¿ Acaso no hay ensueños y dolores
En los sotos y alcores
Que se tapizan de olorosa grama?
¿ Acaso, en la llanura,
Todo es paz y riqueza y alegría?
¿ Acaso, en la selvática espesura,
No hay gritos de agonía
Y silencios preñados de amargura?
Doquiera que giremos,
Los que en el valle terrenal vivimos,
Siempre con el dolor tropezaremos;
Entre lloros nacemos
Y llorando, al morir, nos despedimos.
No libran á la entraña
Del garfio del dolor, que la destroza,
Ni la gruta que se hunde en la montaña,
Ni la agreste espadaña
En donde el silfo vesperal solloza.
Siempre el fuego del día
Y las luces nocturnas, — en la urbana
Confusión y en la rústica alquería, —
Se ciernen, musa mía,
Sobre la inmensa pesadumbre humana.
Pasando los trigales,
Pasando de los ceibos los verdores,
Pasando los bravíos pajonales,
Aun sus duros puñales
Esgrimen y empurpuran los dolores.
El linde de la estancia
Es el dorso de un cerro, que perfuma
Algún tembetarí con su fragancia
Y muestra, á la distancia,
De dos torrentes la hervidora espuma.
Con blancuzcos florones
El mato secular le festonea,
Sobre sus chircas el halcón rondea
Y en todos sus rincones
Hay un buho y un áspid culebrea.
El frío y la neblina
Descienden del cubil hosco y salvaje,
No bien se azula el matinal celaje
O el tramonto declina
Sonrosando las copas del ramaje.
En la ruda maleza
Del chircal, por los flancos extendido,
Todo es sombra, pavor, garra y zumbido;
¡ Allí de la tristeza
Se mece, al soplo del pampero, el nido!
En aquellos rugosos
Breños y riscos, que el chircal alfombra,
El fulgor de los astros más hermosos
No platea los fosos
En que hilan las arañas de la sombra.
Vencen á las arañas
Unos tembetaríes muy entecos,
Que nutren mal del monte las entrañas,
Y un mundo de alimañas
Infecta del peñón los recovecos.
Bajan, después, al llano
Más confusos y espesos los varales,
Hasta llegar al borde de un pantano
Que no seca el verano
Ni endurecen los fríos invernales.
La cerril espesura,
Que el peñón con sus varas festonea
Y sus matos esparce en la llanura,
Gruñe, oprime, tortura,
Sofoca, amarra, pincha y latiguea.
Ante la marejada
Crespa y rojiza del verdor siniestro,
Se detiene con susto la venada
Y bufa el potro nuestro,
Que es de gran corazón y corta alzada.
Cuando el pampero agita
Con titánicos puños los varales,
El duro tacuaral tiembla, se irrita,
Se encorva, salta y grita
El redoble feroz de sus timbales.
Aquella red obscura,
Que no rompe la luz de las estrellas,
A entreabrir sus marañas se apresura
Cuando hiende la altura
El rojo culebrón de las centellas.
Si el monte y el barranco
Diciembre alegra con sus tintas claras,
Del cerro adornan el rugoso flanco
Lo purpúreo y lo blanco
De los tembetarís y las tacuaras;
Pero los hila el huso
De la bruja que impera en los breñales,
Poniendo en las guirnaldas lo confuso
Y montaraz que puso
En el triste verdor de los chircales.
Si la luz del verano
Lo muy zahareño de la red bravía
Teñir y embellecer procura en vano,
El viscoso pantano
Más lúgubre pardea todavía.
Veis, más allá, biguaes,
Regias garzas, gramíneas con zumbidos,
Sarandíes de troncos retorcidos
Y altos caraguataes
De hojas con dientes por el sol bruñidos.
A la luz de Febrero
Son un naciente las garceras alas;
Copian su tinte el cáliz del guindcro,
Y el clavel serranero
Sobre el negruzco tronco de los talas,
Pero afirmo que en vano
Lucen allí sus oros y corales
Las ninfas de las albas del verano;
¡ Siempre infecta el pantano
Y siempre son abruptos los varales!
Sólo un rancho negrea
De aquella soledad en los pavores;
Sólo el humo de un rancho se cimbrea
Sobre la gigantea
Red de pinzas, de miasmas y verdores.
Tras aquella negrura,
A trozos por la luz santificada,
Escondieron la hiel de su amargura
La esquilma figura
Y el roto corazón de Juan Terrada.
Antes era un campero
De francos ojos y de instintos nobles;
Alegre, guitarrero,
Hábil agricultor y medianero
De mi estancia, la estancia de los Robles.
En un valle, que enflora
No lejos de la cúspide bravía,
Otro hogar tuvo que miró á la aurora
Y en que un ave cantora
Con sus dulces endechas le mecía.
Con muy probos empeños,
Por una gran ternura embellecidos,
Cultivó los naranjos esquilmeños
Que aromaban sus sueños
Cubriéndose de flores y de nidos.
La luz de la alborada
Hallóle con su yunta en los trigales,
Hallóle con su bayo en la majada
Y hallóle con la azada
Para trocar en viñas los chircales.
A la lumbre serena
De nuestras noches, que el amor predican,
Juntó á los rasos de una faz morena
Su boca, siempre llena
De dichos que cual crótalos repican.
Era dulce y hermosa
Aquella santa de los labios rojos,
La de las carnes con perfume á rosa,
La venadita airosa
Con mucho sol en los obscuros ojos.
Era luz de alegría
Aquella morenez, pura y creyente,
Cuando otra morenez en la surgente
De sus senos bebía
El néctar de los lirios del naciente.
Una tarde dorada,
En que ella del chircal tentó el enredo,
Volvió convulsa, lívida, angustiada
Y le dijo á Terrada:
— ¿ Por qué me dejas sola? ¡ Tengo miedo! —
Juan pregunta y extraña
Su pánico febril. Mas temblorosa
Gime sin responder. La mariposa,
Que aprisionó la araña,
Debe temblar como temblaba Rosa.
Él insiste. Ella, muda,
Rompe á llorar de miedo y de tristeza.
— ¿ Te insultaron? — le grita con voz ruda.
La mujer sufre, duda
Y responde que no con la cabeza.
Después, viendo en sus ojos
Una explosión de ardientes bizarrías,
Cierra sus labios con sus labios rojos
Y dice, entre sonrojos:
— Tranquilízate, Juan; ¡ son cosas mías!—
La lumbre de la luna
Desvanece sospechas y temores,
Nevando sobre el lienzo de la cuna
Donde aroma la bruna
E idolatrada flor de sus amores.
Reviven jubilosas
Las ansias del querer, siempre benditas,
Y zumban, como azules mariposas,
Los besos en las rosas
De aquellas dos sedeñas manecitas.
Una tarde, volviendo
Al jardín amoroso y bien querido,
Juan se detiene, con furor rugiendo,
Desde la puerta viendo
El trágico desorden de su nido.
Todo, ante el desgraciado,
De los desastres el pendón tremola:
El mastín, junto al lecho, degollado;
El lecho ensangrentado;
La pobre cuna derribada y sola.
Con estridente risa
Llora el dolor que le desgarra el pecho:
¡ También han degollado á su gurisa!
¡ Y ríe! ¡ Se precisa
Calma para que purguen lo que han hecho!
A la gurisa toma
En sus hercúleos brazos; una dura
Perla á sus ojos sin rodar asoma;
Y pone en la paloma
Un beso inacabable de ternura.
Y vagó, como fiera
Que sacude la frente enmelenada,
Por el varal. Y hallóle la alborada
Sobre la traicionera
Viscosidad de matos circundada.
Y la nocturna sombra
Sintió aullar, como lobos, sus rencores;
Que hasta al reptil conmueven los clamores
Trágicos con que nombra
Del seco edén á las marchitas flores.
El tacuaral husmea,
Como sabueso, su hambre de venganza;
Muerde sus puños, gime, titubea
Y es tigra sofoclea,
Si presume que logra, su esperanza.
¡ Nada encontró! La aurora,
Al buscarle clemente por el llano,
Aún vió sus garras de jaguar indiano
Hundirse en la traidora
Y húmeda podredumbre del pantano.
¡ Nada encontró! ¡ Nervudo
Gastó sus días y gastó sus noches
En el rebusque rencoroso y rudo:
Dos veces mirar pudo
Cubrirse al matorral de hojas y broches.
Pero Juan no veía,
La sombra de la muerta le cegaba,
La imagen de su amor le enloquecía,
En los matos se hundía
Y el cuchillo en sus troncos afilaba.
Se quedó allí, demente,
Como un espectro lúgubre y errante,
Con dos nombres clavados en la frente
Y era tal su semblante
Que huía, de sus ojos, la serpiente.
Una tarde encontróla.
Bajaba por los varos. La blancura
De las flores el sol besa y aureola.
Bajaba riendo, sola
Y en añicos la inútil vestidura.
Bajaba envejecida,
Horrible, innoble del poniente al brillo;
Él dió un salto de fiera enfurecida
Y en aquel seno, que enfangó la vida,
Hasta la cruz le sepultó el cuchillo
Subió por los varales
Con la muerta, á las luces del tramonto;
Encendieron los tucos sus fanales
En la cumbre, y de pronto
Empezaron á arder los matorrales.
¡ Crujiendo empurpurada,
Torciéndose rugiente y espantosa
Sobre áspides y fieras, la encrespada
Urdimbre de verduras vió á Terrada
Subir, envuelto en luz, llevando á Rosa!
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