IV

Idilio rojo

I

¿ Acaso, en los verdores

Del trebolar en flor, no existe el drama?

¿ Acaso no hay ensueños y dolores

En los sotos y alcores

Que se tapizan de olorosa grama?

¿ Acaso, en la llanura,

Todo es paz y riqueza y alegría?

¿ Acaso, en la selvática espesura,

No hay gritos de agonía

Y silencios preñados de amargura?

Doquiera que giremos,

Los que en el valle terrenal vivimos,

Siempre con el dolor tropezaremos;

Entre lloros nacemos

Y llorando, al morir, nos despedimos.

No libran á la entraña

Del garfio del dolor, que la destroza,

Ni la gruta que se hunde en la montaña,

Ni la agreste espadaña

En donde el silfo vesperal solloza.

Siempre el fuego del día

Y las luces nocturnas, — en la urbana

Confusión y en la rústica alquería, —

Se ciernen, musa mía,

Sobre la inmensa pesadumbre humana.

Pasando los trigales,

Pasando de los ceibos los verdores,

Pasando los bravíos pajonales,

Aun sus duros puñales

Esgrimen y empurpuran los dolores.

El linde de la estancia

Es el dorso de un cerro, que perfuma

Algún tembetarí con su fragancia

Y muestra, á la distancia,

De dos torrentes la hervidora espuma.

Con blancuzcos florones

El mato secular le festonea,

Sobre sus chircas el halcón rondea

Y en todos sus rincones

Hay un buho y un áspid culebrea.

El frío y la neblina

Descienden del cubil hosco y salvaje,

No bien se azula el matinal celaje

O el tramonto declina

Sonrosando las copas del ramaje.

En la ruda maleza

Del chircal, por los flancos extendido,

Todo es sombra, pavor, garra y zumbido;

¡ Allí de la tristeza

Se mece, al soplo del pampero, el nido!

En aquellos rugosos

Breños y riscos, que el chircal alfombra,

El fulgor de los astros más hermosos

No platea los fosos

En que hilan las arañas de la sombra.

Vencen á las arañas

Unos tembetaríes muy entecos,

Que nutren mal del monte las entrañas,

Y un mundo de alimañas

Infecta del peñón los recovecos.

Bajan, después, al llano

Más confusos y espesos los varales,

Hasta llegar al borde de un pantano

Que no seca el verano

Ni endurecen los fríos invernales.

La cerril espesura,

Que el peñón con sus varas festonea

Y sus matos esparce en la llanura,

Gruñe, oprime, tortura,

Sofoca, amarra, pincha y latiguea.

Ante la marejada

Crespa y rojiza del verdor siniestro,

Se detiene con susto la venada

Y bufa el potro nuestro,

Que es de gran corazón y corta alzada.

Cuando el pampero agita

Con titánicos puños los varales,

El duro tacuaral tiembla, se irrita,

Se encorva, salta y grita

El redoble feroz de sus timbales.

Aquella red obscura,

Que no rompe la luz de las estrellas,

A entreabrir sus marañas se apresura

Cuando hiende la altura

El rojo culebrón de las centellas.

Si el monte y el barranco

Diciembre alegra con sus tintas claras,

Del cerro adornan el rugoso flanco

Lo purpúreo y lo blanco

De los tembetarís y las tacuaras;

Pero los hila el huso

De la bruja que impera en los breñales,

Poniendo en las guirnaldas lo confuso

Y montaraz que puso

En el triste verdor de los chircales.

Si la luz del verano

Lo muy zahareño de la red bravía

Teñir y embellecer procura en vano,

El viscoso pantano

Más lúgubre pardea todavía.

Veis, más allá, biguaes,

Regias garzas, gramíneas con zumbidos,

Sarandíes de troncos retorcidos

Y altos caraguataes

De hojas con dientes por el sol bruñidos.

A la luz de Febrero

Son un naciente las garceras alas;

Copian su tinte el cáliz del guindcro,

Y el clavel serranero

Sobre el negruzco tronco de los talas,

Pero afirmo que en vano

Lucen allí sus oros y corales

Las ninfas de las albas del verano;

¡ Siempre infecta el pantano

Y siempre son abruptos los varales!

II

Sólo un rancho negrea

De aquella soledad en los pavores;

Sólo el humo de un rancho se cimbrea

Sobre la gigantea

Red de pinzas, de miasmas y verdores.

Tras aquella negrura,

A trozos por la luz santificada,

Escondieron la hiel de su amargura

La esquilma figura

Y el roto corazón de Juan Terrada.

Antes era un campero

De francos ojos y de instintos nobles;

Alegre, guitarrero,

Hábil agricultor y medianero

De mi estancia, la estancia de los Robles.

En un valle, que enflora

No lejos de la cúspide bravía,

Otro hogar tuvo que miró á la aurora

Y en que un ave cantora

Con sus dulces endechas le mecía.

Con muy probos empeños,

Por una gran ternura embellecidos,

Cultivó los naranjos esquilmeños

Que aromaban sus sueños

Cubriéndose de flores y de nidos.

La luz de la alborada

Hallóle con su yunta en los trigales,

Hallóle con su bayo en la majada

Y hallóle con la azada

Para trocar en viñas los chircales.

A la lumbre serena

De nuestras noches, que el amor predican,

Juntó á los rasos de una faz morena

Su boca, siempre llena

De dichos que cual crótalos repican.

Era dulce y hermosa

Aquella santa de los labios rojos,

La de las carnes con perfume á rosa,

La venadita airosa

Con mucho sol en los obscuros ojos.

Era luz de alegría

Aquella morenez, pura y creyente,

Cuando otra morenez en la surgente

De sus senos bebía

El néctar de los lirios del naciente.

Una tarde dorada,

En que ella del chircal tentó el enredo,

Volvió convulsa, lívida, angustiada

Y le dijo á Terrada:

— ¿ Por qué me dejas sola? ¡ Tengo miedo! —

Juan pregunta y extraña

Su pánico febril. Mas temblorosa

Gime sin responder. La mariposa,

Que aprisionó la araña,

Debe temblar como temblaba Rosa.

Él insiste. Ella, muda,

Rompe á llorar de miedo y de tristeza.

— ¿ Te insultaron? — le grita con voz ruda.

La mujer sufre, duda

Y responde que no con la cabeza.

Después, viendo en sus ojos

Una explosión de ardientes bizarrías,

Cierra sus labios con sus labios rojos

Y dice, entre sonrojos:

— Tranquilízate, Juan; ¡ son cosas mías!—

La lumbre de la luna

Desvanece sospechas y temores,

Nevando sobre el lienzo de la cuna

Donde aroma la bruna

E idolatrada flor de sus amores.

Reviven jubilosas

Las ansias del querer, siempre benditas,

Y zumban, como azules mariposas,

Los besos en las rosas

De aquellas dos sedeñas manecitas.

Una tarde, volviendo

Al jardín amoroso y bien querido,

Juan se detiene, con furor rugiendo,

Desde la puerta viendo

El trágico desorden de su nido.

Todo, ante el desgraciado,

De los desastres el pendón tremola:

El mastín, junto al lecho, degollado;

El lecho ensangrentado;

La pobre cuna derribada y sola.

Con estridente risa

Llora el dolor que le desgarra el pecho:

¡ También han degollado á su gurisa!

¡ Y ríe! ¡ Se precisa

Calma para que purguen lo que han hecho!

A la gurisa toma

En sus hercúleos brazos; una dura

Perla á sus ojos sin rodar asoma;

Y pone en la paloma

Un beso inacabable de ternura.

Y vagó, como fiera

Que sacude la frente enmelenada,

Por el varal. Y hallóle la alborada

Sobre la traicionera

Viscosidad de matos circundada.

Y la nocturna sombra

Sintió aullar, como lobos, sus rencores;

Que hasta al reptil conmueven los clamores

Trágicos con que nombra

Del seco edén á las marchitas flores.

El tacuaral husmea,

Como sabueso, su hambre de venganza;

Muerde sus puños, gime, titubea

Y es tigra sofoclea,

Si presume que logra, su esperanza.

¡ Nada encontró! La aurora,

Al buscarle clemente por el llano,

Aún vió sus garras de jaguar indiano

Hundirse en la traidora

Y húmeda podredumbre del pantano.

¡ Nada encontró! ¡ Nervudo

Gastó sus días y gastó sus noches

En el rebusque rencoroso y rudo:

Dos veces mirar pudo

Cubrirse al matorral de hojas y broches.

Pero Juan no veía,

La sombra de la muerta le cegaba,

La imagen de su amor le enloquecía,

En los matos se hundía

Y el cuchillo en sus troncos afilaba.

Se quedó allí, demente,

Como un espectro lúgubre y errante,

Con dos nombres clavados en la frente

Y era tal su semblante

Que huía, de sus ojos, la serpiente.

Una tarde encontróla.

Bajaba por los varos. La blancura

De las flores el sol besa y aureola.

Bajaba riendo, sola

Y en añicos la inútil vestidura.

Bajaba envejecida,

Horrible, innoble del poniente al brillo;

Él dió un salto de fiera enfurecida

Y en aquel seno, que enfangó la vida,

Hasta la cruz le sepultó el cuchillo

Subió por los varales

Con la muerta, á las luces del tramonto;

Encendieron los tucos sus fanales

En la cumbre, y de pronto

Empezaron á arder los matorrales.

¡ Crujiendo empurpurada,

Torciéndose rugiente y espantosa

Sobre áspides y fieras, la encrespada

Urdimbre de verduras vió á Terrada

Subir, envuelto en luz, llevando á Rosa!

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