Tristan se despertó al amanecer, miró a la mujer dormida a su lado y sintió un miedo sobrecogedor.
Tenía que escapar.
Se vistió rápidamente y, en silencio, salió de la habitación perseguido por sus fantasmas. Erin daba demasiado y él había tomado todo lo que ella le había ofrecido.
Esa noche también había tenido una pesadilla; la misma de siempre, aunque esta vez no se había despertado bañado en sudor. Y, gracias a Erin, se había vuelto a dormir, lo sabía instintivamente, aunque no lo recordara.
No, no estaba enamorado. No podía estarlo. Él no se enamoraría jamás.
Pero sabía que se estaba engañando a sí mismo.
Al despertar, Erin se encontró sola en la cama de la habitación de Tristan. Se quedó mirando al techo, entre agradecida y dolida por estar sola. La noche con Tristan había sido más de lo que había soñado, la experiencia más intensa de su vida.
Por fin, se levantó y mientras se debatía entre darse una ducha allí o hacerlo en su habitación, Tristan entró por la puerta y la encontró ahí en medio completamente desnuda.
–Ah, has vuelto –dijo Erin con súbita timidez. Lo que era extraño, dadas las libertades que Tristan se había tomado con ella durante la noche.
–Pues… sí –Tristan cerró la puerta con cuidado y dejó una bolsa de panadería encima de la mesa.
–Estaba a punto de…
–He ido a por…
Los dos hablaron y callaron al mismo tiempo.
–No era mi intención… –Tristan la miró– interrumpir lo que estuvieras haciendo.
–Una ducha –dijo ella apresuradamente.
–Sí, ahí está.
–Sí, ya, gracias. Bueno, entonces… voy a darme una ducha.
En el momento en que Erin cerró la puerta del baño, Tristan lanzó una maldición y se pasó la mano por el cabello. No era un adolescente. Tenía treinta años. No era la primera vez que se despertaba con una mujer en la cama.
Mientras Erin se duchaba, él hizo la cama y metió sus cosas en la bolsa de viaje, que dejó al lado de la puerta. A continuación preparó el café.
Erin salió del cuarto de baño, guapísima con el vestido azul arrugado. Le miró y le sonrió, lo que era bueno y malo. Parecía más tranquila; sin embargo, él estaba más nervioso.
–¿Te apetece un zumo?
–¿Del frigorífico de la habitación?
–No, de la panadería. ¿Un bollo para desayunar?
Erin miró la bolsa de la panadería y luego a él.
–¿Quieres alimentarme?
–No.
Erin sonrió traviesamente.
–¿Has preparado café?
–Sí, pero no te he puesto ni leche ni azúcar. ¿Cómo te gusta?
–Con leche y sin azúcar –respondió Erin.
Con los cafés y los bollos en la mesa, se sentaron a desayunar.
–Verás… creo que necesitamos hablar de cosas sin importancia hoy por la mañana –declaró ella después de un sorbo de café.
–El silencio no está mal –comentó Tristan–. El silencio es bueno.
–No –Erin clavó los ojos en los suyos–. Lo que necesitamos es hablar de cosas sin importancia, Tristan. Al menos, eso es lo que creo que quieres.
Lo era. Si lo conseguían o no estaba por ver.
–¿Sabías que Inverell tiene un museo de coches antiguos?
–Eso no es algo sin importancia –declaró él indignado–, es importante.
–Mmm. Está abierto desde las nueve de la mañana. ¿Cuándo quieres que nos pongamos en camino hacia Sídney?
–¿Cuándo quieres tú que salgamos?
–Es un trayecto de ocho horas si vamos directos –dijo Erin–. Si saliésemos al mediodía aún llegaríamos a buena hora. Vamos, si te parece bien.
–O si te parece bien a ti –dijo él.
–Mmmm –Erin le pasó un vaso de zumo de naranja–. Salud.
–A ver, ¿qué te parece si vamos al museo de coches y luego nos pasamos por la tienda de la señora Wallace antes de ponernos en camino para Sídney?
–¿Para qué vamos a ir a ver a la señora Wallace?
Tristan se frotó la nuca. Aunque no fuera asunto suyo, no podía dejar que Roger siguiera robándole a esa mujer.
–Podría hablar con ella y aconsejarle respecto a cómo proteger sus zafiros. Con que pusiera una cámara de seguridad en la tienda puede que fuese suficiente.
–O diciéndole que se buscara a otra persona que le limpiara el acuario.
–Sí, esto también. La cuestión es dejarle claro que tiene distintas opciones.
–Me gusta la idea.
La sonrisa de Erin le llegó al alma. Le volvió loco. No quería que eso le ocurriera, no lo necesitaba. No obstante, se preguntó qué tenía Erin que la hacía tan diferente de las otras mujeres a las que había conocido.
–Bueno, voy a darme una ducha.
–Y yo voy a ir a hacer el equipaje.
Erin se acabó el café, agarró las sandalias y se dirigió a la puerta. Tras dar unos pasos se detuvo y le miró.
–Tengo ganas de darte un beso –declaró ella con solemnidad–. Uno de esos besos rápidos de agradecimiento por… la pasada noche. Me gustaría darte ese tipo de beso… si no te molestara.
–Erin…
Pero ella había reanudado sus pasos y ya estaba saliendo por la puerta.
A Erin no le importó dar una vuelta por el museo de coches antiguos, había más cosas que mirar además de coches, como viejos surtidores de gasolina y letreros con nombres de tiendas. Y muñecas de porcelana.
Y Tristan.
Le encantaba ver a Tristan ilusionado como un niño. Bromearía con él mucho más si le perteneciera.
¡No! Tenía que dejar de pensar en lo que haría si Tristan fuera suyo. No lo era. No quería serlo. Y mejor así, porque no quería vivir con un hombre como Tristan. No quería un hombre que no pudiera hablarle de su trabajo, que sufriera sin que ella pudiera impedirlo, dedicado en cuerpo y alma a cumplir con su deber.
Salieron del museo a las diez y media. Eran casi las once cuando aparcaron el coche delante del negocio de la señora Wal.
–¿Qué vas a hacer si la señora Wal no está en la tienda? –preguntó Erin.
–Buscarla o esperar en el coche.
–Te acompaño.
–No.
–Lo primero que dices siempre es no –protestó Erin al salir del coche–. Pues si no quieres que vaya, vas a tener que atarme al coche, cosa que no me molestaría en absoluto si las circunstancias lo permitieran; de lo contrario, vas a tener que dejarme que vaya contigo. Te prometo que no diré nada…
–¡Quédate en el coche!
–No voy a quedarme al margen, Tristan. Esto no es una investigación oficial y lo sabes perfectamente. Se trata de que los dos queremos ayudar a una mujer que tiene un problema con un empleado, nada más.
Tristan le lanzó una mirada fulminante, pero ella no cedió. Con las manos en las caderas, le retó con los ojos antes de decidir ignorarle y ponerse en camino hacia la tienda.
Tristan la alcanzó delante de la puerta. La adelantó para abrir y le cedió el paso.
–Uno de estos días te voy a atar al coche de verdad –murmuró él.
–Muérdeme.
–Eso después –dijo Tristan, decidido a cumplir la amenaza.
Erin agrandó los ojos y la sonrisa que le lanzó fue mortal.
–¿Me lo prometes?
–Vamos, concéntrate en el trabajo. Quizá así consiga concentrarme yo también.
–Perdona –dijo Erin. Y, al mirar a través del cristal, añadió–: Mira, estamos de suerte, la señora Wal está en la tienda.
–Debe estar preguntándose qué hacemos aquí otra vez –murmuró él al tiempo que abría la puerta y entraba detrás de Erin.
–¡Oh, no! –exclamó la señora Wal con una sonrisa que no le llegó a los ojos–. Me parece que va a ser uno de esos horribles días, lo presiento. Ha cambiado de parecer y ya no quiere los zafiros, ¿verdad?
–No, no es eso en absoluto –respondió Erin–. Los zafiros son perfectos.
La mujer pareció aliviada.
–Bueno, en ese caso, ¿en qué puedo ayudarles?
–La verdad es que no hemos venido a comprar –dijo Tristan con voz suave–. Señora Wallace, soy policía y me gustaría aconsejarle respecto a esos zafiros extraviados. Nada oficial, por supuesto –añadió Tristan al ver la expresión de alarma de la mujer–. Pero estoy casi seguro de que no los ha extraviado, sino que se los han robado, y me gustaría hablarle de lo que puede hacer para evitar que eso siga ocurriendo.
La señora Wallace esbozó una trémula sonrisa, pero los ojos se le llenaron de lágrimas.
–Es usted un buen hombre –dijo la mujer–, me di cuenta nada más verle. Le agradezco mucho que se haya tomado tantas molestias, pero no es necesario.
La señora Wallace dirigió la mirada a una hoja de papel que había encima del mostrador.
–Al entrar esta mañana, encontré ese papel en el suelo, lo habían echado por debajo de la puerta. Es una lista de las piedras que me ha quitado, con las fechas y los precios, incluido un cálculo de los intereses.
La señora Wallace parecía a punto de echarse a llorar. Tristan no soportaba los lloros. Miró a Erin en busca de ayuda. Nada. Erin parecía también a punto de llorar.
–Y también ha escrito los plazos para devolverme el dinero –añadió la mujer dándole la hoja de papel–. Empezando hoy.
–¿Roger? –preguntó él, y la mujer asintió.
–Sabía que tenía problemas, aunque nunca me ha dicho nada. Su esposa… –la señora Wallace sacudió la cabeza–. En fin, le he ofrecido un trabajo fijo. La verdad es que hace mucho que debería haber contratado a alguien para que me llevara el negocio. Yo, la verdad, no tengo ganas de hacerlo, me ocurre desde que murió Edward. Además, ya es hora de que alguien le ofrezca una oportunidad a ese muchacho.
–Es un riesgo, desde luego –dijo Tristan dejando el papel en el mostrador.
También era una solución, por supuesto, pero no la que él habría aconsejado.
–Lo sé.
–¿Y si vuelve a robarle?
La señora Wallace miró la carta que Roger había escrito, con el cálculo de lo que debía pagarle, y sonrió.
–Es un buen chico –dijo la mujer–. Lo sé, le conozco. Además, a veces no hay más remedio que tener fe en los demás.
–Ha ido bastante bien –dijo Erin cuando llegaron al coche–. Me gusta la decisión a la que se ha llegado y a la señora Wal también –se quedó mirando a Tristan, impasible él–. ¿A ti qué te parece?
–No me parece mal –respondió Tristan tras reflexionar unos momentos–. Creo que hay que darle a la gente una segunda oportunidad.
–¿Pero?
–Pero no creo en los finales felices –respondió él con voz queda.
–¿Tampoco en la esperanza? –le preguntó Erin.
–Sí, en eso sí… últimamente.
Se detuvieron en Tamworth para comer sin prisas, les daría tiempo a llegar a Sídney no muy tarde.
Después de comer, se turnaron para conducir, Tristan estaba al volante cuando el sol se ocultó en el horizonte. Llegarían esa noche, pensó él. Llegarían a casa, se despedirían y ahí se acababa la historia. Era lo que él quería. Lo que ambos querían. ¿O no?
A Erin no le gustaba el modo como él se ganaba la vida. Sin embargo, lo comprendía. Entendía lo duro que era cumplir con el deber y sabía cómo combatirlo: con risa, con esperanza, con distracciones… Erin lograba alcanzar el equilibrio en un mundo demasiado oscuro.
Él vivía en Londres.
Pero no iba a volver a vivir allí. Quería pedir el traslado a Australia y dejar de trabajar en la clandestinidad. Y lo conseguiría.
Le asustaba enamorarse de una mujer y arriesgarse a perderla.
Por fin, acababa de reconocerlo.
Ninguna mujer le había cautivado por completo ni le había asustado tanto como Erin. Erin era lo que necesitaba y una persona con la que jamás se había permitido soñar.
–¡Guau! –exclamó ella de repente.
–¿Qué pasa? –preguntó Tristan alarmado.
–Un canguro –respondió Erin–. Un canguro enorme que ha estado a punto de cruzar delante del coche.
–No lo he visto.
–Es peligroso conducir de noche por esta carretera –comentó ella.
–Sí –sobre todo, con una loca como ella por compañía.
–Hay un motel a unos pocos kilómetros de aquí. He visto el letrero anunciándole hace un par de kilómetros.
–¿Antes o después de ver el canguro?
–Casi segura que ha sido antes.
Tristan la miró de soslayo, Erin sonreía maliciosamente.
–¿No te parece que deberíamos considerar la posibilidad de pasar la noche en el motel? –dijo ella–. Lo digo por los pobres animales. Soy una firme defensora de los animales en peligro de extinción.
Tristan no pudo evitar sonreír; pero, al mismo tiempo, maldijo a Erin mientras se rendía a lo inevitable. Tampoco él quería llegar a Sídney esa noche. No quería que el viaje acabara, no quería despedirse de ella.
–Tienes razón, hay que proteger a los animales salvajes –declaró Tristan.
–Me gustan los hombres con convicciones –Erin se estiró lánguidamente y le sonrió–. ¿Cuántas habitaciones crees que vamos a necesitar?
–Una.
Consiguieron llegar a la habitación sin tocarse. Tristan logró meter el equipaje y cerrar la puerta antes de abrazarla.
–Dame un beso de buenos días –susurró él cuando Erin le rodeó el cuello con los brazos y le miró con ensoñación.
–Esta mañana, cuando me desperté, me encontré sola –murmuró ella junto a sus labios–. Quería besarte.
Erin le besó profundamente y durante lo que le pareció una eternidad.
–En el museo de coches antiguos también quería besarte –continuó Erin al tiempo que le desabrochaba la camisa para quitársela después–. He visto la ternura con la que has tratado a la señora Wallace y quería que me trataras así también a mí. Sigo deseándolo.
Erin volvió a besarle y él se sintió ahogarse en ella. La pasión le golpeó con fuerza y tuvo que esforzarse por controlarla. No, todavía no. Iba a ser tierno, podía ser tierno. Esta vez, tenía que dar además de tomar.
Muy despacio, comenzó a acariciarla, la llevó a la cama y saboreó lo que tenía.
Erin suspiró mientras él la desnudaba. Veía pasión en él, pero se dio cuenta de que la estaba conteniendo. Lo único que le traicionaba eran los ojos, ardientes.
Erin le acarició el cabello mientras se entregaba al placer que le produjeron las caricias de Tristan en los pechos con las manos y luego con los labios. Se le erizaron los pezones y se arqueó hacia él. Quería más, necesitaba más, pero Tristan no permitió que le metiera prisa. La acarició lentamente, le besó el cuerpo, la exploró concienzudamente.
–Tristan… –Erin temblaba del esfuerzo por controlarse–. Tristan, por favor…
–¿No quieres que sea tierno?
–¡No!
Erin no sabía lo que quería. La pasión era tan intensa que apenas podía respirar. La ternura la estaba destruyendo.
–Sí –susurró Erin, contradiciéndose. Lo quería todo.
Se abrió a él y, por fin, Tristan bajó la cabeza y la poseyó con la lengua. Ella trató de contener el orgasmo, pero en cuestión de segundos se sacudió espasmódicamente. Todo era demasiado rápido, todo. Tristan le había capturado el corazón en nada de tiempo, pero no podía impedirlo, no con ese hombre. Tristan era el hombre de su vida, y estaba dispuesta a darle lo que él quisiera.
Tristan esperó a que se calmara y entonces volvió a besarle el cuerpo hacia arriba. Erin olía a sol y tenía el sabor del pecado. La penetró y ella le besó con una emoción tan pura que le hizo temblar. Se movió dentro de ella a un ritmo que sabía iba a arroyarles a los dos.
Tenía a Erin en la cabeza, en el corazón y, en ese momento, también la tenía en sus brazos.
Estaba enamorado.