A la mañana siguiente, cuando Erin se despertó, se encontró en los brazos de Tristan y le pareció estar en el paraíso. Muy quieta, se le quedó mirando. Tristan estaba dormido, habían estado despiertos hasta bien entrada la madrugada. Tristan no había tenido pesadillas.
Erin estaba en el baño llenando la tetera eléctrica de agua cuando Tristan apareció. Alzó la mirada y, de repente, los brazos de él le rodearon la cintura. Se miraron a los ojos a través del espejo. Él tenía el cabello revuelto como un chiquillo y la mirada, como siempre, intensa; pero fue la sonrisa de Tristan lo que más le llamó la atención.
Qué sonrisa tan dulce.
Al final, decidieron pedir que les llevaran el desayuno a la habitación: huevos revueltos con tocino, pan turco y zumo de naranja.
Estaban en Branxton, a menos de dos horas de Sídney, llegarían a la ciudad a la hora de almorzar.
–Me gustaría hacer algo antes de volver a Sídney –dijo Tristan–. Si no, no me lo perdonaré jamás.
–¿En serio? –una sugerencia interesante. Ya habían hecho bastante, pensó Erin–. ¿Qué es lo que quieres hacer?
Tristan estaba sentado en la cama, frente a ella, y el brillo de sus ojos era irresistible.
–Tenemos que escalar algo.
–Se llama Ladder of Gloom –dijo Erin dos horas más tarde mirando a los pies de la formación rocosa de doce metros de altura situada al borde del perímetro del parque nacional Kuringai, al norte de Sídney–. Es perfecto para lo que queremos: ni mucha altura, no excesivamente fácil, y divertida de escalar.
Tristan miró la pared vertical y lanzó un suspiro.
–¿Quién ha sugerido hacer semejante estupidez?
–Tú. Y cuando llegues arriba comprenderás por qué.
Erin le enseñó a ponerse el equipo. Después, le indicó la ruta que iban a seguir.
–Lo primero es lo más difícil. Si eres capaz de escalar los dos primeros metros, el resto no te va a suponer ningún problema. Lo vamos a hacer así: tú escalas primero, mientras yo te vigilo desde abajo; entonces, te paras, te sobrepaso, y guío yo. Es como subir una escalera.
–Pero peor.
–Y no te preocupes si te escurres, le ocurre a todo el mundo, porque vamos a ir atados con cuerdas sujetas a unos anillos durante toda la ascensión.
–Te gusta mucho esto, ¿verdad? –preguntó Tristan.
–Sí, mucho.
–Eres adicta a la adrenalina.
–¡No! –Erin echó la cabeza hacia atrás y añadió–: Soy muy tranquila. Pregúntaselo a cualquiera de mi familia.
–No creo que sea necesario –comentó él en tono burlón–. Erin, tú no eres tranquila. Te mueves con rapidez, piensas con rapidez y haces el amor con rapidez. Incluso cuando vas despacio.
–¿Te estás quejando?
–No, no –respondió Tristan con una sonrisa traviesa–. Ha sido un cumplido.
Erin empequeñeció los ojos.
–Tendrías que ser hombre para comprenderlo –comentó él.
Los dos primeros metros no eran lo que él consideraba una escalera, pero logró subirlos. Después de que Erin le sobrepasara, con los ojos brillantes y paso seguro, él la siguió. Erin tenía razón, era una pequeña ascensión. Doce metros no era mucho, pero lo suficiente para quedar empapado en sudor y preguntarse cómo conseguían los escaladores realizar ascensos más difíciles.
Había realizado más de la mitad de la escalada cuando se le ocurrió que él, que nunca se fiaba de nadie, había permitido que Erin le guiase. Ella sabía lo que hacía y él no, pensó con lógica. Pero no era lógico que, voluntariamente, hubiera dejado en manos de Erin la responsabilidad de la seguridad de ambos.
El último tramo de la escalada era el preferido de Erin. Al final, lo único que tenía que hacer era meter la punta del pie en una grieta, estirarse lo más posible y alcanzar la cima. Se aseguró de que la tierra en la cima era firme, que no estaba suelta, y se aupó sin problemas.
Pero se encontró cara a cara con una serpiente de color marrón.
La serpiente retorció el cuerpo y alzó la cabeza. Tenía cara de pocos amigos y no huyó.
Instintivamente, Erin apartó la mano y se echó hacia atrás para evitar que la serpiente la mordiera. Entonces, perdió el equilibrio.
No cayó muy abajo, estaba atada a la cuerda y la cuerda al anillo, pero se golpeó con la pared de piedra. No obstante, eso era mejor que sufrir la mordedura de una serpiente marrón. Sí, mucho mejor.
Tristan la vio alcanzar la cima y echarse atrás. La vio caer y el mundo pareció detenerse. Intentó agarrarla, pero no pudo. Erin cayó al lado de él. Y entonces, Erin estiró el brazo y él consiguió agarrarle la mano.
A pesar de tenerla sujeta, ella se dio en el hombro con la roca; pero no con demasiada fuerza, gracias a él.
–Una serpiente marrón –dijo Erin cuando recuperó el habla–. En la cima.
Erin miró a Tristan, consideró su posición y concluyó que no era suficientemente segura. Miró la pared de piedra, buscó en ella algo a lo que aferrarse, pero no lo encontró.
–Suéltame –dijo Erin–. No caeré muy abajo, solo un par de metros. Encontraré algo a lo que agarrarme y volveré a subir.
–No –a pesar de que los músculos le dolían enormemente, no estaba dispuesto a soltarla.
–Vamos, no pasará nada –insistió ella.
Erin estaba colgando a diez metros del suelo y, sin embargo, le estaba pidiendo que la soltara.
–Tristan, la cuerda me sujetará. Será una pequeña caída.
–No –no iba a soltarla, no podía–. Vamos, sube.
Y Erin subió, utilizándole a él como ancla. Y cuando se encontró a salvo, a su lado, él la soltó y ella le insultó.
–¿Por qué no me has hecho caso? ¿Es que no te preocupa tu propia seguridad? ¡Deberías haberme soltado! ¡Podrías haberte dislocado un brazo! ¿En qué demonios estabas pensando?
–¡Cállate! –le ordenó Tristan con el rostro blanco como la cera y ojos encolerizados–. Cállate, Erin. ¡Y no vuelvas a decirme que debería haberte soltado! ¿Tienes idea de lo que ha sido para mí verte caer desde ahí arriba?
A Erin no le sorprendió que Tristan tuviera genio, pero sí que lo demostrara ahí, en esas circunstancias. Entonces, se dio cuenta de que Tristan había temido por la vida de ella.
–Estoy bien –dijo Erin echándose a temblar. Necesitaba llegar a la cima antes de que los músculos empezaran a fallarle–. Tristan, tenemos que subir ya.
–¿Y la serpiente?
Tristan empezaba a calmarse, a pensar. Bien, era lo que necesitaban, pensar con calma. Y ascender. Necesitaban llegar a la cima.
–Asustaré a la serpiente con la cuerda.
–¿Por qué no bajamos?
–Tenemos que llegar arriba. Estamos más cerca de la cima. Es más seguro.
Si descontaban la serpiente; y, esta vez, iba a asegurarse de que no estuviera ahí. La iba a bombardear con la cuerda y con cualquier cosa del equipo que le sirviera para espantarla.
–Voy a subir antes de que los músculos se me entumezcan –dijo ella, pero vio que Tristan no parecía convencido–. Confía en mí, Tristan. Por favor.
–¿Te has hecho daño? –preguntó él a regañadientes.
–No –sí. Le dolía el hombro, pero no como para impedirle llegar arriba–. En la cima veremos qué me he hecho y si tú también te has hecho daño.
Y se puso a escalar.
Erin llegó a la cima, bombardeó la tierra que tenía encima a conciencia y por fin, por fin, se incorporó.
La serpiente ya no estaba. Se desató de la cuerda sujeta al anillo y gritó a Tristan que empezara a escalar.
Tristan subió rápidamente. Si se lo proponía, sería un buen escalador. Aunque no creía que fuera su deporte, a juzgar por su expresión y la forma como apretaba los labios. Su primera escalada había dejado mucho que desear.
Erin le dejó descansar mientras ella subía la cuerda y recogía el desperdigado equipo. Cuando hubo terminado, Tristan seguía sin dirigirle la palabra. Se sentó a cierta distancia de él y se examinó las heridas.
Se había arañado las piernas, pero no sangraba mucho. Lo que le preocupaba era el hombro, se había dado un buen golpe. Lo movió y comprobó que no lo tenía dislocado. Se tocó la clavícula y los brazos. Nada, no se había roto nada.
–Necesitas ponerte hielo –dijo él malhumorado.
–Al llegar a las afueras de Sídney podríamos parar en una gasolinera para comprarlo.
–O ir a un hospital.
–No es necesario.
–Como quieras.
Fue entonces cuando lo sintió. Había perdido la protección de él, le había perdido a él.
La vista era extraordinaria. La serpiente ya no estaba. Tristan tampoco. Tristan se había retraído, había recuperado el control. Ya no estaba con ella como lo había estado al pie de la pared rocosa.
–No habría sido mucha la caída –dijo ella, desesperada por recuperar la intimidad con él.
Tristan la miró y luego apartó los ojos.
–Tristan…
Él no respondió.
–Gracias por agarrarme.
–Lo hice instintivamente –respondió él, negándose a mirarla–. Si hubieras preferido que no te agarrara, lo siento.
–No –dijo ella–. No, ha sido mejor que lo hicieras. Es solo que tenía miedo de que te pasara algo. Los dos nos hemos asustado –Erin alargó el brazo, le puso una mano en la frente y él se echó atrás–. ¿Qué pasa? ¿Te has hecho daño en el brazo?
–No.
–Entonces, ¿qué es lo que te pasa?
–Nada –Tristan se puso en pie–. Deberíamos bajar ya.
–Sí, tienes razón.
Llegaron abajo sin más incidentes. Recogieron el equipo y emprendieron el camino al coche. Erin iba con las manos vacías, Tristan había cargado con todo.
–¿Quieres que te deje en tu casa? –preguntó ella, desesperada por comunicarse con Tristan, cuando llegaron al vehículo.
–No puedes conducir con ese hombro –dijo él al tiempo que le abría la puerta del coche–. Conduciré yo.
Tristan tenía razón, pensó Erin acoplándose en el asiento contiguo al del conductor. El hombro le dolía cada vez más. Intentó abrocharse el cinturón de seguridad, pero lanzó un quedo grito de dolor y él se lo abrochó.
–Tristan, ¿qué te pasa?
–Te llevaré a casa de tu madre –dijo él, ignorando la pregunta–. Necesitarás que te cuiden.
–Está bien.
Erin se recostó en el respaldo del asiento, cerró los ojos y contuvo las lágrimas. Le dolía el hombro y le escocían los arañazos de las piernas, pero nada podía compararse al dolor de su corazón.
Compraron hielo en la primera gasolinera que vieron y Erin se alegró. Tristan debió notarlo, porque dijo:
–Lo primero que vamos a hacer es ir al hospital.
Ella no protestó.
En el hospital, Tristan la acompañó hasta la puerta de la sala en la que iban a examinarla.
Media hora más tarde, ya con los resultados de los rayos X, a Erin le dijeron que se había desgarrado algunos músculos y que tenía algunas contusiones, pero nada más. Le dieron unos calmantes, le vendaron el hombro y le dieron el alta.
Tristan estaba en la sala de espera. Al verla, se levantó inmediatamente y la miró a los ojos. No le dijo nada mientras ella se le acercaba, no era necesario. En los ojos de Tristan vio que estaba preocupado por ella y eso le dio esperanza.
–Lo del hombro no es nada serio –le informó Erin con voz suave–. Me he desgarrado algunos músculos y tengo unas cuantas contusiones, pero nada más.
–Bueno, ha sido mejor asegurarse –murmuró él metiéndose las manos en los bolsillos.
–Sí –Erin sonrió–. Venga, salgamos de aquí.
Realizaron el trayecto a la casa de su madre en silencio.
–Bueno, ya hemos llegado –anunció Erin, sin saber qué otra cosa podía decir.
–Llevaré tu equipo a la casa y luego pediré un taxi por teléfono.
–Llévate el coche. Iré a recogerlo mañana.
–No –Tristan sacudió la cabeza–. Tomaré un taxi.
Tristan le llevó el equipaje hasta la casa y saludó a su madre educadamente.
–¿Qué te ha pasado en el hombro? –le preguntó a Erin su madre.
–Hemos ido a escalar esta mañana y me he dado un golpe.
–¿Ha sido mucho?
–No, poca cosa. No me he roto nada. De camino, hemos pasado por el hospital. Estoy bien, no te preocupes.
–No tienes pinta de estar muy bien –comentó Tristan.
–Es verdad –corroboró su madre.
Dos contra una.
–En serio, estoy bien. Solo necesito descansar un poco.
–Si me lo permitís, pediré un taxi por teléfono y me marcharé –dijo Tristan.
–Deja, ya llamo yo –dijo Erin–. Puedo conseguir uno en menos de dos minutos. Tengo contactos.
Tristan sonrió, pero levemente.
–Esperaré fuera.
Tristan se despidió de su madre y de ella, y salió a la calle.
Erin sabía que Tristan sentía algo por ella, pero ese algo no parecía ser suficiente. Se estaba alejando y ella no podía evitarlo.
–Yo llamaré al taxi, tú ve con él –dijo Lillian Sinclair, que no era tonta.
Erin fue en pos de Tristan y esperó mientras él sacaba su bolsa del coche.
–Lo nuestro se ha terminado, ¿verdad? –dijo ella con voz apenas audible.
–No lo sé –murmuró Tristan–. Erin, necesito tiempo. No puedo pensar cuando estoy a tu lado, me siento confuso.
–No es mi intención hacer que te sientas así.
–Lo sé –dijo él–. Te llamaré dentro de unos días.
–¿En serio? –daba la impresión de estar desesperada, y no le gustaba–. Bueno, ya sabes, si necesitas un taxi de lujo…
–Erin, por favor –dijo Tristan con voz queda, y ella apartó la mirada rápidamente.
No podía mirarle. Si lo hacía, iba a llorar.
–Ah, ahí está tu taxi.
Negándose a verle alejarse, Erin se dio media vuelta y regresó a la casa.
Su madre la estaba esperando en la cocina.
–¿Y bien? –le preguntó su madre–. ¿Has conseguido las piedras que querías?
Erin asintió e intentó sonreír, pero no lo logró.
–Mamá, soy una idiota.
Y entonces se echó a llorar.