El Ford de Tristan llegó a la casa de su padre dos días después en un camión casi tan viejo como el Ford. El camión lo conducía Frank.
–¿Te parece que lo pongamos al lado del garaje, debajo del olmo? –preguntó Frank–. Quedará muy bien ahí.
Sí, pensó Tristan. El metal oxidado era casi del mismo color que las hojas caídas.
–Buena idea –respondió él, y se dispuso a ayudar a Frank a bajar el coche del camión– ¿Vas a volver a Lightning Ridge inmediatamente?
–No, voy a culturizarme un poco ya que estoy aquí. He reservado una habitación en un hotel del centro y tengo entradas para un concierto de Beethoven esta noche en la Casa de la Ópera, las sonatas para piano número uno, tres y catorce.
–¿Te gusta Beethoven?
–¿No le gusta a todo el mundo?
–No.
–A Erin sí –comentó Frank asintiendo–. A esa chica le gusta la música clásica. A propósito, ¿compró más ópalos?
–No.
–Me lo imaginaba, sabe lo que es bueno. ¿Te ha atrapado ya?
Tristan se le quedó mirando sin responder. Frank era un hombre de gran inteligencia.
–Ya, la respuesta es no –añadió Frank–. Una pena, porque, por si acaso, había traído esos ópalos negros, por si te interesaba comprar alguno. Erin está llena de vida, igual que mi Janie. Los veinte años que estuve casado con ella fueron los mejores de mi vida.
–¿Qué le pasó a tu Janie?
–Que se murió y me dejó solo. Le falló el corazón. Estuve a punto de morir de pena yo también –Frank esbozó una triste sonrisa–. En la vida nada está garantizado, lo mismo pasa con el amor. Pero cuando uno lo encuentra, lo único que se puede hacer es agarrarlo con dos manos y conservarlo el tiempo que sea posible.
–¿No habrías preferido no haberte enamorado?
–No, en absoluto. Eso sería como renunciar a la vida –Frank le lanzó una penetrante mirada–. ¿Seguro que estás vivo, chico?
–Supongo que sí. Y no quiero comprar ningún ópalo negro. Si quisiera pedirle a una mujer que se casara conmigo, y no estoy diciendo que quiera hacerlo, compraría brillantes.
–Si estuvieras pensando en Erin, y no estoy diciendo que ese sea el caso, deberías comprar los diamantes de Argyles en Kimberley. La he oído hablar de ellos y se le iluminaban los ojos.
Tristan suspiró. Estaba haciendo lo posible por no pensar en Erin, sin éxito.
–Necesitaría un puñado de brillantes.
–¡Vaya! Así que lo has estropeado todo, ¿eh?
–Sí, me parece que sí. Tengo que llamarla, pero no sé qué decirle. No sé por dónde empezar.
–No suelo dar consejos sin una cerveza en la mano –dijo Frank–, pero haré una excepción. Empieza por pedirle disculpas.
Parecía un buen consejo. No le vendría mal alguno más.
–Tengo cerveza en la nevera –dijo Tristan–. ¿Tienes tiempo?
A la mañana siguiente, Tristan se dispuso a desmontar el motor del Ford. Todavía no había llamado a Erin, lo haría tan pronto como supiera lo que iba a decirle.
Dos horas más tarde seguía con el motor del coche y sin haber llamado a Erin. Pat estaba con él.
–Soy un idiota –murmuró Tristan.
–Idiota –repitió Pat.
–Un imbécil.
–Imbécil –repitió Pat.
–Pero, para empezar, es demasiado impetuosa. ¿Cómo se le ocurrió pedirle a un perfecto desconocido que la acompañara a un viaje a comprar piedras preciosas? No le tiene miedo a nada, Pat. Es demasiado generosa. ¿Tienes idea de cómo le afecta eso a un hombre? Además, no le conviene un policía. ¿A quién le conviene eso?
Por fin, un motivo claro para evitar llamarla.
–Pero estoy enamorado de ella, Pat, completamente enamorado –por fin lo reconocía–. Voy a pedir que me trasladen a Australia. Voy a quedarme aquí.
Necesitaría buscarse una casa, no podía quedarse en la de su padre. Tendría que conseguir que le concedieran el traslado.
–Y nada de trabajar de incógnito. Voy a pedir que me den un puesto administrativo –estaba cansado de su trabajo, no quería más secretos. Quería que la gente con la que tratara supiera lo que hacía–. De ahora en adelante voy a llevar una vida equilibrada.
Necesitaba poder ofrecerle eso a la mujer a la que amaba.
–Y haré deporte, puede incluso que adquiera un animal doméstico y puede incluso que tenga hijos.
¡Hijos! ¿Cómo se le había ocurrido semejante cosa?
–No me ha llamado –Erin estaba sentada encima del mostrador de la cocina de su madre comiéndose un trozo de tarta de limón con mucha nata.
Su madre estaba sentada a la mesa pintando una ilustración para un cuento en verso para niños.
–No me va a llamar –añadió Erin.
–¿Por qué no le llamas tú? –sugirió su madre.
–No –Erin sacudió la cabeza vigorosamente–. Lo de mi caída durante la escalada ha acelerado la separación, pero iba a ocurrir de cualquier manera, o al final del viaje o a su regreso a Londres –Erin hincó el tenedor en la tarta con violencia–. Antes o después, se despediría de mí. No quiere enamorarse de mí. No quiere enamorarse de nadie.
–Tú nunca has perdido a un ser querido –dijo su madre–. No sabes lo que es que se te muera alguien que forma parte de ti. Tristan sí lo sabe. Tengo la impresión de que cuando ama lo hace apasionada y profundamente, y durante toda la vida.
–Continúa, añade sal a la herida –dijo Erin.
–Hiciste que se encariñase contigo. Y luego le llevaste a escalar, te caíste y le hiciste enfrentarse a lo que más miedo le da: creyó que te perdía. Y a eso no podía enfrentarse.
–¡Qué deprimida estoy!
–¿Estás enamorada de él?
–Sí.
–¿Estás dispuesta a luchar por él?
–Sí, lo estoy. Pero no voy a llamarle, no puedo hacerlo –Erin sacudió la cabeza–. Él también tiene que luchar por mí.
Un móvil empezó a sonar. El suyo. Lo tenía en el bolso. El bolso estaba encima de la encimera de la cocina. Se quedó mirando el bolso, el corazón le palpitaba con esperanza y terror.
–¿Y si es él? –susurró Erin.
–¿Y si no es él? –dijo su madre irónicamente.
–¿Qué hago?
Su madre dejó el pincel en la paleta y se la quedó mirando.
–Contesta.
Sí, claro, lo primero era lo primero. Tenía que contestar. Agarró el móvil y respiró hondo.
–Hola.
–Erin, soy Tristan.
Erin cubrió el teléfono con la mano.
–Es él –le dijo a su madre.
Su madre alzó los ojos al techo.
–Háblale a él, no a mí.
Sí, claro. Estaba haciendo el ridículo. Saltó de la encimera, salió de la cocina y fue al porche. Mejor hablar sin público delante.
–Hola.
–¿Te he pillado en mal momento? ¿Estás ocupada? –preguntó Tristan.
–No –eso no había sonado bien, había sonado a que se pasaba el tiempo esperando a que la llamara. Tenía que dar la impresión de estar ocupada–. Bueno, sí, estoy preparando mis joyas, pero no es mal momento. Estaba tomándome un descanso.
–Bien. Bueno… ¿qué tal va el corte de los zafiros?
–He destrozado tres zafiros, he roto tres piedras grandes y he conseguido nueve cortes preciosos. Todavía me quedan doce de las piedras más grandes y tres más de las de prácticas.
–¿Tendrás suficientes?
–Sí, creo que lo conseguiré. Son preciosas. Deberías ver el color. ¡Es perfecto!
–Me gustaría verlas –dijo él–. Me gustaría verte. Podríamos salir a cenar. O podríamos ir al cine –se apresuró a decir–. ¿Qué tal si fuéramos a cenar y luego al cine? O cualquier otra cosa. Podríamos quedar para tomar un café y luego irnos a comer al campo.
–Podríamos ir a escalar.
Tristan se pasó una mano por la cabeza y miró al cielo en busca de inspiración.
–Sí, por qué no. Quizá esta vez lograra pronunciar palabra después… siempre que no te cayeses. ¿Qué tal el hombro?
–Un poco dolorido. Y lo de escalar era una broma. Con el hombro así no voy a poder hacerlo durante un tiempo.
–Qué pena.
–Mentiroso.
Tristan notó humor en la voz de Erin. Sintió un calor que le relajó el cuerpo lo suficiente para poder decir lo que le obsesionaba.
–Te he hecho sufrir. Pero cuando subimos a la cima de esa roca no lograba quitarme de la cabeza el haberte visto cayendo y no haber podido hacer nada por evitarlo. No podía soportar la idea de perderte. Lo siento.
–No me has perdido –dijo ella con voz grave y en tono muy bajo–. Sigo aquí.
Tristan necesitaba verla.
–Me gustaría empezar de nuevo –el pecho le latía con fuerza–. Pero me gustaría ir más despacio y mejor. Quiero invitarte a cenar, para empezar.
–Buena idea. ¿Cuándo?
–¿Esta noche?
–Entonces, esta noche. ¿A qué hora?
–A las siete –las siete era buena hora. El problema era que faltaban cinco horas para las siete. Estaba más nervioso que un adolescente antes de su primera cita con una chica–. O mejor las seis. Iré a recogerte a las seis. Y tienes que darme tu dirección.
Erin se la dio y después colgó.
Erin aparcó delante de la casa del padre de Tristan a las cuatro y media. Se había puesto a cortar dos zafiros más, había destrozado el tercero y, al final, había decidido tomarse el resto del día libre.
No sabía dónde iban a cenar y había tardado una hora en decidir qué ponerse. Al final, había elegido ropa que, a primera vista, parecía informal, pero que, si uno se fijaba bien, no lo era. La camisa era ajustada y de color sandía; la falda tenía dos capas, la interior de gasa negra y la exterior verde; las sandalias eran negras a tiras, y no estaban hechas para caminar. Llevaba media docena de brazaletes de oro y un colgante al cuello de turmalina, una piedra que daba buena suerte. Estaba preparada para enfrentarse a lo que fuera.
Vio el viejo Ford de Frank, ahora el Ford de Tristan, a un lado del garaje. El capó estaba abierto. Fue entonces cuando vio a Tristan.
Tristan estaba desnudo de cintura para arriba, solo llevaba unos viejos y rasgados vaqueros. El sudor hacía que le brillara el torso y tenía el cabello revuelto. Y a ella casi se le olvidó cómo se llamaba.
Al verla, Tristan se puso una camisa. Pero ya era demasiado tarde.
–Hola –dijo él.
–Hola, Tristan. Hola, Pat.
Pat se acercó al coche, a Tristan, y ella la miró con malicia.
–He cortado tres piedras más, me he puesto nerviosa y he venido.
Tristan no había visto nada más bonito que Erin Sinclair vestida para robarle el corazón a cualquier hombre.
–Tengo que darme una ducha –Tristan metió rápidamente a Pat en la jaula y poco le faltó para correr hasta la cocina. Allí, sacó una cerveza de la nevera, la abrió y se la dio a Erin–. Enseguida vuelvo.
–Tómate el tiempo que quieras –Erin le sonrió como lo hubiera hecho la mismísima Mae West.
Cuando regresó a la cocina, limpio, afeitado y vestido para salir a cenar, había logrado calmarse relativamente… hasta que Erin sacó una cerveza del frigorífico, la abrió y se la pasó. La cerveza acabó en la encimera y él rodeando a Erin con los brazos. El beso fue fugaz y potente. Él la soltó con la misma brusquedad con la que la había abrazado. Esta vez, tenía que hacer las cosas bien y despacio.
–Venga, vamos a cenar. Ya.
Tristan la llevó al Circular Quay y, una vez allí, eligieron un restaurante de pescado y marisco con vistas al puerto y a la Casa de la Ópera. Era un lugar desenfadado y con bastante clientela, no un establecimiento íntimo y romántico. Estaba casi seguro de poder aguantar sin tocarla durante la cena.
–Me encanta este sitio –dijo ella ojeando el menú–. Nunca sé qué pedir, me apetece todo.
–¿Te apetece una mariscada?
Ella agrandó los ojos.
Tristan pidió una mariscada para dos y una botella de vino blanco.
–¿Qué tal te va con la preparación de las joyas para el concurso? –preguntó él.
–No había contado con tener tantos zafiros ni con tener que cortarlos yo misma –respondió Erin con el ceño fruncido–. Para conseguir hacer lo que quiero, necesitaré trabajar día y noche durante las dos próximas semanas.
–¿Tienes que trabajar con el taxi la semana que viene?
–Sí, tres turnos.
–¿No puedes encontrar a alguien que te sustituya?
–Sí, pero está el problema del alquiler de mi casa.
–También está el problema de tu futuro. Tienes que decidir qué es más importante.
–Lo haré.
–Si quieres, te pagaré el alquiler de las dos semanas próximas.
–¡No, ni hablar! –Erin echó chispas por los ojos–. Aunque muchas gracias por ofrecerte a pagarme el alquiler.
–Está bien, te voy a proponer una cosa. Por supuesto, tendré que renunciar a mi plan original, que era llevarte a mi cama y tenerte ahí durante los próximos veinte años o así.
–¿Y tu trabajo? ¿No tienes que volver a Londres?
–He pedido el traslado a Sídney.
–Oh –Erin pareció sorprendida–. Vaya, ¿por qué no me lo habías dicho?
–Acabo de hacerlo. ¿Quieres que te proponga el plan o no?
Erin tardó en sonreír, pero cuando lo hizo, casi se le deshizo lo que le quedaba de cerebro.
–Soy toda oídos.
–El plan nuevo es llevarte a tu casa esta noche y no volver a verte hasta que no hayas terminado las joyas para el concurso.
Erin suspiró sonoramente.
–Me gusta más el plan original –Erin agarró su copa de vino y jugueteó con ella–. ¿En serio has pedido que te trasladen a Sídney?
–Palabra de honor.
Volvieron a su casa a las once. Tristan no invitó a Erin a entrar, se limitó a acariciarle los labios con los suyos brevemente.
–¿Qué ha sido eso? Porque, haya sido lo que haya sido, me ha sabido a poco.
Tristan sonrió despacio.
–Eso ha sido buenas noches.
* * *
Tristan le envió fresas para desayunar al día siguiente. Un día después la llevó a la playa Bondi de madrugada a hacer surf; después, la llevó a su casa para que pudiera trabajar.
Los días transcurrieron lentamente, entre hacer de taxista y trabajar en sus joyas. Tristan había conseguido las piezas que necesitaba para arreglar el Ford y también llegó su Holden, según le dijo en una de las breves visitas que le hizo.
El fin de semana Erin terminó los pendientes para el concurso. Tristan la llevó a pescar para celebrarlo.
Al día siguiente, por la tarde, ella le invitó a la ópera. Tres horas de Berilos. Le gustó tanto verle vestido de traje como verle sufrir.
Se volcó en el trabajo y acabó la pulsera y el broche.
Terminó el collar dos días antes del concurso.
Encontró a Tristan y a Pat al lado del Ford. Les dio órdenes de que la acompañaran y llevó a hombre y a pájaro a la casa de su madre.
Su madre estaba pintando cuando llegaron. Lillian Sinclair invitó a Tristan a sentarse junto a la barra de la cocina y el pájaro a su lado.
–Tienes buen aspecto –le dijo Lillian a Tristan por encima de la montura de sus gafas moradas–. Se ve que duermes mejor. Y tú estás radiante –le dijo al pájaro.
–Es por lo mucho que Tristan la quiere –murmuró Erin–. Ojalá tuviera yo esa suerte.
–¿Nos has traído aquí por algún motivo en especial o solo para practicar tu rutina? –preguntó Tristan con ironía.
–Sí, tengo un motivo.
Erin metió la mano en su bolsa y sacó un rollo de tela de terciopelo que desenrolló en el mostrador.
Tristan miró las piezas de joyería con intensidad, Lillian con reverencia, incluso Pat guardaba silencio. Erin sabía que se había superado a sí misma. Tanto si ganaba como si no, estaba orgullosa. Por supuesto, prefería ganar.
–Has terminado –dijo Tristan.
–Sí, he terminado.
–Champán –dijo Lillian yendo al frigorífico.
Sonriendo traviesamente, Erin fue a por las copas de champán. Una madre que guardaba champán en la nevera por si acaso era una madre digna de todo cariño.
–¿Sabes algo de tu traslado? –le preguntó Erin a Tristan, por si había algún motivo más de celebración.
–Sí, me lo han concedido. Me enteré hace unos días.
Erin, a punto de abrir el champán, se detuvo.
–¿Y no se te ha ocurrido decírmelo hasta ahora?
–Estaba esperando al momento apropiado. Ah, y ya no me voy a dedicar al robo de coches, sino al robo de diamantes.
–¡No me vengas con cuentos!
–Es verdad, lo digo en serio.
–¿Vas a seguir trabajando de incógnito?
–No, lo harán otros. Yo dirigiré las operaciones desde una oficina aquí, en Sídney.
Bueno, quizá también él se mereciera el champán. El corcho salió por los aires y ella llenó las copas. Pat agarró una uva de un frutero.
–¿No te importa? –preguntó él.
–¿Que si no me importa? Me das envidia.
–Tendré que viajar bastante; sobre todo, al principio –dijo Tristan, y ella asintió.
–A ti te gusta viajar –comentó ella.
–Sí, pero creo recordar oírte decir algo sobre la tiranía de la distancia en lo que a las relaciones se refería. Y los secretos. Aunque ya no trabaje de incógnito, habrá cosas de las que no pueda hablar –dijo Tristan con voz queda–. Sé lo que quieres de un hombre, Erin. Y sé que yo no te lo puedo ofrecer.
Lillian guardaba silencio. Pat también. Todos la miraban, pero fue a Tristan a quien ella miró. Tristan, que le estaba ofreciendo su vida.
–Bueno, últimamente estoy cambiando de idea respecto a lo que quiero de un hombre –Erin clavó los ojos en su madre y le dedicó una mirada de agradecimiento por su sabiduría y ejemplo–. He llegado a la conclusión de que, si se encuentra al hombre adecuado, de una forma u otra se conseguirá un equilibrio.
–Tengo que ir a Kimberleys mañana por la mañana, estaré fuera unos días –dijo él con pesar.
No había logrado convencer a Tristan de su sinceridad. Pero lo conseguiría, pensó Erin. Tarde o temprano lo conseguiría.
–Repito, me das envidia.
–Podrías venir conmigo.
Erin lanzó un gruñido.
–Es muy tentador, pero creo que esta vez debes ir solo. Pídemelo en otra ocasión.
Tristan le sonrió.
–Echaré un vistazo pensando en ti. Tomaré nota. ¿Algo que te interese en particular?
–Los brillantes blancos. No, lo de color coñac. No… los rosas.
–Amen –dijo el pájaro.
–Tú sigue comiendo uvas –le ordenó Erin a Pat.
–Idiota –dijo Pat con afecto a Tristan.
Y Tristan le dio una uva al loro.