Once

 

Era oficial, la paciencia no se contaba entre las virtudes de Erin Sinclair. Si Tristan se hubiera acostado con ella antes de marcharse de viaje y le hubiera hecho el amor apasionadamente, habría esperado pacientemente a que regresara de su viaje. Pero no había sido así y se lo iba a hacer pagar.

Pasó tres días conduciendo taxis. Presentó sus joyas al concurso y limpió el coche de Rory hasta sacarle brillo.

Adoraba al Tristan relajado y alegre. Le miraba y se veía a sí misma con él durante toda la vida. Le miraba y veía un hombre que podía amar profundamente. Y quería que él la amara así.

Tristan iba a vivir en Sídney, iba a rehacer su vida allí. Y parecía que quería incluirla. Tristan se estaba portando como un perfecto caballero y le encantaba. Le gustaba de verdad.

Pero si no le hacía el amor pronto iba a estallar.

Tristan le llamó a la mañana siguiente para decirle que había vuelto. Le preguntó si estaba ocupada y, cuando ella le contestó que no, Tristan le pidió que fuera a su casa.

Encontró a Tristan sentado en el escalón superior del porche de la casa de su padre, con una taza de café en la mano y más atractivo que nunca.

Cuando ella salió del coche, Tristan le dedicó una sonrisa lasciva.

Erin llevaba un vestido azul tan corto y ajustado como para hacer babear a cualquier hombre.

Y Tristan iba a babear.

–Bienvenido –dijo ella al llegar a su lado.

Entonces, se inclinó y le dio un leve beso en los labios. Pero la levedad del beso no duró mucho. Tristan le puso la mano en la nuca y dio rienda suelta a una profunda y furiosa pasión que la dejó tambaleándose.

Mordisqueándole el labio inferior, Erin puso punto final al beso y, con satisfacción, vio la mirada encendida de él.

Entonces, se sentó en el escalón inferior al que ocupaba Tristan, asegurándose de que él le viera bien el escote.

–Esta mañana estaba ahí sentada, mirando al Monaro de mi hermano, y, de repente, me han entrado ganas de ver cuánto puede llegar a correr.

Tristan sonrió.

–Te han puesto una multa, ¿verdad?

–No, nada de eso –respondió ella con altanería–. En mi trabajo una no se puede arriesgar a coleccionar multas, me quedaría sin trabajo. No, he llamado a un amigo de la familia, que tiene un circuito para coches de carreras al oeste de Sídney, y me ha dicho que, si quiero, puedo disponer del circuito todo el día.

–Tu hermano te va a matar.

–Me debe favores. Este nos dejará empatados.

Tristan la miró, y luego al coche.

–No, te va a matar.

–Bueno, es posible, pero… ¿quieres venir o no?

–¿Para impedirle que te mate?

–No está en Australia, así que no va a haber problema. Bueno, ¿quieres venir conmigo a echar una carrera con el Monaro por un circuito?

–Sé que es un cebo –declaró Tristan–. Sé que te traes algo entre manos.

–Los policías sospecháis de todo el mundo. No lo aguanto.

–Pero ¿a que tengo razón?

–Y eso tampoco lo soporto.

 

 

–Me encanta este coche –Erin tuvo que alzar la voz para hacerse oír por encima del ruido del motor.

Estaba en mitad de la curva inferior de la pista en forma de ocho con las manos agarrando firmemente el volante. Conducía con una seguridad nacida de su temeridad natural y una cierta dosis de perversidad.

Lo estaba haciendo intencionadamente.

Tristan tenía aguante, aún no había llegado a su límite. Entonces, Erin pisó a fondo el acelerador. Cuando el cuentakilómetros marcó doscientos kilómetros por hora durante tres cuartos de la recta de dos kilómetros, Tristan empezó a rezar.

–Viene una curva –dijo él con la tranquilidad de la que fue capaz–. Solo para que lo sepas.

Erin piso el freno y rodó por el borde de la pista con un resultado espectacular. Él sabía de coches y se daba cuenta de que Erin controlaba ese a la perfección, pero le daba igual. Erin no tenía precio para él y sufría, no por lo que estaba pasando, sino por lo que podía pasar. Quería que Erin parase y aparcara el coche; sin embargo, trató de ser racional, y lo que aparcó fue su miedo. Lo estaba consiguiendo cuando ella dijo:

–Lo sé –le dedicó una sonrisa–. Hablemos de nosotros.

–¿Ahora? –no podía creer lo que acaba de oír–. ¿No prefieres… concentrarte en la conducción?

–No, nada de eso –pero, esta vez, no dobló la curva tan agresivamente.

–¿Seguro que no prefieres hablar de eso mientras nos tomamos tranquilamente un café? ¿O una cerveza o un whisky? –dijo Tristan–. Conozco un bar muy tranquilo.

–¿Cuándo vamos a acostarnos otra vez?

Eso ya fue el colmo para él.

–Para el coche.

–¿Qué?

Estaba seguro de que Erin le había oído, pero por si acaso.

–Iba a hacerlo al modo tradicional: a la luz de la luna, con música, palmeras y en una piscina natural. Incluso con uno o dos caballos pastando cerca.

–Eso está muy bien, pero también está muy visto.

–Iba a ir a recogerte en un maravillosamente restaurado Ford del treinta y nueve, con cesta de picnic incluida…

–Supongo que pensabas hacerlo esta década, ¿no? –dijo ella–. ¿Y cuándo pensabas que fuera a ser lo de la cama?

–Y pedir tu mano…

–¿Pedir mi mano?

Erin pisó el freno a fondo y patinaron en medio de una nube de humo y polvo.

–Adiós pastillas de frenos –comentó él.

–Define lo de pedir la mano.

–Está bien. Era eso de pedir a la mujer a la que quiero más que a mi propia vida que sea mi esposa. Pero no, tú, claro está, tenías que meterme prisa. Así que vas a tener que contentarte con lo que hay.

Erin le miraba con lo que parecía profunda angustia, lo que no resultaba muy alentador.

–Sé que no soy como te gustaría que fuera y que hay cosas relativas a mi trabajo que no podré compartir contigo. Pero, para mí, tú siempre serás lo primero y siempre te querré.

Los ojos de Erin se llenaron de lágrimas.

–No llores –dijo Tristan–. No es como para llorar. Ya sé que no lo estoy haciendo muy bien, pero…

–No, no, es perfecto –le interrumpió ella llorando a lágrima viva.

Tristan no le había comprado un anillo de compromiso, sino otra cosa.

–Abre la mano –dijo él metiéndose la suya en el bolsillo.

Erin se secó las lágrimas y le extendió una mano temblorosa. En ella, Tristan colocó un puñado de diamantes.

–El grande es rosa –añadió Tristan–. Pero también hay blancos, color champán y color coñac. Los que no quieras para ti puedes utilizarlos para otras joyas y venderlas.

Las lágrimas le impedían ver los diamantes, pero le daba igual. Ya los vería en otra ocasión. En ese momento, tenía cosas más importantes que hacer.

–Te amo –dijo ella con pasión–. Al único hombre al que quiero es a ti, y no se te ocurra dudarlo –Erin cerró el puño con los diamantes–. Dime qué es lo que quieres.

Tristan respiró hondo. Lo que sentía se veía reflejado en sus ojos. Tristan era lo más hermoso que había visto en su vida.

–Quiero que seas mi esposa. Quiero alegría, aunque a veces se mezcle con lágrimas. Quiero vivir así durante el resto de mis días. Contigo.

–Sí –dijo Erin.

La sonrisa de Tristan fue la sonrisa más dulce que había visto jamás. Tristan iba a besarla, de eso no había duda. Y después le iba a hacer el amor, loca y apasionadamente, tal y como ella había planeado. Le encantaba cuando los planes salían bien.

–Y otra cosa, ahora me toca a mí conducir.