Dos

 

Erin tardó cinco minutos en darse por vencida. Ni amigos, ni primos hermanos ni primos segundos, todos tenían cosas que hacer. Disponía solo de un mes para hacer las joyas, el tiempo se le estaba acabando y casi no le quedaban opciones. Casi.

Podía recurrir a Tristan Bennett.

Tristan Bennett era justo la persona que necesitaba: un tipo duro, protector e inclinado a mantener las distancias. Y había dicho que quizá pudiera ayudarla.

Había llegado el momento de averiguar si lo había dicho en serio.

Pensó en qué ponerse para ir a verle. Quería que su relación con él fuera una relación de trabajo, por lo que eligió unos pantalones color crema, sandalias sin tacón y una camisa, aunque la camisa era de color rosa vivo y escotada.

Se puso también uno de sus collares preferidos, de jade y platino. Era una experta en historia de joyería, conocía bien los materiales, los tipos de adornos y los diferentes métodos de hacer joyas. Sus diseños eran buenos, diferentes. En los momentos de optimismo, pensaba que tenía posibilidades de ganar el concurso, siempre y cuando contara con las gemas adecuadas, un buen diseño y una excelente ejecución.

Pero tenía que ir paso a paso.

Lo primero eran las gemas, y para conseguirlas necesitaba a Tristan Bennett.

 

 

El ciento noventa y uno de la calle Albany, con el césped cortado y el jardín arreglado, presentaba un aspecto diferente.

Después de tomar el sendero de la entrada y parar el coche fue cuando le vio. Tristan estaba subido a una escalera limpiando el canalón.

Cuando Tristan volvió la cabeza y la vio, cesó en su tarea.

–Erin Sinclair –dijo él cuando ella se acercó a la escalerilla y le sonrió.

–Has hecho un buen trabajo –comentó ella.

–Y tú has vuelto –respondió él.

–Eres un hombre difícil de olvidar –y con el que era fácil soñar.

–No has encontrado a nadie que pueda acompañarte en el viaje, ¿verdad?

–No –admitió ella mientras Tristan bajaba la escalerilla.

Era más alto de lo que recordaba y estaba más moreno. Se preguntó si todas las mujeres que le miraban se quedaban sin respiración, como ella.

Tristan se quitó los guantes de trabajo y a la vista quedaron las fuertes manos. Unas manos que, con seguridad, sabían acariciar el cuerpo de una mujer.

–Sigo necesitando un acompañante –anunció Erin–. ¿Te interesa? Gastos pagados, y podríamos llegar a un arreglo respecto a un pago por tu tiempo. No sería mucho, pero si estás buscando trabajo… En fin, todo ayuda.

–No necesito tu dinero –contestó él–. Gástatelo en tus gemas.

–¿No estás en paro?

–Tengo trabajo, pero estoy tomándome un tiempo de descanso.

¿Qué trabajo? Tristan no parecía querer hablar de sí mismo.

–No creo que el viaje dure más de cuatro o cinco días, todo depende de si tardo o no en encontrar lo que quiero. La primera parada, para los ópalos, será en Lightining Ridge. De ahí quiero ir a Inverell a por los zafiros.

–Puedo ir por unos días.

–¿En serio?

La sonrisa de Erin era como un rayo de sol. Esa chica era demasiado abierta, demasiado confiada. Lo contrario a él.

–El único problema es que no te conozco bien. Tengo que conocerte un poco mejor.

–¿Cómo? –preguntó Tristan, aplaudiendo el sentido común de Erin.

–¿Qué tal si te invito a cenar?

¿A cenar? Tristan la miró con incredulidad.

–¿Crees que puedes saber cómo es un hombre con solo irte a cenar con él?

–Sería en casa de mi madre.

–¿Tu qué? No, ni hablar. No, no, no –Tristan sacudió la cabeza–. No tengo intención de ir a cenar a casa de tu familia.

–Solo estará mi madre –respondió ella–. Bueno, quizá también mi abuela.

Dos madres.

–¡Ni hablar!

–No creerás que puedo pasar una semana entera por ahí con un hombre sin que mi familia sepa quién es, ¿no te parece?

–Deberías conocer a mi hermana –comentó él enigmáticamente–. ¿Y tu padre? ¿No podría ver a tu padre? O a tu hermano.

–Los dos están fuera del país. Además, se exceden en lo que a protegerme se refiere. Las madres son mucho más razonables. ¿Qué te parece esta noche a las siete?

–No.

–Entonces, ¿cuándo?

–¿Qué te parece si te doy mi carné de conducir? Se pueden averiguar muchas cosas sobre una persona con el carné de conducir.

–¿Como qué? ¿Que le está permitido conducir?

–Como su nombre y dirección y la fecha de nacimiento. Con esos datos, se pueden averiguar otras cosas.

–No eres un delincuente, ¿verdad?

–Todavía no.

Erin le lanzó una mirada limpia y pensativa, no tan inocente como le había hecho creer.

–Está bien, hagamos un trato. Un medio desayuno medio almuerzo el domingo, pero en casa de mi madre. Y, para ser justos, puedes pedirle a tu madre que te acompañe.

Tristan sacudió la cabeza.

–Mi madre murió hace mucho –cuando él tenía doce años.

No era algo que le gustara divulgar, no soportaba la compasión que la gente solía mostrar al enterarse. Tenía treinta años, y ya no necesitaba una madre.

–En ese caso, podrías invitar a tu hermana.

–Vive en Inglaterra.

Erin suspiró.

–¿No tienes una tía soltera de esas a las que les encanta contar anécdotas de la infancia de su sobrino?

–No, pero la cacatúa del vecino de al lado sabe quién soy. Podría acompañarme.

–Bien. Y, si quieres, pídele a tu vecino que te acompañe también.

–¿Es que no te fías de tu propia capacidad de juicio?

–Sí, y mi juicio me dice no fiarme de un hombre que no quiere conocer a mi madre.

Tenía sentido.

–Desayuno comida mañana por la mañana. Y se te permite fijar un tiempo límite. ¿Te parece bien media hora?

–Una madre solo y media hora –confirmó él–. Eso es el máximo.

–No hay problema –Erin sonrió cálidamente–. Vendré a recogerte a las diez.

–Dame la dirección e iré yo –el coche de su padre estaba en el garaje. Aunque… clavó los ojos en el Monaro aparcado en su propiedad. Eso sí que sería un placer–. ¿Es tuyo?

–No, es de mi hermano Rory –respondió ella caminando hacia la moto. Él la siguió–. Yo no tengo coche. Me dijo que me lo dejaba para el viaje, pero me parece que si los vendedores lo ven van a triplicar el precio de las gemas, así que he optado por llevar el Ford de mi madre. Ella se quedará con el Monaro.

–Voy a echarme a llorar.

–Llorarías si tuviera que pagar el combustible para ese coche.

–En eso te equivocas. Estamos hablando de una aceleración instantánea y una velocidad punta de ensueño. El precio del combustible es secundario.

–Hablas como mi hermano. Jamás entenderé esa fijación de los hombres por los coches rápidos.

 

 

–Esto te parece buena idea, ¿verdad? –le preguntó Erin a su madre a la mañana siguiente mientras dejaba un paquete de café y una tarta en el mostrador de la cocina. Llevaba dos años viviendo sola, pero iba a ver a su madre con regularidad–. En su momento, me lo pareció.

–Sí, me parece bien, cariño –Lillian Sinclair miró a su hija por encima de sus gafas de cerca de color morado, una gafas que escondían una aguda mirada–. ¿Cómo has dicho que se llama?

–Tristan Bennett.

–Hace años conocí a un Tristan, era coreógrafo. Un encanto.

–No creo que este sea coreógrafo. El nombre no le va.

–¿No? ¿Qué nombre crees tú que le iría?

–Lucifer.

–¡Vaya! –exclamó su madre arqueando las cejas.

–Es muy guapo –le pareció bien prevenir a su madre.

–¿Y malo?

–Espero que no –Erin titubeó–. El instinto me dice que es un buen hombre, pero también que tiene un lado oscuro.

–¿A qué se dedica?

–Ni idea.

–Deberías preguntárselo.

–Pienso hacerlo –Erin abrió el paquete de café–. Es muy… esquivo.

El timbre sonó. Eran las diez en punto.

–Y puntual –observó su madre–. Me gusta eso en un hombre.

–¿Cómo estoy?

–Bien. Dime, ¿quieres que abra yo la puerta?

–No, ya voy yo –respondió Erin con un suspiro, y se dirigió al vestíbulo.

Tristan iba vestido con una camisa blanca, aunque con las mangas subidas. El resto era lo que había supuesto: pantalones cargo, botas usadas…

A sus pies había una jaula con una cacatúa.

–Se llama Pat –dijo él–. Desgraciadamente, los vecinos tenían que ir a la iglesia.

–Entrad.

Tristan agarró la jaula y la siguió hasta la cocina. Allí, con resignación, vio a su madre echar un vistazo al pájaro y al hombre y enamorarse de los dos al instante. Después de las presentaciones, Tristan, con el pájaro al lado, se sentó a la mesa, Lillian se sentó frente a él mientras ella se dispuso a preparar el café.

–¿Tarta? –preguntó Erin.

–Sí, gracias.

Cortó un buen trozo de tarta para Tristan y al pájaro le dio pan integral con un poco de miel.

–Palabrotas no –dijo la cacatúa.

–No, en mi cocina, no –dijo Lillian sonriendo–. Bueno, Tristan, Erin me ha dicho que vivías en Londres.

–Sí.

Parecía incómodo, pensó Erin.

–Solo y con dos terrones de azúcar, ¿verdad? –preguntó mientras le servía un café.

–Sí, gracias.

–Come –Lillian indicó la tarta–. Se ve que necesitas alimentarte.

Tristan cortó con el tenedor un trozo de tarta y se lo metió en la boca.

–Está muy bueno –comentó él.

–Claro, lo he comprado en la tienda de la esquina –Tristan tenía ojeras–. Me parece que también necesitas dormir.

–Duermo bien –Tristan se acabó la tarta y agarró la taza de café–. Y también me alimento bien.

–Infierno –dijo Pat–. Purgatorio.

–Es católica –comentó Tristan.

–Se lo perdonamos –dijo Lillian–. ¿Qué es lo que te ha traído de vuelta a Australia?

Tristan se encogió de hombros.

–Me debían vacaciones y he decidido volver a casa.

–¿Cuánto tiempo te vas a quedar?

–Seis semanas.

Seis semanas eran muchas vacaciones. Sabía que preguntar a alguien cuál era su trabajo era de mala educación, pero tenía la sensación de que si no se lo preguntaba él no se lo iba a decir.

–¿En qué trabajas?

–Trabajo para la Interpol.

Erin se le quedó mirando boquiabierta.

–¿Un trabajo administrativo? –preguntó Erin tras una larga pausa.

–No.

–Maldición –dijo la cacatúa.

–Vamos, Pat, no es tan terrible –le dijo Lillian al pájaro–. Peor sería si fuera un oficial de la marina.

–Un policía de la Interpol –declaró Erin–. Tú.

–¿Algún problema?

–Solo para la mujer con la que te cases –respondió Erin mirándole fijamente.

Su madre la miraba a ella con expresión comprensiva. Tristan Bennett era policía, otro hombre con secretos y un trabajo que debería anteponer a su familia. ¿Por qué no se había dado cuenta? Tristan lo llevaba escrito en el rostro: fuerza, indiferencia, autoridad…

–Al menos estarás protegida en el viaje –le dijo su madre.

–¿Por qué te has hecho policía?

–Me gusta la justicia –respondió él con voz queda–. Y me gusta dar caza a los bribones.

–¿Lo consigues siempre?

–No, no siempre.

Tristan apartó la mirada, pero no antes de que Erin viera la frustración reflejada en sus ojos. Su madre le cortó otro trozo de tarta. Su madre llevaba veintiocho años casada con un militar, y su primer hijo había seguido los pasos del padre. La especialidad de Lillian Sinclair eran los guerreros con el alma maltrecha.

–Mira, ahí es donde tenemos que ir –Erin agarró un mapa de encima de un montón de papeles y lo abrió sobre la mesa. Ella también se daba maña para distraer a un soldado maltrecho–. Creo que podríamos tomar la carretera que va por el interior.

–En ese caso, atravesaréis el parque natural de Warrambungles –comentó su madre–. Podrías hacer escalada –Lillian miró a Tristan–. Debes tener la misma talla que Rory, kilo arriba o kilo abajo. Puedes utilizar su equipo.

–¿Te gusta escalar? –preguntó Tristan mirando a Erin.

–Es el deporte de la familia Sinclair. Llevo escalando desde que tengo uso de razón –no estaría de más meter en el coche el equipo de escalar por si acaso–. ¿Y tú?

–No.

–¿Te gustaría probar? Podemos ir al ritmo que tú quieras. Tú elijes.

–Un deporte maravilloso –dijo Lillian–. Es extraordinario para el cuerpo, te despeja la mente y las vistas son magníficas. No comprendo por qué no lo practica más gente. ¿Más tarta?

 

 

Media hora con Erin y su madre se le hizo corta. Lillian Sinclair tenía la habilidad de hacer que la gente se relajara en su presencia, a pesar de su insistencia en darle de comer.

También le había interrogado. Lillian había oído hablar de su padre en una galería de arte; su padre, como experto, había analizado unas piezas de cerámica china de la galería. Habían hablado de él un rato; como también de sus tres hermanos, todos ellos mayores que él; y de su hermana, la menor. Habían charlado sobre Londres y los jardines de Kensington, el Támesis y el barrio de Chelsea, en el que él tenía su piso. Y de escalar, el yoga, las ilustraciones de los libros infantiles y la necesidad de afilar los cuchillos de cocina.

No parecía una familia normal.

–¿Lo ves? –dijo Erin mientras le acompañaba al coche–. No ha estado tan mal.

–Soportable.

–No me engañas, sé que estar en la cocina de mi madre te ha gustado. Le pasa a todo el mundo. Lo que ocurre es que no quieres admitirlo.

Erin tenía razón, pero no iba a admitirlo.

–Bueno, ahora que ya me habéis hecho un repaso, ¿qué?

–Haz el equipaje para una semana y me pasaré a recogerte mañana por la mañana –dijo Erin mientras él colocaba a Pat en el asiento trasero–. A menos, por supuesto, que hayas decidido no acompañarme.

–Te acompañaré… a menos que hayas decidido que no quieres que lo haga.

–Sí, quiero.

Erin parecía pensativa y él creía saber el motivo.

–No te gusta mucho mi trabajo, ¿verdad?

–Estoy segura de que eres un buen profesional –respondió ella fríamente.

Erin olía a sol y a limones, su pequeño cuerpo parecía diminuto en comparación con el de ella. Sin embargo, Erin era puro acero.

–No has respondido a mi pregunta. Dime, ¿por qué no te gusta?

–Eso da igual –respondió ella sacudiendo la cabeza–. Solo me interesas como guardaespaldas. He decidido que no me interesas en ningún otro sentido.

–¿En serio?

–En serio. No eres mi tipo.

–¿Estás completamente segura de eso? –preguntó él en tono aterciopelado.

–Más o menos –Erin se recogió un mechón de pelo detrás de la oreja y asintió–: Sí, segura.

–Pues, por el contrario, yo creo que te gusto. Y tú, aunque no sé por qué, también me gustas. ¿Quieres que probemos mi teoría?

–No.

Pero las mejillas de Erin habían enrojecido y, cuando le acarició los labios con las yemas de los dedos, los abrió. Le puso una mano en la garganta, sintió su pulso errático y, con satisfacción, la vio parpadear al tiempo que su respiración se tornaba sonora.

–No te deseo.

–Ya lo veo –respondió él.

Tristan le puso una mano en la nuca y acercó la cabeza a la de ella. Erin no se acercó a él, pero tembló con el roce de sus labios. Una vez. Dos…

La tercera fue la definitiva.

Tristan había creído que controlaba la situación. Solo necesitaba saborearla para demostrarse a sí mismo que no era distinta a otras mujeres, ni más dulce; que eso había sido producto de su imaginación. Seguía sin perder el control cuando Erin le puso las manos en los hombros y él la atrajo hacia sí. Pero entonces sus cuerpos se encontraron, Erin abrió la boca para permitirle la entrada y la llama del deseo amenazó con consumirle.

Erin no era dulce.

Erin no se parecía a ninguna otra mujer.

Erin le hizo perder el control.

Temió ahogarse en su propio deseo. El resto del mundo dejó de importarle, solo existían para él esa mujer y la magia entre ambos.

Había besado a muchas mujeres en su vida, pero no así, nunca así.

La soltó bruscamente.

Erin tenía los labios hinchados y los ojos desmesuradamente abiertos. Se quedaron mirándose en silencio.

–Demonios –murmuró Tristan dando un paso atrás al tiempo que se metía las manos en los bolsillos para no abrazarla otra vez–. Tú tampoco eres mi tipo.

 

 

Erin volvió a la cocina de su madre sin que se le doblaran las piernas, eso era lo bueno. Lo malo era que su madre, con solo mirarla, sabía lo que había pasado entre Tristan Bennett y ella.

–Creo que acabo de tener una revelación –declaró Erin dejándose caer en una silla–. La tierra ha temblado, he visto fuegos artificiales y, casi con toda seguridad, he oído arpas en el cielo.

–¿Le ha pasado a Tristan lo mismo que a ti?

–No lo sé, se ha marchado corriendo.

–Me gusta ese hombre –declaró su madre.

–Debería llamarle y cancelar el viaje –dijo Erin–. Podría comprar las gemas en una subasta. Hay una el viernes.

–Buena idea –respondió Lillian.

–Es policía –Erin suspiró pesadamente.

–Policía de élite –le corrigió su madre.

–¿Y qué?

–El problema es que te importa demasiado el tipo de trabajo de un hombre.

El problema era que le había gustado desde el principio, al margen de su trabajo. Y ahora le gustaba todavía más, un desastre para una chica que quería un marido que volviera a casa todas las noches y no tuviera secretos para su familia.

–¿Tan terrible es querer un marido cuyo trabajo no le lleve por todo lo largo y ancho de este mundo en persecución de tipos malos?

–No, en absoluto –murmuró Lillian. No era la primera vez que tenían esa conversación–. Soy la primera en admitir que, a veces, es difícil de sobrellevar. Pero un apasionado defensor de la justicia no va a conformarse con cualquier trabajo, Erin.

–No quiero un apasionado defensor de la justicia.

–Cielo, lo llevas en la sangre. Dudo que te conformaras con otra cosa.

–En ese caso, me casaré con un médico. Al menos, se dedican a salvar vidas desde casa.

–Sí, claro, los médicos lo tienen muy fácil: dieciocho horas de trabajo al día, decisiones de vida o muerte, pacientes… Y sus esposas también lo tienen muy fácil. Y cuando van a una fiesta o cualquier otra actividad recreativa, jamás se ven interrumpidos por una urgencia. Y, al volver a casa, lo hacen a las seis de la tarde, alegres y dispuestos a preparar la cena.

–Está bien, puede que ese no haya sido un buen ejemplo.

–En la vida hay que compensar una cosa con otra, Erin. A ti también te apasiona tu trabajo. Cuando encuentres al hombre de tu vida, dará igual a lo que se dedique. En cuanto a Tristan Bennett, está soltero y dispuesto a ayudarte a conseguir lo que quieres. Es justo lo que necesitas. Y asegúrate de que come.

–¡Mamá, por favor! Es un adulto y comerá cuando tenga ganas –había algo más que le preocupaba de Tristan Bennett–. Creo que huye de algo. Creo que lo está pasando mal.

–Sí, yo también lo he notado –comentó su madre mirándola–. Pero se encuentra a gusto contigo.