Tristan disminuyó la velocidad al acercarse a una glorieta.
Su vida estaba patas arriba de repente y, mirase para donde mirase, nada parecía igual.
En realidad, le apetecía hacer ese viaje. Ópalos, zafiros, kilómetros y kilómetros de carretera en compañía de una hermosa, ingeniosa y sonriente mujer. Le apetecían unos días de recreo y se preguntó adónde conducirían después de haber encendido la chispa del deseo entre la duendecillo y él.
Pero su intención había sido divertirse, no esclavizarse. A ella no le gustaba su forma de ganarse la vida. Y, en ese momento, a él tampoco.
Vivía en Londres, en un piso de dos habitaciones en medio de una ciudad agobiante. Si dejaba su trabajo, dejaría Londres también. Podía ir a vivir a cualquier sitio y dedicarse a cualquier cosa. Podía incluso volver a casa.
Le aterrorizaba entregarse a una mujer y acabar perdiéndola. Eso era, lo reconocía. Un miedo escondido, apenas consciente e insuperable. Suponía que se debía a haber perdido a su madre y haber visto a su padre hundirse. Su padre se había recuperado, todos lo habían hecho, pero era indudable que la muerte de su esposa le había afectado enormemente. También había visto a Jake divorciarse a los seis meses de casarse con Jianna. La dulce y encantadora Jianna, a la que conocían desde pequeños, y se había quedado destrozado.
A Tristan le gustaban las mujeres cariñosas e inteligentes, las mujeres que sabían lo que querían de la vida y luchaban por conseguirlo. Le gustaba su compañía y le gustaba hacerles el amor, pero manteniendo las distancias.
Con Erin era diferente. Erin le despertaba algo profundo, algo potente, desconocido y tan fuerte como para ser capaz de declarar la guerra a un constante compañero suyo: el miedo.
No, todavía no era amor. Deseo quizá. Un deseo profundo. Pero no amor.
Erin no podía dormir. El beso de Tristan y saber a lo que se dedicaba le hicieron dar vueltas en la cama. No era el hombre para ella, al margen de lo que pensara su madre. Su madre se equivocaba. Tristan era demasiado intenso, demasiado desconcertante, demasiado de todo para ella.
Y besaba como un ángel.
Miró el reloj, aún no era media noche. Todavía estaba a tiempo de llamarle y decirle que ya no necesitaba que le acompañara al viaje. Era una mujer adulta e inteligente, mejor hacer el viaje sola y no arriesgarse a que Tristan Bennett le destrozara el corazón.
No, era demasiado tarde para llamarle. Además, no tenía su número de teléfono. Debía dormir. Se dio media vuelta en la cama y cerró los ojos.
Nada.
En dos minutos consiguió el número de teléfono de Tristan; mejor dicho, el número de teléfono de la casa del padre de Tristan. Marcó el número en el inalámbrico y, de pie al lado de la cama, esperó a que contestara. Hizo un esfuerzo por tranquilizarse. Lo único que tenía que hacer era decirle que había cancelado el viaje. Después, se dormiría.
Cinco toques de timbre. Seis…
–Bennett –respondió Tristan con voz ronca y adormilada.
Lo malo era que le había despertado, lo bueno que así Tristan podría levantarse tarde al día siguiente. Estaba segura de que se sentiría aliviado.
–Soy Erin –dijo ella paseándose por la habitación–. He cambiado de idea respecto al viaje, no me parece buena idea.
–Bien –murmuró él–. Buenas noches.
–¡Espera! ¿Es que no vas a preguntarme por qué he cambiado de idea?
–No.
–Lo que pasa es que no puedes besar a una chica y esperar que actúe como si nada. Creo que merezco una explicación.
–No hay explicaciones que valgan –respondió él–. Cosas de la vida.
–No tiene ninguna gracia.
–Te aseguro que no volverá a ocurrir.
–¡Por supuesto que no! Y respecto al viaje…
–¿Ya hemos dejado de hablar del beso?
–Sí, a menos que quieras decirme que el beso que nos hemos dado ha sido absolutamente perfecto y que casi no puedes comer, ni respirar, ni dormir.
–Lo he superado.
¿Y ahora qué? Ah, sí, el viaje. Dejó de pasearse y se sentó en la cama.
–Estoy pensando en suspender el viaje.
–¿Por el beso?
–No. Y ya hemos dejado de hablar del beso, ¿o se te ha olvidado?
–Perdona –ahora parecía algo más espabilado–. ¿Por qué quieres suspenderlo?
Por el beso. Por la posibilidad de más besos.
–Hay una subasta esta semana y he pensado que podría comprar las gemas ahí.
–Mentirosa –dijo Tristan.
–¿Cómo sabes que es mentira?
–Soy policía.
No se le había olvidado.
–¿Qué clase de policía? –preguntó, aunque no esperaba una respuesta directa. Solo quería ver qué decía él–. ¿En qué consiste tu trabajo exactamente?
–Investigo robo de coches a escala internacional.
–¿Sueles trabajar de incógnito?
–A veces.
–¿Puedes hablar de tu trabajo?
–No.
¡Menuda sorpresa! Quizá pudiera aguantar una semana con él; al fin y al cabo, Tristan no tenía intención de darle más besos. Y si mantenían las distancias, no le importaba ir con él. Posiblemente, se había precipitado respecto a suspender el viaje.
–Bueno, supongo que no estaría mal ir a Lightning Ridge a echar un vistazo a los ópalos.
Tristan suspiró sonoramente.
–¿Por qué no te lo piensas bien y me llamas por la mañana?
–Eso es lo que me gustaría, pero no consigo conciliar el sueño. Prefiero solucionarlo ahora y dormir luego.
–A mí también me gustaría dormir –comentó él.
No parecía inclinado a seducirla. Bien. Y ella no le estaba imaginando tumbado en la cama…
–Erin…
–¿Qué?
–Decídete de una vez.
Inconfundible, una orden. No le impresionaba. Estaba inmunizada a los soldados autoritarios.
–Vamos al viaje –lo había conseguido, había tomado una decisión.
–¿Estás segura?
–Me pasaré a recogerte mañana por la mañana a las ocho. Hasta mañana.
–Qué alivio –dijo él, y colgó.
* * *
Erin se despertó antes del amanecer. Preparó un almuerzo y metió el equipaje en el coche en tiempo récord, y solo un autocontrol a prueba de bomba le impidió presentarse en casa de Tristan dos horas antes de las ocho.
Le encantaba el inicio de un viaje, la posibilidad de descubrir cosas nuevas, quizá la piedra perfecta que pudiera inspirarle un diseño o una carretera de amplio horizonte, personas desconocidas, lugares escondidos… Se miró el reloj una vez más, las seis menos cuarto. ¿Estaría Tristan ya despierto?
Llegó a casa de Tristan a las siete y media. Llegaba con media hora de adelanto, pero no había podido evitarlo. Además, Tristan debía estar ya levantado.
La puerta tenía un viejo timbre de cobre, llamó. Después de medio minuto, oyó unos pasos. Cuando la puerta se abrió, vio a Tristan con solo unos vaqueros, el pelo mojado y revuelto y una toalla en la mano. Recién duchado y afeitado estaba muy guapo.
–Qué bien, estás casi listo –dijo ella, esforzándose por ignorar aquel torso digno de una escultura y salpicado de vello oscuro–. Y perdona, no es que quiera meterte prisa.
–Te has adelantado.
–Solo un poco.
Tristan se apartó para permitirle el paso. Vio el modelo antiguo de Ford de su madre y suspiró.
–Es un coche bastante cómodo –le aseguró ella.
–Lo sé, pero no puede compararse con el Monaro.
–Nos llevará adonde queremos ir –declaró ella con firmeza–. El Monaro llama demasiado la atención, y eso puede ocasionar muchos problemas.
–Lo sé –la sonrisa de Tristan era peligrosa–. ¿Por qué crees que nos gusta tanto?
Tristan cerró la puerta y echó a andar, dejándola sin más opción que seguirle.
Verle los músculos de la espalda mientras caminaba secándose el pelo la dejó atontada, así que decidió mirar a otro lado para distraerse.
Siguió a Tristan hasta un cuarto de estar. Tristan le había dicho que todos sus hermanos se habían independizado y que allí ya solo vivía su padre, pero la casa era acogedora y se notaba que ahí había vivido una familia. Vio un cinturón de kárate en una vitrina.
–¿Quién es el séptimo cinturón negro dan?
–Jake. Dirige una escuela de artes marciales en Singapur.
–¿Y los libros de aviones?
–Son de Pete. Ahora está en Grecia, pilotando aviones de recreo. Es un trabajo solo de temporada, de verano.
Al mirar una foto de un joven con el uniforme blanco de la marina, Tristan se adelantó a su pregunta:
–Ese es Luke. Es buceador de la marina. Te gustaría.
Erin enseñó los dientes.
–Cuánta testosterona –comentó ella con dulzura–. ¿Hay alguien de tu familia que tenga un trabajo normal?
–Hallie se dedica a la compra venta de objetos de arte chinos –respondió él–. Eso es bastante normal.
Sí, claro, normalísimo. Bueno, por lo menos había dejado de secarse el cabello. Pero ahora lo tenía revuelto, liso por algunos lados y en punta por otros, lo que le daba un aspecto de juvenil inocencia. Engañoso. Muy engañoso. Tristan no tenía nada de inocente. Ni tampoco era inocente su reacción a la casi desnudez de él. Y, a juzgar por el oscurecimiento de los ojos de Tristan y su inmovilidad, se había dado cuenta del efecto que había provocado en ella.
¡Qué espanto! Mejor respirar, pensó al tiempo que, rápidamente, desviaba la mirada hacia un póster de la película El rey y yo que colgaba de la pared, encima de la chimenea. Era lo único femenino de la habitación. Deborah Kerr enseñando a Yul Brynner a bailar el vals.
–¿El póster es de tu hermana?
–Sí, y los demás lo aguantamos por ella –respondió Tristan; al parecer, contento de la distracción–. Era la película preferida de Hallie.
La mujer que amansó a un orgulloso rey. Una chica criándose sin madre y rodeada de hombres. No le extrañaba que aquella película hubiera sido su preferida.
–Mi madre y yo volvimos a verla hace unos años –comentó ella suspirando–. Me encantó. Desde entonces, me vuelven loca los calvos. No te vendría mal un corte de pelo.
–No vas a convencerme de que me rape la cabeza.
–No, claro que no. Aunque…
–No.
En ese caso, si no se ponía una camisa por encima, iba a empezar a salivar.
–¿No crees que deberías vestirte ya?
–Lo haré, si dejas de hacerme preguntas –respondió él en tono sufrido.
Erin sonrió dulcemente.
–Te espero aquí.
Tristan casi había llegado a la puerta cuando ella abrió la boca una vez más.
–¿Quién colecciona coches de juguete?
–Réplicas en miniatura –le corrigió él con firmeza antes de desaparecer.
–Entendido –dijo Erin sin contener una amplia sonrisa.
Los coches de juguete eran de él.
Era como ir en coche con una alegre hada, pensó Tristan tres horas más tarde. Había probado con no hablar, con serias miradas, con conducir él… Nada. No había nada que contuviera la efervescencia de Erin. Su intención era llegar a Lightning Ridge por la noche, a novecientos kilómetros de Sídney. Ni siquiera habían cubierto la mitad del camino.
–¿Qué tal si jugamos a veo, veo? –preguntó ella.
–No.
–¿Y si paramos para comer?
–Todavía no es mediodía.
Erin suspiró.
–¿Quieres que volvamos a cambiar y conduzca yo?
Él llevaba conduciendo menos de una hora. Todavía no tocaba cambio de conductor.
–No. Pon un CD –se encontraban entre dos ciudades, hacía veinte kilómetros que no recibían ondas de radio.
–No me apetece oír música en estos momentos.
–¿Por qué no te duermes? –sugirió él esperanzado.
–Quizás después de comer. Ahora, ¿por qué no me cuentas algo de ti?
–¿No te parecía mejor no intimar demasiado? –preguntó él burlonamente.
Erin llevaba una camisa azul y pantalones grises, nada excepcional ni insinuante ni femenino; sin embargo, toda ella era femenina, delicada y sensual. Las pulseras acentuaban la delgadez de sus muñecas, los pendientes hacían que uno se fijara en la curva de su cuello.
¿Cómo iba a aguantar una semana así?
–Me resulta difícil seguir ese plan –respondió Erin con un suspiro–. He pensado que si te conociera mejor me resultarías menos interesante. Y, con un poco de suerte, hasta puede que me desagrades.
No era una mala idea, pensó Tristan. Lo mejor sería ayudarle un poco.
–¿Qué quieres saber de mí?
–Dime cómo es que acabaste trabajando en la Interpol.
–Tenían una plaza vacante en el departamento de coches robados. Querían a alguien que entendiera de coches y que pudiera trabajar de infiltrado. Yo cumplía los requisitos.
–¿Te gustaba ese trabajo?
–Me gustó durante un tiempo.
–¿Qué te hizo cambiar de parecer?
–Se hizo cada vez más peligroso y dejó de ser una especie de juego para mí –respondió Tristan con voz queda–. Maduré.
–Suena terrible –comentó Erin–. ¿No puedes decir algo positivo de tu trabajo?
–Sí. En una ocasión, trabajábamos para desmantelar un grupo que se dedicaba al robo de coches en Serbia. Era un negocio familiar. Pero aunque conocíamos a todos los implicados, no podíamos tocarles. El mayor de todos murió de un infarto, los hermanos se mataron entre sí en un intento por asumir el control del negocio y, al final, el resto de los mortales se vio libre de ellos.
–Vaya, gracias. A tus hijos les va a encantar que les cuentes este tipo de cosas cuando les acuestes.
–¿Qué hijos?
–Los tuyos. Tendrás hijos, ¿no?
–No he pensado en eso.
–¿Nunca?
–No.
–No eres un buen candidato para marido.
–Lo sé –declaró él con solemnidad–. Mis habilidades son de distinto tipo.
–No puedo imaginarme de qué tipo son.
–Sí, claro que puedes.
Erin se sonrojó, abrió la boca para hablar, le sorprendió mirándola y apartó los ojos.
Silencio. Por fin. Saboreó el momento. Le encantaba que un plan suyo diera resultados.
Se detuvieron a comer en Gulgong, volvieron a turnarse para conducir en Gilgandra y llegaron a Lightning Ridge justo cuando el sol se ocultaba tras una línea de tierra roja salpicada de arbustos. Nadie sabía exactamente el número de habitantes de aquel lugar, se rumoreaba que entre dos mil y veinte mil. Lightning Ridge estaba en mitad de la nada y lleno de excéntricos, mineros de ópalos, optimistas y buscadores de fortunas. Era el lugar perfecto para esconderse.
–¿Dónde vamos a hospedarnos? –preguntó él.
–No lo sé –Erin le sonrió–, pero este es un buen momento para decidirlo.
–Ya –respondió Tristan, preguntándose por qué le molestaba tanto que Erin estuviera dispuesta a lanzarse a un viaje sin meta fija.
Él siempre viajaba así. Trabajaba en la clandestinidad y debía ser flexible; además, le gustaba. Pero, por lo que él sabía, a las mujeres no les pasaba eso. A las mujeres les gustaba saber exactamente adónde iban y cuándo iban a llegar, tanto si se trataba de pasar fuera el fin de semana como de las relaciones.
–Vamos a probar ahí –Tristan indicó un motel un poco más adelante a la derecha.
–De acuerdo.
El motel tenía aire acondicionado, televisión vía satélite y precios normales.
–Puedo ofrecerles la unidad familiar, con dos dormitorios y cocina americana –dijo la recepcionista.
–¿Dos dormitorios separados?
–Sí.
–Nos gustaría verlo –dijo Tristan.
La mujer agarró una llave que colgaba de un gancho en la pared y la dejó encima del mostrador con gesto brusco.
–La última puerta a la izquierda.
A Erin le gustó la unidad familiar. Estaba limpia y era funcional, cómoda, y así no tenían que seguir buscando después de haber pasado el día en la carretera. Los dos dormitorios y el baño estaban arriba; la cocina y la zona de estar, abajo. De haber sido Rory su acompañante en aquel viaje no habría dudado un segundo en decidir quedarse ahí, pero no estaba con Rory, sino con Tristan y veía un problema de privacidad.
–¿Qué te parece? –preguntó ella tímidamente.
–Me parece bien –respondió él cautelosamente.
–De acuerdo, nos la quedamos –le dijo Erin a la recepcionista al tiempo que sacaba la tarjeta de pago.
Tristan, con el ceño fruncido, parecía a punto de protestar, pero ella le lanzó una mirada de advertencia. Estaba decidida a cubrir los gastos del viaje. Ya lo habían hablado.
–Dos noches –añadió Erin.
–Si se quedan tres noches les daré entradas para la piscina del pueblo.
¡La piscina del pueblo, menudo incentivo!
–Es posible que tres noches, aunque no es seguro –dijo Tristan sonriendo a la recepcionista.
La mujer se pasó una mano por el cabello coquetamente, ignorando el hecho de que, por edad, podía ser la madre de Tristan.
–Le avisaremos con tiempo –añadió él.
No tardaron mucho en llevar el equipaje a sus habitaciones. Tristan tenía una maleta pequeña con ruedas, Erin una mochila llena de ropa, una bolsa grande en la que llevaba la lupa de joyería, un cuaderno de dibujo y lápices de colores, y también una bolsa con comida. Tristan agarró su maleta y también la mochila de ella, dejándole solo su bolsa y la comida. Rory habría hecho lo mismo y ella habría aceptado su ayuda sin más, pero Rory era su hermano.
Que Tristan lo hiciera la dejó con las piernas temblando.
–¿Qué prefieres, la habitación con la cama grande o la que tiene dos camas pequeñas? –le preguntó Tristan desde el piso de arriba mientras ella dejaba la comida en al cocina americana.
–¿De qué color son las sábanas de la cama grande?
–Blancas.
Maldición.
–Todas las sábanas son blancas –dijo Tristan después de bajar a la cocina–. ¿Te importa mucho?
–No, no mucho.
No, claro que no le importaba de qué color eran las sábanas, cualquier color le sentaría bien a Tristan Bennett. Además, estaba la cuestión del tamaño. Tristan era mucho más grande que ella. Gloriosamente más grande. Respiró hondo, soltó el aire con un soplido y dejó de pensar en sábanas blancas, camas grandes y Tristan Bennett.
–Me quedo con la de las camas pequeñas –ya estaba, problema de camas resuelto. Y habitaciones cerradas a cal y canto–. ¿Qué prefieres, cenar aquí o salir a cenar fuera?
–Qué has traído de comida –preguntó él.
–Cosas para desayunar, algunas cosas para picar y un par de botellas de vino. Nada de lo que se pueda decir que es una cena, cena. Yo más bien me refería a si compramos comida preparada y la tomamos aquí o si salimos a cenar fuera. Depende de lo que te apetezca. Ah, y dejemos las cosas claras desde el principio, pago yo.
–No es necesario.
A Tristan no parecía gustarle que una mujer le mantuviera. Pero ella no estaba dispuesta a dejarle pagar; al menos, no así, de primeras.
–Considéralo como gastos de la empresa –dijo Erin–. Y en lo que se refiere a cenar, a mí me apetece una hamburguesa. ¿Y a ti?
–Una buena hamburguesa con salsa de barbacoa –dijo él–. Y, para que lo sepas, ningún contable me va a considerar gastos de la empresa.
Tristan sacó del monedero un billete de cincuenta dólares, lo puso encima del mostrador de la cocina y añadió:
–Tú te has encargado del desayuno y del almuerzo, la cena corre de mi cuenta. Y no admito discusión.
Había hablado con suavidad, pero su fría y directa mirada le advirtió que no le presionara.
–Está bien –respondió ella acompañando sus palabras con otra mirada fría y directa–. Pero para conseguir unas buenas hamburguesas con salsa de barbacoa necesitamos que alguien nos recomiende un sitio. Iré a hablar con la recepcionista, a ver qué dice.
La recepcionista, que se llamaba Delia, le ofreció más que consejos. Llamó a un local, pidió las hamburguesas y también que se las llevaran a sus habitaciones. Dos hamburguesas, una con doble ración de salsa barbacoa, y patatas fritas con salsa de pollo.
–¿Para quién son las patatas fritas? –preguntó Erin a la recepcionista.
–Para su marido. Se le ve con hambre.
Estupendo. Otra mujer decidida a darle de comer.
–No es mi marido –declaró ella–, solo mi compañero de viaje. Un chófer.
Delia lanzó una carcajada.
–Cariño, si ese hombre es un chófer, yo soy la reina de Saba –después de un momento, añadió–: Aunque, pensándolo bien, estaría guapísimo de uniforme.
Erin no quería imaginarle con un uniforme. Desgraciadamente, no pudo evitarlo.
–Tardarán veinte minutos en traerles la comida.
–No me importa esperar.
–¿Por qué le iba a importar entretenerse pensando en ese hombre con uniforme? –dijo Delia–. También puede distraerse pensando en lo bien que se lo pasaría quitándole el uniforme.
Cinco minutos después Erin estaba de vuelta en sus habitaciones. Le informó de que las hamburguesas estaban de camino y, mirándole con expresión extraña, declaró que no le interesaba en lo más mínimo el tipo de uniforme que llevaban los policías de Interpol.
–No tiene importancia –respondió él observándola mientras Erin, en un despliegue de actividad, empezó a trajinar por la cocina: colocó los platos en la mesa, rebuscó en los armarios y le dio una botella de vino blanco para que la abriera.
–¿Vamos a beber? –preguntó él.
–Yo sí –respondió Erin–. Necesito distraerme.
–¿Por qué?
–Por ti.
–¿Te importaría explicarte?
–No, de ninguna manera –declaró ella con firmeza al tiempo que, por fin, encontraba las copas, que dejó también encima de la mesa–. Sirve el vino.
Tristan llenó dos copas. Quizá Erin tuviera razón, posiblemente el vino le obnubilara la razón y pudiera pasar la noche sin cometer una estupidez, como dar rienda suelta a la atracción mutua de ambos. O… no.
–¿Y si el vino no consigue distraerte? –preguntó él–. ¿Y si hace que pienses más en lo que tratas de evitar?
–Mejor no pensarlo –respondió ella alzando su copa–. Por los ópalos que voy a comprar, por los extraordinarios diseños que voy a realizar, por lo famosa que me voy a hacer y por el control de los impulsos respecto a los hombres con uniforme.
–Yo no llevo uniforme –dijo Tristan.
–No necesitaba saber eso.
Tristan se encogió de hombros y contuvo una sonrisa.
–Por tu éxito –dijo él.
–Gracias.
Les llevaron la comida diez minutos después. Las hamburguesas estaban buenas, pero las patatas estaban mejor.
–Buena idea –comentó Tristan señalando las patatas fritas amontonadas en un plato del que los dos picaban.
–Ha sido idea de Delia –observó Erin–. Me ha dicho que tenías cara de pasar hambre.
–¿Quién es Delia?
–La recepcionista –Erin le miró con curiosidad–. A las mujeres les gusta darte de comer, ¿verdad? ¿A qué crees que se debe?
–Supongo que al instinto maternal –respondió Tristan–. Además, ya sabes, la mejor manera de conquistar a un hombre es con comida.
–¿Te ha conquistado Delia?
–Todavía no, pero es una buena candidata.
–¿Te hacía alguien la comida cuando estabas en Inglaterra?
Tristan sabía lo que Erin le estaba preguntando y le pareció un buen momento para decirle lo que opinaba al respecto.
–No todos los días.
–¿Con frecuencia?
–No, tampoco con frecuencia.
–Yo no tengo ganas de darte de comer –declaró ella con solemnidad.
–¿No tienes instinto maternal?
–No.
–Me alegro –dijo Tristan.
Erin sonrió.
–Cuando pienso en ti solo pienso en apasionado sexo y en perder el sentido. En fin, supongo que no soy la primera que te lo dice.
–¿No tienes instinto de supervivencia? –preguntó Tristan. Él también pensaba en eso, el cuerpo se le endureció al imaginarse desnudando a Erin y poseyéndola ahí mismo, en la cocina–. ¡Maldita sea, Erin!
Tristan cerró los ojos y trató de recordar por qué no quería acostarse con Erin Sinclair, ni en la cocina ni en ningún otro sitio.
Lo recordó: Erin era peligrosa. Tanto si lo que quería era arrebatarle el corazón como si no, Erin Sinclair era capaz de llegarle a lo más profundo de su ser, y por nada del mundo quería que le ocurriera eso. No, no podía correr ese riesgo. No iba a permitirlo.
–Bebe –le ordenó Tristan, dolorosamente consciente de que si Erin le presionaba, y mejor que no ocurriera, si Erin le lanzaba una invitación con la mirada, sería incapaz de contenerse.
–Buena idea –dijo ella. Y agarró la copa con manos ligeramente temblorosas–. Creo que necesitamos alguna otra distracción.
Tras esas palabras, Erin se levantó de la mesa y salió de la estancia. Al volver, tenía un cuaderno de dibujo en una mano y lápices de colores en la otra.
–¿Qué vas a hacer?
–Voy a hacerte un retrato.
–¿Por qué?
–Voy a objetivizarte.
A él le pareció razonable.
–¿Quién te enseñó a dibujar?
–Mi madre primero; después, fui a clases de dibujo. Para una diseñadora, es muy útil –movía el lápiz con soltura–. Pon expresión de preocupado.
–¿Qué?
–Que pongas expresión de preocupado. Piensa en cualquier cosa que te preocupe.
–¿Quieres que piense en algo que no sea hacer el amor con una atractiva mujer que no quiere alimentarme?
–No, no pienses en eso –respondió ella rápidamente–. Piensa en cualquier otra cosa.
–No estoy seguro de poder hacerlo –murmuró él.
–Piensa en tu trabajo.
Tristan le lanzó una mirada asesina.
–Perfecto.
Tristan continuó lanzando chispas por los ojos.
–¿Cuánto tiempo te va a llevar?
–No mucho. Ya está casi. Es un retrato rápido, solo unas líneas. Intento evitar captar tu esencia. Tengo una pieza de ojo de tigre del mismo color que tus ojos. Si te hiciera un anillo con la piedra, ¿llevarías puesto el anillo?
Tristan lo dudaba.
–Sería algo así…
Erin volvió a dibujar, pero en otra hoja, encima de la mesa. Poco a poco, el diseño cobró vida. Era un diseño sencillo: un anillo ancho con una piedra cuadrada. Un diseño sencillo y, al mismo tiempo, elegante.
Tristan se encogió de hombros.
–Tu entusiasmo me tiene sobrecogida –murmuró ella agarrando la copa de vino–. En fin, te haré la sortija como pago por acompañarme en este viaje. Lo voy a hacer de oro blanco o, si consigo platino, de platino.
–¿Siempre te muestras tan generosa con gente que apenas conoces?
–Es un toma y daca.
Tristan quería tomar y dar. No sabía cuánto podía seguir aguantando sin tomar.
–Erin…
–Lo sé –le interrumpió ella casi sin respiración–. Creo que será mejor que me vaya a dar una vuelta.
Erin se levantó y fue a agarrar el plato de él.
–Déjalo.
Agarró su copa.
–¿Quieres que te la llene? –preguntó Tristan estirando la mano para agarrar la botella.
–¡No! Pero gracias. Bueno, me voy a dar ese paseo. Después, cuando vuelva, me daré una ducha y me iré a la cama. Sola.
–Buena idea –dijo él con voz ronca–. Pero si para cuando termine de recoger la cocina sigues aquí, acabaremos desnudos encima de la mesa, y tu ducha tendrá que esperar… hasta después. Lo sabes, ¿verdad?
Erin asintió y tragó saliva.
–No sé si estoy preparada para eso.
Él tampoco lo sabía.
–Disfruta del paseo.