Cuatro

 

Tristan estaba soñando con los muelles de Praga y las interminables filas de contenedores. Caminaba hacia el último contenedor cerrado. Coches. Estaba buscando coches robados y su compañero tenía en el bolsillo el permiso para revisarlos, seguros de que iban a encontrar algo. Lo presentía y lo veía en las miradas de los trabajadores de los muelles que pasaban por su lado.

Coches. Buscaban relucientes y caros coches de lujo. Era tarde y estaba cansado, extenuado, pero había notado algo en la voz de Jago al referirse a ese último contenedor que nadie quería llevarse que le había alertado y le había hecho ponerse al descubierto. Jago estaba asustado, algo iba mal. Y un sinvergüenza como Jago no se asustaba fácilmente.

–Dime por qué tenemos que hacerlo –le había preguntado Cal después de recogerle para ir al muelle–. Dime por qué te has descubierto después de meses de trabajar de incógnito y por un solo maldito contenedor de coches robados.

No sabía qué responder. No lo sabía.

–Sé que algo anda mal.

–Sí, tu cabeza. No lo entiendo. Los teníamos prácticamente a todos, al grupo entero.

–Los cabecillas se marcharon esta mañana. Es el momento –el momento, en realidad, había pasado.

Muerte. Olía a muerte.

–¿Ha examinado alguien el contenedor? –preguntó al vigilante que les acompañaba.

–No, claro que no –respondió el vigilante–. Los trabajadores están asustados. Se les nota.

No se trataba de coches. No se trataba solo de coches. De eso estaba tan seguro como de su nombre. Y, de repente, no quería abrir el contenedor, no quería saber lo que había dentro.

–Deberíamos pedir refuerzos y esperar a que vengan para abrirlo.

–¿Te has vuelto un cobarde de repente, amigo? –le preguntó Cal.

No se trataba de cobardía. Seguía vivo porque tenía buen instinto, y el instinto le decía que se mantuviera alejado de ese contenedor.

–No me gusta esto.

–Eh, has sido tú el que me ha sacado de la cama para traerme aquí –Cal se acercó al contenedor y comenzó a abrirlo.

Cal, un intrépido joven que no había visto todo lo que él había visto.

–¡Cal, espera!

Pero Cal no esperó. Cal abrió la puerta del contenedor y el olor a muerte les envolvió. Debería haber hecho lo que estaba haciendo ahora días atrás, justo cuando apareció el contenedor que se había perdido. Sabía que pasaba algo, pero había decidido esperar. Dentro no había solo coches; de hecho, no había ningún coche, sino colchones sucios y cuerpos inertes. Ahora, por fin, sabía por qué los traficantes se habían asustado al ver que el contenedor se retrasaba en llegar.

Las lágrimas le impidieron ver lo que no quería ver.

–Llama y pide una ambulancia –le dijo a Cal–. Alguien puede seguir aún vivo.

Debería haber abierto el contenedor tres días atrás, a su llegada al muelle. Sabía que algo había pasado, pero no de qué se trataba. Por eso había esperado.

Y esperado.

 

 

Erin se despertó al oír un ruido. Se quedó quieta en la cama, aguzando el oído. A la espera.

¿De qué? No lo sabía.

Volvió a oír el ruido. Un grito de angustia, de dolor, de desesperación.

Tristan.

No lo había soñado. Era Tristan.

¿Qué debía hacer?

Instintivamente, quiso ir a su habitación a abrazarle y a ofrecerle consuelo. Después, se le ocurrió que quizá debiera darle de comer. ¡Maldición! Permaneció en la cama y el ruido cesó y, de repente, vio luz por la rendija de la puerta. Tristan estaba despierto.

Oyó la puerta de la habitación de él al abrirse, oyó a Tristan entrando en el cuarto de baño y, después, el sonido del agua del grifo. Debía estar echándose agua por la cara.

Quería ir a verle y preguntarle qué le ocurría, pero, indecisa, se quedó donde estaba. A Tristan no le gustaría que se inmiscuyera en sus asuntos. Era muy reservado y, con toda seguridad, le diría que no era nada, que estaba bien y que volviera a la cama.

No, no le contaría nada. Conocía a esa clase de hombres.

Sí, conocía muy bien a esa clase de hombres.

Le oyó cerrar el grifo, darle al interruptor de la luz para apagarla y oyó sus pasos de regreso a su habitación.

Pero no apagó la luz de su cuarto y ella pudo imaginarle sentado en la cama con los codos en las rodillas y cubriéndose la cabeza con las manos. Y le maldijo por despertar en ella una vorágine de emociones.

Quería consolarle. Quería ayudarle desesperadamente. Y sabía que no podía.

A lo mejor Tristan estaba leyendo. Esperaba que fuera eso lo que estaba haciendo.

O quizá le gustara dormir con la luz encendida.