El desayuno no fue muy alegre, a pesar de que el sol brillaba y, por delante, se le presentaba la posibilidad de comprar el ópalo perfecto.
Erin observó en silencio a Tristan, recién duchado y afeitado, que estaba colocando dos rodajas de pan de pasas en el tostador. Se desenvolvía bien en la cocina, eso estaba más que claro. La noche anterior había recogido la cocina. El cuarto de baño también estaba en orden, sin pasta de dientes pegada al mostrador del lavabo ni toallas tiradas por el suelo. El único indicador de que Tristan había pasado por allí era el olor a jabón.
–¿Qué tal has dormido? –le preguntó ella en tono de no darle importancia.
–Bien –respondió Tristan–. ¿Y tú?
–Como un tronco.
–Estupendo –respondió Tristan mientras esperaba a que las tostadas saltaran.
No iba a hablarle de la pesadilla. Su padre y Rory se comportaban de igual manera, siempre reservados y siempre diciéndole que todo estaba bien cuando resultaba evidente que era todo lo contrario. Intentaban protegerla, lo sabía y se lo agradecía, pero también se lo reprochaba. Ella era más fuerte de lo que creían, suficientemente fuerte como para oírles y también para apoyarles.
Las tostadas saltaron, Tristan las puso en un plato, las untó de mantequilla y volvió a meter dos rodajas de pan en el tostador.
–¿Quieres estas tostadas? –le preguntó Tristan indicando el plato.
Tras un suspiro, Erin agarró una.
–El café está caliente –su contribución al desayuno. Dada la noche que había pasado Tristan, le parecía que iba a necesitar un par de tazas de café por lo menos para enfrentarse al nuevo día–. A cuarenta kilómetros de aquí hay una mina que lleva un hombre solo. Creo que es el primer sitio al que deberíamos ir ahora por la mañana.
–¿No tienes que llamar primero por teléfono?
Erin sacudió la cabeza.
–No, al viejo Frank no le gusta el teléfono. Lo bueno es que le encantan los ópalos –otra idea le vino a la cabeza–. Y también le gustan las pistolas. No le vas a arrestar por tener armas sin permiso, ¿verdad?
–Solo si me apunta a la cabeza con una –respondió Tristan.
Siempre cabía esa posibilidad. Frank y su arma solían recibir juntos a los clientes que se adentraban en su propiedad. Debía tener licencia de armas.
–Puede que sea mejor que te quedes en el coche mientras yo voy a buscarle.
–Me parece que no –respondió Tristan en tono implacable.
–Vaya, un tipo duro.
El tipo duro le lanzó una mirada que habría dejado helada la bahía de Sídney. En fin, ya se preocuparía de quién iba a buscar a Frank cuando llegaran a su propiedad.
Una cosa era segura, que a Tristan ya no le atormentaba la pesadilla. No, estaba pensando en distintas maneras de atarla al coche.
Tristan empequeñeció los ojos.
–Conozco ese tipo de sonrisa –le dijo él–. Mi hermana sonríe así también.
–¿Sí? –la sonrisa de ella se agrandó–. ¿Más tostadas?
Una hora después entraron en la árida propiedad de Frank, ignorando cautelosamente los letreros de «prohibida la entrada» y la calavera de una vaca colgando de un poste a la entrada.
–Muy curioso –comentó Tristan saliendo del coche para ayudarla a cerrar la cancela de la valla con las bisagras rotas–. ¿Cómo te enteraste de la existencia de este lugar?
–Hace dos años Rory y yo pasamos por aquí y paramos para ayudar a Frank a arreglar un problema mecánico en su coche. No sabíamos quién era, claro, pero después de charlar un rato…
–Ya, me lo imagino.
–Nos enseñó su mina y acabé comprándole unos ópalos. Creo que fue el destino.
–¿El horóscopo no tuvo nada que ver con ello?
–Eso también –Erin paseó la mirada por el desolado paisaje y después agitó la mano enérgicamente en dirección a un viejo remolque plateado.
–Me parece que está en casa. Me ha parecido ver algo.
–¿Dónde?
–En la caravana.
–Estupendo –dijo Tristan–. Vamos, entra en el coche.
Erin se sentó al volante, alargó el brazo para que él le diera las llaves y, cuando él se las dio a regañadientes, puso en marcha el vehículo y se encaminó hacia la caravana.
–¿Crees que se acordará de ti?
–Estoy casi segura de que sí –respondió Erin asintiendo con la cabeza.
Frank West se acordaba de ella. La sonrisa estampada en su moreno rostro y la ausencia de arma de fuego en las manos lo confirmó. Pero no recordaba a Tristan.
–¿Quién es el fortachón? –quiso saber Frank.
–Frank, te presento a Tristan. Tristan, este es Frank.
Tristan asintió.
Frank miró a Tristan con curiosidad.
–Se le ve tenso –comentó el hombre.
–Ya se relajará –respondió Erin lanzando a Tristan una sonrisa.
–Has venido en el momento oportuno. Tengo un ópalo negro muy bonito –dijo Frank.
–No sabes cuánto lo siento, Frank, pero los ópalos negros no entran en mi limitado presupuesto –había un límite de diez mil dólares respecto al coste de los materiales de cada participante en el concurso–. Lo que busco es un ópalo no pulido.
–Tengo algunos azules muy bonitos –dijo Frank–. ¿De que forma lo quieres?
–Más bien amorfos.
A Frank le brillaron los ojos. Ese tipo de ópalos era más difícil de vender que los ópalos cuadrados u ovales de forma bien definida.
–Entremos en mi despacho –dijo Frank. Y les invitó a sentarse a la mesa dentro de la pequeña caravana, que cumplía la doble función de casa y oficina–. ¿En serio que no quieres echar un ojo a los ópalos negros?
–Sácalos si quieres –dijo ella con una sonrisa–, pero a menos que puedas venderme uno por debajo de los dos mil dólares, lo único que puedo hacer es mirarlos.
Frank suspiró antes de dirigir la atención a una estantería con frascos de cristal repletos de ópalos. Después de examinarlos, agarró tres frascos y los dejó encima de la mesa. A continuación, abrió uno de los frascos y lo vació en el tablero.
–¿Cerveza casera? –le preguntó Frank a Tristan–. Me parece que no te vendrá mal mientras esperas. Te aseguro que vas a tener que esperar un buen rato.
–Sí, tómate una cerveza –dijo Erin al tiempo que se ponía a separar los ópalos–. Esto me va a llevar tiempo.
–La última vez que vino se pasó tres horas aquí.
–¿Tres horas? –repitió Tristan.
–Supongo que eso significa que sí quieres una cerveza –dijo Frank al tiempo que abría el frigorífico en el que había margarina, medio tomate, vasos de cerveza vacíos y un barril de cerveza de veinte litros con grifo incluido.
Frank llenó tres vasos de cerveza y se sentó.
–¿Cuánto crees que le va a llevar hoy? –preguntó Tristan.
–No sé. Lo que sí puedo decirte es que, con los años, me he hecho más astuto. El primer frasco que le he dado es para que vea lo que no quiere comprar.
–Vaya, Frank, gracias –dijo Erin sin molestarse en mirarle–. ¿Y el segundo?
–En el segundo encontrarás alguno bonito.
–¿Y en el tercero? –preguntó Tristan.
–Los mejores ópalos de forma irregular que tengo. Ahí encontrará lo que quiere.
–¿Por qué no le has dado el tercero directamente? –preguntó Tristan.
Frank le miró con condescendencia.
–No conoces muy bien a las mujeres, ¿verdad, hijo?
Tristan suspiró y agarró su vaso de cerveza.
–¿Quieres ver unos ópalos negros? –preguntó Frank a Tristan–. Tengo uno perfecto para un anillo de compromiso para una mujer no convencional.
Tristan se quedó inmóvil.
–Frank, le estás asustando.
–Un hombre tiene que pensar en el futuro de vez en cuando –comentó Frank con una sonrisa desdentada antes de dirigirse a una parte del remolque que era su dormitorio y estaba separada del resto por una cortina azul. Volvió con un rollo de tela de terciopelo rojo y Erin dejó los ópalos que estaba examinado para ver lo que Frank iba a enseñarles.
Frank estaba decidido a mostrar los ópalos negros a una persona que, inútilmente, fingía no estar interesada.
Los ópalos sobre ese terciopelo rojo valían una fortuna, pensó Erin después de que el viejo minero desenrollara la tela y se los mostrara. Valían dinero más que suficiente para que Frank pudiera comprarse una mansión. Cinco mansiones.
–Este es el último –declaró Frank con orgullo mientras les mostraba un ópalo de cerca de unos tres centímetros de circunferencia. Era turquesa sobre negro con vetas amarillas y rojas–. No había visto nada parecido desde hace treinta años, cuando el viejo Fisty sacó de la mina uno así y mira lo que pasó.
Tristan no sabía lo que pasó.
–Desapareció –dijo Frank–. Estaba en un pedestal y, como por arte de magia, desapareció. Yo estaba presente. Por eso es por lo que nunca expongo mis piezas en vitrinas. No me gusta, desaparecen.
–Alguien debió robarlo –observó Tristan.
–La habitación estaba cerrada a cal y canto cuando desapareció, no dejaron salir a nadie y nos registraron a todos lo que estábamos allí. ¡Nada!
–Alguien debió tragarse el ópalo –comentó Tristan.
–Era del tamaño de una pelota de tenis.
–O esconderlo.
–¿En esa sala? –Frank sacudió la cabeza–. Era una sala en un museo contemporáneo, imposible esconder nada.
–¿Qué museo? –preguntó Tristan, y Erin alzó la vista para mirarle con liviana exasperación–. No puedes evitarlo, ¿verdad? ¿No estás de vacaciones?
–Estoy de vacaciones.
–En ese caso, ¿por qué estás haciendo preguntas sobre un legendario ópalo de fuego que desapareció hace… veinte años?
–Más bien treinta –dijo Frank.
–Solo por curiosidad –respondió Tristan.
–Estabas trabajando –insistió Erin.
–¿No estabas viendo ópalos? –preguntó Tristan, a modo de ataque.
–Lo haré –tan pronto como terminara de admirar esos ópalos negros y dejara claras las cosas–. ¿Sabes cuál es tu problema? Has perdido el sentido del equilibrio. Siempre estás trabajando.
–¿En serio? –dijo Tristan fríamente.
–Sí, totalmente en serio –Erin se negó a ceder terreno–. Estás tan ocupado persiguiendo villanos que se te ha olvidado perseguir un sueño.
–Sé perseguir mis sueños perfectamente –declaró él.
–¿Sí? Dime, ¿cuándo fue la última vez que te dejaste llevar por tus impulsos? ¿Cuándo fue la última vez que hiciste algo porque te apetecía?
Los ojos de Tristan brillaron al tiempo que esbozaba una ladeada sonrisa.
–Estoy aquí, ¿no?
Erin encontró los ópalos perfectos para su proyecto en el tercer frasco, tal y como Frank había dicho. Tres. Dos mitades del mismo ópalo cortadas en delgadas columnas azules y verdes, perfectas para unos pendientes; el tercero era una piedra de color y forma similares con la diferencia de que a esta pieza le recorría una fina veta plateada. La tercera piedra le serviría de base para un collar, decidió Erin. Y cuando Frank le dijo el precio, le pareció muy razonable.
–Hay piezas mejores que esas –dijo Frank directamente.
–Lo sé –Erin agarró la piedra y la giró a contraluz para ver el efecto–. Pero el color es extraordinario y tiene algo que me gusta mucho.
Erin pagó al contado por los tres ópalos. Después, se dirigió a la puerta mientras y, desde allí, aún dentro de la caravana, vio a Tristan acercarse a una vieja y oxidada furgoneta que Frank parecía utilizar para almacenar cosas.
Había algo en Tristan que le resultaba irresistible, una mezcla de fuerza y vulnerabilidad que le atraía como un imán.
–Sé que va a ser un desafío, pero esta piedra es la que quiero –le comentó a Frank en tono ausente.
–Mujeres –murmuró Frank.
Erin apartó los ojos de Tristan y, clavándolos en Frank, arqueó las cejas.
–Deja a ese chico tranquilo, ¿de acuerdo? –añadió Frank–. No le va a ayudar mucho que insistas en lo que es obvio. A veces un hombre tiene que solucionar sus problemas por sí mismo y tomándose el tiempo que necesite.
–¿Y si no sabe cómo hacerlo? –dijo ella pensando en la pesadilla de Tristan la noche anterior.
–En ese caso, tienes que ser más hábil.
–Supongo que querrás decir que tengo que ser más sutil.
–Sutil, hábil… da igual.
–Las mujeres sabemos la diferencia entre las dos cosas.
Frank respondió con un bufido y los dos echaron a andar en dirección a Tristan, que seguía examinando la furgoneta.
–Es un Ford del treinta y nueve –dijo Tristan.
–Se lo compré a un minero que se había arruinado por cien dólares –explicó Frank–. ¡Mira que carrocería, qué líneas!
Tristan lo estaba mirando.
–¿Está en venta?
–Depende de para qué querrías la furgoneta –contestó Frank–. No se la vendería a cualquiera.
–Me gustaría restaurarla –respondió Tristan–. Estoy dispuesto a pagar seiscientos dólares por ella.
–Mil doscientos –dijo Frank.
–Está muy oxidada –observó Tristan.
–Solo superficialmente.
¿Oxidada superficialmente? Erin se agachó, arañó una parte oxidada de la carrocería y, conteniendo una carcajada, vio el trozo de metal caer al suelo.
–Quinientos dólares –dijo Tristan.
Erin miró a su compañero de viaje con sorpresa. Tristan vivía en Londres, Inglaterra. ¿Para qué quería ese coche de mil novecientos treinta y nueve?
–¿Funciona? ¿Puede rodar? –preguntó Erin después de que Frank abriera el capó.
El motor del coche era el más grande que Erin había visto en su vida.
–Hace quince años marchaba de maravilla.
–Sí, ¿pero marcha ahora?
–Cuatrocientos –dijo Tristan mientras examinaba el motor–. ¿Conoces a alguien que pudiera llevarme la furgoneta a Sídney?
–Eso te costará dos cientos dólares más –respondió Frank–. Seiscientos cincuenta todo.
–Trato hecho –Tristan y Frank se dieron la mano. Tristan era el orgulloso propietario de una oxidada reliquia.
–¿Qué vas a hacer con la furgoneta después de arreglarla? –le preguntó Erin a Tristan–. ¿Vas a hacer que te la lleven a Londres? –eso le costaría una fortuna.
Tristan se encogió de hombros.
–No lo he pensado.
–¡Eso sería completamente ridículo!
–No, sería un sueño –replicó Tristan con la sombra de una sonrisa.
Fueron a tres minas más, dos de ellas por recomendación de Frank, y Tristan aguantó con estoico silencio. No le metió prisa ni la distrajo ni trató de influenciarle. Estaba claro que los policías eran pacientes, pensó ella. Rory no habría llegado al mediodía.
Pasaban de las cinco de la tarde cuando volvieron al motel y no había comprado más ópalos. Pero daba igual, tenía los tres que le había comprado a Frank y las piezas de joyería que iba a hacer con ellos iban a ser extraordinarias. No iba a comprar más ópalos, acababa de decidirlo.
–No vamos a quedarnos una tercera noche, nos iremos mañana por la mañana –le dijo a Delia al pasar por recepción de camino a sus habitaciones.
–Tendréis que dejar la habitación a las once –dijo Delia mirándoles–. Se os ve muy cansados. No os vendría mal un baño en la piscina climatizada.
Delia les ofreció un disco dorado y añadió:
–Dos noches os permite una entrada a las piscinas.
–No he traído bañador –dijo Erin mirando a Tristan–. ¿Y tú?
–Tampoco.
A Delia le brillaron los ojos.
–También están las piscinas naturales, están bastante cerca. No decimos nada de ellas a los turistas. Ahí os podéis bañar desnudos.
¿Desnudos? ¿Bañarse desnuda con Tristan Bennett en una piscina? No, no era buena idea. Pero Delia insistió.
–Aquí están –dijo Delia indicándoles un punto marcado con una equis en el mapa–. Es un lugar muy pintoresco; sobre todo, al atardecer. Es casi seguro que no habrá nadie más.
–No –dijo Erin sacudiendo la cabeza.
Había conseguido contener la tensión sexual durante todo el día. Esa noche tenía pensado ir a cenar a un restaurante con mucha gente y mucho ruido, no ir a una piscina al atardecer.
–No me vendría mal un baño –declaró Tristan con una sonrisa desafiante.
La sonrisa hizo que Delia comenzara a abanicarse con un folleto turístico.
–Relajaos –dijo Delia–. Id a daros un baño y no os olvidéis de respirar.
La piscina natural no parecía gran cosa desde la distancia. Alguien se había tomado la molestia de colocar unas piedras lisas alrededor, el resto era naturaleza en estado salvaje: unos cuantos arbustos, kilómetros y kilómetros de tierra grisácea y un sol que parecía una bola de fuego a punto de ocultarse por el horizonte.
–No sé por qué la gente de aquí no quiere que nadie sepa dónde está esta piscina –murmuró Erin al salir del coche.
–Tiene cierto encanto –comentó Tristan, paseando la mirada por aquel entorno después de salir del vehículo–. El agua está muy bien.
–Sí –una pena la capa de tierra arcillosa de color gris que lo cubría todo, incluida la superficie del agua.
Desde luego, no era un oasis en medio de un desierto. Aunque podía cerrar los ojos e imaginar un oasis con palmeras y arena blanca. Sí, mucho mejor. Al abrir los ojos, vio a Tristan sin camisa y a punto de quitarse los pantalones. No, no podía ser.
–No vamos a bañarnos desnudos, ¿verdad? –preguntó Erin con lo que estaba segura era una expresión de horror y lujuria simultáneamente.
–A mí me da igual –respondió él.
No, de ninguna manera.
–Nos bañaremos con la ropa interior puesta –declaró ella con firmeza.
Tristan se encogió de hombros, se quitó los pantalones y, en calzoncillos, se tiró al agua y se dirigió a la orilla opuesta tipo explorador. ¡Hombres! ¿Acaso no sabían estarse quietos y relajarse en el agua?
Con un suspiro, Erin se quitó la ropa hasta quedarse en bragas, de algodón, y sujetador, y se adentró en la piscina natural. La temperatura era buena, y si ignoraba el lodo del fondo y lo turbia que estaba el agua, era agradable. Nadó a braza hasta el centro de la piscina, de fondo profundo, se dio media vuelta y se quedó flotando en la superficie.
–Estoy haciéndome la ilusión de que esto es un oasis –murmuró cuando Tristan apareció a su lado.
–Estás en un oasis en el desierto –comentó él–. Este sitio es estupendo.
–No me comprendes.
Tristan la miró con una sonrisa que ella intentó ignorar.
–¿Estás sola en ese desierto imaginario? –preguntó él.
–No, hay un camarero. Se parece mucho a ti.
–Dile que mate al mosquito que tienes al lado de la oreja. Es del tamaño de un autobús.
–Se lo diré –contestó Erin apartándose el mosquito de un manotazo–. Ahora está ocupado atendiendo a los caballos.
–¿Caballos? ¿Qué tipo de caballos?
–Un fiero semental negro y una bonita yegua blanca. El negro es el mío.
–Deberías pensarlo mejor –dijo Tristan–. Ese semental es demasiado caballo para ti. Es más apropiado para un hombre.
–Sé manejarle.
–No digas que no te lo he advertido –Tristan suspiró, se sumergió en el agua y reapareció unos segundos después–. Supongo que tu camarero no tiene una cerveza a mano, ¿verdad?
–Buena idea. Le diré que traiga dos –Erin se dio la vuelta y nadó hacia la orilla–. Eh, mira, hay una plataforma aquí, no cubre.
–Estupendo –Tristan se acercó a ella.
Erin se echó a un lado para dejarle sitio, todo el sitio posible. Por suerte para ella, era una plataforma bastante grande. Cerró los ojos e hizo un esfuerzo por ignorar la extraordinaria musculatura de Tristan.
–Erin… –el murmullo le pareció una caricia.
–¿Qué?
–Abre los ojos y date la vuelta despacio.
Erin abrió los ojos y le miró.
–¿Qué pasa? ¿Has visto una serpiente por aquí?
–No.
–¿Un emú?
–Date la vuelta. Te estás perdiendo la puesta de sol.
Ah, la puesta de sol en la aislada piscina natural. Con Tristan. Con la indiferencia de la que fue capaz, Erin se volvió.
El cielo estaba encendido. Naranjas, rojos y azules. No era la típica puesta de sol de una isla tropical, pensó sobrecogida. Este era un cielo fuerte y glorioso sobre una tierra árida y desolada. Era un paisaje primitivo y sobrecogedor que parecía desafiarle a vivir la vida y disfrutar el momento con ese hombre al que no podía mirar sin desear y sobre el que no cesaba de preguntarse qué podía hacer para erradicar las sombras que veía en sus ojos.
Se sumergió en busca de respuestas y, sin embargo, salió a la superficie con un puñado de lodo.
–Tristan…
Él la miró en solemne silencio. Y entonces…
¡Zas!
El lodo le dio en el hombro. Al instante, Erin corrió hacia el borde de la piscina a por más artillería, y rio al ver la expresión de perplejidad de Tristan.
–La gente paga mucho dinero para que la cubran con esto. En serio, se supone que es muy sano.
–¡Vaya! ¿Por qué no me lo has dicho antes?
¡Zas!
Tristan tenía una puntería excelente y unas manos muy grandes. Y ella, al momento, entre risas, se vio cubierta de barro. Giró hacia un lado y se agachó para evitar que el barro volviera a golpearla, pero le dio en el hombro. Aunque en inferioridad de condiciones, no se dio por vencida y se sumergió. Pero Tristan la agarró por el tobillo y, de repente, se encontró pecho con pecho con él.
Tristan estaba de espaldas al sol, lo que le hacía parecer más moreno, y las sombras habían desaparecido de sus ojos.
–¡Eh, funciona! Estás casi sonriendo –estuvo a punto de lanzar un gemido de placer al pasarle las manos por los hombros–. No estaría mal que nos lleváramos un poco de este barro para el resto del viaje.
–¿Podemos llevarnos también este oasis? Porque, si quieres que te diga la verdad, no creo que el barro sirva de nada sin el paisaje.
Los ojos se le habían oscurecido al hablar. Ya no sonreía, su expresión había cobrado gran intensidad. Una llama se había encendido, una llama que acarició a ambos y a ella la hizo estremecer.
«Sé valiente», se dijo a sí misma cuando Tristan le rozó una mejilla y deslizó la mano hacia su garganta mientras la atraía hacia sí.
Se besaron suavemente, y sintió el fuego del cielo dentro de su ser, quemándola, derritiéndola.
Había buscado el lado salvaje de él y lo había encontrado: lo saboreó con la lengua y lo sintió en sus caricias. Con los cuerpos pegados, solo les separaba la ropa interior, e incluso eso era demasiado. El sujetador desapareció y Tristan le cubrió los pechos con anhelo mientras le besaba la cabeza, la garganta y los labios una vez más.
–¿No habías dicho que no querías que esto ocurriera? –murmuró él.
–Eso fue ayer.
Tristan le puso las manos en las caderas, acoplándola contra su miembro, justo donde ella quería estar, justo lo que necesitaba. Pero pronto quiso más y lo buscó. Lo encontró en la suavidad de la piel de Tristan, en la dureza de ese musculoso cuerpo. Enterró las manos en los cabellos de él y se ofreció por entero, le ofreció todo lo que podía darle.
Tristan lanzó un profundo gruñido y tembló. Y cuando la rodeó la cintura con un brazos no lo hizo con ternura, sino con fuerza, al tiempo que con la otra mano le cubría un pecho.
Erin quería más, quería sentir en la piel la boca de él. Dejó de besarle y tiró de él para que bajara la cabeza.
Tristan no conseguía saciarse de ella, de sus curvas femeninas. Le volvía loco el sabor de Erin, su piel… Y a ella le ocurría lo mismo, se lo decían esos temblores de Erin y sus gemidos mientras le devoraba el pecho.
Quería parar. Quería desesperadamente que Erin hiciera algo o dijera algo que le hiciera detenerse antes de ahogarse dentro de ella, antes de que ambos se ahogaran, pero la pasión desencadenada no conocía la misericordia.
La quería desnuda por completo, pero no sabía cómo quitarle la última prenda que le quedaba sin separarse de ella, y eso era imposible.
–Haz que pare –susurró él–. Por favor, Erin, dime que pare.
–No –respondió Erin al tiempo que subía las piernas para rodearle la cintura con ellas.
El beso que siguió fue fiero, brutal. Lo único que existía en ese momento era ese hombre y su propio deseo, un deseo violento, desesperado. Pero Tristan era demasiado fuerte, estaba demasiado dañado.
Demasiado.
Erin vaciló un instante en el que se preguntó qué había hecho, qué estaba haciendo. Y Tristan debió sentirlo, porque sus manos, que la habían sujetado con fuerza, la soltaron. Tristan interrumpió el beso, se apartó de ella y la miró con ira, frustración y un brillo de dolor que casi la destruyó. Después, Tristan lanzó una maldición y se dio la vuelta.
No era así como una mujer quería ver al hombre que le había proporcionado la experiencia sexual más intensa de su vida.
–Perdona –dijo él. No era eso lo que Erin quería oír–. He sido muy brusco. He perdido el control. Mi comportamiento no tiene excusa.
–No me ha molestado –dijo Erin, desesperada por derribar barreras con la rapidez que él las levantaba–. Me ha gustado. Me ha gustado que perdieras el control.
Tristan le lanzó una mirada fugaz.
–A mí no. No te he hecho daño, ¿verdad?
–No. Tristan… –¿qué podía decirle a un hombre empeñado en mantener las distancias con ella, tanto emocional como físicamente?–. Estoy bien, no te preocupes por mí –no quería que se sintiera culpable, no había motivo–. ¿Qué es lo que haces normalmente con una mujer después de hacer que caiga rendida a tus pies?
–No suelo hacerlo en piscinas naturales.
–Imagínatelo.
–Puede que me seque –respondió él con la sombra de una sonrisa–. Puede que le ofrezca una toalla para que ella se seque también.
–No está mal, para empezar.
–Y luego puede que vaya a por esa cerveza que quería. O vino. Lo que le apetezca.
–Me gusta.
Tristan sonrió de verdad y ella contuvo un suspiro de alivio. No quería que Tristan se disculpara por lo que habían hecho. No quería que se sintiera culpable de que ambos hubieran perdido el control.
–En serio, Tristan, un par de besos no tienen tanta importancia –dijo Erin, consciente de que era una mentira descarada.
–¿No quieres saber a qué nos va a conducir esto?
–No –respondió Erin, aunque sabía que le iba a conducir a que Tristan le destrozara el corazón.
Pero cada cosa a su tiempo.