Seis

 

Tristan compró cerveza y comida china preparada de camino al motel, y Erin no insistió en pagar ni protestó. Tampoco había protestado cuando él se puso al volante. Había adivinado, correctamente, que necesitaba hacer algo que requiriese cierto control.

Cenaron en el motel, en la pequeña cocina de sus habitaciones, y, con un esfuerzo, logró que la conversación fluyera casi con normalidad y fluidez.

Pero ciertos pequeños detalles le tenían confuso: el deleite de Erin al probar el cordero picante, a pesar de que los ojos se le habían llenado de lágrimas; lo contenta que se puso al beber cerveza fría de la botella; la forma como se movía y como sonreía. Erin era una mujer que apreciaba el placer de los sentidos, se había dado cuenta desde el principio, desde el momento en que la besó delante de la casa de su madre y momento en el que se juró a sí mismo mantener las distancias con ella.

–Bueno, ¿y de aquí adónde vamos a ir? –preguntó Tristan después de cenar y recoger la cocina–. ¿A Inverell a por zafiros?

–Sí, por la mañana –Erin le clavó los ojos–. Pero no tienes que acompañarme si no quieres. Si lo prefieres, puedes volver a Sídney mañana –Erin sonrió traviesamente–. Podrías volver a Sídney en esa tartana que te has comprado. Parecerías James Dean.

–James Dean tenía un Porsche Spyder color plateado de mil novecientos cincuenta y cinco. No creo que James Dean y su coche se parecieran en absoluto a mí con el Ford de Frank por la carretera.

–Para verlo, deberías ser mujer –comentó ella irónicamente–. Los hombres os tomáis todo al pie de la letra. Lo que quería decir es que, de querer volver a Sídney, puedes hacerlo de muchas maneras desde aquí.

Erin le estaba ofreciendo una salida, cosa que él no iba a aceptar. Como tampoco iba a permitir que Erin notara lo mucho que le afectaba.

–Tienes que comprar zafiros para las piezas de joyería que vas a presentar en el concurso, ¿no?

–Sí, pero si no te apetece…

–Dejémoslo estar –dijo Tristan en tono seco–. Ni lo menciones.

Erin asintió y apartó los ojos de él.

–Con dos días más tendremos bastante.

Y dos noches. No sabía qué iba a hacer en todo ese tiempo, de la noche a la mañana.

–Me parece que, ahora que tengo los ópalos, voy a ponerme a trabajar un rato en el diseño –dijo Erin al dejar el trapo de la cocina para secar.

–Y yo creo que me voy a dar una vuelta por el pueblo –Erin se había ido a dar un paseo la noche anterior, ahora le tocaba a él–. Puede que tarde en volver.

Tristan había recorrido la mitad del camino hasta el pueblo cuando se le metió en la cabeza llamar a su hermano, que estaba en Singapur.

–¿Tienes problemas? –le preguntó Jake en el momento en que se saludaron.

–Bueno, he conocido a una mujer.

Se hizo un silencio.

–¿Es una asesina?

–No.

–¿Una psicópata?

–No.

–¿Está casada y la has dejado embarazada?

–No.

–En ese caso, no lo entiendo. Vas a tener que explicármelo. ¿Te has acostado ya con ella?

–No.

Otro silencio. Por fin, Jake suspiró sonoramente.

–Tris, por favor, no me digas que me has llamado para pedirme consejo. Llama a Pete, que es el que se enamora casi a diario.

Pero nunca de verdad.

–No puedo quitármela de la cabeza.

–Eso es terrible –dijo Jake–. Tienes que olvidarte de ella inmediatamente. Date un golpe en la cabeza.

La solución de un especialista en artes marciales.

–Por aquí hay un poste de telégrafo.

–Perfecto. Ya verás como después te sientes mucho mejor. Llámame desde el hospital.

–Tú… ¿conseguiste olvidarte de Jianna? –nunca hablaban del fallido matrimonio de Jake.

–¿Quieres que te dé un consejo? Aléjate de ella.

–No has contestado a mi pregunta.

–No te conviene que te conteste.

Su hermano no le iba a responder. Había ido demasiado lejos. Pero Jake le sorprendió al decir:

–¿Quieres saber si todavía sufro, si todavía pienso en ella durante el día y sueño con ella por las noches? La respuesta es no. Es decir, hay días en los que no me acuerdo de ella en absoluto.

 

 

Tristan volvió a soñar con los astilleros de Praga y con la decisión que tanto había tardado en tomar.

Se despertó bañado en sudor, con las sábanas revueltas, el corazón latiéndole con fuerza y bilis en la boca. Apartó la sábana a un lado, encendió la lámpara de la mesilla de noche y, respirando trabajosamente, se sentó en la cama. ¿Cuándo iban a dejar de acosarle los recuerdos? ¿Cómo se iba a deshacer de ellos?

Le habían dicho que no era culpa suya, que había seguido los procedimientos habituales al pie de la letra. Y no había sabido qué había en el contenedor. Sin embargo, la pesadilla se repetía.

Pensó que darse una ducha le vendría bien; pero, al instante siguiente, se preguntó si no despertaría a Erin. No. El cuarto de baño estaba al lado de su habitación, no de la de Erin. No haría ruido. El agua le quitaría el sudor, le limpiaría los recuerdos y, una vez que se sintiera limpio, pensaría en qué hacer el resto de la noche.

Salió de la ducha, se puso unos pantalones de chándal y, mientras bajaba las escaleras, se sintió casi normal. Se dirigió directamente a la cocina para comer algo y tardó demasiado en darse cuenta de que la luz estaba encendida. Había sido el último en acostarse y había apagado las luces, estaba casi seguro.

Sí, lo había hecho. Otra persona había vuelto a encender esa luz.

–Buenos días –dijo Erin apartando los ojos del diseño en el que estaba trabajando para mirar a Tristan.

Se le notaba cansado, pensó Erin. Parecía vencido. Sus demonios le estaban golpeando.

–¿Qué haces aquí? –preguntó él con brusquedad.

No era el más cariñoso de los saludos.

–He estado trabajando en el diseño –respondió ella a modo de explicación, lo que era verdad hasta cierto punto. Había estado trabajando, pero había estado esperando a Tristan.

Tristan miró los dibujos y luego a ella.

–¿A las cuatro de la madrugada?

Erin se encogió de hombros.

–¿Por qué no? Estaba despierta.

–Siento haberte despertado –dijo Tristan con cierto embarazo.

Y a ella le dio pena verle así y maldijo la retrospección de Tristan.

–En la tetera eléctrica hay agua caliente –dijo Erin señalando la taza de té que tenía delante–. Los restos de la cena están en el horno.

–¿Tú también quieres alimentarme?

–No, en absoluto.

–¿Estás segura? No es esa la impresión que me das.

–Yo preparé la cena anoche, así que no cuenta.

Tristan tenía el cabello revuelto e iba desnudo de cintura para arriba. Erin trató de ignorar los latidos de su corazón y el cosquilleo en el vientre. No, no iba a seducirle. Solo quería ayudarle.

–¿Es así todas las noches?

–¿Qué? ¿Que si me doy una ducha todas las noches?

–Me refiero a las pesadillas.

El silencio de Tristan fue sumamente significativo.

–¿Quieres hablar de ello?

–No.

–Contarle a alguien tus problemas es liberador.

–Sí, eso he oído decir. Sin embargo, yo creo que mis problemas son míos y de nadie más.

Erin sonrió tristemente.

–Bueno, quizá ese sea el problema –había supuesto que Tristan rechazaría su oferta de apoyo. Su padre y Rory eran iguales, nunca hablaban de sus problemas. Y no porque fueran hombres, sino por ser guerreros.

–Un tipo duro –añadió ella.

–No, en absoluto.

Y tan vulnerable, pensó Erin con un nudo en la garganta.

–¿No tienes forma de deshacerte de esas pesadillas?

Tristan agarró un vaso, lo llenó de agua y bebió.

–Estoy pensando en la posibilidad de dejar mi trabajo y dedicarme a otra cosa –respondió él a pesar suyo.

Erin parpadeó y se recostó en el respaldo de su asiento. No era eso lo que había esperado oír. Y, a pesar de que la idea le complacía enormemente, no creía que eso ayudara a Tristan.

–¿Crees que eso serviría de algo?

Tristan se encogió de hombros.

–No lo sé. Es posible.

–¿A qué otra cosa te dedicarías?

–No lo sé.

–¿Y si siguieras trabajando para la Interpol pero haciendo algo distinto?

–¿Trabajo de oficina? –murmuró él con desdén.

–Uno no puede estar siempre arriesgando la vida indefinidamente –dijo ella con cautela–. ¿Cuánto tiempo llevas haciendo eso?

Silencio.

Demasiado tiempo, dedujo Erin mientras se levantaba y se acercaba al horno.

–Ya está caliente –declaró Erin al tiempo que sacaba la comida del horno.

–¿Estás segura de que no me estás alimentando?

–Yo que tú no me preocuparía por eso.

–¿Te parece que sirva yo? –preguntó Tristan.

Erin se lo permitió.

Los restos de la cena estaban muy buenos. La comida les mantuvo ocupados.

–¿Vas a volver a acostarte? –preguntó Erin entre bocado y bocado de arroz no demasiado caliente.

–No.

–Y ya no quieres hablar más del trabajo, ¿verdad?

–Verdad.

Erin pensó en la situación en general. Comer lo que tenían en los platos les llevaría diez minutos. Después quedaban Tristan, tres camas vacías y ella.

–El problema es que siento la absoluta necesidad de ayudarte a conseguir que te deshagas de tus problemas –confesó Erin–. Se me ocurren dos cosas para lograrlo.

–Te escucho –dijo Tristan.

–Podríamos recoger nuestras cosas y marcharnos de aquí. Continuar el viaje. A los hombres les gusta huir de los problemas.

Tristan ignoró el último comentario. Había empezado a pensar en otra cosa, en el sexo.

–¿Y lo segundo?

–¿Te gusta escalar?