Capítulo IV

El bergantín se había hecho a la vela, según adivinaba, una hora después de que August me diera su reloj. Era el 20 de junio. No habrá olvidado el lector que ya hacía tres días que yo estaba en la cala, y en este tiempo había habido a bordo mucho movimiento; un ir y venir en la cámara y en los camarotes de los oficiales, hacía que mi amigo no pudiera venir a verme sin peligro de que se descubriera el secreto de la trampa. Cuando bajó, le aseguré que seguía bien; en los dos días siguientes casi no pensó en mí, la ocasión de bajar se le presentó «el cuarto día». Muchas veces durante ese tiempo había resuelto subir y confesar la aventura a su padre, pero estábamos todavía cerca de Nantucket, y le daba miedo, a juzgar por algunas palabras que se le escaparon al capitán Barnard, que deshiciese inmediatamente el camino andado, si descubría que yo estaba a bordo. Pensando bien las cosas, August, según me dijo, no se imaginaba que yo tuviese necesidades urgentes, o que dudase en darle noticias mías por medio de la trampa, y así fue que me hizo esperar hasta encontrar la ocasión para venir a verme sin que le vieran. Ya dije que la ocasión se presentó el cuarto día después de haberme dejado el reloj, y el séptimo de mi instalación en la sentina. Entonces, bajó sin traerme agua ni provisiones, sin más objeto que llamar mi atención y hacer que me dirigiera desde la caja a la trampa para subir al camarote, y proveerme de lo que necesitara. Al bajar descubrió que estaba durmiendo, porque roncaba muy fuerte.

Según mis conjeturas, este sueño fue aquel infortunado sopor en que caí luego de volver de la trampa con el reloj, que debió durar «tres noches» y tres días enteros, por lo menos. Recientemente, había aprendido por experiencia propia y testimonios ajenos los efectos soporíferos del olor del aceite viejo de pescado, cuando se le cierra herméticamente; y al pensar en el estado de la cala en la cual estaba preso y en el largo tiempo que el bergantín llevaba de ballenero, me asombró que hubiese podido despertarme de tan peligroso letargo.

August me llamó al principio en voz baja y sin cerrar la trampa, pero yo no respondí. Cerró y me habló en voz más alta, y al final a los gritos, pero yo continuaba roncando. Necesitaba un tiempo para andar entre las cosas estibadas en la cala y llegar a mi escondite, y durante ese tiempo su ausencia podía ser notada por el capitán Barnard que a cada momento tenía necesidad de sus servicios para ordenar y copiar papeles referentes al viaje. Entonces resolvió volver a subir y esperar otra oportunidad para visitarme, ya que, por otra parte, mi sueño parecía tranquilo y no suponía que hubiese experimentado incomodidades en mi encierro.

Acababa de tomar esta decisión, cuando le llamó la atención un tumulto que venía del camarote, se deslizó por la trampa a toda prisa, cerrándola y abriendo luego la puerta de su cuarto. Apenas había puesto el pie en el dintel cuando le dispararon un pistoletazo a quemarropa y fue derribado al suelo por un golpe de espeque. Una mano fuerte lo sujetaba echado y apretaba con fuerza su garganta, pero podía ver lo que pasaba en torno suyo. Su padre, moribundo, estaba atado de pies y manos, tendido cabeza abajo a lo largo de la escalera, con una herida en la frente de donde manaba mucha sangre, sin decir una palabra. Inclinado sobre su cuerpo, el piloto lo miraba fijo, con una expresión de burla diabólica, y le registraba los bolsillos, de los cuales sacaba una cartera grande y un cronómetro. Siete hombres de la tripulación, entre ellos el cocinero negro, revisaban los camarotes de babor en busca de armas, y muy pronto estuvieron todos provistos de fusiles y pólvora. Sin contar a August y al capitán Barnard, había nueve hombres en la cámara, los más rufianes de la tripulación. Subieron al puente, llevando con ellos a mi amigo, después de haberle atado las manos a la espalda, y fueron al castillo de proa que estaba cerrado; dos rebeldes se pusieron a los lados, armados de hachas, otros dos junto a la escotilla, y entonces el piloto gritó:

—Los de abajo, ¿oís? Subid al puente de a uno, ¿oís? Y cuidado con bufar.

Pasaron algunos minutos sin que nadie se atreviese a subir; al fin, un inglés que se había embarcado para hacer el aprendizaje, se dejó ver llorando lastimosamente, mientras rogaba al piloto con humildad que le perdonara la vida. La respuesta a su súplica fue un hachazo en la frente. El pobre muchacho rodó por el puente sin emitir un gemido, y el cocinero negro lo tomó en sus brazos, como habría hecho con un niño, y lo tiró al mar.

Después de haber oído el golpe y el ruido que el cuerpo hizo al caer, los hombres que estaban abajo se negaron a subir; promesas y amenazas, todo fue inútil, hasta que uno propuso ahumarlos ahí dentro. Hubo entonces un impetuoso arranque general de coraje y pudo creerse por un instante que el bergantín iba a ser recuperado, pero los revoltosos lograron cerrar otra vez el castillo de proa, y solo seis de sus adversarios pudieron echarse sobre cubierta. Estos seis, viéndose con fuerzas inferiores y sin armas, se rindieron después de una breve pelea. El piloto les habló bien, para que los de abajo se sometiesen, ya que podían oír todo lo que pasaba sobre cubierta; el resultado probó su astucia, tanto como su infernal perversidad.

Los marineros encerrados en el castillo de proa se rindieron, subieron de a uno, y fueron atados y tendidos de espaldas con los seis primeros; los que no habían formado parte de la revuelta eran veintisiete. Siguió una atroz carnicería. Los marineros atados fueron arrastrados hacia la obra muerta, donde el cocinero les cortaba la cabeza con un hacha. Veintidós murieron así, August creía que le estaba reservada la misma suerte, pero los miserables estaban muy cansados o quizás algo aburridos de su trabajo sangriento, porque los cuatro últimos prisioneros, con mi amigo que había sido arrojado como los otros sobre cubierta, fueron perdonados, mientras el piloto mandaba a la cámara por ron, entregándose después la horda de asesinos a una fiesta de alcohol que duró hasta el atardecer.

Empezaron entonces a disputar sobre la suerte de los que aún vivían, los cuales tendidos a cuatro pasos de los asesinos, no podían perder una sola palabra de la discusión. Como si el licor hubiese producido un efecto de compasión en algunos de los rebeldes, se alzaron voces pidiendo la libertad de los prisioneros, a condición de que se adhiriesen a la sublevación y aceptaran los resultados de la misma. El cocinero negro, sin embargo, que ejercía tanta influencia o acaso más que el mismo piloto, se resistía a todo tipo de clemencia y se levantaba a cada instante para recobrar su oficio de verdugo. Felizmente, estaba tan borracho que los menos sanguinarios de la horda, entre los que había un maestro cordelero llamado Dirk Peters, lograron frenarlo. Este hombre era hijo de una india de la tribu de los Upsarokas, que ocupa las fortalezas de las Montañas Negras cerca del nacimiento del Missouri. Su padre era mercader de pieles, según contó luego, o al menos tenía algunas relaciones con los puntos de comercio de las Indias en el río Lewis. Peters tenía un aspecto feroz; era petiso y grueso. Sus manos eran tan monstruosamente anchas y pesadas que apenas conservaban forma humana. Los brazos y las piernas estaban arqueados y no parecían dotados de flexibilidad. La cabeza era enorme, deformada y enteramente calva. Para ocultar la deformidad solía llevar una peluca, hecha con la primera piel que le venía en mano –a veces era la de un perro faldero y otras, de un oso pardo de América–. En la época a la cual me refiero llevaba un pedazo de piel de oso, lo que contribuía a la ferocidad natural de su fisonomía, que conservaba el tipo de Upsaroka. La boca se alargaba de una a otra oreja; sus labios eran finos y parecían, como otras partes de su cuerpo, desprovistos completamente de elasticidad, de modo que su expresión nunca se alteraba por la influencia de alguna emoción. Podéis formaros una idea de esta expresión habitual, figurándoos unos dientes excesivamente largos y prominentes que los labios no cubrían. Mirándole ligeramente, se hubiera podido creer que la risa le había contraído la boca, pero un examen más detenido daba a entender que esa expresión era un síntoma de la alegría de un demonio. Se contaban muchas anécdotas entre los marinos de Nantucket acerca de este ser singular, dirigidas todas a probar su fuerza prodigiosa cuando estaba exaltado, y se decía también que su cabeza no estaba del todo sana; pero a bordo del Grampus, en el momento de la sublevación, le habían considerado como un objeto de burla y nada más. Si me he extendido hablando de Dirk Peters es porque, a pesar de su ferocidad aparente, fue el principal instrumento de salvación para August y porque tendré frecuentes ocasiones para hablar de él en el curso de esta historia; historia que en su última parte, dejadme decíroslo, tendrá hechos muy raros, sucesos poco creíbles, jamás registrados por la experiencia humana. Continúo la narración sin esperanza de obtener crédito para todo lo que tengo que contar, confiando que el tiempo y el avance de la ciencia confirmarán algunas de mis inverosímiles versiones.

Después de una larga indecisión y de dos o tres disputas violentas, se convino que los prisioneros, menos August, a quien Peters se obstinó cómicamente en conservar, para secretario suyo, serían abandonados a la deriva en uno de los botes balleneros más chicos.

El piloto bajó a la cámara para averiguar si el capitán Barnard todavía estaba vivo (recordará el lector que cuando los rebeldes subieron a cubierta, le habían dejado al pie de la escalera), y a los pocos momentos aparecieron los dos, el capitán pálido como la muerte, pero repuesto de la herida. Habló a aquellos hombres con voz apenas comprensible, suplicó que no lo abandonaran a la deriva, sino que reconociesen sus deberes, prometiéndoles desembarcarlos donde quisieran y no hacer contra ellos gestión alguna para entregarlos a la justicia. Como si hubiese hablado al viento, dos de aquellos bribones lo agarraron del brazo y lo echaron al bote que habían acercado al bergantín mientras el piloto bajaba a la cámara. Los cuatro hombres que estaban tendidos sobre cubierta fueron desatados y recibieron la orden de embarcase en el bote, lo que hicieron sin la menor resistencia. August seguía en su dolorosa posición, agitándose y rogando el consuelo de despedirse de su padre por última vez. Le dieron a aquellos desgraciados un puñado de bizcochos y un tonel con agua; pero ni mástil, ni vela, ni remos, ni brújula. Después, la embarcación fue remolcada durante algunos minutos, que los revoltosos emplearon en celebrar nuevo consejo, y al fin la abandonaron a su suerte.

Había llegado la noche, no se veían ni la luna ni las estrellas, y el mar se alborotaba por momentos a pesar de que el viento no era fuerte. El bote se perdió de vista enseguida, y no cabía abrigar esperanzas para los desdichados que llevaba. El hecho ocurría a los 35° 30’ de latitud norte y 61° 20’ de longitud oeste, a poca distancia de las Bermudas. August trató de consolarse pensando que el bote lograría llegar a tierra, o que se acercaría a ella lo suficiente para poder encontrar algún buque costero. Se desplegaron todas las velas y el bergantín siguió su rumbo hacia el suroeste. Los sublevados se habían propuesto una expedición de piratería; se trataba, según August había entendido, de apresar un buque que debía dirigirse desde Cabo Verde a Puerto Rico.

Ya no se cuidaron de August, que fue desatado y pudo recorrer libremente desde proa hasta la escalera de la cámara. Dirk Peters lo trataba bien, y una vez lo salvo de la crueldad del cocinero. Su situación seguía siendo difícil, porque los tripulantes estaban siempre borrachos, y no podía confiar en su humor ni en la poca atención que les merecía. Me dijo que estaba preocupado por mí; yo no tenía motivos para dudar de la sinceridad de su afecto. Más de una vez había resuelto revelar mi presencia a los revoltosos, pero el recuerdo de las atrocidades de las que había sido testigo lo detenían. Estaba siempre alerta; habían pasado tres días desde que dejaran abandonado el bote en medio del mar, sin que se presentase ocasión propicia. La tarde del tercer día, una fuerte ráfaga del este obligó a todos los tripulantes a cargar velas, y la confusión que produjo le dio tiempo a mi amigo para bajar sin ser visto y entrar en su camarote. Se espantó al descubrir que lo habían convertido en un depósito de provisiones, y que algunas brazas de cadenas viejas arrimadas antes bajo la escalera de la cámara habían sido retiradas para poder colocar una caja y se encontraban sobre la misma trampa. Apartarlas sin ser descubierto era imposible, y volvió a subir a cubierta a toda prisa. El piloto al verle le agarró del cuello, preguntándole que había ido a hacer en el camarote, y se disponía a echarlo al agua cuando Peters intervino y le salvó la vida por segunda vez. Le pusieron entonces un par de esposas de las muchas que había a bordo, le ataron fuertemente los pies, luego lo llevaron al camarote de la tripulación y lo echaron en uno de los catres inferiores contra el tabique del castillo de proa, asegurándole que no pondría los pies sobre cubierta sino «cuando el bergantín dejara de ser bergantín». Así habló el cocinero al tirarlo en el catre; es imposible decir el exacto sentido de estas palabras. Este hecho fue útil para mí, y a él le debí ayuda, como se verá en lo que voy a narrar.