Cuando el cocinero abandonó el castillo de proa, August se desesperó, creyendo no poder salir vivo de su catre, y resolvió informar de mi situación al primer hombre que bajase, pensando que valía más exponerme al riesgo de habérmelas con los revoltosos, que morir de sed en la cala, pues hacía ya días que estaba encerrado y el barril solo contenía provisión de agua para cuatro. Pensando en esto, se le ocurrió de pronto que tal vez podría comunicarse conmigo por la gran cala. En cualquier otra ocasión, la dificultad y peligro de la empresa le habrían impedido intentarla, pero en aquel entonces tenía pocas esperanzas de vivir y poco que perder, y todos sus pensamientos se consagraron a esta nueva tentativa. La primera cuestión a resolver era la de las esposas. Al principio no encontró medio de soltarse, y temió que este obstáculo le impidiera seguir adelante, pero después de un examen detenido, vio que podía, comprimiendo las manos, sacarlas del hierro sin esfuerzo; aquellas esposas eran exiguas para sujetar los brazos de un joven delgado. Entonces se desató los pies, y dejando la cuerda de manera que pudiese atarla de nuevo en caso de que algún marinero bajase, empezó a examinar el tabique en el punto por el que tocaba con el catre. La separación se debía a una tabla de abeto, y comprendió que le costaría poco abrirse camino por ella. Sonó entonces una voz a lo alto de la escalera del castillo de proa, y solo tuvo el tiempo necesario para meter la mano derecha en la esposa, pues la izquierda no la había movido del hierro, y para echar a la cuerda un nudo corredizo con que sujetarse los pies. Era Dirk Peters que bajaba, seguido de Tigre que saltó inmediatamente sobre el catre quedando echado en él. August, que sabía el cariño que tenía yo por el perro, lo había llevado a bordo pensando que me alegraría de tenerlo conmigo durante el viaje. Había ido a buscarlo a casa de mi padre luego de haberme encerrado en la sentina, pero no se acordó de decírmelo cuando me trajo el reloj. August lo veía por primera vez después de la revuelta, cuando apareció acompañado de Peters, y creía que alguno de los bellacos de la horda del piloto lo habría echado al mar. El perro se había metido debajo de un bote de donde no había podido salir hasta que Peters lo puso en libertad, llevándoselo a mi amigo con una bondad que August agradeció, para que le hiciese compañía. El marinero, además del perro, le dejó un pedazo de carne salada, algunas patatas y un poco de agua, y luego subió otra vez al puente prometiendo volver al día siguiente con alguna cosa para comer. Cuando se fue, August sacó las manos de las esposas y se desató los pies; luego apartó el extremo del colchón en que estaba acostado, y con un cortaplumas, pues los sublevados habían creído inútil registrarlo, empezó a romper una de las tablas del tabique, lo más cerca posible del suelo que estaba bajo el catre. Eligió este lugar para que, si lo interrumpían, pudiese ocultar el trabajo dejando caer el colchón, pero no lo interrumpieron en todo el resto del día, y llegada la noche, había cortado completamente la tabla. Debo advertir que los marineros, desde el día de la sublevación, no dormían en el castillo de proa, sino en la cámara de popa, bebiéndose el vino, consumiendo las provisiones del capitán Barnard y sin ocuparse de la maniobra del buque más que lo estrictamente necesario. Estas circunstancias fueron aprovechadas por August y por mí, porque sin ellas habría sido imposible seguir el plan.
Al amanecer todavía no había terminado la segunda parte de su obra, esto es, la abertura debajo de la primera, para dirigirse fácilmente hacia el entrepuente. Al llegar allí, alcanzó sin dificultades la escotilla inferior, aunque fue necesario para esta maniobra trepar por encima de las pilas de barriles de aceite que se elevaban hasta el sobrepuente y que apenas dejaban paso a su cuerpo. Al llegar a la escotilla, observó que Tigre lo había seguido, colándose entre las dos hileras de barriles, pero era ya demasiado tarde para llegar hasta mí antes del día, y la principal dificultad consistía en atravesar toda la estiba en la segunda cala.
Se disponía a regresar y esperar la noche, y empezó a levantar la escotilla, así ahorraría tiempo, que luego aprovecharía para llegar más pronto a mí. Apenas la había levantado, cuando Tigre saltó sobre la abertura, olfateó con impaciencia y exhaló un largo gemido, escarbando la tabla como si quisiera arrancar la trampa. Era evidente que se había dado cuenta de que yo estaba en la sentina; August pensó que el perro llegaría hasta mí si lo dejaba bajar.
Se le ocurrió entonces la idea de mandarme la carta, para que no saliera del escondite durante aquellas circunstancias, porque además no tenía seguridad de poder llegar hasta mí al día siguiente. Los hechos que siguieron probaron cuán feliz fue la idea que se le había ocurrido, porque si no hubiera recibido la carta, indudablemente habría recurrido yo a algún plan desesperado para alarmar a la tripulación, y la consecuencia probable habría sido mi muerte y la de mi amigo.
Resuelto a escribirme, la dificultad estaba en procurarse medios de conseguirlo. Convirtió en pluma un escarbadientes. La hoja exterior de una carta le proporcionó papel; era un ejemplar de la que habíamos supuesto escrita por el señor Ross; el primer ejemplar, porque August, creyendo que la letra no estaba bien imitada, había escrito otra, guardando la primera, por suerte, en el bolsillo donde acababa de encontrarla. Solo le faltaba tinta. Hizo una ligera incisión con el cortaplumas en la punta de uno de sus dedos, y como sucede con todas las heridas hechas en ese sitio, brotó mucha sangre. Con esa sangre escribió la carta tan legiblemente como le era posible a oscuras y en esas circunstancias. Allí contaba con brevedad que había habido una sublevación a bordo, que el capitán Barnard había sido abandonado en medio del mar, que podía contar con un socorro próximo en lo tocante a provisiones, pero que no debía arriesgarme a dar señales de vida. El billete terminaba con estas palabras: «…os escribo con sangre; manteneos oculto, vuestra vida depende de ello.»
Ya sujeto el papel al perro, August lo dejó escurrirse por la escotilla y se volvió como pudo al castillo de proa sin encontrar indicio alguno de que se hubiesen apercibido de su ausencia. Para ocultar el agujero del tabique, clavó el cortaplumas encima y colgó de él un capote de marinero que había encontrado en el catre. Enseguida volvió a ponerse las esposas y a atarse la cuerda a los pies.
Acababa de tomar estas precauciones cuando bajó Peters completamente borracho, pero de buen humor, y llevando a mi amigo comida para el día, esto es, una docena de patatas de Irlanda cocidas y una vasija de agua. El marinero se sentó junto al catre y durante algún tiempo estuvo hablando libremente del piloto y murmurando de las cosas de a bordo. Sus modales eran grotescos y hubo momentos en que August se alarmó. Después volvió a subir al puente hablando entre dientes no sé qué palabras de llevar al día siguiente una buena comida a su prisionero. Durante el día, dos arponeros bajaron acompañados del cocinero, los tres muy ebrios, y, como Peters, hablaron de sus proyectos sin reticencia alguna. Parece que andaban divididos con respecto al objeto final del viaje y que solo estaban de acuerdo sobre el proyecto de atacar el buque que venía de Cabo Verde, que esperaban encontrar de un momento a otro. Según pudo entender August, la revuelta no había sido producida únicamente por el deseo de conseguir botín; una pica particular entre el piloto y el capitán Barnard fue el origen principal. Los revoltosos se dividieron en dos grupos, uno capitaneado por el piloto y el otro por el cocinero. El primero quería apoderarse del primer buque que se presentase a la vista y equiparlo en alguna isla del Caribe para emprender una expedición de piratería. El segundo, que era el más fuerte y contaba entre sus partidarios a Dirk Peters, trataba de seguir el rumbo primitivo del bergantín hacia el Pacífico Sur para dedicarse a la caza de ballenas, u otra cosa según demandasen las circunstancias. El voto de Peters, que había frecuentado aquellos mares, tenía mucho valor para los amotinados, que vacilaban entre un montón de ideas equivocadas. Peters insistía en las novedades y diversiones que hallarían en las islas del Pacífico, prometía seguridad y libertad; hablaba de las delicias del clima, de los recursos abundantes para llevar una buena vida y de la belleza voluptuosa de sus mujeres. Hasta entonces nada se había decidido, pero las descripciones del maestro cordelero tenían enardecida la imaginación de los marineros, y todas las posibilidades estaban a favor de su plan.
Los tres hombres se fueron después de una hora, y nadie bajó al castillo de proa durante el resto del día. August estuvo quieto hasta el anochecer, se sacó las esposas y la cuerda, y se dispuso para un nuevo intento.
En una botella que había encontrado en uno de los catres, echó agua de la cuba que había dejado Peters y llenó sus bolsillos de patatas. Con alegría descubrió asimismo un farol con un cabo de vela, el cual podía encender cuando le pareciese conveniente, porque conservaba una caja de fósforos. Cerrada la noche, se escurrió por el agujero del tabique, teniendo la precaución de dejar las mantas de modo que imitasen la forma de un hombre acostado debajo de ellas. Colgó el capote de marinero para ocultar la abertura, trabajo que ejecutó fácilmente colocando el pedazo de tabla después de haber pasado, y se encontró en el entrepuente, iniciando el camino que había hecho el día anterior, entre los barriles de aceite hasta la escotilla mayor. Cuando llegó, prendió la vela, bajó a tientas con dificultad, entre la compacta estiba de la cala. Momentos después, lo alarmó la pesadez y el mal olor de la atmósfera y creyó que no era posible que yo hubiera sobrevivido a tan largo encierro respirando ese aire sofocante. Me llamó muchas veces por mi nombre, pero yo no respondía. Mi silencio confirmaba sus temores. El bergantín golpeaba las aguas, haciendo tanto ruido que era imposible percibir mi respiración o mis ronquidos. Levantó el farol todo lo posible para enviarme un rayo de luz, que me hiciese comprender que llegaba en mi ayuda; como yo no daba señales de vida, su sospecha de que iba a encontrarme muerto se convirtió en certeza. A pesar de todo, resolvió abrirse paso hasta mi caja para confirmar sus miedos. Siguió ansioso hasta que halló el camino completamente obstruido y no pudo dar un paso más. Vencido por el dolor, se arrojó desesperado sobre un montón de cajas, llorando como un niño, y en aquel instante oyó el ruido de la botella que yo había estrellado a mis pies; incidente mil veces dichoso, pues por más trivial que parezca, a esos vidrios rotos de la botella les debo mi suerte. Pasé mucho tiempo sin conocer este hecho; cierta timidez, y el remordimiento por su debilidad y por su indecisión, hicieron que August no me confesara enseguida lo que una intimidad más profunda y sin reserva logró que me revelara más tarde. Viendo el camino obstruido por obstáculos invencibles, pensó en renunciar a la empresa y se dispuso a regresar al castillo de proa. Conviene, antes de condenarlo, tener en cuenta las circunstancias penosas que lo rodeaban. La noche avanzaba rápido; podían notar su ausencia del castillo de proa, si no regresaba a su catre antes del alba; la vela iba a consumirse por completo dentro de unos momentos, y en las tinieblas no sin trabajo podía recorrer el camino hasta la escotilla. Además, tenía razones poderosas para creerme muerto, en cuyo caso, de nada servía que llegase a la caja, y había para él muchos peligros que afrontar inútilmente. Me había llamado repetidas veces sin recibir respuesta; llevaba ya once días y once noches sin más agua que la contenida en la cuba que me dejara (provisión que yo no había ahorrado al principio de mi encierro, creyendo que saldría pronto de allí), y además, el aire se olía completamente envenenado. Hay que añadir a estas circunstancias, las escenas de horror y sangre que mi compañero acababa de presenciar; su reclusión, sus privaciones, la muerte suspendida sobre su cabeza, su vida salvada por un pacto tan débil como confuso, todos eran hechos capaces de apagar la energía más grande, que si se tienen en cuenta hacen juzgar su aparente falta de amistad más bien con tristeza que con indignación. Además, August había oído el ruido de la botella, pero no estaba seguro de que proviniese de la sentina. La duda, sin embargo, le dio aliento para seguir. Trepó hasta el techo por la estiba, hasta que aprovechando un momento de tregua del balanceo del buque, me llamó a los gritos, a riesgo de que la tripulación oyera.
Recordará el lector que en este momento oí su voz, pero dominado por el nerviosismo, no pude responder. Persuadido entonces de que sus temores eran fundados, bajó con objeto de regresar al castillo de proa a toda prisa, arrastrando consigo en su precipitación algunas cajas pequeñas cuyo ruido, como ya dije, percibí. Había andado ya bastante camino para volverse, cuando la caída de mi cuchillo lo hizo dudar de nuevo; retrocedió inmediatamente, trepando otra vez por la estiba, y volvió a llamarme a los gritos. Esta vez recobré el uso de la palabra, y August, transportado de alegría, viendo que aún estaba vivo, resolvió enfrentar todos los peligros para llegar hasta mí. Saliendo a prisa del horroroso laberinto que lo rodeaba, llegó a un lugar despejado, y después de muchos esfuerzos, alcanzó mi caja casi desmayado.