Me vi en un pedazo de espejo que estaba colgado en la pared, a la luz de un farol de combate, mi cara y el recuerdo de la escalofriante realidad que representaba me horrorizaron y me hicieron temblar. Recuperé un poco de energía y seguí la farsa. Era indispensable actuar con decisión y a este fin subí con Peters al puente. Allí vimos que no había novedades, y nos deslizamos a lo largo de la pared del buque, para dirigimos a la escalera de la cámara. La entrada estaba entreabierta y en el primer escalón había dos troncos colocados para evitar que la puerta fuese cerrada desde el exterior.
Sin dificultad pudimos ver el interior de la cámara. Habíamos hecho bien en atacarlos por sorpresa, porque evidentemente estaban sobre aviso. Solo uno dormía tendido al pie de la escalera, con un fusil al lado. Los otros estaban sentados en los colchones que habían quitado de las camas, y conversaban seriamente sin estar tan borrachos como de costumbre. Todos llevaban pistolas y tenían fusiles al alcance de la mano. Por algún tiempo tratamos de oír su conversación, antes de decidir qué hacer, no habiendo resuelto hasta entonces otra cosa sino que en el momento de ataque intentaríamos paralizar su resistencia con la aparición de Rogers. Discutían planes de piratería, y todo lo que pudimos oír fue que se reunirían con la tripulación de la goleta Hornet, empezando, si era posible, por apoderarse de la misma goleta, como introducción a empresas más grandes, pero ninguno de nosotros pudo comprender los pormenores del plan. Uno de los marineros habló de Peters, el piloto le respondió en voz baja sin que lo pudiéramos entender; luego añadió en tono más alto «que no sabía lo que Peters tenía que hacer con el hijo del capitán y que era preciso que los dos fuesen echados al mar lo más pronto posible». Nadie contestó a estas palabras, pero pudimos comprender que la insinuación era bien acogida por los revoltosos y especialmente por Jones.
Mi inquietud crecía viendo que August y Peters no sabían que resolver, hasta que, dominándome, decidí vender mi vida lo más cara posible y vencer toda clase de miedos. El ruido espantoso causado por el rugido del viento y por las olas que barrían el puente nos impedía oír lo que se hablaba en la cámara, salvo por unos cortos momentos de calma. En uno de esos intervalos oímos que el piloto encargaba a uno de los marineros «que fuese a popa y mandase bajar a la cámara a aquellos perros, porque allí podría tenerles el ojo encima, y que no permitiría secretos a bordo del bergantín».
Afortunadamente para nosotros, el balanceo de proa a popa era tan fuerte en aquel momento, que la orden no pudo ejecutarse enseguida. El cocinero se levantó del colchón para ir a nuestro encuentro, cuando una ráfaga tan terrible que creí que iba a desarbolarnos, le hizo dar de cabeza contra la puerta de un camarote de babor, de modo que la abrió con la frente, lo que aumentó el desorden. Ninguno de nosotros había caído y tuvimos tiempo para retirarnos hacia el castillo de proa e improvisar un plan, antes de que el mensajero apareciese, o sacase la cabeza fuera de la abertura de la escalera. Desde el punto en que estaba no podía notar la ausencia de Allen, y por consiguiente, creyendo que seguía en su puesto, lo llamó a los gritos y le transmitió la orden del piloto. Peters respondió disfrazando la voz, y el cocinero volvió a bajar, persuadido de que a bordo no había novedades. Mis dos compañeros se dirigieron entonces a la popa y bajaron a la cámara, cerrando Peters la puerta tal como la había encontrado. El piloto los recibió con cordialidad, y dijo a August, que ya que se había portado tan bien, podía instalarse en la cámara y considerarse como uno de los suyos. Luego le sirvió medio vaso de ron y lo obligó a beber.
Yo oía y veía todo, pues había seguido a mis amigos hacia la cámara después de que la puerta se cerró, y me volví a ubicar en mi primer observatorio; conmigo había llevado los dos garfios, teniendo escondido uno junto a la abertura de la escalera y al alcance de la mano. Entonces procuré ubicarme para poder oír todo lo que hablaban en la cámara y me esforcé en reunir voluntad y coraje para presentarme a los revoltosos tan pronto como Peters me hiciese la señal convenida. Este hizo girar la conversación sobre los sangrientos episodios del motín, y gradualmente condujo a aquellos hombres a hablar de las mil supersticiones en boga entre los marineros. Yo no oía todas sus palabras, pero veía fácilmente el efecto que la conversación producía en las caras de los marineros. El piloto estaba agitado, y cuando uno de ellos habló del monstruoso aspecto del cadáver de Rogers, creí que iba a caer desmayado. Pero le preguntó entonces si no creía que era mejor arrojarlo al agua que dejarlo sobre cubierta al vaivén de las aguas, y a esta pregunta el miserable respiró convulsivamente, paseó sus ojos en torno suyo, como suplicando a alguno de sus compañeros que subiese a cumplir la desagradable tarea de echar el cadáver al mar. Como nadie se movió, era evidente que todos estaban muy nerviosos. Peters me hizo la señal, y abrí inmediatamente la puerta, bajando sin pronunciar una palabra y plantándome de repente en medio de la horda. El prodigioso efecto de esta súbita aparición no debe sorprender a nadie, si se tienen en cuenta las circunstancias en que tuvo lugar. Regularmente, en casos parecidos queda el ánimo del espectador fluctuando sobre la realidad de la visión que tiene delante; en el fondo, conserva la esperanza de que todo sea una alucinación, y que el aparecido no es un habitante del país de las sombras. Puede afirmarse que esta duda ha acompañado siempre a las apariciones de esta clase, y que el horror profundo que muchas veces han producido debe atribuirse en todos los casos al pánico anticipado, al miedo de que la aparición «sea real», más que a una creencia en su realidad. Pero en el caso presente no podía haber en el ánimo de los revoltosos la menor razón para dejar de creer que la aparición de Rogers fuese la resurrección de su cadáver, o cuando menos su imagen incorpórea. La posición aislada del bergantín y la imposibilidad de dirigirse a la costa a causa de la tempestad restringían los medios posibles de ilusión en tan estrechos límites. En los veinticuatro días que llevaban de navegación no se habían comunicado con ningún buque, a excepción del que habían saludado con la bocina. Toda la tripulación, o por lo menos, todos los que creían formarla, estaban a mil leguas de sospechar que hubiese a bordo otra persona, reunida en la cámara, a excepción de Allen, y en cuanto a este era de estatura muy alta como para que alguien pudiese creer que él era la terrible aparición. Hay que sumar a estas consideraciones el horror de la tempestad y el de la conversación suscitada por Peters, la impresión profunda que el aspecto del verdadero cadáver produjera por la mañana en la imaginación de aquellos hombres, la perfección de mi disfraz y la luz vacilante e incierta del farol de la cámara oscilando violentamente con el buque y lanzando sobre mí sus dudosos y trémulos rayos; no parecerá entonces sorprendente que el efecto de la superchería fuese mayor de lo que habíamos esperado.
El piloto se levantó sobre el colchón en que estaba tendido, y sin proferir una sílaba volvió a caer de espaldas, exánime sobre el pavimento, y un balanceo lo arrojó a un lado como un leño. De los siete restantes, solo tres demostraron serenidad, los otros cuatro permanecieron sentados como si hubieran echado raíces en el suelo, víctimas del horror y el agobio.
La única resistencia nos la opusieron el negro, John Hunt y Richard Parker, pero su defensa fue débil y poco decidida. Los dos primeros cayeron inmediatamente bajo los golpes de Peters, y con el garfio que llevaba conmigo derribé a Parker de un golpe en la cabeza. Al mismo tiempo, August se apoderó de uno de los fusiles que había en el suelo y lo descargó en el pecho de Wilson. Solo quedaban tres, pero habiéndose recobrado de su estupor, empezaban a darse cuenta que habían sido víctimas de un truco y se lanzaron a pelear con furia y resolución; sin los prodigiosos músculos de Peters hubieran acabado con nosotros. Estos tres hombres eran Jones, Greely y Absalon Hicks. Jones, después de derribar a August, lo había herido en varias partes del brazo derecho, y sin duda, hubiera acabado con él, porque ni Peters ni yo podíamos eliminar a nuestros adversarios, sin que un amigo, con cuya asistencia no habíamos contado, hubiera venido oportunamente en su ayuda. Este amigo no era otro que Tigre. Lanzando un aullido, saltó a la cámara en el momento más crítico para August, y echándose sobre Jones, le sujetó sobre el suelo. Mi amigo estaba tan gravemente herido que no podía ayudarnos, y yo, disfrazado, servía para poco. El perro seguía sin soltar a Jones; Peters bastó para acabar con los dos hombres que quedaban, y habría dado cuenta de ellos más rápido, si hubiese podido moverse en un espacio menos estrecho y si el buque no se moviese tanto. Se apoderó de uno de los taburetes que rodaban por el suelo y con él hundió el cráneo de Greely en el momento en que este iba a descargarme su fusil, y como un vaivén del bergantín lo lanzó sobre Hicks, lo agarró por el cuello y le estranguló instantáneamente. Así, en menos tiempo del que se necesita para contarlo, nos encontramos dueños del buque. El único de nuestros adversarios que había quedado vivo era Richard Parker. Ya he dicho que al principio del ataque lo había aturdido con un golpe de garfio. Yacía inmóvil en el suelo; cuando Peters lo pateó, recobró la palabra y pidió perdón. Solo tenía una leve lesión en la cabeza y no estaba herido en ninguna otra parte. Se levantó y le atamos las manos a la espalda. El perro seguía sujetando a Jones, gruñendo con furia. Al mirar atentamente, vimos que este estaba muerto; un río de sangre brotaba de su garganta, una herida profunda que le habían hecho los filosos dientes del animal.
Era la una de la madrugada y el viento soplaba de un modo horroroso. El bergantín se cansaba más que de costumbre y era preciso hacer algo para aligerarlo. Casi a cada vaivén embarcaba una ola y algunas habían entrado en la cámara durante la lucha, porque yo, al bajar, había dejado abierta la escotilla. El mar se había llevado la pared de babor, así como los hornillos y el bote de popa. Los crujidos y las vibraciones del palo mayor nos decían que iba a ceder muy pronto. Para dar más espacio a la estiba en la cala de popa, el pie de este mástil se había fijado en el entrepuente –método odioso al que acuden los constructores ignorantes–, de suerte que corría gran riesgo de salirse del punto de apoyo. Para colmo, al sondear el buque, vimos que había en él más de siete pies de agua. Dejamos los cadáveres en la cámara y fuimos a hacer funcionar las bombas, desatando a Parker para que nos ayudara en este trabajo, y vendamos el brazo de August lo mejor que pudimos.
Observamos que, gracias a la bomba, lográbamos sujetar la vía de agua e impedir que aumentase. Como no éramos más que cuatro, el trabajo fue duro, pero no nos dejamos vencer, esperando que amaneciera, en la confianza de aligerar el bergantín cortando el palo mayor. Así pasamos una noche horrible, llena de ansiedad y fatiga; la tempestad no daba señales de cesar. Subimos los cadáveres al puente y los tiramos al mar. Enseguida tratamos de desembarazarnos del mástil, y después de los preparativos necesarios, Peters, que había encontrado las hachas, lo cortó, mientras nosotros cuidábamos de los estays y de las cuerdas que lo sujetaban. En el instante de correr el bergantín a sotavento dio la señal de cortar las cuerdas, y hecho esto, toda aquella masa de madera y aparejos cayó al mar, y aligeró el buque sin causarnos averías graves. Vimos que el buque se fatigaba menos, pero nuestra situación seguía siendo precaria, y a pesar de los esfuerzos, no podíamos detener la vía de agua sin la ayuda de las bombas.
Los servicios que August podía prestarnos eran insignificantes. Para mayor desgracia, una ola enorme echó el buque fuera del viento, y antes de que pudiese recobrar su posición, otra ola lo hirió de lleno y lo hizo rodar sobre el costado. El lastre se desprendió en masa. La estiba rodaba por la sentina, y durante algunos segundos creímos que inevitablemente íbamos a zozobrar. Sin embargo, nos levantamos un poco, aunque el lastre continuaba a babor, y el buque navegaba tan a la banda, que era inútil hacer funcionar las bombas, lo cual tampoco podíamos hacer ya por mucho tiempo, por tener las manos ulceradas y chorreando sangre.
A pesar de la opinión de Parker, empezamos a cortar el palo mesana. Lo conseguimos con mucha dificultad, por nuestra posición inclinada. Al deslizarse al mar arrastró consigo el bauprés y dejó al bergantín reducido a una simple barcaza. Hasta entonces habíamos podido alegrarnos de conservar la chalupa que no se habían llevado los hombres de mar, pero la alegría duro poco, porque habiendo faltado a un tiempo el mástil de mesana y la mesana que sostenían un poco al buque, cada ola se estrellaba sobre nosotros, y en cinco minutos el puente quedó barrido; el mar se llevó la chalupa, la pared de estribor y el molinete quedó hecho pedazos. Era imposible vernos reducidos a estado más lastimoso.
Al mediodía tuvimos la esperanza de ver disminuir la tempestad, pero nos engañamos cruelmente, porque si se calmó por algunos momentos, fue para arreciar con más ferocidad. A las cuatro de la tarde era tan intensa que ya era imposible mantenerse en pie, y cuando llegó la noche yo no abrigaba ninguna esperanza. Estaba convencido de que el buque no podría sostenerse hasta la mañana siguiente. A medianoche, el agua nos había invadido considerablemente y llegaba hasta el entrepuente. Poco tiempo después perdimos el timón, y el golpe de mar que se lo había llevado levantó toda la popa fuera del agua; al volver a caer, el bergantín dio una sacudida parecida a la de un barco que encalla. Todos habíamos creído que el timón resistiría porque era muy fuerte y estaba colocado de una manera como no había visto otro igual hasta entonces ni lo he visto después. A lo largo de su pieza principal se extendía una serie de fuertes corchetes de hierro y otra semejante, a lo largo del estambor, giraba libremente sobre la espiga. La fuerza terrible del mar que lo había arrebatado puede calcularse por el hecho de que arrancó todos los corchetes del estambor de arriba abajo. Apenas habíamos tenido tiempo de respirar después de esta violenta sacudida, cuando una de las olas más apocalípticas que jamás he visto se estrelló sobre nosotros, llevándose la escalera de la cámara, hundiendo las escotillas e inundando el buque con un verdadero diluvio.