Capítulo XIV

La Jane Guy era una bella goleta, de ciento ochenta toneladas, muy afilada de proa; el velero más veloz que he visto en mi vida. Sin embargo, sus cualidades no eran las mejores para aguantar mucho y para el uso a que estaba destinada. Para este servicio se necesita un buque de gran porte y de poco calado, de construcción distinta de la que se emplea para los mares del Sur, y bien armado. Sus anclas y cables deben ser más fuertes de lo que exigen otros servicios, y sobre todo, debe tener una tripulación de cincuenta o sesenta hombres por lo menos.

La Jane Guy llevaba treinta y cinco tripulantes, sin contar al capitán y al piloto, todos buenos marineros; pero no estaba armada ni equipada como hubiera deseado un navegante familiarizado con los peligros del oficio.

El capitán Guy era un caballero de modales distinguidos, notable conocedor del tráfico del sur, al que había consagrado la mayor parte de su vida, pero carecía del vigor indispensable para empresas de esta clase. Era copropietario del buque en que navegaba y poseía poderes discrecionales para cruzar los mares del Sur y embarcar cualquier cargamento. Como es costumbre en estas expediciones, llevaba a bordo collares, espejos, eslabones, hachas, seguros, sierras, azuelas, cepillos, tenazas, gubias, limas, barrenas, garlopas, martillos, clavos, escofines, cuchillos, tijeras, navajas, agujas, hilo, objetos de quincalla, bisutería común y otros artículos.

La goleta había salido de Liverpool el 10 de julio, pasó el trópico de Cáncer el 25, a veinte grados de longitud oeste, y el 29 había llegado a Sal, una de las islas de Cabo Verde, donde hizo las provisiones necesarias para el viaje.

El 8 de agosto dejó Cabo Verde e hizo rumbo al sudoeste en dirección a la costa del Brasil, para atravesar el Ecuador entre los 28 y 30 grados de longitud oeste; camino que generalmente siguen los buques que van de Europa al Cabo de Buena Esperanza, o que se extienden más allá hasta las Indias orientales. Por este camino evitan las fuertes corrientes contrarias que reinan en la costa de Guinea, de modo que, bien mirado, es el camino más corto, porque siempre hay seguridad de encontrar vientos del oeste que empujen los buques hasta el cabo. El capitán Guy tenía intención de hacer su primer descanso en la tierra de Kerguelen; no sé por qué razón. El día que nos recogió estaba la goleta a la altura del cabo San Roque a los 31 grados de longitud oeste, de modo que cuando nos descubrió, «probablemente nos habíamos separado por lo menos 25 grados de norte a sur».

A bordo de la Jane Guy fuimos tratados con toda la atención que reclamaba nuestro estado deplorable. En quince días, durante los cuales se hizo rumbo constantemente al sudeste, con hermoso clima y viento favorable, Peters y yo nos recuperamos de nuestras últimas privaciones y padecimientos. Muy pronto el pasado se convirtió en una pesadilla de la que habíamos despertado, y dejó de ser una serie de acontecimientos atroces y reales. Más tarde me di cuenta de que este olvido parcial suele pasar, de pronto, de la alegría al dolor o del dolor a la alegría, siendo siempre proporcionado el poder del olvido a la energía del contraste. Parecía imposible que hubiese podido soportar durante los días pasados tantas miserias. Todavía recuerdo los hechos, pero no las emociones engendradas por estos hechos. Estoy convencido de que la naturaleza humana es incapaz de soportar un dolor más intenso que el que sufrí.

Durante algunas semanas seguimos navegando sin novedad, encontrando de vez en cuando algunos ballenatos y con más frecuencia ballenas negras, llamadas así para distinguirlas de los cachalotes. Las encontramos sobre todo al sur del paralelo 25.

El 16 de septiembre, cerca del Cabo de Buena Esperanza, la goleta sufrió el primer embate serio desde su salida de Liverpool. En aquellos parajes, y especialmente al sur y a la este del promontorio (estábamos al oeste), los navegantes tienen que luchar contra las tempestades del norte que se levantan con furia y un fuerte oleaje, siendo su mayor peligro la súbita variación del viento, accidente que casi siempre se verifica en lo más duro de la tempestad. En un momento estará soplando un huracán del norte o del nordeste, después no se sentirá un soplo de viento del mismo lado, sino del sudoeste o desde allí saltará la tempestad con una fuerza inconcebible. Un claro al sudoeste es el síntoma más seguro de este cambio y el aviso que tienen los barcos para tomar precauciones.

Serían las seis de la mañana cuando nos asaltó la tempestad del norte, como de costumbre, con una ráfaga que ninguna nube había anunciado. A las ocho, el viento había crecido embraveciendo el mar. Se habían cargado todas las velas, pero la goleta se cansaba y daba señales de no poder resistir, picando violentamente de proa cada vez que bajaba sobre la ola, y remontándose con mucha dificultad, con peligro de hundirse bajo el peso de la ola siguiente. Antes de ponerse el sol, el claro que esperábamos con impaciencia apareció al sudoeste, y una hora después nuestra única vela de proa soltaba la relinga al viento. Dos minutos más, y a despecho de todas nuestras precauciones, habríamos sido arrojados como por magia a la costa y un remolino de espuma se habría estrellado contra nosotros. Por fortuna, el ventarrón de sudoeste no era más que una racha momentánea y tuvimos la suerte de salir sin averías. Un mar denso y ahuecado nos causó mucha inquietud, pero por la mañana nos encontramos casi en las mismas buenas condiciones que antes de la tempestad. El capitán Guy creyó que nuestra salvación era casi un milagro.

El 13 de octubre llegamos a la vista de la isla del Príncipe Eduardo, 46° 53’ de latitud sur y 37° 46’ de longitud este. Dos días después, nos encontrábamos cerca de la isla de la Posesión y doblamos muy pronto a las islas de Crozet, a los 42° 59’ de latitud sur y 48° de longitud este. El 18 llegamos a la isla de Kerguelen o de la Desolación, en el océano Índico del sur, y echamos anclas en Christmas Harbour con cuatro brazas de agua. Este grupo de islas está ubicado al sudeste del Cabo de Buena Esperanza a la distancia de 800 leguas aproximadamente. Fue descubierta en 1772 por el barón Kergulen o Kerguelen, un francés, que presumiendo que aquella tierra era parte de un vasto continente del sur, publicó a su regreso una memoria en este sentido que excitó en alto grado la curiosidad. El gobierno, al saberlo, volvió a enviar al barón el año siguiente, para que prosiguiera sus descubrimientos, y entonces se supo del error. En 1777, el capitán Cook desembarcó en la misma isla y la llamó isla de la Desolación, nombre que indudablemente merece.

Acercándose a la tierra, el navegante puede creer lo contrario y engañarse, porque la pendiente de casi todas las colinas está tapizada desde septiembre hasta marzo del color verde más espléndido. Produce esta ilusión óptica una pequeña planta que se parece a las saxífragas que abunda en las islas creciendo sobre una especie de musgo. Salvo esta planta, no se encuentran signos de vegetación, apenas un poco de césped salvaje y duro cerca del puerto, algunos líquenes y un arbusto parecido al repollo que tiene un gusto amargo. El aspecto del país es montañoso, pero ninguna de sus colinas merece llamarse montaña. Sus cumbres están siempre cubiertas de nieve. Hay muchos puertos y Christmas Harbour es el más cómodo. Es el primero que se encuentra al este de la isla, cuando se ha doblado el cabo Francisco que marca el norte; sirve por su forma particular para distinguir el puerto y termina en una roca muy alta horadada de tal modo que forma un arco natural. Pasado este arco, se encuentra un buen fondeadero al abrigo de algunas islas pequeñas que protegen contra los vientos del este. Partiendo de este fondeadero y avanzando hacia el este, se encuentra Wasp Bay a la entrada del puerto. Es una pequeña bahía completamente cerrada por la tierra, en la que se puede entrar con cuatro brazas de agua y hallar de diez a tres para fondear. Un buque puede estar allí todo un año con la segunda ancla sin peligro alguno. A la entrada de Wasp Bay, al oeste, corre un arroyo que da agua potable fresca. Hay en la isla de Kerguelen algunos cangrejos y abundan los elefantes marinos. También hay muchos pingüinos, de cuatro familias diferentes. El pingüino real, llamado así por su talle y la hermosura de su plumaje, es el más grande. La parte superior de su cuerpo es por lo común gris, algunas veces con pintas color lila; la inferior es del blanco más puro. La cabeza es de un negro muy brillante, así como los pies, pero la belleza principal del plumaje consiste en dos anchas listas de color oro que bajan de la cabeza hasta el pecho. El pico es largo, a veces rosado y otras de un rojo encendido. Estas aves caminan muy derechas, con ademán pomposo; llevan la cabeza alta, las alas caídas como brazos, y como la cola sale fuera del cuerpo en la misma línea que los muslos, su semejanza con el cuerpo humano es extrema, y suele engañar al que las ve en el crepúsculo de la tarde. Los pingüinos reales que encontramos en la tierra de Kerguelen eran un poco más grandes que los patos. Los otros géneros son: el «macaroni», el pájaro bobo y el pingüino nidal. Estos son mucho más pequeños, de plumaje menos hermoso y diferentes en todos los sentidos.

Además de estas aves se encuentran también en la misma isla otras muchas, entre las cuales pueden citarse el petrel azul, la cerceta, el pato, la gallina de Port-Egmont, el cuervo marino verde, el palomo del Cabo, la golondrina del mar, el petrel de las tempestades, el gran petrel y el albatros.

El gran petrel es tan grande como el albatros común y además es carnívoro. Se lo llama frecuentemente petrel-quebranta-huesos. Estas aves no son del todo salvajes y, convenientemente condimentadas, son un buen alimento. Algunas veces casi tocan con las alas la superficie del agua, pareciendo que no las mueven ni las necesitan para volar.

El albatros es una de las aves más grandes y más ligeras de los mares del sur. Pertenece a la especie de las gaviotas, se apodera al vuelo de su presa, no posándose nunca en tierra sino para ocuparse de sus polluelos, y está unido al pingüino por la simpatía más singular. Bajo un plan concertado entre ambas especies construyen una y otra sus nidos de una manera igual, estando colocado el del albatros en el centro de un pequeño cuadro formado por los nidos de cuatro pingüinos. Los navegantes suelen llamar a esta especie de colonia o reunión de nidos un nidal. Estas colonias han sido descritas más de una vez, pero, como quizá no todos nuestros lectores han leído estas descripciones y como más tarde tendré ocasión de hablar del pingüino y del albatros, creo oportuno decir algunas palabras sobre estas aves.

Llegada la época de la incubación se reúnen en numerosas bandadas, y durante algunos días parece como que deliberaran sobre el método que han de seguir, hasta que actúan. Entonces eligen una extensión de terreno, lo más cerca posible del mar, pero fuera del alcance de las olas; superficies planas, limpias de piedras. Decidida esta cuestión, se ponen de común acuerdo, y como animados por una sola idea, a trazar con una corrección matemática un cuadrado o un paralelogramo de bastante capacidad para vivienda de toda la población y no para más, pareciendo expresar así la intención de cerrar la colonia a todo vagabundo que no haya tomado parte en los trabajos del campamento. Uno de los lados de la plaza corre paralelo a la orilla del mar y queda abierto para las aves que entran o salen.

Después de haber trazado los límites de la vivienda, empiezan a limpiarla, recogiendo piedra por piedra y llevándola afuera, cerca de las líneas de circunvalación, para levantar una muralla en los tres costados que miran a la tierra. Contra este muro forman una calle perfectamente llana alrededor del campamento, una especie de pasadizo común. La operación que sigue consiste en dividir todo el terreno en pequeños cuadrados iguales en dimensiones. Para obtener esta división, hacen senderos estrechos perfectamente llanos, y se cruzan en ángulos rectos por toda la extensión del campo señalado. En cada intersección se encuentra un nido de albatros y en el centro de cada cuadro, otro de pingüino, de modo que cada uno de estos está rodeado de cuatro albatros, y cada albatros, de un número igual de pingüinos. El nido de estos últimos consiste en un agujero abierto en la tierra, de profundidad necesaria para que no ruede el huevo único. El albatros adopta un método menos sencillo; con algas, conchas y tierra, forma un montecillo y en la cima hace el nido.

Las aves tienen especial cuidado en no dejar nunca desiertos los nidos durante todo el tiempo de la incubación y hasta que la prole es bastante fuerte para proveerse por sí misma. Mientras el macho está en el mar en busca de alimento, la hembra permanece en el nido y solo se permite salir cuando vuelve el compañero. Los huevos jamás quedan descubiertos. Esta precaución es indispensable, porque la propensión al hurto reina en la colonia y los habitantes no tienen escrúpulos en quitarse los huevos unos a otros siempre que se les presenta ocasión. Aunque existen algunos establecimientos de esta clase poblados únicamente por pingüinos y albatros, se encuentran, sin embargo, en la mayor parte una gran variedad de aves oceánicas que gozan de todos los derechos de ciudadanía, teniendo sus nidos aquí y allá, donde quiera que puedan encontrar lugar, pero nunca usurpando el que ocupan las especies mayores.

El aspecto de estas colonias vistas de lejos es muy singular. Todo el espacio atmosférico que existe sobre ellas está oscurecido por una nube de albatros (mezclados con especies más pequeñas) que vuelan de continuo sobre el campamento, saliendo para el mar o entrando en su vivienda. Al mismo tiempo, se ve una multitud de pingüinos que van y vienen por los senderos, con el aire pomposo que los caracteriza, por el pasadizo común que rodea la ciudad. En una palabra, bajo cualquier punto de vista, nada sorprende más que la inteligencia de estos seres cubiertos de plumas.

La mañana misma de nuestra llegada a Christmas Harbour, el piloto, M. Patterson, mandó echar las embarcaciones al mar para ir en busca de cangrejos, y dejó al capitán con un pariente suyo en un punto de la playa al oeste; estos señores tenían algo que hacer en el interior de la isla.

El capitán Guy llevó una botella que contenía una carta cerrada y, desde el punto donde desembarcó, se dirigió a uno de los picos más altos de la isla, donde la dejó para algún buque que llegaría después. Tan pronto como lo perdimos de vista, pues Peters y yo estábamos en la lancha del piloto, empezamos a explorar la costa en busca de un cangrejo llamado buey marino. Estuvimos tres semanas examinando con cuidado todos los rincones y recodos, no solo de la tierra de Kerguelen, sino también de algunos islotes vecinos, pero nuestra búsqueda no tuvo éxito. Vimos muchas focas, y con mucho trabajo no pudimos procurarnos más que trescientas cincuenta pieles. Los elefantes marinos abundan en la costa este de la isla principal, pero solo matamos veinte y con gran dificultad. En los islotes descubrimos muchas focas de piel áspera, pero las dejamos tranquilas.

El día 11 de noviembre volvimos a bordo de la goleta, donde hallamos al capitán Guy y a su sobrino, que hicieron una detestable descripción del interior de la isla, presentándola como una de las comarcas más tristes y estériles del universo. Habían pasado dos noches en tierra, debido a un malentendido que hizo que el piloto no les enviara a tiempo un bote para llevarlos a bordo.