Habiendo renunciado a buscar las islas de Glass, anduvimos durante cuatro días con dirección al sur sin encontrar hielos. El 26, al mediodía, estábamos a los 63° 23’ de latitud sur y 41° 25’ de longitud oeste, y vimos algunas islas de hielo y un banco de poca extensión. Los vientos soplaban débiles del sudeste. Cuando soplaba del oeste, lo que pasaba rara vez, venía siempre con lluvia. La intensidad de la nevada era diferente todos los días.
Nos rodearon los hielos y la perspectiva era muy triste. Por la mañana hubo una fuerte tempestad del noreste, y lanzó contra el timón y la popa enormes témpanos con tanta fuerza, que temimos consecuencias fatales. Por la tarde, la tempestad seguía con furia, pero se abrió un gran banco que teníamos enfrente, y haciendo fuerza de velas, pudimos abrirnos paso entre los témpanos más chicos hacia el mar libre. Al acercarnos, recogimos las velas, y más despejados, nos pusimos a la capa con la mesana y un rizo.
El tiempo fue bastante regular. Al mediodía nos hallábamos a los 69° 10’ de latitud sur y 42° 20’ de longitud oeste, y habíamos pasado el círculo Antártico. Vimos poco hielo al sur, pero detrás de nosotros dejábamos extensos bancos. Con una olla grande de hierro, hicimos una especie de sonda, y encontramos una corriente del sur con una velocidad de un cuarto de milla por hora. La temperatura del aire era de unos 33°; la desviación de la aguja de 14° 28’ hacia el este por el acimut.
Hemos seguido avanzando al sur sin encontrar obstáculos; sin embargo, esta mañana, hallándonos a los 73° 15’ de latitud sur y 42° 10’ de longitud oeste, nos detuvimos frente a una inmensa masa de hielo; veíamos al otro lado hacia el sur, el mar despejado y estábamos persuadidos de que lograríamos llegar. Dirigiéndonos al este a lo largo del banco, hemos encontrado al fin un pasaje de una milla de ancho por el cual hemos entrado, a la puesta del sol. El mar que cruzábamos estaba lleno de islotes de hielo, pero no de grandes bancos, y seguimos adelante. El frío no parecía aumentar, aunque teníamos frecuentemente nieve y chubascos de granizo muy fuertes. Inmensas bandadas de albatros pasaron aquel día por encima de la goleta, volando de sudeste a noroeste.
El mar seguía libre y abierto. Pudimos seguir nuestro camino sin trabas. Vimos al oeste algunos bancos de un espesor sorprendente, y por la tarde pasamos muy cerca de una de aquellas masas cuya cima se levantaba por lo menos cuatrocientas brazas sobre el océano. Su base tendría unos tres cuartos de legua de circunferencia y, por algunas grietas de sus lados, corría el agua. Durante dos días pudimos ver esta especie de isla hasta que la niebla la tapó.
Muy temprano tuvimos la desgracia de perder a un hombre que cayó al mar. Era americano, llamado Peter Vredenburgh, natural de Nueva York y uno de los mejores marineros de la goleta. Resbaló al pasar por la proa y cayó en el hielo para no volver a levantarse. Aquel día, a las doce, nos hallábamos a 78° 30’ de latitud sur y 45° 15’ de longitud oeste. El frío era tremendo y nos golpeaban continuamente chubascos de granizo del noreste. En esta última dirección vimos también algunos bancos enormes. El horizonte parecía cerrado por una zona de hielo formada por masas ubicadas como círculos de un anfiteatro. Por la tarde, vimos algunos trozos de madera flotantes sobre los cuales volaba una inmensa bandada de aves: petreles, albatros y un pájaro grande azul de hermosísimo plumaje. La variación respecto al acimut era menos considerable que cuando habíamos atravesado el círculo Antártico.
El paso hacia el sur se hizo difícil, porque en dirección del polo no podíamos ver más que un banco sin límites pegado a montañas de hielo que formaban precipicios, escalonadas unas sobre otras. Hicimos rumbo hacia el oeste hasta el día 14, con la esperanza de descubrir un camino.
En la mañana llegamos al extremo oeste del enorme banco que nos impedía el paso, y habiéndolo pasado, desembocamos en un mar libre de hielo. Sondeando con una cuerda de doscientas brazas, hallamos una corriente hacia el sur de una velocidad de media milla por hora. La temperatura del aire era de 47º F, y la del agua de 34. Hicimos rumbo al sur, sin encontrar ningún obstáculo grave, hasta el 16, que, al mediodía, estábamos a 81° 21’ de latitud sur y 42° de longitud oeste. Echamos otra vez la sonda y hallamos que la corriente seguía en dirección al sur con la velocidad de tres cuartos de milla por hora. La variación acimut había disminuido y la temperatura era suave y agradable; el termómetro señalaba 51º F. No se veía ni un pedazo de hielo. A bordo nadie dudaba de la posibilidad de llegar al polo.
Día de numerosos incidentes. Pasaban muchas bandadas de aves dirigiéndose al sur, y les disparamos algunos tiros; una de ellas, especie de pelícano, nos proporcionó buen alimento. Al mediodía, el vigía descubrió por la serviola de babor un pequeño banco de hielo y un animal muy grande que parecía descansar encima. Como el clima era bueno y teníamos calma, el capitán Guy mandó echar al agua dos embarcaciones para que fueran a ver qué era aquello. Peters y yo acompañamos al piloto en la mayor de ellas. Al llegar al banco de hielo vimos que estaba ocupado por un oso polar gigantesco, de una corpulencia mucho mayor que la común en estos animales. Como estábamos bien armados, no vacilamos en atacarlo enseguida, haciéndole varios disparos que dieron en la cabeza y en el cuerpo del animal, pero el monstruo, sin hacer caso de las balas, se precipitó del banco y se echó a nadar, abierta la boca, hacia la lancha en la que estábamos Peters y yo. A causa de la confusión que se produjo entre nosotros, en vista del carácter inesperado que tomaba la aventura, ninguno había podido cargar de nuevo el fusil, y el oso logró introducir medio cuerpo en el bote y apoderarse de uno de los marineros por la cintura antes de que tomáramos las medidas convenientes para rechazarlo. En este apuro, nos salvaron la agilidad y prontitud de Peters que, echándose sobre el enorme animal, le hundió en el cuello la hoja de un cuchillo, hiriéndole la médula espinal. La fiera cayó inanimada al mar, pero arrastrando a Peters en su caída y rodando con él. Este se levantó muy pronto; le echamos una cuerda y, antes de subir al bote, ató con ella al animal vencido. Regresamos en triunfo a la goleta, llevando a remolque nuestro trofeo. Cuando midieron al oso, se vio que tenía más de quince pies de largo. Su piel era de un blanco mate y muy fuerte, los ojos grandes color sangre y el hocico redondeado. La carne era tierna pero muy rancia, con sabor a pescado; sin embargo, la tripulación comió de ella con avidez y dijeron que era un alimento exquisito.
Apenas subimos al oso a bordo, cuando el vigía dejó oír el alegre grito de: «¡Tierra a estribor!», todos nos pusimos a la expectativa; habiéndose levantado una brisa del noroeste, pronto nos hallamos en la costa. Era un islote bajo y rocoso, de una legua de circunferencia y con escasa vegetación; solo se veía una especie de higuera espinosa. Al acercarnos por el norte, vimos una roca muy rara en forma de colina que imitaba perfectamente un fardo de algodón. Doblando hacia el oeste, encontramos una pequeña bahía en la que pudimos atracar con facilidad. Poco tiempo necesitamos para explorar toda la isla; nada encontramos digno de atención además de un pedazo de madera que parecía haber sido la proa de una embarcación, medio enterrada cerca de la playa, debajo de un montón de piedras. El capitán Guy creyó ver una tortuga esculpida en el leño; debo declarar que no supe ver tal cosa. Salvo esta proa, si acaso lo era, no descubrimos ningún indicio de que persona alguna hubiese habitado aquel lugar. Alrededor de la isla encontramos pequeños trozos de hielo. La situación exacta del islote, al cual el capitán Guy dio el nombre de islote de Bennet en honor de su socio en la propiedad de la goleta, es a 82° 50’ de latitud y 42° 20’ de longitud oeste.
Habíamos penetrado en el sur ocho grados más allá de los límites señalados por todos los navegantes, y el mar seguía extendiéndose por delante completamente libre de obstáculos. La temperatura atmosférica y la del agua se templaban gradualmente. El clima era agradable y nos favorecía una brisa constante y suave. El cielo estaba sereno, de vez en cuando aparecía en el horizonte sur un vapor ligero y tenue. Solo dos dificultades nos contrariaban: estábamos escasos de combustible y se habían presentado en algunos marineros síntomas de escorbuto. Estas consideraciones empezaban a influir en el ánimo del capitán Guy y hablaba a menudo de regresar. Con respecto a mí, persuadido de que íbamos a encontrar muy pronto tierra siguiendo el mismo camino, y de que esta no sería estéril como la de las altas latitudes árticas, insistí en la necesidad de perseverar algunos días más en la dirección seguida hasta entonces. Una ocasión más propicia que esta para resolver el gran problema relativo a la existencia de un continente Antártico no se había presentado todavía a ningún humano, y confieso que me indignaban los miedos y las absurdas observaciones de nuestro comandante.
Creo firmemente que todo lo que dije sobre este particular logró decidirlo a seguir adelante. Por más que esté obligado a deplorar los tristes y sangrientos sucesos que fueron el resultado inmediato de mis consejos, creo que puedo felicitarme por un descubrimiento importantísimo, y por haber abierto a los ojos de la ciencia uno de los más maravillosos secretos.