Capítulo XVIII

18 de enero

Aquella mañana seguimos nuestro camino hacia el sur con clima tan hermoso como en los días anteriores. El mar estaba unido, el viento era templado y la temperatura del agua estaba a 53 grados. Volvimos a echar la sonda con una cuerda de 150 brazas y hallamos una corriente hacia el polo con una velocidad de una milla por hora. Esta tendencia constante del viento y de la corriente hacia el sur, produjo varias reflexiones y alguna alarma entre la tripulación de la goleta, y observé que había causado cierta impresión en el ánimo del capitán Guy. Por fortuna, este temía mucho el ridículo y conseguí que superase sus aprensiones. La variación era ya casi insignificante. Durante el día vimos algunas ballenas e innumerables bandadas de albatros. Cogimos una especie de arbusto cargado de frutos parecidos a los nísperos y el cuerpo de un animal evidentemente terrestre, de figura muy extraña. Tenía tres pies de largo y seis pulgadas de altura, cuatro piernas muy cortas y los pies armados de largas garras de brillante color rojo muy parecido al del coral. El cuerpo estaba cubierto de una piel sedosa muy blanca. Tenía la cola pelada como la de un ratón y larga como de pie y medio; la cabeza era parecida a la de un gato, pero las orejas colgaban como las de un perro. Sus dientes eran del mismo color que las garras.

19 de enero

Hallándonos a 83° 20’ de latitud y 43° 5’ de longitud oeste, y estando el mar muy oscuro, el vigía señaló otra vez tierra y, después de un atento examen, vimos que era una isla perteneciente a un grupo de otras muy grandes. La costa estaba cortada a pico y el interior parecía arbolado, circunstancia que nos dio mucha alegría. Cuatro horas después de haber descubierto tierra, echamos el ancla a una profundidad de diez brazas y sobre arena a una legua de la costa, pues una fuerte resaca con remolinos hacía difícil el atracar. Recibimos orden de echar al agua las dos embarcaciones mayores y un destacamento bien armado, del cual formamos parte Peters y yo; prontamente, nos pusimos a buscar una abertura en el arrecife que formaba en la isla una especie de cinturón. Después de haber buscado durante algún tiempo, descubrimos un pasaje, y vimos que dejaban la orilla cuatro grandes canoas cargadas de hombres armados. Los vimos avanzar, y como maniobraban con rapidez, pronto estuvieron al alcance de la voz. El capitán Guy izó un pañuelo blanco en la punta de un remo, pero los salvajes se detuvieron enseguida y empezaron a echar chirridos y a chapurrear en alta voz, profiriendo de vez en cuando gritos entre los cuales podíamos distinguir las palabras: ¡Anamoo-moo! y ¡Lama-Lama! Gritando así pasaron una media hora, durante la cual pudimos examinar detenidamente su cara.

En las cuatro canoas, que tenían cincuenta pies de largo por cinco de ancho, había ciento diez salvajes. Su estatura era como la común de los europeos, pero el cuerpo era más musculoso y grueso; su color era de un negro azabache, y sus cabellos largos, espesos y lanosos. Estaban vestidos con la piel de un animal negro desconocido, ajustada convenientemente al cuerpo, menos en el cuello, las muñecas y los tobillos. Sus armas consistían, principalmente, en bastones de madera negra, al parecer muy pesada; sin embargo, vimos también que tenían algunas lanzas con punta de pedernal y algunas hondas. En el fondo de las canoas, se veía una gran provisión de piedras negras del tamaño de un huevo grande.

Cuando hubieron terminado su arenga, pues arenga parecía aquella charla, uno de ellos, que parecía ser el jefe, se levantó en la proa de su embarcación y nos hizo repetidas señas para que nos acercáramos. Aparentamos no comprender su idea, pensando que lo más prudente era mantener una distancia conveniente entre ellos y nosotros, pues nos aventajaban mucho en número. Adivinando nuestro pensamiento, el jefe mandó a las otras tres canoas que se detuvieran mientras él se adelantaba hacia nosotros con la suya. Cuando nos alcanzó, saltó a bordo del mayor de nuestros botes, se sentó al lado del capitán Guy, y señaló con el dedo la goleta, repitiendo las palabras: ¡Anamoo-moo! ¡Lama-Lama!

Volvimos al buque, seguidos por las cuatro canoas a cierta distancia. Al llegar a bordo, el jefe manifestó una sorpresa y un placer extremos, palmoteando, dándose golpes en los muslos y el pecho, y prorrumpiendo en carcajadas atronadoras. Todo su séquito que venía detrás de nosotros lo acompañó en su alegría y, durante algunos minutos, organizó un ruido capaz de volvernos sordos. Contento de haber vuelto a bordo, el capitán Guy mandó izar las embarcaciones por precaución, y dio a entender al jefe, que se llamaba Too-Wit (según supimos después), que no podía recibir en el puente más de veinte hombres a la vez. Este pareció admitir la condición y transmitió algunas órdenes a los de las canoas, que treparon por los aparejos con confianza y examinaron todo con curiosidad.

Era evidente que nunca habían visto individuos de raza blanca, y además, nuestro color parecía inspirarles repugnancia. Creían que la goleta era un ser vivo, y parecía que temían herirla con la punta de sus lanzas, pues las llevaban levantadas. Hubo un momento en que toda nuestra tripulación se divirtió mucho con la conducta de Too-Wit. El cocinero estaba partiendo leña cerca de la cocina, e involuntariamente, hundió el hacha en el suelo en el que se hizo una raja. El jefe acudió enseguida y, atropellando rudamente al cocinero, exhaló un gemido, con el que manifestaba su simpatía por los dolores de la goleta, y luego se puso a cerrar la «herida» con la mano y lavarla con un cubo de agua de mar que estaba allí cerca. Había en todo aquello un grado de ignorancia para el que no estábamos preparados, y en cuanto a mí, me pareció que había un tanto de afectación. Cuando los salvajes hubieron satisfecho su curiosidad con respecto a los aparejos y el puente, fueron acompañados abajo, donde su sorpresa no tuvo límites. Parecía que el asombro no los dejaba hablar, porque andaban por todas partes silenciosos, lanzando de vez en cuando sordas exclamaciones. Las armas les daban mucho en que pensar y se les permitió que las manejaran a su gusto. Yo creo que no tenían idea de su uso, sino que las tomaban como ídolos, viendo nuestro cuidado y la atención con que observábamos sus movimientos mientras las manejaban. Los cañones redoblaron su admiración, se acercaron a ellos con veneración y terror, pero no quisieron examinarlos minuciosamente. Había en la cámara dos grandes espejos que hicieron llegar a su apogeo el asombro de los salvajes. Too-Wit fue el primero que se acercó, y había ya llegado al centro de la cámara, mirando hacia uno de los espejos y dando la espalda al otro, antes de que se apercibiera de ello. Cuando levantó los ojos y se vio reproducido en el cristal, creí que iba a perder el juicio; pero cuando al volverse rápidamente para huir, se vio otra vez reproducido en dirección opuesta, pensé que iba a morirse. Nada fue bastante para conseguir que mirase otra vez al espejo; fue inútil todo medio de persuasión. Se arrojó al suelo, se cubrió la cabeza con las manos y permaneció inmóvil hasta que al fin resolvimos trasladarlo al puente. Todos los salvajes visitaron el buque sucesivamente; Too-Wit permaneció en él mientras duró la visita. No observamos en ellos inclinación al robo y nada echamos de menos cuando se fueron. Durante la visita se mostraron pacíficos, pero observamos en ellos cierta conducta que no pudimos comprender; por ejemplo, fue imposible conseguir que se acercaran a objetos inofensivos, como las velas de la goleta, un huevo, un libro abierto o una gaveta para harina. Quisimos saber si tenían algunas cosas que pudieran ser objetos de comercio y cambio, pero nos costó mucho trabajo que nos entendieran. Supimos, sin embargo, con no poca sorpresa, que las islas abundaban en grandes tortugas de la especie de las Galápagos y vimos una en la canoa de Too-Wit. Vimos también un molusco de los llamados «bocado de mar» en las manos de uno de los salvajes que lo devoraba con avidez. Estas anomalías, o por lo menos lo que nosotros considerábamos como tales, movieron al capitán Guy a intentar una exploración completa del país, con la esperanza de sacar alguna utilidad de su descubrimiento. Por mi parte, deseoso de no dejar la empresa inconclusa, tenía como objetivo proseguir sin tardanza nuestro viaje al sur. Gozábamos de buen clima, pero nada nos decía cuánto duraría, y encontrándonos ya al paralelo 84, con mar completamente libre y una corriente que se dirigía vigorosamente al sur con viento favorable, no podía aceptar que nos quedáramos en aquellos parajes más tiempo que el necesario para restablecer la salud de los tripulantes enfermos y embarcar provisiones y combustible. Le dije al capitán que a la vuelta podríamos volver a tocar aquellas islas y pasar en ellas el invierno si los hielos nos impedían el camino. Al fin se conformó con mi opinión, pues había conseguido, no sé cómo, un gran ascendiente sobre él, y resolvió que aun cuando encontráramos el bocado de mar en abundancia no permaneceríamos en la isla más de una semana para abastecernos y que avanzaríamos hacia el sur mientras nos fuera posible.

Hicimos por lo tanto todos los preparativos necesarios, y habiendo penetrado la goleta por los arrecifes, siguiendo las indicaciones de Too-Wit, fondeamos a una milla de la playa, en una excelente bahía, cerrada por todas partes, al sudeste de la costa de la isla principal, con diez brazas de agua y un fondo de arena negra. Al extremo de la bahía, corrían tres arroyos de agua potable y vimos que las canoas continuaban siguiéndonos a una distancia respetuosa. En cuanto a Too-Wit, se quedó a bordo, y luego que echamos el ancla, nos invitó a acompañarlo a tierra y a visitar su pueblo. El capitán Guy aceptó y, habiendo quedado en la goleta diez salvajes como rehenes, un destacamento de doce hombres de nuestra tripulación se dispuso a seguir al jefe. Procuramos armarnos bien, pero sin manifestar desconfianza, y la goleta había descubierto los cañones y tomado todas las precauciones para evitar una sorpresa. Se recomendó particularmente al piloto que no recibiera a nadie a bordo durante nuestra ausencia, y que en el caso de que no hubiésemos vuelto a las doce horas, enviase una chalupa armada para rescatarnos. Cada paso que dábamos en aquella tierra nos convencía de que estábamos en un país diferente de todos los recorridos hasta entonces. Nada de lo que veíamos era familiar. Los árboles no se parecían a los de las zonas templadas, y diferían mucho de los de las latitudes inferiores meridionales que acabábamos de recorrer. Hasta las rocas eran nuevas por su color y estratificación, y las corrientes de agua, por prodigioso que parezca, tenían tan poca semejanza con las de los otros climas, que dudamos en probarla, y nos costó mucho trabajo persuadirnos de que sus cualidades eran puramente naturales. En el primer arroyo que encontramos y que atravesaba el camino, Too-Wit y los suyos se detuvieron para beber; en cuanto a nosotros, a causa del carácter singular del agua, no quisimos probarla, creyendo que estaba apestada, y hasta mucho después, no comprendimos que aquel carácter era el de todas las aguas corrientes de aquel archipiélago. No sé cómo dar una idea clara de la naturaleza de aquel líquido, y para explicarme necesito emplear muchas palabras. Aquellas aguas corrían con rapidez por las pendientes, sin embargo, solo en las cascadas parecían cristalinas. Eran aguas limpias, la diferencia consistía en su aspecto. A primera vista, y particularmente en los casos en que el declive era escaso, tenía cierta semejanza, en cuanto a consistencia, con una espesa disolución de goma arábiga en agua común; pero esto era lo menos notable de sus extraordinarias cualidades. No era incolora, tampoco era de un color uniforme, y al correr, ofrecía todas las variedades posibles del rojo, como reflejos de seda tornasolada. Esta variación de color se efectuaba de un modo asombroso, como el reflejo de los espejos le había producido en el ánimo a Too-Wit. Llenando de aquella agua un vaso, y dejándola tomar su nivel, observamos que toda la masa del líquido estaba formada de cierto número de venas distintas, cada una de un color particular; que estas venas no se mezclaban, y que su cohesión era perfecta relativamente a las moléculas de que estaban formadas, e imperfecta relativamente a las venas inmediatas. Pasando la punta de un cuchillo por entre las venas, el agua se cerraba detrás de la punta, y cuando se sacaba el cuchillo, desaparecían todas las señales de la hoja. Pero si esta interceptaba con cuidado dos venas, se operaba una separación perfecta que la fuerza de cohesión no rectificaba inmediatamente. Los fenómenos de aquellas aguas fueron el primer anillo de una larga cadena de milagros aparentes.