Cuando me recuperé, me sentí asfixiado, aterrorizado, movía los brazos entre barro y piedras para no quedar sepultado. Conseguí estar de pie, inmóvil durante algunos segundos, buscando entender qué había pasado y de averiguar dónde estaba. Oí un gemido cercano y después la voz sofocada de Peters que me pedía por Dios que fuera a ayudarlo. Di un par de pasos con dificultades y caí junto a la cabeza y los hombros de mi compañero que tenía medio cuerpo enterrado en una masa de tierra blanda, y luchaba por librarse del peso que lo oprimía. Saqué la tierra en torno suyo con energía y rapidez, hasta que pude sacarlo. Repuestos del susto y la sorpresa, dedujimos que la pared de la grieta por la que habíamos entrado, por algún temblor natural o por su propio peso, se había desmoronado sobre nosotros, sepultándonos vivos, y que estábamos perdidos. Durante un rato nos desesperamos. Creo que ningún hecho es más espeluznante que el de ser enterrado vivo. Las tinieblas que rodean a la víctima, la opresión en los pulmones y los vahos irrespirables de la tierra húmeda se suman a la conciencia del enterrado de estar del otro lado de la esperanza, con el corazón lleno de espanto.
Estábamos de acuerdo con Peters de que debíamos reconocer los alcances de la catástrofe y buscar una salida para escapar. Con esta idea recuperé la energía y traté de abrirme paso entre aquel montón de tierra. Apenas había dado un paso cuando llegó hasta mí un rayo de luz y me convenció de que no moriríamos por falta de aire. Nos animamos y nos esforzamos por convencernos mutuamente de que la salvación era posible. Trepamos sobre un montón de escombros que obstruía el paso en la dirección de la luz, marchamos con menos trabajo y pudimos respirar mejor. Distinguimos los objetos que nos rodeaban y vimos que estábamos casi al extremo de la parte de la grieta que se extendía en línea recta. Llegamos al recodo donde vimos con alegría una larga garganta que se extendía a una vasta distancia hacia la zona superior, formando un ángulo como de cuarenta y cinco grados. Nuestra vista no podía recorrer toda la extensión de aquella abertura, pero la luz que entraba nos aseguraba un camino de salida. Recordé que éramos tres, Allen no estaba con nosotros, así que retrocedimos en su busca. Después de un largo y peligroso rastreo, Peters me dijo que tocaba uno de los pies de nuestro compañero, que su cuerpo estaba sepultado bajo los escombros, y que era imposible rescatarlo. El pobre Allen había muerto. Con tristeza, abandonamos a nuestro desdichado compañero y volvimos al ángulo del corredor. El ancho de la garganta apenas dejaba pasar nuestro cuerpo; luego de un par de intentos inútiles por subir, empezamos a perder la esperanza de lograrlo. Ya conté que la pared de la garganta principal era de una especie de roca parecida a la piedra de jabón, y debo agregar que las de la garganta por las cuales buscábamos trepar eran de la misma materia, tan resbaladizas y húmedas, que nuestros pies no podían encontrar apoyo, y en algunos puntos, como la pared se levantaba casi perpendicularmente, la dificultad era mayor y creímos que sería insuperable. A pesar de todo, sacamos fuerzas de la desesperación y abrimos escalones en la roca blanda con nuestros cuchillos, nos colgamos, con riesgo de matarnos, de unas salientes hechas de una especie de arcilla algo más dura, y llegamos a una plataforma desde donde se veía un espacio de cielo azul al extremo de una quebrada llena de árboles.
Mirando hacia atrás y estudiando el pasaje por el cual habíamos salido, vimos claramente, por el aspecto de sus paredes, que era de formación reciente, y dedujimos que la sacudida que nos sepultara, nos había abierto aquella vía de salvación. Agotados y sin fuerza para estar de pie ni energía para hablar, se le ocurrió a Peters dar la señal de alarma a nuestros compañeros descargando las pistolas que aún llevábamos en el cinto, pues los fusiles y machetes los habíamos perdido entre los escombros del fondo del abismo. Los hechos subsiguientes probaron que si hubiésemos hecho esto nos habríamos arrepentido amargamente; pero como sospeché de la infame conducta de los salvajes para con nosotros, procuramos no dar a conocer a los indígenas el lugar en el que estábamos.
Después de descansar media hora, fuimos hacia lo alto de la quebrada, y a los pocos pasos, oímos un atroz griterío. Llegamos al fin a lo que ya podíamos llamar superficie del suelo, porque nuestro camino hasta allí, desde que dejamos la plataforma, había serpenteado bajo una bóveda de rocas altas y de follaje a una gran distancia sobre nuestras cabezas. Con prudencia, nos metimos en una abertura angosta desde la cual fue fácil otear toda la comarca alrededor, y donde conocimos el terrible secreto del temblor del que habíamos sido víctimas.
Nuestro punto de observación estaba cerca de la cumbre del pico más alto de aquella cadena de montañas. La garganta por la que entrara nuestro destacamento de treinta y dos hombres se hallaba a cincuenta pies a nuestra izquierda; pero en una extensión de cien yardas, a lo menos, el lecho de la garganta estaba lleno de despojos caóticos de más de un millón de toneladas de tierra y piedras, verdadero alud artificial diestramente precipitado. El método usado para derrumbar aquella vasta masa era simple y evidente; se veían todavía huellas del acto homicida. En algunos parajes a lo largo de la cima del lado oeste de la garganta se veían postes clavados en tierra. En esos lugares el suelo no se había hundido, pero a lo largo de la pared del precipicio, de donde la masa se había desprendido, se veían señales parecidas a las de la excavación, que indicaban que otros postes semejantes habían sido clavados, a cierta distancia unos de otros, a lo largo de unos trescientos pies, en una línea ubicada a diez del borde del precipicio. En los postes de la colina estaban atados fuertes sarmientos, y era evidente que con estos se habían hecho cuerdas que luego fueron atadas a cada una de las demás estacas. Ya he hablado de la estratificación de aquellas colinas de piedra blanda, y la descripción que acabo de hacer de la estrecha hendidura por la que habíamos escapado puede servir para que se comprenda la naturaleza de aquella peña. La primera sacudida natural debía agrietar el suelo en capas perpendiculares o líneas divisorias, paralelas unas a otras, y un esfuerzo muy moderado del arte podía bastar para obtener el mismo resultado. De aquella estratificación particular se habían valido los salvajes para lograr el objetivo de su traición. Gracias a la línea de postes, a una profundidad de uno o dos pies, un salvaje colocado a cada uno de los extremos de las cuerdas, tirando de ellas, obtuvo una potencia de palanca capaz de tirar, a una señal dada, toda la pared de la colina al fondo del abismo. Tampoco había dudas sobre la suerte de nuestros pobres camaradas. Éramos los únicos que habíamos escapado de aquel cataclismo artificial; en la isla no había más hombres blancos vivos que Peters y yo.