Yo representaré el papel de Edipo en el enigma de Rattleborough. Les aclararé a ustedes –como solo yo puedo hacerlo– el mecanismo secreto que produjo el milagro de Rattleborough, el único, el verdadero, el aceptado, el incontrovertible milagro que terminó para siempre con la infidelidad de los rattleburguenses y devolvió a la ortodoxia de los abuelos a todos los pecadores que se habían atrevido a mostrarse escépticos.
Este hecho –que lamentaría mucho exponer en un tono de inadecuada ligereza– tuvo lugar durante el verano de 18... El señor Barnabás Shuttleworthy, uno de los vecinos más ricos y respetables del pueblo, había desaparecido días atrás bajo circunstancias que llevaban a sospechar las más funestas consecuencias. Había salido de Rattleborough un sábado muy temprano, a caballo, con la intención de trasladarse a la ciudad de N., a unas quince millas, y volver aquella misma noche. Pero, dos horas después, su caballo regresó sin él y sin los sacos que al partir llevaba en la montura. El animal estaba herido y cubierto de barro. Aquellas circunstancias, como es natural, alarmaron a los amigos del desaparecido, y cuando el domingo por la mañana se supo que no había vuelto, el pueblo se levantó en masa para ir a buscar su cadáver. El primero y más enérgico organizador de esta búsqueda era un amigo íntimo del señor Shuttleworthy, llamado Charles Goodfellow o, como todo el mundo le decía, Charley Goodfellow o el viejo Charley Goodfellow. Ahora bien, si se trata de una maravillosa coincidencia, o si el nombre tiene un efecto imperceptible sobre el carácter, es cosa que no he podido verificar, pero existe el hecho incuestionable de que jamás ha existido un hombre llamado Charles que no fuera un tipo recto, honesto, bondadoso y sincero, dueño de una voz profunda y clara, agradable de escuchar, y unos ojos que miran a la cara, como diciendo: «Tengo la conciencia tranquila, no le tengo miedo a nadie y jamás sería capaz de una mala acción». Y así sucede que todos los generosos y negligentes «actores de carácter» se llaman con toda seguridad Charles.
Pues bien, aunque solo llevaba unos seis meses en Rattleborough y nadie tenía noticias sobre él antes de que llegara para instalarse entre nosotros, el viejo Charley Goodfellow no había encontrado problemas para hacerse amigo de toda la gente respetable del pueblo. Ni un solo vecino hubiera dudado de su palabra, y en cuanto a las damas, hacían de todo para agradarle. Y esto provenía del hecho de llamarse Charles y de ser, por tanto, dueño de una de esas caras sinceras que constituyen la mejor carta de recomendación. He dicho ya que el señor Shuttleworthy era uno de los hombres más respetables y, sin duda, el más rico de Rattleborough, y que el viejo Charley Goodfellow había intimado con él hasta parecer su hermano. Ambos caballeros eran vecinos, y aunque el señor Shuttleworthy visitaba rara vez –si es que lo hizo alguna– al viejo Charley, y nunca se supo que comiera en su casa, ello no impedía que ambos amigos estuvieran muchísimo tiempo juntos como ya lo he dicho; en efecto, el viejo Charley no dejaba pasar un día sin entrar tres o cuatro veces a ver cómo estaba su vecino, y muchas veces se quedaba a desayunar o a tomar el té, y casi siempre a cenar. En estas últimas ocasiones hubiera sido difícil saber cuánto vino tomaban los camaradas de una sola vez. La bebida favorita del viejo Charley era el Chateau Margaux, y al señor Shuttleworthy le gustaba ver cómo su amigo se tomaba botella tras botella. Tanto es así que un día, cuando el vino había despertado el ingenio de ambos, aquel dijo a su compañero, dándole una palmada en la espalda:
—Viejo Charley, te diré una cosa, eres el mejor compañero que haya conocido desde que nací. Y si te gusta tanto beber de ese vino, que me cuelguen si no voy a regalarte un cajón de Chateau Margaux. ¡Que me cuelguen —repitió el señor Shuttleworthy, que tenía la mala costumbre de jurar, aunque no pasaba de juramentos inofensivos— si esta misma tarde no pido un cajón doble del mejor vino y te lo regalo! ¡Vaya si lo haré! No digas ni una palabra: te digo que lo haré y se acabó. De modo que ponte al acecho; ya te llegará uno de estos días, cuando menos lo esperes.
Menciono este ejemplo de generosidad por parte del señor Shuttleworthy para demostrar la intimidad de aquellos dos amigos.
Pues bien, el domingo a la mañana, cuando no quedó duda alguna de que al señor Shuttleworthy le había sucedido algo grave, jamás vi a nadie tan preocupado como el viejo Charley Goodfellow. Cuando oyó por primera vez que el caballo había regresado a casa sin su amo, sin los sacos de la montura y cubierto de sangre de resultas de un pistoletazo que había atravesado el pecho del pobre animal sin llegar a matarlo; cuando oyó todo eso, empalideció como si el desaparecido hubiese sido su padre o su hermano, mientras temblaba convulsivamente como si lo hubiese atacado fiebre palúdica.
Al principio pareció deprimido por el dolor como para decidir algún plan de acción; durante mucho tiempo se esforzó por disuadir a los restantes amigos del señor Shuttleworthy de que tomaran medidas, pensando que era preferible esperar –una semana o dos, o un mes o dos– hasta ver si no se producía alguna novedad o si el desaparecido se presentaba explicando sus razones por haber abandonado a su caballo. Ustedes habrán visto con frecuencia esta tendencia a diferir en gente que sufre un dolor intenso. Sus facultades mentales parecen paralizadas y experimentan una especie de miedo hacia toda acción; prefieren quedarse inmóviles en su cama y «acunar su pena», como les gusta decir a las viejas, en otras palabras, rumiar los problemas.
La gente de Rattleborough tenía en tan alta estima la sensatez del viejo Charley, que la mayoría se manifestó dispuesta a seguir sus consejos y no investigar «hasta que hubiera alguna novedad», según lo expresaba el honesto caballero. Y estoy convencido de que esta decisión hubiera sido unánime de no mediar el sospechoso cruce del sobrino del señor Shuttleworthy, joven vicioso de pésima reputación. Este sobrino, llamado Pennifeather, no quiso quedarse tranquilo, sino que insistió en salir inmediatamente en busca «del cadáver del asesinado». Tal fue la expresión que usó, y el señor Goodfellow señaló en esa ocasión que era una «frase rara, por no decir otra cosa peor». Semejante observación en boca del viejo Charley provocó efecto en la multitud y se escuchó a uno del grupo preguntar con vehemencia «cómo era posible que el joven Pennifeather estuviera informado de los hechos relativos a la desaparición de su tío rico como para afirmar que había sido asesinado». Siguieron respuestas picantes y controversias entre los presentes, especialmente entre el viejo Charley y el señor Pennifeather, lo que no sorprendió, porque era conocida la animosidad existente entre ambos desde hacía varios meses. Las cosas habían alcanzado tal punto que en una ocasión el señor Pennifeather tumbó de un golpe al amigo de su tío, acusándolo de algunos excesos cometidos por aquel en casa de su pariente, donde se alojaba el joven. Se afirmaba que, en esta ocasión, el viejo Charley se había comportado con moderación y caridad cristiana. Sacudió su ropa y no devolvió el golpe recibido, limitándose a murmurar unas palabras sobre su propósito de «vengarse en la primera oportunidad», reacción natural de su ira, que no tenía ningún sentido especial y que, sin duda, había olvidado inmediatamente. Como quiera que fueran aquellos incidentes (que no se relacionan con lo que estamos contando), los habitantes de Rattleborough se dejaron persuadir por el señor Pennifeather y decidieron desparramarse en las zonas vecinas para hallar al desaparecido. Tal fue la primera intención, pues parecía lo más natural que la gente se dispersara en distintos grupos que explorarían del modo más meticuloso las regiones circunvecinas. Sin embargo, no sé por qué ingenioso razonamiento que he olvidado, el viejo Charley acabó convenciendo a la asamblea de que este plan no era el más conveniente. Los convenció, excepto al señor Pennifeather, para efectuar una búsqueda cuidadosa a cargo de todos los vecinos en masa; naturalmente, el viejo Charley tomó la dirección. No había dudas de que el jefe era el más capacitado, todo el mundo sabía que el viejo Charley tenía ojos de lince; pero, aunque los llevó a toda clase de rincones apartados, por senderos que nadie había sospechado que existieran, y aunque la búsqueda continuó noche y día durante más de una semana, fue imposible hallar la menor huella del señor Shuttleworthy.
Cuando digo «la menor huella» no debe entendérseme literalmente, pues no dejaron de encontrarse algunas. Las señales de las herraduras del caballo (que eran de un tipo especial) fueron seguidas hasta un lugar situado a cinco kilómetros al este del pueblo, sobre el camino real a la ciudad. Aquí las huellas se desviaban por un atajo que atravesaba un bosque y volvía a salir al camino real, abreviando en un kilómetro el recorrido. Al seguir las pisadas por este sendero, el grupo llegó hasta una charca de agua estancada, escondida por las malezas a la derecha del sendero; en este punto, se interrumpían las marcas de herraduras.
Se vio, sin embargo, que en el sitio había habido una lucha, y las señales indicaban que un cuerpo grande y pesado había sido arrastrado desde el sendero a la charca. Se dragó cuidadosamente, pero nada apareció bajo el agua. Se disponían a regresar, sin conocer la verdad, cuando la providencia sugirió al señor Goodfellow la idea de desaguar completamente la charca. El plan fue recibido con hurras y el viejo Charley muy elogiado por su inteligencia. Como muchos vecinos traían palas, dada la eventualidad de desenterrar un cadáver, el desagüe pudo efectuarse rápidamente. Tan pronto quedó visible el fondo se vio en el centro del lecho de lodo un chaleco de terciopelo de seda negra que casi todos los presentes reconocieron como del señor Pennifeather. El chaleco estaba roto y manchado de sangre.
Varias personas de la asamblea recordaban claramente que el joven lo llevaba puesto la mañana de la partida del señor Shuttleworthy, mientras otros se manifestaban dispuestos a afirmar bajo juramento que el señor Pennifeather no había usado dicha prenda en ningún momento posterior a aquel día. Y no se encontró a nadie que afirmara haber visto al joven vistiendo el chaleco en cualquier momento subsiguiente a la desaparición del señor Shuttleworthy. Todo esto complicaba al joven, y confirmando las sospechas, se puso terriblemente pálido y no pudo pronunciar una palabra cuando se lo apuró para que explicara. Ante esto, los pocos amigos que sus vicios le habían dejado lo abandonaron y se mostraron más enérgicos que sus reconocidos enemigos al demandar su arresto inmediato.
Pero la magnanimidad del señor Goodfellow brilló, por contraste, en su más alto esplendor. Hizo una elogiosa defensa del señor Pennifeather, durante la cual aludió más de una vez a su propio y sincero perdón por el insulto que aquel disipado joven, «heredero del excelente señor Shuttleworthy», le había inferido en un arrebato de pasión. «Lo perdonaba –agregó– desde lo más profundo de su corazón; en cuanto a él (el señor Goodfellow), lejos de llevar a su extremo las sospechosas circunstancias que existían contra el señor Pennifeather, haría todo cuanto estuviera en su poder y usaría la escasa elocuencia de que era capaz para... suavizar, en la medida en que pudiera hacerlo en paz con su conciencia, los peores aspectos que presentaba aquel enigmático asunto.» El señor Goodfellow continuó durante una larga media hora en este tono, que hacía gran honor tanto a su inteligencia como a su corazón; pero la gente de corazón generoso pocas veces es capaz de observaciones sensatas, incurren en toda clase de errores y despropósitos en el entusiasmo de su celo por servir a un amigo; y así, con la mejor intención de este mundo, dañan en lugar de favorecer. Así ocurrió en este caso con la elocuencia del viejo Charley, pues, aunque se esforzaba por ayudar al sospechoso, sucedió –no sé bien cómo– que cada sílaba que pronunciaba, con la deliberada o inconsciente intención de no exagerar la buena opinión del público sobre el orador, tuvo el efecto de acentuar las sospechas ya latentes sobre la persona cuya causa defendía y exasperar contra él la furia de la multitud.
Uno de los grandes errores del orador fue su alusión al sospechoso como «el heredero del excelente señor Shuttleworthy». Ninguno de los presentes había pensado antes en eso. Recordaban solamente ciertas amenazas proferidas un año atrás por el tío en el sentido de desheredar a su sobrino (que era su único pariente) y aseguraban que este había sido, en efecto, desheredado; tan simples eran los vecinos de Rattleborough. Pero las observaciones del viejo Charley los hicieron pensar en el asunto y descubrieron la posibilidad de que aquellas amenazas no hubieran pasado de tales. Sin transición, surgió la pregunta natural de cui bono?, que sirvió más que el chaleco para atribuir el crimen al joven Pennifeather. Aquí, a fin de no ser mal entendido, permítaseme una digresión para hacer notar que esta brevísima y sencilla frase latina es invariablemente mal traducida y malpensada. En todas las novelas de misterio y en otras –por ejemplo, las de la señora Gore, autora de Cecil, dama que cita en todas las lenguas, desde el caldeo al chickasaw, ayudada sistemáticamente en su erudición por el señor Beckford–, en todas esas novelas, repito, desde las de Bulwer Lytton y Dickens hasta las de Turnapenny y Ainsworth, las dos palabritas latinas cui bono son traducidas así: «¿con qué fin?», o (como si fuera quo bono): «¿con qué ventaja?». Pero su verdadero sentido es: «¿para beneficio de quién?». Cui, de quién; bono, ¿es para beneficio? La frase es puramente legal y se aplica en casos como el que nos ocupa, donde la probabilidad de que alguien haya cometido un delito depende del beneficio que recaiga sobre el mismo como consecuencia del delito. Ahora bien, en este caso, la pregunta cui bono? implicaba directamente al señor Pennifeather. Luego de testar en su favor, su tío lo había amenazado con desheredarlo. Pero la amenaza no había sido llevada a efecto; el testamento original, según se supo, no presentaba alteración. En caso contrario, el único motivo presumible para el crimen habría sido el muy ordinario de la venganza, pero aun este podía rebatirse por la esperanza de todo desheredado de volver a ganar la confianza de su pariente. No habiéndose modificado el testamento, mientras la amenaza seguía suspendida sobre la cabeza del sobrino, todos vieron en ello el más manifiesto motivo para el crimen, y esa fue la conclusión de los meritorios ciudadanos de Rattleborough.
El señor Pennifeather fue arrestado allí mismo y la multitud, luego de buscar otro poco, regresó al pueblo custodiándolo. En el camino pasó otra cosa que confirmaba la sospecha. El señor Goodfellow, cuyo celo lo hacía adelantarse siempre al grueso del grupo, corrió unos pasos, se agachó y levantó un objeto que había en el pasto. Luego de examinarlo rápidamente, se notó que intentaba esconderlo en el bolsillo de la chaqueta, pero los otros se lo impidieron, viéndose que el objeto hallado era una navaja española que una docena de personas reconocieron inmediatamente como del señor Pennifeather. Además, sus iniciales estaban grabadas en el puño. La hoja de la navaja estaba abierta y ensangrentada. Ya no podía quedar duda sobre la culpabilidad del sobrino del muerto y, apenas llegados a Rattleborough, fue entregado al juez para su interrogatorio. Su situación adquirió entonces un cariz aún más desagradable. Al preguntársele dónde había estado la mañana de la desaparición del señor Shuttleworthy, tuvo la descarada audacia de admitir que aquel día había salido con su rifle a cazar ciervos en las inmediaciones de la charca donde se había hallado su chaleco ensangrentado.
El viejo Charley se levantó y, con lágrimas en los ojos, pidió permiso para declarar. Dijo que un profundo sentido del deber para con su Hacedor y sus semejantes no le permitía continuar en silencio por más tiempo. Hasta ahora, el más sincero afecto hacia el joven inculpado (no obstante la forma en que se había conducido con él) lo había movido a imaginar cuanta hipótesis le sugería la imaginación, a fin de explicar todo lo sospechoso de esas circunstancias tan incriminatorias para el señor Pennifeather, pero dichas circunstancias eran ya demasiado convincentes y condenatorias. No podía dudar, diría lo que sabía, aunque su corazón le estallara de dolor al hacerlo. Procedió entonces a declarar que, la tarde anterior a la partida del señor Shuttleworthy, este venerable caballero había dicho a su sobrino (y él, el señor Goodfellow, lo había oído) que el motivo que lo llevaba a viajar al día siguiente por la mañana era hacer un depósito de una cuantiosa suma de dinero en el Banco de los Granjeros y Mecánicos de la ciudad; agregó que en el curso de la conversación, el señor Shuttleworthy había manifestado a su sobrino la irrevocable determinación de anular su testamento y desheredarlo hasta el último centavo. Y, tras ello, el testigo pidió solemnemente al inculpado que declarara si lo que acababa de decir era o no verdad.
Para el asombro de los presentes, el señor Pennifeather admitió que lo narrado era verdad.
El magistrado consideró entonces pertinente enviar a dos oficiales de policía para que revisaran el aposento que el joven ocupaba en casa de su tío. Los policías no tardaron en volver trayendo consigo la bien conocida cartera de cuero bermejo, con aplicaciones de metal, que el anciano desaparecido llevara consigo durante años. Faltaba su contenido valioso y fue inútil el esfuerzo del magistrado para lograr la confesión del procesado sobre el destino del dinero o el lugar donde estaba escondido. El señor Pennifeather afirmó que nada sabía sobre todo aquello. Por otra parte, los policías descubrieron entre el elástico y el colchón de la cama una camisa y un pañuelo para el cuello, con el monograma del acusado, manchados con la sangre de la víctima. A esta altura de la indagación se hizo saber que el caballo del asesinado acababa de morir a consecuencia de la herida que recibiera. El señor Goodfellow propuso que se le hiciera una autopsia para hallar, si era posible, la bala. Así se hizo, y como para que la culpabilidad del acusado quedara demostrada de forma definitiva, el señor Goodfellow, luego de larga búsqueda dentro del pecho del caballo, localizó y sacó una bala de gran tamaño que, hechas las pruebas correspondientes, resultó corresponder al calibre del rifle del señor Pennifeather, que era mayor que el de cualquier otro vecino del pueblo o sus inmediaciones. Para confirmar todavía más el asunto, se descubrió que la bala tenía una señal o reborde en ángulo recto con la sutura habitual; no tardó en verificarse que dicha señal coincidía con la existente en los moldes para fundir balas que, según confesión del acusado, le pertenecían. Apenas probado esto, el magistrado a cargo de la indagación rehusó escuchar nuevos testimonios y ordenó de inmediato que el prisionero fuera juzgado por asesinato, negándose a dejarlo en libertad bajo fianza, a pesar de que el señor Goodfellow protestó contra esta rigidez, y ofreció salir como fiador por cualquier suma que se pidiera. Esta generosidad por parte del viejo Charley coincidía con su conducta caballeresca a lo largo de toda su vida en Rattleborough. En este caso, el excelente caballero se dejaba llevar de tal modo por la excesiva fogosidad de su simpatía, que al ofrecerse como fiador de su joven amigo parecía olvidar que no poseía un centavo en el mundo entero.
Los resultados de la decisión pueden imaginarse fácilmente. Acompañado por el odio y la maldición de todo Rattleborough, el señor Pennifeather fue juzgado en el tribunal de causas criminales; la cadena de pruebas circunstanciales (reforzada por algunos hechos condenatorios adicionales, que la sensible conciencia del señor Goodfellow le prohibió mantener en secreto) fue considerada tan sólida y concluyente, que el jurado no se molestó en abandonar sus asientos para pronunciar el inmediato veredicto de culpable de asesinato en primer grado. Momentos después, el miserable era condenado a muerte y conducido otra vez a la cárcel del condado para aguardar la inexorable venganza de la ley.
En el ínterin, la noble conducta del viejo Charley Goodfellow había duplicado la estima que le profesaban los honestos ciudadanos del pueblo. Su popularidad era diez veces mayor que antes y, como consecuencia natural de la hospitalidad que recibía en todas partes, se vio forzado a modificar las costumbres económicas que su pobreza le impusiera hasta entonces; empezó a ofrecer pequeñas reuniones en su casa, donde la alegría reinaba –enfriados momentáneamente, claro está, por el recuerdo ocasional del prematuro y melancólico destino que aguardaba al sobrino del íntimo amigo de tan generoso ser.
Un día hermoso, este caballero tuvo la sorpresa de recibir la siguiente carta:
Señor Charles Goodfellow, Esq., Rattleborough.
Estimado señor:
De conformidad con un pedido transmitido a nuestra firma, hace dos meses, por nuestro estimado cliente el señor Barnabás Shuttleworthy, tenemos el honor de remitirle a su domicilio un doble cajón de Chateau Margaux, marca antílope, sello violeta. Cajón numerado y marcado como se indica al pie.
Saludamos a usted muy atentamente,
Hoggs, Frogs, Bogs & Co.
Ciudad de ..., 21 de junio 18...
P. S.: El cajón le llegará al día siguiente del recibo de esta carta. Agregamos nuestros saludos al señor Shuttleworthy.
H., F., B. & Co.
Chal. Mar. A. N° 1, 6 doc. bot. (1/2 gruesa).
A decir verdad, desde la muerte del señor Shuttleworthy, el señor Goodfellow había perdido toda esperanza de recibir alguna vez el prometido Chateau Margaux, por lo cual le pareció que recibirlo ahora representaba una especial dádiva de la providencia. Como es natural, se alegró mucho y, en la exuberancia de su alegría, invitó a un numeroso grupo de amigos a una fiesta para la noche siguiente, dispuesto a hacerles probar parte del regalo del bueno del señor Shuttleworthy. Por cierto que no dijo nada acerca del «buen Shuttleworthy» cuando expidió las invitaciones. Después de pensarlo bien, decidió proceder así. Que yo sepa, a nadie mencionó que hubiera recibido un regalo de Chateau Margaux. Se limitó a invitar a sus amigos a que compartieran con él un vino de buena calidad y fina fragancia que había encargado dos meses atrás y que recibiría al día siguiente.
Muchas veces me he asombrado pensando por qué el viejo Charley decidió callar que aquel vino era un regalo de su viejo amigo; me resultó imposible entender sus razones, aunque sin duda debía tenerlas.
Llegó el día siguiente y con él una numerosa y distinguida asistencia se hizo presente en casa del señor Goodfellow. Puede decirse que la mitad del pueblo estaba allí (y yo entre ellos), pero, para rabia del anfitrión, el Chateau Margaux no apareció hasta última hora, cuando la suntuosa cena ofrecida por el viejo Charley había sido saboreada por los invitados. Sin embargo, llegó, y por cierto que era un cajón enormemente grande; entonces, como la asamblea se hallaba de muy buen humor, se decidió por unanimidad que se colocaría sobre la mesa y que se extraería inmediatamente su contenido.
Dicho y hecho. Por mi parte, di una mano, y en menos de un segundo teníamos el cajón sobre la mesa, en medio de botellas y vasos, gran parte de los cuales se rompieron en el caos. El viejo Charley, completamente borracho, con la cara roja, se sentó con burlona dignidad en la cabecera, golpeando furiosamente sobre la mesa con un vaso, mientras pedía silencio «durante la ceremonia del desentierro del tesoro».
Luego de algunos gritos se restableció el orden y, como suele suceder en estos casos, se produjo un silencio raro. Me pidieron que levantara la tapa, acepté, como es natural, «con infinito placer». Clavé una gubia, pero apenas di unos martillazos, la tapa del cajón se levantó y, en el mismo momento, surgió del interior, enfrentando al anfitrión, el maltratado, sangriento y putrefacto cadáver del señor Shuttleworthy. Por un instante, contempló fija y dolorosamente, con sus ojos sin brillo y sin forma, la cara del señor Goodfellow. Entonces, lenta pero claramente, se oyó que decía estas palabras: «¡Tú eres el hombre!». Y cayendo sobre el borde del cajón, como satisfecho de lo que había dicho, quedó con los brazos colgando sobre la mesa. La escena que siguió excede toda descripción. La carrera hacia las puertas y ventanas fue terrorífica y muchos de los hombres más robustos se desmayaron allí mismo de puro susto. Pero, después del primer ataque de miedo, todos los ojos se clavaron en el señor Goodfellow. Aunque viva mil años, jamás olvidaré la más que mortal agonía reflejada en la horrible expresión de su cara, fantasmalmente pálida después de haberse mostrado tan roja de vino y de éxito. Durante varios minutos permaneció inmóvil como una estatua de mármol; sus ojos, privados de expresión, parecían vueltos hacia adentro y perdidos en el espectáculo de su propia alma asesina. Por fin, la vida surgió otra vez, proyectada hacia el mundo exterior; levantándose de un salto, cayó pesadamente con la cabeza y los hombros sobre la mesa, en contacto con el cadáver, mientras de sus labios salía rápida y vehemente la confesión del crimen por el cual el señor Pennifeather estaba preso y esperando la muerte.
Lo que contó fue lo siguiente:
Había seguido a su víctima hasta las cercanías de la charca, hirió allí al caballo de un pistoletazo y mató al señor Shuttleworthy a golpes de culata. Luego de apoderarse de la cartera de la víctima, supuso que el caballo había muerto y lo arrastró con mucho trabajo hasta los matorrales. Cargó el cadáver de su víctima sobre su propio caballo y lo llevó a un lugar donde hacerlo desaparecer, situado a mucha distancia a través del bosque. El chaleco, la navaja, la cartera y la bala habían sido colocados por él mismo donde fueron encontrados, para vengarse del señor Pennifeather. También se las arregló para dejar en su cuarto el pañuelo y la camisa manchados de sangre. Hacia el final del relato aterrador, las palabras del miserable asesino se entrecortaron. Cuando terminó, se enderezó, se alejó tambaleante de la mesa, hasta caer... muerto.
Aunque eficientes, los medios mediante los cuales pudo lograrse esta confusión fueron sencillos. La exagerada sinceridad y bondad del señor Goodfellow me habían disgustado desde el principio, despertando mis sospechas. Estaba presente cuando el señor Pennifeather lo golpeó, y la diabólica expresión de su rostro, por más pasajera que fuera, me aseguró que cumpliría al pie de la letra su venganza. Estaba preparado para notar las maniobras del viejo Charley de un modo diferente de la de los buenos vecinos de Rattleborough. Vi de inmediato que todos los hallazgos incriminatorios nacían directa o indirectamente de él. Pero lo que me abrió completamente los ojos fue el episodio de la bala hallada por el señor Goodfellow en el caballo. Aunque los vecinos lo habían olvidado, yo no dejé de recordar que el caballo presentaba un orificio por donde había penetrado el proyectil y otro por donde había salido. Si se encontraba una bala en el cuerpo, tenía que haber sido depositada allí por la misma persona que decía haberla encontrado. La camisa y el pañuelo ensangrentados confirmaron la idea sugerida por el hallazgo de la bala; en efecto, el examen de la sangre demostró que se trataba solamente de vino tinto. Pensando en esas cosas, y también en el cambio de vida del señor Goodfellow, mis sospechas se hicieron cada vez más fuertes, y no eran menos intensas por ser el único que las abrigaba.
Entretanto, me ocupé de buscar el cadáver del señor Shuttleworthy; tenía buenas razones para hacerlo en zonas completamente opuestas a aquellas hacia las cuales el señor Goodfellow había conducido a los vecinos. El resultado fue que, algunos días más tarde, llegué a un antiguo pozo seco, cuya boca estaba casi enteramente cubierta de matorrales; y allí, en el fondo, hallé lo que buscaba. Sucedió que yo había escuchado el diálogo entre los dos amigos, cuando el señor Goodfellow se las arregló para inducir a su anfitrión a que le regalara un cajón de Chateau Margaux. Basándome en este hecho, actué en consecuencia. Procurándome un trozo muy fuerte de barba de ballena, lo metí por la garganta del cadáver y metí a este en un viejo cajón de vino, teniendo cuidado de doblarlo en forma tal que la barba de ballena se doblara junto con él. De esta forma tuve que apretar fuertemente la tapa para mantenerla ajustada mientras la clavaba; y, como es natural, tenía la seguridad de que, tan pronto los clavos fueran extraídos, la tapa se levantaría, y tras ella el cuerpo. Compuesto así el cajón, lo marqué y numeré como se ha dicho; luego de escribir una supuesta carta de los vineros que preveían al señor Shuttleworthy, di instrucciones a mi criado para que llevara el cajón en una carretilla hasta la puerta del señor Goodfellow. En cuanto a las palabras que pensaba hacer pronunciar al cadáver, confiaba en mis artes de ventrílocuo y en la conciencia del perverso asesino.
Pienso que nada queda por aclarar. El señor Pennifeather fue liberado, heredó la fortuna de su tío y, aprovechando la lección de la experiencia, empezó desde aquel día una vida nueva y feliz.