Los seis o siete días siguientes seguimos en nuestro escondite de la colina, saliendo solo de vez en cuando, y siempre con cautela, para proveernos de agua y avellanas. Habíamos construido en la plataforma una especie de cabaña, creamos una cama con hojas secas, y tres grandes piedras nos servían de chimenea y de mesa. Hicimos fuego frotando dos trozos de madera. El ave que habíamos cazado nos dio un alimento exquisito, pero un poco duro. No era un ave oceánica, sino una especie de avestruz de plumaje negro azabache, salpicado de gris, con alas muy pequeñas. Más tarde, vimos en las inmediaciones de la quebrada otros tres de la misma especie, que al parecer iban buscando al que habíamos capturado, pero como no se acercaron nunca, no pudimos cazarlos. Mientras duró la carne del animal, fue soportable nuestra situación, pero una vez consumido, se hizo necesario buscar otras provisiones. Las avellanas no alcanzaban para aplacar el hambre, y nos ocasionaban diarreas y dolores de cabeza cuando las comíamos en abundancia. Habíamos visto algunas tortugas cerca de la costa al este de la colina, pero no era fácil atraparlas sin ser descubiertos por los indígenas. Observando que la pendiente sur presentaba pocas dificultades, empezamos a bajar por ella, pero a las cien yardas nos detuvimos en la garganta donde habían muerto nuestros compañeros. Anduvimos a lo largo de aquella quebrada durante un cuarto de milla, hasta que nos detuvo un precipicio muy profundo, por cuyas paredes era imposible bajar, y retrocedimos por la quebrada principal. Echamos a andar hacia el este y nos pasó lo mismo. Después de una hora, expuestos a perdernos, vimos que habíamos bajado a un abismo de granito negro, cuyo fondo estaba cubierto de un polvo fino, y del cual no podíamos salir sino por el camino escabroso que habíamos seguido para bajar. Nos esforzamos otra vez por aquel camino peligroso y nos aventuramos hacia la cima norte de la montaña, donde tuvimos que actuar con precaución, porque la más ligera imprudencia podía descubrirnos a los isleños. Reptamos entre los arbustos y llegamos a otro abismo, todavía más profundo, que conducía directamente a la garganta principal. Quedaban confirmados nuestros temores: estábamos completamente aislados y sin paso por donde llegar al terrero situado debajo de nosotros. Agotados, volvimos a la plataforma, y dormimos profundamente en la cama de hojas secas durante algunas horas.
Después de aquella búsqueda infructuosa exploramos la cumbre de la montaña para averiguar los recursos que podría ofrecernos. Vimos que era imposible encontrar alimentos en ella, salvo las avellanas y una especie muy dura de coclearia que crecía en una pequeña extensión de terreno y que pronto consumimos.
El 15 de febrero ya no quedaban vestigios de aquella planta y las avellanas escaseaban, de modo que nuestra situación empeoraba.
El 16 volvimos a recorrer los alrededores con la esperanza de hallar la salida. Bajamos al agujero en que habíamos sido enterrados para descubrir un paso hacia la quebrada principal, pero no encontramos más que un fusil, el cual recogimos.
El 17 salimos del escondite para revisar detenidamente el abismo de granito negro al que habíamos bajado en nuestra primera expedición. Recordamos que no habíamos examinado una de las grietas abiertas en las paredes y estábamos impacientes por explorarla, a pesar de que no teníamos grandes esperanzas de descubrir una salida.
Sin problemas, llegamos al fondo de aquella cavidad y pudimos examinarla despacio. Era un lugar único, no podíamos creer que fuese solamente obra de la naturaleza. El abismo tenía de este a oeste unas quinientas yardas, contando todas las sinuosidades que había de un extremo a otro; en línea recta tendría cuarenta o cincuenta yardas, según cálculos aproximados. Al principio de nuestro descenso, a unos cien pies de la cumbre de la colina, las paredes del abismo no se parecían y aparentaban no haber estado unidas; una de ellas era de piedra de jabón y la otra, de piedra granulada; tenía componentes metálicos. El intervalo entre las dos paredes era de sesenta pies en varios puntos, pero en otros, desaparecía toda regularidad de formación. Bajando más allá del límite indicado, se estrechaba rápidamente y las paredes empezaban a ser paralelas, aunque diferentes por su materia y su aspecto. Al llegar a unos cincuenta pies de fondo comenzaba la regularidad perfecta. Las paredes, completamente uniformes, en cuanto a la sustancia y el color, eran de granito muy negro y brillante. El fondo estaba cubierto con tres o cuatro pulgadas de un polvo impalpable, debajo del cual encontramos un suelo también de granito negro. La grieta que tratábamos de examinar estaba tapada por una mata de cardos, la arrancamos, apartamos unos guijarros agudos, y entramos por ella, siguiendo una débil claridad que venía del interior. Recorrimos un espacio como de treinta pies, y descubrimos que la abertura era una bóveda baja de forma regular, con un fondo cubierto de polvo impalpable semejante al del abismo principal. La luz nos iluminó entonces vigorosamente, y doblando a un lado, nos encontramos en otra galería alta parecida en todo, menos en su forma longitudinal, a la que acabábamos de dejar. En este nuevo abismo descubrimos otra grieta como la primera, llena de cardos y guijarros amarillos, afilados como flechas. Nos metimos por ella, y a cuarenta pies, vimos que desembocaba a un tercer abismo parecido exactamente al primero. En una de sus paredes había una abertura ancha que profundizaba quince pies en la roca y terminaba en una capa de marga; más allá no había otro abismo. Íbamos a abandonar esta abertura en la que la luz apenas entraba, cuando Peters me hizo observar una hilera de grabados extraños sobre la superficie que cerraba el paso. Con un poco de imaginación se habría tomado el grabado de la izquierda por la imagen groseramente esculpida de un hombre parado con el brazo extendido. Los otros parecían caracteres alfabéticos, y esta opinión fue la de Peters que la adoptó sin más examen. Yo lo convencí de su error dirigiendo su atención hacia el suelo de la grieta de donde recogimos, pedazo por pedazo, los que a consecuencia de alguna convulsión habían saltado de la superficie en que aparecían los grabados y que conservaban todavía puntos salientes que se adaptaban exactamente a los huecos de la pared. Después de habernos convencido de que aquellas cavidades no nos ofrecían una salida, emprendimos el regreso, abatidos y desesperados, hacia la cumbre.
Durante las veinticuatro horas siguientes no pasó nada que merezca ser narrado. Diré, sin embargo, que en el tercer abismo descubrimos dos agujeros triangulares muy profundos, cuyas paredes eran también de granito negro. Creímos inútil bajar a ellos, porque no tenían salida y parecían pozos naturales.