Ligeia

(1838)

Y allí dentro está la voluntad que no muere.

¿Quién conoce los misterios de la voluntad y su

fuerza? Pues Dios no es sino una gran voluntad que

penetra las cosas todas por obra de su intensidad. El

hambre no se doblega a los ángeles, ni cede por

entero a la muerte, como no sea por la flaqueza de

su débil voluntad.

Joseph Glanvill

No puedo, lo juro por mi alma, recordar cómo, cuándo, o incluso exactamente dónde conocí a Ligeia. Han pasado largos años desde entonces y el sufrimiento ha debilitado mi memoria. O quizá no puedo evocar ahora aquellas cosas porque, a decir verdad, el carácter de mi amada, su extraña educación, la naturaleza de su belleza, diferente pero serena, y la penetrante y seductora elocuencia de su profunda voz musical, abrieron camino en mi corazón paso a paso, con tanta cautela, que no pude darme cuenta.

Sin embargo, creo haberla visto por primera vez, y en algunas ocasiones más, en una inmensa y decadente ciudad cerca del Rin. La escuché hablar de su familia y no tengo dudas de su antiguo linaje. ¡Ligeia, Ligeia! Abstraído por estudios que, por su especie, pueden amortiguar los sobresaltos del mundo, solo por esta dulce palabra, Ligeia, llega a los ojos de mi imaginación el retrato de aquella que ya no existe. Y ahora, mientras escribo, me doy cuenta de que nunca supe el apellido de quien fuera mi amiga y prometida, luego compañera de estudios y, por último, la esposa de mi corazón. ¿Fue por una orden cordial de mi Ligeia o para poner a prueba la fuerza de mi afecto, que me estaba prohibido investigar sobre este punto? ¿O fue mi capricho, esa ofrenda delirante y romántica en el altar de la devoción más apasionada? Solo recuerdo confusamente el hecho. ¿Es raro que haya olvidado por completo los sucesos que lo causaron y lo siguieron? Y de hecho, si alguna vez el espíritu de la pálida Ashtophet del Egipto idólatra, con sus alas sombrías, presidió, como dicen, los matrimonios nefastos, seguramente presidieron el mío.

Pero hay un punto en el cual mi memoria no falla. Es el cuerpo de Ligeia. Era alta, un poco delgada y, en sus últimos tiempos, casi descarnada.

Sería inútil intentar describir a su majestad, la serena soltura de su postura o la inconcebible presteza y plasticidad de sus pasos. Entraba y salía como una sombra. Nunca advertía su aparición en mi gabinete de trabajo de no ser por la amada musicalidad de su voz dulce, profunda, o cuando posaba su mano marmórea sobre mi hombro. Ninguna mujer igualó la belleza de su rostro. Era el resplandor de un sueño de opio, una visión etérea y encantadora, más extrañamente divina que las fantasías que revoloteaban en las almas adormecidas de las hijas de Delos. Sin embargo, sus facciones no tenían esa regularidad que falsamente nos han enseñado a adorar en las obras clásicas del paganismo. «No hay belleza exquisita —dice Bacon, Lord Verulam, refiriéndose a todas las formas y géneros de la hermosura— sin algo de extraño en las proporciones».

Sin embargo, aunque yo me daba cuenta de que las facciones de Ligeia no eran de una regularidad clásica, aunque sentía que su hermosura era verdaderamente «exquisita» y percibía mucho de su «extrañeza», inútilmente intenté descubrir la irregularidad y reconocer lo «extraño». Examiné el contorno de su frente alta y pálida: era perfecto –¡qué fría en verdad esta palabra aplicada a una majestad tan divina!–. Por la piel, que rivalizaba con el marfil más puro, por la imponente amplitud y la calma, la noble prominencia de las regiones superciliares, y luego los cabellos, como alas de cuervos, lustrosos, exuberantes y naturalmente ensortijados, que demostraban toda la fuerza del halago de Homero: «cabellera de jacinto». Miraba las delicadas líneas de la nariz y solo en las encantadoras medallas de los hebreos he visto una perfección semejante. Tenía la misma superficie plena y suave, la misma tendencia casi imperceptible a ser aguileña, las mismas aletas armoniosamente curvas, que revelaban un espíritu libre. Contemplaba su boca dulce. Allí estaba la gloria de todas las cosas celestiales: la magnífica sinuosidad del breve labio superior, la suave, voluptuosa serenidad del inferior, los hoyuelos alegres y el color elocuente; los dientes, que reflejaban con un brillo prodigioso los rayos de la luz bendita que caían sobre ellos en la más serena y plácida, y sin embargo, radiante y triunfal de todas las sonrisas. Analizaba la forma del mentón y también ahí encontraba la noble amplitud, la suavidad y la majestad, la plenitud y la espiritualidad de los griegos, el contorno que el dios Apolo reveló tan solo en sueños a Cleomenes, el hijo del ateniense. Y entonces me asomaba a los grandes ojos de Ligeia.

Para los ojos no encuentro un modelo en la antigüedad lejana. Quizá fuera porque en los de mi amada existía el secreto del que nos habla Lord Verulam. Creo que eran más grandes que los ojos comunes de nuestra raza, más que los de las gacelas de la tribu del valle de Nourjahad. Por momentos –en los tiempos de intensa excitación– esta singularidad de Ligeia sobresalía aún más. Y en tales ocasiones, su belleza –quizá la veía así mi imaginación ardiente– era la de los seres que están por encima o fuera de la tierra, la belleza de la fabulosa hurí de los turcos. Los ojos eran del negro más brillante, velados por oscuras y largas pestañas. Las cejas, levemente irregulares, eran del mismo color. Sin embargo, lo «extraño» que encontraba en sus ojos era independiente de su forma, del color, del brillo, y debía aplicarse a la expresión. ¡Ah, palabra sin sentido, región insondable donde se concentra toda nuestra ignorancia de lo espiritual! La expresión de los ojos de Ligeia... ¡Cuántas horas medité sobre ella! ¡Cuántas noches de verano luché por explorarla! ¿Qué era aquello, más profundo que el pozo de Demócrito, que estaba en el fondo de las pupilas de mi amada? ¿Qué era? Me dominaba la pasión por descubrirlo. ¡Aquellos ojos! ¡Aquellas grandes, aquellas brillantes, aquellas divinas pupilas! Llegaron a ser para mí las estrellas gemelas de Leda, y yo era para ellas el más devoto de los astrólogos.

Entre las numerosas e incomprensibles anormalidades de la ciencia de la mente no hay punto más atrayente, más excitante que el hecho –nunca, creo, mencionado por las escuelas– de que en nuestros intentos por recordar algo largo tiempo olvidado, con frecuencia llegamos a encontrarnos al borde mismo del recuerdo, sin poder, al fin, atraparlo. Y así, cuántas veces, en mi intensa revisión de los ojos de Ligeia sentí que me acercaba al conocimiento cabal de su expresión, me acercaba, pero no era mío, y al final desaparecía por completo. Y (¡raro, ah, el más raro de los misterios!) encontraba en los objetos más comunes del universo un círculo de analogías con esa expresión.

Quiero decir que, después del tiempo en que la belleza de Ligeia irrumpió en mi espíritu, donde vivía como en un altar, yo sacaba de muchos objetos del mundo material una emoción parecida a la que provocaban en mí sus grandes pupilas luminosas. Pero no por eso puedo definir mejor esa emoción, ni analizarla, ni siquiera observarla en paz. La he reconocido a veces, repito, en una parra que crecía rápidamente, en la contemplación de una falena, de una mariposa, de una crisálida, de un arroyo veloz. La he sentido en el mar, en la caída de un meteorito. La he sentido en la mirada de los ancianos. Y hay una o dos estrellas en el cielo (especialmente una, de sexta magnitud, doble y cambiante, que puede verse cerca de la gran estrella de Lira) que, miradas con el telescopio, me han inspirado la misma emoción. Me ha llenado, al escuchar ciertos sones de instrumentos de cuerda, y no pocas veces al leer pasajes de determinados libros. Entre muchos ejemplos, recuerdo bien algo de una obra de Joseph Glanvill que (quizá simplemente por lo insólito, ¿quién sabe?) nunca ha dejado de inspirarme esa emoción: «Y allí está la voluntad que no muere. ¿Quién conoce los misterios de la voluntad, con su vigor? Porque Dios no es más que una gran voluntad que impregna todas las cosas con su intensidad. El hombre no se rinde frente a los ángeles, ni cede frente a la muerte, como no sea por la debilidad de su frágil voluntad».

Los años pasados y los razonamientos ulteriores me han permitido buscar cierta remota conexión entre este pasaje del moralista inglés y un aspecto del carácter de Ligeia. La fuerza del pensamiento, de la acción, de la palabra era posiblemente en ella un resultado, o por lo menos un índice, de esa colosal voluntad que durante nuestras largas relaciones no dejó de dar otras pruebas más numerosas y evidentes de su existencia. De todas las mujeres que jamás he conocido, la exteriormente serena, la siempre apacible Ligeia, era presa con más violencia que nadie de los tumultuosos buitres de la dura pasión. Y no podía yo medir esa pasión como no fuese por el milagroso dilatarse de los ojos que me deleitaban y aterraban al mismo tiempo, por la melodía casi mágica, la modulación, la claridad y la placidez de su voz tan profunda, y por la salvaje energía (doblemente efectiva por contraste con su manera de pronunciarlas) con que profería habitualmente sus palabras raras.

He hablado de la sabiduría de Ligeia: era inmensa, como nunca la hallé en una mujer. Su conocimiento de las lenguas clásicas era profundo, y en la medida de mis nociones sobre los modernos dialectos de Europa, nunca la descubrí en un error. A decir verdad, nunca descubrí en Ligeia un error en cualquier tema de su alabada erudición académica, admirada simplemente por esotérica. ¡De qué manera única y sagaz este punto de la naturaleza de mi esposa me atrajo tanto! Dije que sus conocimientos eran tales que jamás los hallé en otra mujer, pero ¿dónde está el hombre que ha cruzado, y con éxito, toda la amplia extensión de las ciencias morales, físicas y metafísicas? No vi entonces lo que ahora advierto claramente: que los intereses de Ligeia eran abrumadores y admirables; sin embargo, tenía suficiente conciencia de su infinita superioridad para guiarme como a un niño en el caos de la investigación metafísica, a la cual me entregué activamente durante los primeros años de nuestro matrimonio. ¡Con qué sentimiento de éxito, con qué viva satisfacción, con qué etérea esperanza sentía yo –cuando ella se entregaba conmigo a estudios poco frecuentes, poco conocidos– esa deliciosa perspectiva que se agrandaba lentamente ante mí, por cuyo largo y magnífico camino no andado podía al fin alcanzar la meta de una sabiduría demasiado estricta, demasiado divina para no ser prohibida!

¡Con qué dolor habré visto, después de algunos años, emprender vuelo a mis esperanzas y desaparecer! Sin Ligeia yo era un niño a tientas en la oscuridad. Solo su presencia, sus lecturas podían arrojar luz sobre los muchos misterios del trascendentalismo en los cuales nos refugiábamos. Privadas del radiante brillo de sus ojos, esas páginas, leves y doradas, se opacaron más que el plomo saturnino. Y aquellos ojos brillaron cada vez con menos frecuencia sobre las páginas que yo escrutaba. Ligeia cayó enferma. Los extraños ojos brillaron con un fulgor demasiado, demasiado magnífico; los pálidos dedos adquirieron la transparencia añil de la tumba y las venas azules de su alta frente latieron impetuosamente en las alternativas de la más ligera emoción. Vi que iba a morir y luché desesperadamente con el torvo Azrael. Y las luchas de la apasionada esposa eran, para mi asombro, más enérgicas todavía que las mías. Muchos rasgos de su carácter hosco me habían convencido de que para ella la muerte llegaría sin terror, pero no fue así. Las palabras son impotentes para dar una idea de la feroz resistencia que opuso a la Sombra. Sollocé de angustia ante el triste espectáculo. Yo hubiera querido tranquilizar, hubiera querido reflexionar, pero en la intensidad de su salvaje deseo de vivir, vivir, solo vivir, el consuelo y la razón eran el colmo de la locura. Sin embargo, hasta el último momento, en las convulsiones más violentas de su espíritu indómito, no se conmovió la placidez exterior de su actitud. Su voz se tornó más suave, más profunda, pero yo no quería rezagarme en el raro significado de las palabras pronunciadas en paz. Mi mente titubeaba al escuchar fascinada una melodía sobrehumana, suposiciones y anhelos que la humanidad no había conocido hasta entonces.

De su amor no dudaba, y me era fácil intuir que, en un pecho como el suyo, este no reinaba como una pasión común. Pero solo en la muerte medí toda la fuerza de su afecto. Durante largas horas, reteniendo mi mano, desplegaba ante mí los excesos de un corazón cuya devoción más que apasionada llegaba a la idolatría. ¿Cómo había merecido yo la bendición de semejantes confesiones? ¿Cómo había merecido la condena de que mi amada me fuese arrebatada en el momento en que lo hacía? Pero no tolero más hablar sobre este punto. Solo diré que en el enamoramiento más que femenino de Ligeia, ay, inmerecido y dado sin ser yo digno, reconocí el principio de su ansioso, de su ardiente deseo de vida; esa vida que huía ahora tan velozmente. Soy incapaz de describir, no tengo palabras para expresar esa ansia salvaje, ese frenético deseo de vivir, solo vivir.

Murió a la medianoche. Antes me llamó con urgencia a su lado, pidiéndome que repitiera ciertos versos que había compuesto pocos días antes. La obedecí. Aquí están:

¡Es noche de gala

en los últimos años de soledad!

Una multitud de ángeles alados,

con sus velos, bañados en lágrimas,

son los espectadores de un teatro

donde miran un drama de esperanza y miedo,

mientras la orquesta toca

la música infinita de las esferas.

Imitadores del Dios que está en lo alto,

gruñen y murmuran como títeres,

van y vienen

y los apuran

inmensos cuerpos sin forma

que perturban el escenario sin parar,

batiendo sus alas desplegadas de Cóndor

sobre un Dolor invisible y largo.

¡Este drama múltiple no se olvidará,

jamás será olvidado!

Con su Fantasma siempre perseguido

por una multitud que no lo alcanza,

en un círculo de eterno retorno

al mismo lugar,

y mucho de Locura, y más de Pecado,

y más de Horror –el alma de la trama.

¡Pero mira: en la derrota de los imitadores

asoma una forma que repta!

¡Se retuerce roja como la sangre

en la escena solitaria!

¡Se retuerce y retuerce!

Y en tormentos los imitadores son su alimento,

y sus fauces destilan sangre humana,

y los serafines lloran.

¡Se apagan todas las luces, todas!

Y sobre cada forma temblorosa

cae el telón, un manto funerario,

que desciende como el desplome de una tormenta.

Y los pálidos ángeles, todos anémicos,

ya de pie revelan y afirman

que la obra es la tragedia del «Hombre»,

y que su héroe es el Gusano Conquistador.

—¡Oh, Dios mío! —gritó Ligeia, incorporándose de un salto y elevando sus brazos al cielo en un movimiento espasmódico, apenas terminé de recitar estos versos.

¡Oh, Dios! ¡Oh, Padre Celestial! ¿Estas cosas sucederán irremediablemente?

¿El Vencedor no será alguna vez vencido? ¿No somos una parte, una partícula de Ti? ¿Quién, quién conoce los misterios de la voluntad y su fuerza? El hombre no se rinde frente a los ángeles, ni cede frente a la muerte, como no sea por la debilidad de su frágil voluntad.

Entonces, como cansada por la emoción, dejó caer los brazos y volvió solemnemente a su lecho de muerte. Mientras, mezcló en sus labios sus últimos suspiros con un suave murmullo. Acerqué mi oído y distinguí de nuevo las palabras finales del pasaje de Glanvill: «El hombre no se rinde frente a los ángeles, ni cede frente a la muerte, como no sea por la debilidad de su frágil voluntad».

Ella murió y yo, deshecho, molido por el dolor, no pude aguantar más la desolación de mi casa ni a esa sombría y ruinosa ciudad a orillas del Rin. No me faltaba lo que el mundo llama fortuna. Ligeia me había dejado una buena herencia, una riqueza muchísimo más grande de lo que por lo común les toca a los mortales. Entonces, después de unos meses de vagabundeo aburrido, sin rumbo, compré y arreglé una abadía cuyo nombre no diré, en una de las más incultas y menos visitadas comarcas de la hermosa Inglaterra. La sombría y triste vastedad del edificio, el aspecto casi salvaje del dominio, los numerosos recuerdos melancólicos y venerables vinculados con ambos tenían mucho en común con los sentimientos de abandono total que me habían conducido a esa remota y huraña región del país.

Sin embargo, aunque el exterior de la abadía, arruinado, invadido por el musgo, sufrió pocos cambios, me dediqué con maldad pueril, y quizá con la débil esperanza de aliviar mis penas, a desplegar en su interior magnificencias más que reales. Siempre, hasta en la infancia, había sentido gusto por esas extravagancias, que reaparecieron como una compensación al dolor. ¡Ay, ahora sé cuánto de incipiente locura podía descubrirse en los lujosos y fantásticos tapices, en las solemnes esculturas de Egipto, en los extraños capiteles, en los muebles, en los delirantes diseños de las alfombras bordadas con oro! Me había convertido en un esclavo preso en las redes del opio, y mis trabajos y mis planes cobraron el color de mis sueños. Pero no me detendré a detallar estos absurdos. Hablaré tan solo de ese aposento por siempre maldito, donde en un momento de enajenación conduje al altar –como sucesora de la inolvidable Ligeia– a Rowena Trevanion de Tremaine, la de rubios cabellos y ojos azules.

No hay una sola partícula de la arquitectura y la decoración de aquella cámara nupcial que no se presente ahora ante mis ojos. ¿Dónde tenía el corazón la altiva familia de la novia para permitir, movida por su sed de oro, que una doncella, una hija tan querida, pasara el umbral de un aposento tan adornado? He dicho que recuerdo minuciosamente los detalles de la cámara –yo, que tristemente olvido cosas de profunda importancia– y, sin embargo, no había orden ni armonía en aquel boato maravilloso que se impusieran a mi memoria. La habitación estaba en una alta torrecilla de la abadía fortificada, era pentagonal y de grandes dimensiones. Una única ventana ocupaba todo el lado sur del pentágono, era un enorme cristal de Venecia de una sola pieza de color plomizo; cuando los rayos del sol o de la luna lo atravesaban, caían con brillo tétrico sobre las cosas. En lo alto de la inmensa ventana se extendía el enrejado de una parra añosa que trepaba por los macizos muros de la torre. El techo, de roble oscuro, era altísimo, abovedado y decorado con los motivos más raros y grotescos, de un estilo semigótico, semidruídico. Del centro mismo de esa melancólica bóveda colgaba, de una sola cadena de oro de largos eslabones, un inmenso incensario del mismo metal, en estilo sarraceno, con múltiples perforaciones dispuestas de tal manera que, a través de ellas, como dotadas de la vitalidad de una víbora, se veían contorsiones continuas de llamas multicolores.

Había algunos sillones y candelabros orientales dorados. El lecho nupcial era de estilo indio, bajo, esculpido en ébano macizo, con un baldaquín semejante a un telón funerario. En cada uno de los ángulos de la alcoba había un inmenso sarcófago de granito negro proveniente de las tumbas reales edificadas frente a Luxor, con sus antiguas tapas cubiertas de relieves remotos. Pero en el cortinaje se hallaba, ay, la fantasía más importante. Las elevadas paredes, de formidable altura –al punto de ser desproporcionadas–, estaban cubiertas de arriba abajo, en extensos pliegues, por una pesada y tupida tapicería, de un material similar al de la alfombra del suelo, la cubierta de los sillones y el lecho de ébano, del baldaquín y de las pomposas formas de los cortinajes que ocultaban parcialmente la ventana. Ese material era el más rico tejido de oro, cubierto íntegramente, con intervalos irregulares, por arabescos en realce, de un pie de diámetro, de negro azabache.

Pero estas figuras solo participaban de la condición de arabescos cuando se las miraba desde un determinado ángulo. Por un procedimiento hoy común, que puede en verdad rastrearse en periodos muy remotos de la antigüedad, cambiaban de aspecto. Para el que entraba en la habitación tenían la apariencia de simples monstruosidades, pero, al acercarse, esta apariencia desaparecía gradualmente y, paso a paso, a medida que el visitante cambiaba de posición en el recinto, se veía rodeado por una infinita serie de formas horribles pertenecientes a la superstición de los normandos o nacidas en los sueños culpables de los monjes. El efecto fantasmagórico se incrementaba por la incursión artificial de una fuerte y continua corriente de aire detrás de los tapices, la cual daba una espantosa e inquietante animación al conjunto.

Entre esas paredes, en esa cámara nupcial, pasé con Rowena de Tremaine las impías horas del primer mes de nuestro matrimonio, y las pasé sin demasiado nerviosismo. Que mi esposa me tuviera miedo por mi carácter severo, que me huyera y no me amara, no podía pasarlo por alto, pero me causaba más placer que otra cosa. Mi memoria volaba (¡ah, con qué intensa nostalgia!) hacia Ligeia, la amada, la venerable, la bella, la enterrada. Me extasiaba con el recuerdo de su pureza, de su sabiduría, de su naturaleza elevada, etérea, de su amor apasionado. Ahora mi espíritu ardía plena y libremente, con más intensidad que el suyo. En el ardor de mis sueños de opio (pues me hallaba habitualmente esclavizado por la droga) gritaba su nombre en el silencio de la noche, o durante el día, en los sombreados refugios de los valles, como si con esa salvaje excitación, con la solemne pasión, con el fuego devorador de mi deseo por la difunta, pudiera restituirla a la senda que había abandonado –ah, ¿era posible que fuese para siempre?– en la tierra.

Al comenzar el segundo mes de nuestro matrimonio, Rowena enfermó súbitamente y se repuso con lentitud. La fiebre que la consumía perturbaba sus noches, y en su inquieto semisueño hablaba de sonidos, de movimientos que se producían en la cámara de la torre, cuyo origen atribuí a los extravíos de su imaginación o quizá a la fantasmagórica influencia de la cámara misma. Llegó, al fin, la recuperación y, por último, el restablecimiento total. Sin embargo, había pasado un breve periodo cuando un segundo trastorno, aun más violento, la postró en su lecho de dolor, y de esta indisposición, su naturaleza, que siempre fue débil, nunca se repuso del todo. Su enfermedad, desde entonces, tuvo una alarmante intermitencia que desafiaba el conocimiento y los grandes esfuerzos de los médicos. Con la aceleración de su mal crónico –el cual parecía haber invadido de tal modo su constitución que era imposible extirparlo por medios humanos–, pude observar una acentuación de su irritabilidad y de sus miedos, causados por motivos insignificantes. De nuevo hablaba, y ahora con más frecuencia e insistencia, de los sonidos, de los tenues sonidos y de los movimientos insólitos en las cortinas.

Una noche, cercana a los últimos días del mes de septiembre, este penoso tema me alarmó más que nunca. Acababa de despertar de un sueño intranquilo; yo había estado observando con ansiedad y un vago terror los gestos de su cara esquelética. Me senté junto a su lecho de ébano, en uno de los sillones de la India. Se incorporó a medias y habló, con un susurro ansioso, bajo, de los sonidos que estaba oyendo y yo no podía oír, de los movimientos que estaba viendo y yo no podía percibir. El viento soplaba velozmente detrás de los tapices y quise mostrarle (cosa en la cual, debo decirlo, no creía yo del todo) que aquellos suspiros casi inarticulados y aquellas levísimas variaciones de las figuras de la pared eran tan solo los naturales efectos de la habitual corriente de aire. Pero la palidez mortal que se extendió por su rostro me probó que mis esfuerzos por calmarla serían inútiles. Pareció desmayarse y no había criados a quien recurrir. Recordé el lugar donde había una botella de vino ligero que le habían prescrito los médicos, y crucé presuroso el aposento en su busca. Pero, al llegar bajo la luz del incensario, dos circunstancias sorprendentes llamaron mi atención. Sentí que un objeto palpable, aunque invisible, rozaba levemente mi persona, y vi que en la alfombra dorada, en el centro mismo del resplandor que lanzaba el incensario, había una sombra, una sombra leve, indefinida, de aspecto angélico, como cabe imaginar la sombra de una sombra. Yo estaba tocado por la embriaguez de una desenfrenada dosis de opio, no le di importancia a esas cosas y no se las mencioné a Rowena. Encontré el vino, crucé nuevamente la cámara y llené un vaso, que llevé a los labios de la desmayada. Ya se había recobrado un tanto, sin embargo, tomó el vaso entre sus manos, mientras yo me dejaba caer en el sillón que tenía cerca, con los ojos fijos en ella. Fue entonces cuando percibí claramente un paso suave en la alfombra, cerca del lecho, y un segundo después, mientras Rowena alzaba la copa de vino hasta sus labios, vi o quizá soñé que veía caer dentro del vaso, como surgido de un invisible surtidor en la atmósfera del aposento, tres o cuatro grandes gotas de fluido brillante, del color del rubí. Yo lo vi, pero no ocurrió lo mismo con Rowena. Tomó el vino sin titubear y me abstuve de hablarle de una circunstancia que, según pensé, debía considerarse como sugestión de mi imaginación excitada, cuya actividad mórbida crecía por el terror de mi mujer, el opio y la hora.

Sin embargo, observé que, inmediatamente después de la caída de las gotas color rubí, el mal de mi esposa se agravaba, de tal modo que la tercera noche, las manos de sus doncellas la prepararon para la tumba, y la cuarta la pasé solo, con su cuerpo amortajado, en aquella maravillosa habitación que la recibiera recién casada. Extrañas visiones causadas por el opio aleteaban como sombras delante de mí. Advertí con ojos inquietos los sarcófagos en los ángulos de la habitación, las cambiantes figuras de los tapices, las contorsiones de las llamas multicolores en el incensario colgado. Mis ojos cayeron entonces, mientras trataba de recordar las circunstancias de una noche anterior, en el lugar donde, bajo el resplandor del incensario, había visto las débiles huellas de la sombra. Pero ya no estaba allí, y respirando con más libertad, volví la mirada a la pálida y rígida figura tendida en el lecho. Entonces me asaltaron mil recuerdos de Ligeia, y cayó sobre mi corazón, con la turbulenta violencia de una marea, todo el inenarrable dolor con que había mirado su cuerpo amortajado. La noche avanzaba, y con el pecho lleno de amargos pensamientos, cuyo objeto era mi único, mi supremo amor, permanecí contemplando el cuerpo de Rowena.

Quizá fuera medianoche, tal vez más temprano o más tarde, no tenía conciencia del tiempo, cuando un gemido sofocado, suave, pero muy claro, me sacó bruscamente de mi ensueño. Sentí que venía del lecho de ébano, del lecho de muerte. Presté atención en una agonía de terror supersticioso, pero el sonido no se repitió. Esforcé la vista para descubrir algún movimiento del cadáver, pero no me percaté de nada. Sin embargo, no podía haberme equivocado. Había oído el ruido, aunque débil, y mi espíritu estaba despierto. Mantuve con decisión, con perseverancia, la atención clavada en el cuerpo. Transcurrieron algunos minutos sin que ningún suceso arrojara luz sobre el misterio. Por fin, fue evidente que un color ligero, muy débil y apenas perceptible, se difundía bajo las mejillas y a lo largo de las hundidas venas de los párpados. Con una especie de espanto, de miedo indecible, que no tiene en el lenguaje humano expresión suficientemente enérgica, sentí que mi corazón dejaba de latir, que mis miembros se ponían duros.

Sin embargo, el sentimiento del deber me recuperó. Ya no podía dudar de que nos habíamos apresurado en los preparativos, de que Rowena aún vivía. Era necesario hacer algo inmediatamente, pero la torre estaba muy apartada de las dependencias de la servidumbre, no había nadie cerca, yo no tenía modo de llamar en mi ayuda sin abandonar la habitación unos minutos, y no podía aventurarme a salir. Luché solo en mi intento de volver a la vida ese espíritu aún vacilante. Pero, al cabo de un breve periodo, fue evidente la recaída; el color desapareció de los párpados y las mejillas, dejándolos más pálidos que el mármol; los labios estaban doblemente apretados y contraídos en la espectral expresión de la muerte; una viscosidad y un frío repulsivos cubrieron rápidamente la superficie del cuerpo, y la habitual rigidez cadavérica sobrevino de inmediato. Volví a desplomarme con un temblor en el sillón de donde me levantara tan bruscamente y de nuevo me entregué a mis apasionadas visiones de Ligeia.

Así transcurrió una hora cuando (¿era posible?) advertí por segunda vez un vago sonido procedente de la zona del lecho. Presté atención en el colmo del horror. El sonido se repitió: era un suspiro. Precipitándome hacia el cadáver, vi –claramente– temblar los labios. Un minuto después se entreabrían, descubriendo una brillante línea de dientes nacarados. El asombro luchaba ahora en mi pecho con un profundo pánico. Sentí que mi vista se nublaba, que mi razón se perdía, y solo con un violento esfuerzo logré recobrar ánimos para ponerme a hacer lo que mi deber me demandaba una vez más. Había ahora cierto color en la frente, en las mejillas y en la garganta; un calor perceptible invadía todo el cuerpo; hasta se sentía latir levemente su corazón. Mi esposa vivía, y con redoblado ardor me entregué a la tarea de resucitarla. Froté y friccioné las sienes y las manos, y utilicé todos los medios que la experiencia y no pocas lecturas médicas me aconsejaban. Pero fue en vano. De pronto, el color huyó, las pulsaciones cesaron, los labios recobraron la expresión de la muerte y, un instante después, todo el cuerpo alcanzaba el frío del hielo, el color cadavérico, la rigidez intensa, el aspecto consumido y todas las horrorosas características de quien ha sido, por muchos días, habitante de la tumba.

Otra vez me hundí en las visiones de Ligeia, y de nuevo (¿quién ha de sorprenderse de que me estremezca al escribirlo?), de nuevo llegó a mis oídos un gemido ahogado que venía de la zona del lecho de ébano. Pero, ¿cómo definir el horror de aquella noche? ¿Cómo relatar el drama horrible de la resurrección en el momento del alba gris, cómo contar cada espantosa recaída que terminaba en una muerte más rígida y aparentemente más irremediable, cómo describir esa agonía que parecía la lucha contra algún enemigo invisible, cómo cada lucha era sucedida por no sé qué extraño cambio en el aspecto del cuerpo? Permitidme que abrevie.

La mayor parte de la aterradora noche había pasado, y la que estuviera muerta se movió otra vez, ahora con más fuerza, como si despertase de una disolución más horrenda y más irreparable. Yo había dejado de luchar o de moverme hacía rato, y permanecía rígido, sentado en el sillón, presa indefensa de un torbellino de violentas emociones, de todas las cuales el miedo era quizá la menos terrible, la menos devoradora. El cadáver, repito, se movía, y ahora con más fuerza que antes. Los colores de la vida cubrieron con inusitada energía el rostro, los miembros se relajaron y, de no ser por los párpados aún apretados y por las vendas y paños que daban un aspecto sepulcral a la figura, podía haber soñado que Rowena había sacudido por completo las cadenas de la muerte. Pero si entonces no acepté del todo esta idea, por lo menos pude salir de dudas cuando, levantándose del lecho, a tientas, con débiles pasos, con los ojos cerrados y la manera peculiar de quien se ha extraviado en un sueño, aquel ser amortajado avanzó temerariamente, a las claras, hasta el centro del cuarto.

No temblé, no me moví. Una multitud de ideas inexpresables vinculadas con el aire, la estatura, el porte de la figura cruzaron velozmente por mi cerebro, paralizándome y convirtiéndome en piedra. No me moví, pero contemplé la aparición. Reinaba un caos en mis pensamientos, un tumulto incontenible. ¿Podía ser realmente Rowena viva la figura que tenía delante? ¿Podía ser realmente Rowena, Rowena Trevanion de Tremaine, la de los cabellos rubios y los ojos azules?

¿Por qué, por qué lo dudaba? El vendaje apretaba la boca, pero ¿podía no ser la boca de Rowena de Tremaine? Y las mejillas –con rosas como en la plenitud de su vida–, sí podían ser en verdad las hermosas mejillas de la viviente señora de Tremaine. Y el mentón, con sus hoyuelos, como cuando estaba sana, ¿podía no ser el suyo? Pero entonces, ¿había crecido ella durante su enfermedad? ¿Qué inenarrable locura me invadió al pensarlo? De un salto llegué a sus pies. Estremeciéndose a mi contacto, dejó caer de la cabeza las horribles vendas que la envolvían, y entonces, en el aire crispado de la habitación, se derrumbó una enorme masa de pelo desordenado, más negro que las alas de cuervo de la medianoche. Y, lentamente, se abrieron los ojos de la figura que estaba ante mí. «¡Aquí, entonces, en esto al menos –grité–, nunca, nunca podré equivocarme! ¡Son estos ojos los grandes ojos, los ojos negros, los extraños ojos de mi amor perdido, los ojos de ella... los ojos de Ligeia!»