El coloquio de Monos y Una

(The Colloquy of Monos and Una, 1841)

Μέλλοντα ταύτα

Cosas del futuro.

Antígona, Sófocles

UNA: ¿Resucitado?

MONOS: Sí, bella y querida Una, «resucitado». Esta era la palabra sobre cuyo sentido místico filosofé tanto tiempo, rechazando la definición clerical, hasta que la muerte misma me reveló el secreto.

UNA: ¡La muerte!

MONOS: ¡De qué modo raro, dulce Una, repites mis palabras! Veo dudas en tus pasos y un nerviosismo placentero en tus ojos. Te sientes confundida, agobiada por la pomposa primicia de la vida eterna. Sí, nombré a la muerte. Y aquí… ¡cómo suena esa palabra que antes llevaba aterraba al corazón y denigraba el placer!

UNA: ¡Ah, muerte, fantasma presente en todas las fiestas! ¡Cuántas veces, Monos, nos perdimos en especulaciones sobre su naturaleza! ¡Qué mágica se alzaba como un límite a la beatitud humana… diciendo: «Hasta aquí, y no más»! Aquel profundo amor recíproco, Monos, que ardía en nuestro pecho… ¡cómo nos jactamos inútilmente, en la felicidad de sus primeras palpitaciones, de que nuestra felicidad se fortalecería en la suya! ¡A medida que crecía aumentaba también en nuestro corazón el miedo de aquella hora aciaga que acudía precipitada a separarnos! Y así, con el tiempo, el amor se nos hizo penoso. Y el odio hubiera sido una misericordia.

MONOS: No hables aquí de aquellas penas, querida Una… ¡ahora para siempre, para siempre mía!

UNA: Pero el recuerdo del dolor pasado, ¿no es alegría presente? Mucho tengo que decir aún de las cosas que fueron. Ardo por conocer los sucesos de tu travesía a través del oscuro Valle y de la Sombra.

MONOS: ¿Cuándo la radiante Una pidió algo en vano a su Monos? Todo te lo contaré en detalle. Pero, ¿dónde empezará el relato conmovedor?

UNA: ¿Dónde?

MONOS: Sí.

UNA: Te entiendo. En la muerte hemos aprendido ambos la tendencia del hombre a definir lo indefinible. No te diré que comiences por el momento en que cesó tu vida, sino en aquel triste instante cuando, habiéndote abandonado la fiebre, te hundiste en un sopor sin aliento ni movimiento y yo te cerré los pálidos párpados con los apasionados dedos del amor.

MONOS: Déjame decir algo, Una, acerca de la condición general de los hombres en aquella época. Recordarás que uno o dos sabios entre nuestros antecesores –sabios de verdad, aunque no gozaran de la estimación del mundo– se habían atrevido a poner en duda la cualidad de la palabra «progreso» aplicada al avance de nuestra civilización. En cada uno de los cinco o seis siglos que precedieron nuestra destrucción, hubo momentos en los cuales surgió alguna mente pujante que peleaba con audacia por aquellos principios cuya verdad parece ahora tan evidente a nuestra razón despojada de sus privilegios; principios que deberían haber enseñado a nuestra raza a someterse a la guía de las leyes naturales, en vez de pretender dirigirlas. De vez en cuando, aparecían mentes geniales que consideraban cada avance de la ciencia práctica como un retroceso con respecto a la verdadera utilidad. En ocasiones, la inteligencia poética –esa inteligencia que, ahora lo sabemos, era la mejor de todas, porque las verdades de valor perpetuo solo podían ser alcanzadas por la analogía, que habla a la imaginación y no pesa en la razón–, esa inteligencia poética se adelantó en ocasiones a la evolución de la vaga concepción filosófica y halló en la mística parábola que habla del árbol de la ciencia y de su fruto prohibido y letal, un indicio de que el conocimiento no era bueno para el hombre en esa etapa aún infantil de su alma. Y aquellos poetas, que vivieron y murieron despreciados por los «utilitaristas» –mal educados pedantes que se arrogaban un título que solo merecían los despreciados por ellos–, aquellos poetas evocaron dolorosa, pero sabiamente, los días de antaño, cuando nuestras necesidades eran tan simples como fuertes nuestros placeres; días en que la alegría era una palabra desconocida, tan profundamente solemne era la felicidad; santos, augustos y beatos días en que los ríos azules corrían sin diques entre colinas intactas, entrando en la soledad del bosque primitivo, fragante e inexplorado. Y, sin embargo, aquellas respetables excepciones a la falsa regla general solo servían para reforzarla por contraste. ¡Habíamos llegado a los más desdichados de nuestros días desdichados! El gran «movimiento» –tal era la jerga que se usaba– seguía adelante; era una perturbación, tanto moral como física. El arte, en sus diversas formas, se erguía supremo, y una vez entronizado, esclavizaba al intelecto que lo había elevado al poder. Como el hombre no podía dejar de reconocer la majestad de la Naturaleza, incurría en pasiones infantiles por su creciente dominio sobre los elementos de aquella. Mientras se pavoneaba como un dios en su propia fantasía, lo dominaba una estupidez pueril. Tal como era de suponer por el origen de su trastorno, sufrió la infección de los sistemas y de la abstracción. Se envolvió en generalidades. Entre otras ideas raras, la de la igualdad universal ganó terreno, y aun frente a la analogía y a Dios, a pesar de las claras advertencias de las leyes de gradación que dominan todas las cosas en la tierra y en el cielo, se empeñó obstinado en lograr una democracia. Y, sin embargo, este mal surgía del mal principal, el Conocimiento. El hombre no podía al mismo tiempo conocer y someterse. Entretanto, se alzaron enormes e innumerables ciudades humeantes. Las hojas verdes se contraían ante las llamas de los hornos. La cara de la Naturaleza se deformaba como si la arruinara alguna enfermedad. Y pienso, dulce Una, que podríamos habernos detenido frente a la falsedad. Preparamos el camino de la destrucción al pervertir nuestro estilo y al descuidar ciegamente el cultivo del buen gusto en las escuelas. Pues en verdad, frente a aquella crisis, tan solo el gusto –esa facultad que, ocupando una situación intermedia entre el intelecto puro y el sentido moral, jamás podía ser descuidada sin peligro– habría devuelto a la belleza, la naturaleza y la Vida, ¡ay del espíritu puramente contemplativo y la intuición de Platón! ¡Ay de la música, que aquel sabio consideraba la mejor educación para el alma! ¡Ay de él y de ella! ¡Cuando más se los necesitaba, más olvidados o despreciados estaban! Pascal, un filósofo que amamos, ¡qué sabio fue cuando dijo que «toda la razón se reduce a aceptar los sentimientos»! Y no es imposible que el sentimiento de lo natural, de haberlo permitido a tiempo, hubiese recobrado su antiguo ascendiente sobre la dura razón matemática de las escuelas. Pero no pudo ser. Tempranamente desviada por el abuso del conocimiento, la vejez del mundo aumentó. La masa no se daba cuenta, o bien, viviendo en el vicio aunque sin felicidad, quería no darse cuenta. En cuanto a mí, los documentos de la Tierra me habían enseñado que las ruinas más grandes son el precio de las más altas civilizaciones. Había adquirido una presciencia de nuestro destino por comparación con China, la simple y duradera; con Asiria, la arquitecta; con Egipto, el astrólogo; con Nubia, más sutil que ninguna, madre inquieta de todas las artes. En la historia de aquellos países descubrí el futuro. La falsedad y el individualismo de las tres últimas nombradas eran enfermedades locales, y en sus caídas habíamos visto la aplicación de remedios locales; pero en la infección general del mundo yo no podía anticipar regeneración alguna, salvo en la muerte. Para que el hombre no se extinguiera como raza, comprendí que era necesario que resucitara. Y entonces, rodeamos de sueños a nuestras almas. Meditamos sobre los días futuros, cuando la superficie de la tierra, llena de cicatrices del Arte, después de sufrir la única purificación que borraría sus obscenidades rectangulares, volviera a vestirse con el verdor, las colinas y las sonrientes aguas del Paraíso, y se convirtiera, por fin, en la morada conveniente para el hombre, para el hombre purgado por la Muerte, para el hombre en cuyo entendimiento sublimado la ciencia dejaría de ser un veneno… para el hombre liberado, recuperado, feliz y ahora inmortal, aunque material siempre.

UNA: Recuerdo aquellas conversaciones, querido Monos, pero la época de los incendios voraces no estaba tan cercana como suponíamos, como la corrupción de que has hablado nos permitía suponer. Los hombres vivían y luego morían individualmente. También tú enfermaste y descendiste a la tumba, y allí te siguió pronto tu fiel Una. Y aunque el siglo transcurrido, cuyo final nos ha reunido nuevamente, no torturó nuestros sentidos con la impaciencia, de todos modos, Monos querido, fue un siglo.

MONOS: Di más bien que fue un punto en el infinito. Mi muerte se produjo, es verdad, durante la decadencia de la Tierra. Cansado mi corazón por la angustia provocada por la corrupción general, morí por una terrible fiebre. Después de días de dolor y delirio, estuve embelesado entre sueños. Creíste que estas manifestaciones eran sufrimientos sin que yo pudiera comunicarte la verdad. Luego de unos días, me invadió un sopor que me privó del aliento y del movimiento. Los que me rodeaban lo llamaron muerte. Las palabras son cosas imprecisas. Mi estado no me privaba de sensibilidad. Sentía algo parecido al sosiego de aquel que, después de dormir larga y profundamente, inmóvil, acostado en un día de verano, de a poco comienza a recuperar la conciencia, por agotamiento natural de su sueño y sin que ninguna perturbación exterior lo despierte. No respiraba. El pulso estaba detenido. El corazón había dejado de latir. La voluntad permanecía, pero era impotente. Mis sentidos se mostraban activos, aunque caprichosos, usurpándose al azar sus funciones. El gusto y el olfato estaban confundidos, constituyendo un solo sentido anormal e intenso. El agua de rosas, con la cual tu ternura había humedecido mis labios hasta el fin, provocaba en mí bellísimas fantasías florales; flores más hermosas que las de la vieja tierra, cuyos prototipos vemos florecer a nuestro alrededor. Los párpados, transparentes y caídos, no se oponían a la visión. Como la voluntad se hallaba suspendida, las pupilas no podían girar en las órbitas, pero veía con mayor o menor claridad todos los objetos al alcance del hemisferio visual; los rayos que caían sobre la parte externa de la retina o en el ángulo del ojo producían un efecto más vívido que aquellos que incidían en la superficie frontal. Pero, en el primer caso, este efecto era tan raro que solo lo entendía como sonido –dulce o discordante, según que los objetos presentes a mi lado fueran claros u oscuros, curvos o angulosos–. El oído, aunque mucho más sensible, no tenía nada de irregular en su acción y apreciaba los sonidos reales con precisión y sensibilidad exageradas. El tacto había sufrido una alteración más extraña. Recibía con retardo las impresiones, pero las retenía pertinazmente, produciéndose siempre el más grande de los placeres físicos. Así, la presión de tus dedos sobre mis párpados, solo reconocida al principio por la visión, llenó mi ser de goce y delicia sensual. Todas mis percepciones eran eróticas. Los elementos dados al cerebro pasivo por los sentidos no eran elaborados por aquella inteligencia muerta. Sentía poco dolor y mucho placer, pero ningún dolor o placer morales. Así, tus desgarradores sollozos flotaban en mi oído con sus dolorosas cadencias y eran apreciados por aquel en cada una de sus tristes variaciones, pero eran tan solo suaves sonidos musicales, no provocaban en la extinta razón la sospecha de las angustias de donde nacían, y así también las continuas lágrimas que caían sobre mi rostro y que para todos los asistentes eran testimonio de un corazón destrozado, estremecían cada fibra de mi ser. Y esa era la Muerte, de la cual los presentes hablaban susurrando, y tú, dulce Una, entre sollozos y gritos. Me prepararon para el ataúd –tres o cuatro figuras sombrías que iban continuamente de un lado a otro–. Cuando atravesaban la línea directa de mi visión, las sentía como formas, pero al colocarse a mi lado, sus imágenes me impresionaban con la idea de alaridos, gemidos y otras atroces expresiones del horror y la desesperación. Solo tú, vestida de blanco, pasabas musicalmente para mí en todas direcciones. Pasó el día y, a medida que la luz se degradaba, me sentí poseído por un vago malestar, una ansiedad como la que experimenta el que duerme al oír lejanas canciones tristes y campanadas solemnes, a intervalos prolongados pero iguales, mezclándose con sueños sombríos. Anocheció, y con la oscuridad llegó una pesada pena. Oprimía mi cuerpo y era palpable. Se oía un lamento, parecido al fragor del oleaje, pero más continuo, y que, nacido con el crepúsculo, había ganado en fuerza a medida que crecía la noche. De pronto, la habitación se llenó de luces y aquel fragor se transformó en un sonido menos tenebroso. La opresión que me agobiaba disminuyó y, emanando de la llama de cada lámpara –pues había varias–, fluyó una monótona melodía. Cuando tú, querida Una, acercándote al lecho donde yacía, te sentaste a mi lado, perfumándome con tus labios, los posaste en mi frente, surgió entonces en mi pecho, trémulo, mezclándose con las sensaciones meramente físicas que las circunstancias engendraban, algo que se parecía al sentimiento, un sentir que en parte aprehendí y en parte respondía a tu profundo amor y a tu tristeza; pero aquel sentir no tenía sus raíces en la inmovilidad del corazón, parecía más una sombra que una realidad; pronto se desvaneció, primero en un profundo reposo, y luego en un placer puramente sensual como antes. Y entonces, del naufragio y el caos de los sentidos usuales pareció nacer en mí un sexto sentido, absolutamente perfecto. Hallé en su ejercicio una extraña delicia, que seguía siendo una delicia física en cuanto la razón no participaba de ella. En el ser animal todo movimiento había cesado. No se estremecía ningún músculo, no vibraba ningún nervio, no latía ninguna arteria. Pero en mi cerebro parecía haber surgido eso para lo cual no hay palabras que puedan dar una concepción siquiera borrosa a la inteligencia meramente humana. Permíteme llamarlo pulso pendular mental. Era la encarnación moral de la idea humana abstracta del Tiempo. La coordinación de este movimiento había regulado los cielos de los globos celestes. Por él medía ahora las irregularidades del reloj colocado sobre la chimenea y de los relojes de los presentes. Sus latidos llegaban sonoros a mis oídos. La más ligera desviación de la medida exacta (y esas desviaciones prevalecían en todos ellos) me afectaban del mismo modo que las violaciones de la verdad abstracta afectan en la tierra el sentido moral. Aunque ninguno de los relojes en la habitación coincidía con otro en marcar exactamente los segundos, no me costaba, sin embargo, retener el tono y los errores momentáneos de cada uno. Y este sentimiento penetrante y perfecto, este sentimiento que el hombre no podría haber imaginado que existiera, esta idea, este sexto sentido, brotando de las cenizas de todo, fue el primer paso del alma intemporal en los umbrales de la Eternidad temporal. Era ya medianoche y tú seguías a mi lado. Los demás se habían ido de la sala funeraria. Yo descansaba en el ataúd. Las lámparas ardían. Súbitamente, las melodías perdieron claridad y volumen hasta cesar del todo. El perfume dejó de impresionar mi olfato. Las formas ya no eran reconocidas por mi vista. Sentí el peso de las tinieblas en mi pecho. Un choque apagado, como una descarga eléctrica, recorrió mi cuerpo y fue seguido por una pérdida total de la idea de contacto. Todo aquello que el hombre llama sentidos se sumió en la sola conciencia de entidad y en el sentimiento de duración único que duraba. El cuerpo había sido al fin golpeado por la mano de la corrupción. Y, sin embargo, no toda sensibilidad se había apagado, pues la conciencia y el sentimiento remanentes cumplían algunas de sus funciones a través de una soñolienta intuición. Apreciaba el espantoso cambio que se estaba operando en mi carne, y tal como el soñador advierte a voces la presencia corporal de aquel que se inclina sobre su lecho, así, dulce Una, yo sentía que todavía estabas a mi lado. Y cuando llegó el segundo mediodía, tampoco dejé de tener conciencia de los movimientos que te alejaron de mi lado, me encerraron en el ataúd, me subieron a la carroza fúnebre, me transportaron hasta la tumba, bajándome a ella, amontonando tierra sobre mí, dejándome en la oscuridad y en la corrupción, entregado a mi solemne sueño, en compañía de los gusanos. Y aquí, en la prisión que pocos secretos tiene para revelar, pasaron los días y las semanas y los meses, y el alma observaba el vuelo de cada segundo, registrándolo sin esfuerzo y sin objeto. Pasó un año. La noción de ser se volvía cada vez más confusa, solo tenía conciencia de mi situación. La idea de entidad se mezclaba con la de lugar. El espacio que rodeaba lo que había sido el cuerpo iba a ser ahora el cuerpo mismo. Por fin, como ocurre con frecuencia al que duerme (solo en el mundo onírico se permite representar a la muerte), tal como a veces sucedía en la tierra, al que estaba sumido en una profunda siesta, cuando algún resplandor lo despertaba a medias, así, a mí, abrazado por las sombras, fui alcanzado por la única luz capaz de sobresaltarme: la luz del amor eterno. Los hombres cavaron en la tumba donde yacía. Apartaron la tierra húmeda. Sobre el polvo de mis huesos bajó el ataúd de Una. Otra vez, todo fue vacío. La oscuridad se había extinguido. El débil estremecimiento se había apagado. Muchos lustros pasaron. El polvo volvió al polvo. Ya no había alimento para los gusanos. El sentido de ser había desaparecido y en su lugar, en lugar de todas las cosas, reinaban dominantes y perennes dos tiranos: el Espacio y el Tiempo. Para eso que no era, para eso que no tenía forma, para eso que no tenía razón, para eso que no tenía emoción, para eso que no tenía espíritu, para eso que no tenía materia, para toda esa nada y, sin embargo, para toda esa inmortalidad, la tumba era todavía una morada, y las horas corrosivas, compañeras.