Metzengerstein: un cuento a imitación del alemán

(Metzengerstein: a Tale in Imitation of the German, 1832)

Vivo fui tu enfermedad. Muerto seré tu muerte.

Martín Lutero

El terror y la mala suerte siempre han estado al acecho. ¿Para qué, entonces, ponerle una fecha a los hechos que quiero contar? Baste decir que en los tiempos en que ocurrió esta historia existía en el interior de Hungría una firme aunque oculta creencia en las doctrinas de la metempsicosis. Nada diré de las doctrinas mismas, de su falsedad o su probabilidad. Afirmo, sin embargo, como lo dice La Bruyère, que mucho de nuestro escepticismo (de nuestra infelicidad) «viene de no saber estar solo».

Pero, en algunos puntos, la superstición húngara se aproximaba a lo absurdo. Diferían en esto por completo de sus autoridades orientales. He aquí un ejemplo:

El alma –afirmaban (según lo hace notar un inteligente parisino)– «habita una sola vez en un cuerpo sensible: en cuanto al resto –un caballo, un perro e incluso un hombre–, es solo una aproximación».

Las familias de Berlifitzing y Metzengerstein estaban enemistadas desde hacía siglos. Jamás hubo dos casas tan ilustres separadas por tanta hostilidad. El origen de aquel odio parecía residir en las palabras de una antigua profecía: «Un nombre honorable sufrirá una terrible caída cuando, como el jinete en su caballo, la caducidad de Metzengerstein triunfe sobre la eternidad de Berlifitzing».

Las palabras en sí no significaban nada. Pero motivos aún más insignificantes han tenido –y no hace mucho– recordadas secuelas. Además, los feudos de las casas rivales eran fronterizos y operaban desde hacía mucho una rivalidad en los negocios del Gobierno. Los vecinos inmediatos son pocas veces amigos y los habitantes del castillo de Berlifitzing podían contemplar, desde sus encumbrados pilares, las ventanas del palacio de Metzengerstein. La más que feudal fastuosidad de este último se prestaba muy poco a mitigar los irritables sentimientos de los Berlifitzing, menos tradicionales y menos ricos. ¿Cómo maravillarse entonces de que las tontas palabras de una profecía lograran hacer estallar y mantener vivo el antagonismo entre dos familias ya predispuestas a querellarse por todas las razones de un orgullo hereditario? La profecía parecía entrañar –si entrañaba algo– el triunfo final de la casa más poderosa, y los más débiles y menos influyentes la recordaban con resentimiento.

Wilhelm, conde de Berlifitzing, aunque de egregia ascendencia, era, en el tiempo de nuestra historia, un viejo inválido y decrépito que solo se hacía notar por una excesiva antipatía personal hacia la familia de su rival y por su pasión por la equitación y la caza, a cuyos peligros ni sus achaques físicos ni su incapacidad mental le impedían dedicarse diariamente.

Frederick, barón de Metzengerstein, no había llegado, en cambio, a la mayoría de edad. Su padre, el ministro G., había muerto joven, y su madre, lady Mary, lo siguió muy pronto. En aquellos días, Frederick tenía dieciocho años. No es esta mucha edad en las ciudades, pero en una soledad, y en una soledad tan magnífica como la de aquel antiguo principado, el péndulo oscila con un significado más recóndito.

Debido a las peculiares circunstancias que rodeaban la administración de su padre, el joven barón heredó sus posesiones inmediatamente después de su muerte. Pocas veces se había visto a un noble húngaro dueño de semejantes bienes. Sus castillos eran innumerables. El más esplendoroso, el más amplio era el palacio Metzengerstein. La línea limítrofe de sus dominios no había sido trazada nunca claramente, pero su parque principal comprendía un perímetro de ochenta kilómetros.

En un hombre tan joven, cuyo carácter era muy conocido, semejante herencia permitía prever fácilmente su conducta futura. En efecto, durante los tres primeros días, el comportamiento del heredero superó todo lo imaginable y excedió las esperanzas de sus más entusiastas admiradores. Orgías bochornosas, traiciones evidentes y monstruosidades atroces hicieron entender rápidamente a sus espantados súbditos que ninguna obediencia servil de su parte y ningún resto de conciencia por parte del amo proporcionarían en adelante garantía alguna contra las garras despiadadas de aquel pequeño Calígula. Durante la noche del cuarto día estalló un incendio en las caballerizas del castillo de Berlifitzing, y la opinión unánime agregó la acusación de incendiario a la ya horrorosa lista de fechorías y locuras del barón.

Sin embargo, durante el tumulto ocasionado por lo sucedido, el joven aristócrata estaba aparentemente meditando en un desolado aposento del palacio solariego de Metzengerstein. Las ricas aunque descoloridas cortinas que cubrían lúgubremente las paredes representaban imágenes sombrías y majestuosas de mil antepasados ilustres. Aquí, sacerdotes de manto de armiño y dignatarios pontificios, familiarmente sentados junto al tirano y al soberano, oponían su veto a los deseos de un rey temporal o contenían con el fiat de la supremacía papal el cetro rebelde del archienemigo. Allí, las gigantescas figuras de los príncipes de Metzengerstein, montados en fuertes potros de guerra, que pisoteaban al enemigo caído, hacían sobresaltar al más sereno observador con su expresión vigorosa, y otra vez aquí, las figuras voluptuosas, como de cisnes, de las damas de antaño, flotaban en el laberinto de un baile imaginario, al compás de una melodía ilusoria.

Pero mientras el barón escuchaba o fingía escuchar el creciente tumulto en las caballerizas de Berlifitzing –y quizá meditaba algún nuevo acto, aún más audaz–, sus ojos se volvían distraídamente hacia la imagen de un enorme caballo, pintado con un color que no era natural y que aparecía en las cortinas como perteneciente a un moro, antecesor de la familia de su rival. En el fondo de la escena, el caballo permanecía inmóvil, mientras aún más lejos, su derribado jinete moría bajo el puñal de un Metzengerstein.

La boca de Frederick esbozó una sonrisa perversa, frente a lo que había estado contemplando inconscientemente. Pero no pudo apartarlos de allí. Una ansiedad inaudita cayó como una sombra sobre sus sentidos. Le resultaba difícil conciliar sus emociones incoherentes con la certidumbre de estar despierto. Cuanto más miraba, más absorbente se hacía aquel conjuro y más imposible parecía que alguna vez pudiera alejar sus ojos de la fascinación de aquella cortina. Pero, como afuera el tumulto era cada vez más violento, logró, por fin, concentrar su atención en los resplandores rojos que las caballerizas encendidas proyectaban sobre las ventanas.

Su nueva actitud no duró mucho y sus ojos volvieron a posarse en el muro. Para su indescriptible horror y asombro, la cabeza del gigantesco corcel parecía haber cambiado, entretanto, de posición. El cuello del animal, antes arqueado como si la compasión lo hiciera inclinarse sobre el postrado cuerpo de su amo, se tendía en dirección al barón. Los ojos, antes invisibles, mostraban una expresión enérgica y humana, brillando con un extraño resplandor de fuego, y la boca abierta de aquel caballo, aparentemente enfurecido, dejaban a la vista sus dientes repugnantes.

Aturdido de miedo, el joven aristócrata se encaminó, tambaleante, hacia la puerta. En el momento de abrirla, un destello de luz roja inundó el cuarto y proyectó su sombra contra la cortina; Frederick se estremeció al percibir que aquella sombra asumía (mientras él permanecía titubeando en el umbral) la exacta posición y llenaba el contorno del triunfante matador del sarraceno Berlifitzing.

Para calmar su desánimo, el barón corrió al aire libre. En la puerta principal del palacio encontró a tres escuderos. Con gran dificultad, y a riesgo de sus vidas, los hombres trataban de calmar los saltos convulsivos de un gigantesco caballo rojo.

—¿De quién es este caballo? ¿Dónde lo encontraron? —exigió el joven, enojado, con voz sombría, al darse cuenta de que el misterioso corcel de la cortina era la réplica exacta del furioso animal que estaba viendo.

—Es suyo, señor —dijo uno de los escuderos—, o por lo menos, no oímos que nadie lo reclame. Lo atrapamos cuando escapaba, echando humo y espuma, de las caballerizas incendiadas del conde de Berlifitzing. Suponiendo que era uno de los caballos extranjeros del conde, fuimos a devolverlo a sus hombres. Pero estos negaron haber visto alguna vez al animal, lo cual es raro, porque se ve que se salvó por muy poco de morir en las llamas.

—Las letras W.V.B. están claramente marcadas en su frente —interrumpió otro escudero—. Como es natural, pensamos que eran las iniciales de Wilhelm Von Berlifitzing, pero en el castillo insisten en negar que el caballo les pertenezca.

—¡Raro, muy raro! —dijo pensativo el joven barón, sin cuidar el sentido de sus palabras—. En efecto, es un caballo prodigioso… aunque, como observan justamente, peligroso e intratable… Pues bien, déjenmelo —agregó, luego de una pausa—. Quizá un jinete como Frederick de Metzengerstein sepa domar hasta el demonio de las caballerizas de Berlifitzing.

—Se engaña, señor; este caballo, como creo haberle dicho, no viene de los tropeles del conde. Si tal hubiera sido el caso, conocemos demasiado bien nuestro deber para traerlo frente a alguien de su familia.

¡Es cierto! —dijo el barón.

En ese momento, uno de los pajes de su antecámara vino corriendo desde el palacio, con el rostro enrojecido. Habló al oído de su amo para informarle de la repentina desaparición de una pequeña parte de las cortinas en cierto aposento y agregó detalles precisos. Porque hablaba en voz muy baja, la curiosidad de los escuderos quedó insatisfecha. Mientras duró el relato del paje, el joven Frederick pareció conmovido. Cuando recobró la cordura, su rostro mostró una expresión de odio. Ordenó que el aposento en cuestión fuera inmediatamente cerrado y se le entregara la llave.

—¿Ha oído la noticia de la lamentable muerte del viejo cazador Berlifitzing? —dijo uno de sus vasallos al barón, quien después de la partida del paje seguía mirando los brincos y las embestidas del enorme caballo que acababa de adoptar como suyo y que redoblaba su furia mientras lo llevaban por la larga avenida que unía el palacio con las caballerizas de los Metzengerstein.

—¡No! —exclamó el barón, volviéndose bruscamente hacia el que había hablado—. ¿Muerto, dices?

—Sí, señor, pienso que para el noble que ostenta su nombre no será una noticia desagradable.

Una rápida sonrisa pasó por el rostro del barón.

—¿Cómo murió?

—Entre las llamas, esforzándose por salvar una parte de sus caballos de caza favoritos.

—¡Ver-da-de-ra-men-te! —exclamó el barón, pronunciando cada sílaba como si una apasionante idea se apoderara en ese momento de él.

—¡Verdaderamente! —repitió el vasallo.

—¡Terrible! —dijo sereno el joven, y se volvió en silencio al palacio.

Desde aquel día, la conducta del vicioso barón Frederick de Metzengerstein se alteró. Su comportamiento decepcionó todas las expectativas y se mostró en completo desacuerdo con las esperanzas de muchas damas, madres e hijas casaderas; al mismo tiempo, sus modos y costumbres diferían de los hábitos de la aristocracia. Jamás se le veía fuera de los límites de sus dominios, y en aquellas vastas extensiones parecía andar sin un solo amigo –a menos que aquel extraordinario y fogoso corcel rojo, que montaba continuamente, tuviera algún misterioso derecho a ser considerado como su amigo.

Durante largo tiempo, sin embargo, llegaron a palacio las invitaciones de los nobles vinculados con su casa. «¿Honrará el barón nuestra celebración con su presencia?». «¿Vendrá el barón a cazar jabalíes con nosotros?». Las arrogantes y lacónicas respuestas eran siempre: «Metzengerstein no irá a la caza», o simplemente «Metzengerstein no irá».

Aquellos repetidos insultos no podían ser tolerados por una aristocracia igualmente arrogante. Las invitaciones se hicieron menos cordiales y frecuentes hasta que cesaron por completo. Incluso se oyó a la viuda del infortunado conde Berlifitzing expresar la esperanza de que «el barón tuviera que quedarse en su casa cuando no deseara estar en ella, ya que desdeñaba la sociedad de sus pares, y que cabalgara cuando no quisiera cabalgar, puesto que prefería la compañía de un caballo». Aquellas palabras eran pronunciadas con un rencor hereditario y servían para probar el poco sentido que tienen nuestras frases cuando queremos que sean especialmente enérgicas.

Los más caritativos atribuían el cambio del joven noble a su tristeza por la prematura pérdida de sus padres, olvidando su detestable y desquiciado comportamiento en el breve periodo inmediato a aquellas muertes. No faltaban quienes presumían en el barón un concepto excesivamente altanero de la dignidad. Otros –entre los cuales cabe mencionar al médico de la familia– no vacilaban en hablar de melancolía morbosa y otras enfermedades hereditarias, mientras la multitud hacía correr oscuros rumores de naturaleza sospechosa.

Por cierto que el amor del joven por aquel caballo de reciente adquisición –amor que parecía perfeccionarse en cada nueva prueba que daba el animal de sus feroces y demoníacos instintos– terminó por parecer tan aborrecible como anormal a ojos de los hombres de buen sentido. Bajo el resplandor del mediodía, en la oscuridad nocturna, enfermo o sano, con buen tiempo o en plena tempestad, el joven Metzengerstein parecía clavado en la montura del colosal caballo, cuya intratable fiereza encajaba perfectamente con su modo de ser.

Se agregaban además ciertos hechos que, unidos a los últimos acontecimientos, le daban un carácter sobrenatural y maravilloso al deseo del jinete y a la potencia del caballo. Se habían medido cuidadosamente la longitud de alguno de sus saltos, que excedían milagrosamente las más descabelladas conjeturas. El barón no había dado ningún nombre a su caballo, a pesar de que todos los otros de su propiedad los tenían. Su caballeriza, además, fue instalada lejos de las otras, y solo su amo podía entrar allí y acercarse al animal para darle de comer y ocuparse de su cuidado. Era asimismo de observar que, aunque los tres escuderos que se habían apoderado del caballo cuando escapaba del incendio en la casa de los Berlifitzing, lo habían contenido por medio de una cadena y un lazo, ninguno podía afirmar con certeza que en el curso de la peligrosa lucha, o en algún momento más tarde, hubiera apoyado la mano en el cuerpo de la bestia. Si bien los casos de inteligencia extraordinaria de un caballo brioso no tienen por qué provocar una atención fuera de lo común, ciertos hechos se imponían por la fuerza aun a los más escépticos y flemáticos; se afirmó incluso que en ciertas ocasiones, la boquiabierta multitud que contemplaba a aquel animal había retrocedido horrorizada ante la escalofriante figura del corcel; ciertas ocasiones en que aun el joven Metzengerstein palidecía y se echaba atrás, evitando la viva mirada interrogante de aquellos ojos que parecían humanos.

Sin embargo, en el séquito del barón nadie ponía en duda el extraordinario efecto que las fogosas características de su caballo provocaban en el joven aristócrata; nadie, a menos que mencionemos a un insignificante paje deforme, que interponía su fealdad en todas partes y cuyas opiniones carecían de importancia. Este paje (si vale la pena mencionarlo) tenía el descaro de afirmar que su amo jamás se instalaba en la montura sin un estremecimiento tan imperceptible como inexplicable y que, al volver de sus largas cabalgatas, cada rasgo de su rostro aparecía deformado por una expresión de triunfante maldad.

Una noche tempestuosa, al despertar de un pesado sueño, Metzengerstein bajó como un loco de su habitación y, montando a caballo con extraordinaria prisa, se lanzó a las profundidades del bosque. Una conducta tan habitual en él no llamó especialmente la atención, pero sus domésticos esperaron con intensa ansiedad su retorno cuando, después de algunas horas de ausencia, las murallas del suntuoso palacio de los Metzengerstein comenzaron a agrietarse y a temblar hasta sus cimientos, envueltas en la furia ingobernable de un incendio.

Aquellas llamas azuladas y densas fueron descubiertas demasiado tarde; tan atroz era su progreso que, comprendiendo la imposibilidad de salvar la menor parte del edificio, la muchedumbre se concentró cerca del mismo, envuelta en silencio y asombro. Pero un nuevo y espantoso suceso reclamó el interés de la multitud, probando cuánto más intensa es la excitación que provoca la contemplación del sufrimiento humano que los más espantosos espectáculos que pueda proporcionar la materia inanimada.

Por la larga avenida de antiguos robles que llegaba desde el bosque a la entrada principal del palacio se vio venir un caballo dando enormes brincos, parecido al verdadero Demonio de la Tempestad, y sobre el cual había un jinete sin sombrero y con las ropas revueltas. Se veía claramente que aquella carrera no dependía de la voluntad del caballero. La agonía que se reflejaba en su rostro y la lucha de todo su cuerpo daban pruebas de sus esfuerzos sobrehumanos; pero ningún sonido, salvo un solo alarido, escapó de sus labios que se mordía una y otra vez aterrorizado. Pasó un instante y los cascos se oyeron claramente sobre el rugir de las llamas y el aullar del viento; pasó otro momento y, con un solo salto que le hizo franquear el portón y el foso, el corcel entró en la escalinata del palacio llevando siempre a su jinete y desapareciendo en el torbellino del fuego.

La furia de la tempestad cesó, la siguió una profunda calma. Llamaradas blancas cubrían el palacio como una mortaja, mientras en la serenidad de la atmósfera brillaba un largo resplandor sobrenatural; entonces, una nube de humo se posó pesadamente sobre las murallas, mostrando la figura colosal de… un caballo.