Manuscrito encontrado en una botella

(MS Found in a Bottle, 1831)

Quin’a plus qu’un moment à vivre

n’a plus rien à dissimuler.

(Quien no tiene más que un instante de vida,

ya no tiene nada que disimular.)

Philippe Quinault, Atys

Sobre mi país y sobre mi familia tengo poco para decir. Un trato injusto y el paso de los años me han alejado de uno y enemistado con la otra. Por mi patrimonio accedí a una muy buena educación y mi curiosidad me permitió sistematizar los saberes adquiridos. Por sobre todas las cosas me daba un gran placer estudiar a los moralistas alemanes; no por una equivocada devoción por su locura retórica, sino por la naturalidad con que mis severos hábitos mentales me permitían revelar sus falacias. Me han criticado con dureza por el rigor de mi inteligencia y mi falta de imaginación. Siempre me he destacado por el escepticismo de mis opiniones. En realidad, tengo miedo de que mi inclinación por la física haya dejado en mi mente un error muy común en esta época: la costumbre de referir sucesos, aun los menos susceptibles de dicha referencia, a los principios de esa disciplina. No creo que haya nadie menos propenso que yo a alejarse de la verdad. No me dejo llevar por los fuegos fatuos de la superstición. Me ha parecido adecuado aclarar esta premisa, para que la historia increíble que debo contar no sea considerada el desvarío de una imaginación disparatada, sino la experiencia real de una mente para quien la fantasía ha sido letra muerta y estupidez.

Luego de muchos años de viajar por el mundo, en el año 18… me embarqué en el puerto de Batavia, en la floreciente y populosa isla de Java, en un crucero por el archipiélago de las islas Sonda. Navegaba como un pasajero más, empujado por una especie de nerviosismo que me hostigaba como un espíritu del mal.

Nuestro hermoso barco, de unas cuatrocientas toneladas, había sido construido en Bombay en madera de teca de Malabar con remaches de cobre. Transportaba algodón en rama y aceite desde las islas Laquedivas. También llevábamos a bordo fibra de corteza de coco, azúcar negra de las Islas Orientales, manteca clarificada de leche de búfalo, granos de cacao y algunos cajones de opio. La carga había sido mal estibada y el barcose ladeaba. Zarpamos apenas impulsados por una leve brisa y durante muchos días permanecimos cerca de la costa oriental de Java, sin otro incidente que quebrara la monotonía de nuestro curso que el ocasional encuentro con los pequeños barquitos de dos mástiles del archipiélago al que nos dirigíamos.

Una tarde, apoyado sobre la baranda de la borda de popa, vi hacia el noroeste una nube rara y aislada. Era notable, no solo por su color, sino por ser la primera que veíamos desde nuestra partida de Batavia. La miré con atención hasta la puesta del sol, cuando de repente se extendió hacia este y oeste, ciñendo el horizonte con una angosta franja de vapor y adquiriendo la forma de una larga línea de playa. Me sorprendió el tono rojo oscuro de la luna, y el aspecto cambiante del mar, el agua se veía más transparente que de costumbre. Pese a que alcanzaba a ver claramente el fondo, al echar la sonda comprobé que el barco navegaba a quince brazas de profundidad. Entonces el aire se puso insoportablemente caliente y cargado de emanaciones helicoidales, parecidas a las que despide un hierro al rojo vivo. Mientras anochecía, iba desapareciendo la brisa. Era imposible encontrar una paz mayor. No se movía la llama de la vela que iluminaba la cubierta, y un pelo sostenido entre dos dedos colgaba inanimado. Sin embargo, el capitán dijo que no percibía peligros. Como navegábamos a la deriva en dirección a la costa, ordenó arriar las velas y echar el ancla. No apostó vigías y la tripulación, compuesta en su mayoría por malayos, se tendió a descansar sobre cubierta. Yo bajé… asustado por un mal presentimiento. Todas las apariencias me advertían la inminencia de un ciclón. Le conté mis miedos al capitán, pero no me prestó atención y se alejó sin responder. Mi nerviosismo no me dejaba dormir. A medianoche subí a cubierta. Al apoyar el pie sobre el último peldaño de la escalera me sobresaltó un ruido violento, parecido al producido por el giro veloz de la rueda de un molino. Antes de que pudiera averiguar su significado, percibí una vibración en el centro del barco. Instantes después se desplomó sobre nosotros un furioso mar de espuma que, pasando por sobre el puente, barrió la cubierta de proa a popa.

La fuerza de la ráfaga fue la salvación del barco. Aunque totalmente cubierto por el agua, como sus mástiles habían volado por la borda, después de un minuto salió a la superficie, y luego de vacilar algunos instantes bajo la presión de la tempestad, se enderezó.

No puedo explicar qué milagro me salvó de la catástrofe. Me desmayó el golpe del agua. Al despertar me encontré entre el mástil de popa y el timón. Me paré con dificultad y, al mirar, mareado, a mi alrededor, mi primera impresión fue que estábamos entre arrecifes, atrapados en un remolino de olas gigantes y espumosas. Después oí la voz de un viejo sueco que había embarcado poco antes de que el barco zarpara. Lo llamé con todas mis fuerzas y al rato se me acercó tambaleante. No tardamos en descubrir que éramos los únicos sobrevivientes. Con excepción de nosotros, las olas acababan de barrer con todo lo que se hallaba en cubierta; el capitán y los oficiales debían haber muerto mientras dormían, porque los camarotes estaban totalmente anegados. Sin ayuda era poco lo que podíamos hacer por la seguridad del barco y nos paralizó la convicción de que no tardaríamos en zozobrar. Por cierto, que el primer embate del huracán destrozó el cable del ancla, porque de no ser así nos habríamos hundido instantáneamente. Navegábamos a una velocidad tremenda y las olas rompían sobre nosotros. El maderamen de popa estaba hecho añicos y todo el barco había sufrido gravísimas averías, pero comprobamos con júbilo que las bombas no estaban atascadas y que el lastre no parecía haberse descentrado. La primera ráfaga había amainado y la violencia del viento ya no entrañaba gran peligro, pero la posibilidad de que cesara por completo nos aterrorizaba, convencidos de que, en medio del oleaje siguiente, sin duda, moriríamos. Pero no parecía probable que ese miedo se transformara en una realidad inmediata.

Durante cinco días y cinco noches en los cuales nuestro único alimento consistió en una pequeña cantidad de melaza que conseguimos en el castillo de proa–, la carcasa del barco avanzó a una velocidad imposible de calcular, impulsada por sucesivas ráfagas que, sin igualar la violencia del primitivo ciclón, eran más espeluznantes que cualquier otra tempestad vivida por mí. Con pequeñas variantes, durante los primeros cuatro días, nuestro curso fue sudeste, y debimos haber costeado Nueva Holanda. Al quinto día, el frío era intenso, pese a que el viento había girado un punto hacia el norte. El sol aparecía con un amarillo pálido y subía unos grados sobre el horizonte, sin irradiar una luz clara. No había nubes y el viento soplaba con furia. Alrededor de mediodía aproximadamente, porque solo podíamos adivinar la hora volvió a llamarnos la atención la apariencia del sol. No iluminaba como siempre, apenas arrojaba un resplandor opaco, sin brillo, como si sus rayos estuvieran absorbidos. Justo antes de hundirse en el mar, su fuego se apagó de modo abrupto, como por obra de un poder inexplicable. Quedó reducido a un aro plateado y pálido que se sumergía de prisa en el mar.

Esperamos la llegada del sexto día. Ese día para mí no ha llegado y para el sueco no llegó nunca. A partir de ese momento quedamos hundidos en una profunda oscuridad. No podíamos distinguir un objeto a veinte pasos del barco. La noche nos envolvía. No se veía ni el brillo del mar. Aunque la tormenta seguía bramando con violencia, el oleaje y la espuma habían aflojado.

Solo nos rodeaba el espanto: una insondable negrura en un desierto de ébano. Un susto supersticioso fue creciendo en el espíritu del viejo sueco y mi propia alma estaba envuelta en un silencioso asombro. Dejamos de cuidar el barco, era un esfuerzo inútil, y nos aseguramos lo mejor posible a la base del palo de mesana, clavando con amargura la mirada en la inmensidad del mar. No podíamos calcular el tiempo ni prever nuestra posición. Pero teníamos plena conciencia de haber avanzado más hacia el sur que cualquier otro navegante anterior, y nos asombró no encontrar los habituales impedimentos de hielo. Mientras tanto, cada instante amenazaba con ser el último de nuestras vidas… olas imponentes como montañas se precipitaban para hundirnos. El oleaje sobrepasaba todo lo que yo hubiera imaginado y fue un milagro que no zozobráramos instantáneamente. Mi acompañante hablaba de la liviandad de nuestro cargamento y me recordaba las excelentes cualidades de nuestro barco; yo sentía la inutilidad de la esperanza y me preparaba melancólicamente para una muerte que, en mi opinión, nada podía demorar ya más de una hora, porque con cada nudo que el barco recorría, el mar tenebroso adquiría más violencia. Por momentos jadeábamos, elevados a una altura superior a la del albatros… y otras veces nos mareaba la velocidad de nuestro descenso a un infierno acuoso donde el aire se estancaba y ningún sonido perturbaba el sueño del calamar gigante.

Estábamos en el fondo del abismo, cuando el grito de mi compañero sonó en la noche. «¡Mire, mire!». Chilló en mi oído, «¡Dios Todopoderoso! ¡Mire! ¡Mire!». Observé una tenue luz roja que recorría los lados del sumidero en que nos encontrábamos e iluminaba la cubierta. Al levantar los ojos, descubrí algo que me congeló la sangre. Muy alto, encima de nosotros y al borde del precipicio líquido, flotaba un barco gigante, de quizás cuatro mil toneladas. Pese a estar en la cresta de una ola que lo sobrepasaba más de cien veces en altura, su tamaño excedía el de cualquier nave de línea o de la compañía de Islas Orientales. Su casco, negro y sucio, no estaba decorado con mascarones. Una hilera de cañones de bronce asomaba por las troneras abiertas y sus relucientes superficies reflejaban las luces de innumerables faroles de combate que se balanceaban de un lado al otro. Pero lo que más nos asombró fue que en medio de ese mar sobrenatural y de ese ciclón ingobernable, navegara con todas las velas desplegadas. Al verlo por primera vez solo distinguimos su proa y, poco a poco, fue alzándose sobre el sombrío torbellino. Durante un momento de horror se detuvo, como si contemplara su propia grandeza, después se sacudió, tembló y… se precipitó sobre nosotros.

En ese momento, un repentino dominio de mí mismo surgió de mi espíritu. A los tropezones, retrocedí todo lo que pude hacia popa y allí esperé sin temor la catástrofe. Nuestro barco había abandonado por fin la lucha y se hundía de proa en el mar. Recibió el impacto de la masa descendente en la parte ya sumergida de su estructura y me vi lanzado con violencia contra el barco desconocido. En el momento en que caí, la nave viró y se inclinó, y supuse que la consiguiente confusión había impedido que la tripulación reparara en mi presencia. Me dirigí sin dificultad y sin ser visto hasta la escotilla principal, que se encontraba parcialmente abierta, y pronto encontré la oportunidad de ocultarme en la bodega. No podría explicar por qué lo hice. Tal vez el principal motivo haya sido el miedo que, desde el primer instante, me provocaron los tripulantes. No estaba dispuesto a confiar en personas que a primera vista me producían aprensión y busqué un escondite en la bodega. Moví una parte del armazón y me aseguré un refugio entre las cuadernas del buque. Apenas había completado mi trabajo cuando el sonido de pasos en la bodega me obligó a hacer uso de él. Junto a mí escondite pasó un hombre que avanzaba con pasos débiles y andar inseguro. No alcancé a ver su cara, pero pude observar su apariencia general. Todo en él mostraba fragilidad y edad avanzada. Bajo el peso de los años le temblaban las rodillas y su cuerpo parecía agobiado por una gran carga. Murmuraba en voz baja como hablando consigo mismo, pronunciaba palabras entrecortadas en un idioma que yo no comprendía y empezó a tantear una pila de instrumentos de aspecto singular y de viejas cartas de navegación que había en un rincón. Su actitud era una extraña mezcla de la terquedad de la segunda infancia y la solemne dignidad de un Dios. Por fin regresó a cubierta y no lo volví a ver.

* * *

Mi espíritu está poseído por una emoción indefinible, una sensación inédita, frente a la cual la experiencia pasada no me sirve, y cuya clave, me temo, no me será dada por el futuro. Para una mente como la mía, esta última consideración es una tortura. Sé que nunca me daré por satisfecho. Y sin embargo, no debe asombrarme que esos conceptos sean indefinidos, porque tienen su origen en principios desconocidos. Un nuevo significado se incorpora a mi alma.

* * *

Recorrí la cubierta de este buque aterrador y creo que los rayos de mi destino se están concentrando en un foco. ¡Qué tipos misteriosos! Envueltos en meditaciones cuya especie no alcanzo a adivinar, pasan a mi lado sin percibir mi presencia. Ocultarme sería una locura, porque esta gente no quiere ver. Hace pocos minutos pasé directamente frente a los ojos del segundo oficial; no hace mucho me aventuré a entrar a la cabina privada del capitán, donde tomé los elementos con que ahora escribo y he escrito lo anterior. De vez en cuando escribiré este diario. Es posible que no pueda encontrar la oportunidad de darlo a conocer al mundo, pero trataré de lograrlo. A último momento, introduciré el mensaje en una botella y la arrojaré al mar.

* * *

Un suceso me da nuevos motivos para pensar. ¿Ocurren estas cosas por fuerza de un azar sin gobierno? Me había aventurado a cubierta donde estaba tendido, sin llamar la atención, entre una pila de flechaduras y viejas velas, en el fondo de una balandra. Mientras meditaba en lo singular de mi destino, inadvertidamente tomé un pincel mojado en brea y pinté los bordes de una vela arrastradera cuidadosamente doblada sobre un barril, a mi lado. La vela ha sido izada y las marcas irreflexivas que hice con el pincel se despliegan formando la palabra descubrimiento.

Hice muchas observaciones sobre las formas del barco. Tiene muchas armas, pero no creo que sea de guerra. Sus aparatos, su armado y su equipo contradicen esa suposición. Percibo lo que el navío no es, pero no puedo decir lo que es. Ignoro por qué, pero al observar su modelo y la apariencia de sus mástiles, su enorme tamaño y su excesivo velamen, su proa sencilla y su popa anticuada, cruzan por mi mente sensaciones familiares. Esas sombras imprecisas del recuerdo mezclan la memoria de viejas crónicas extranjeras con épocas remotas.

Estudié el maderaje de la nave. Ha sido construida con un material que me resulta desconocido. Las características peculiares de la madera me dan la impresión de que no es apropiada para el propósito al que se la aplicara. Me refiero a su extrema porosidad, independientemente considerada de los daños ocasionados por los gusanos, que son una consecuencia de navegar por estos mares, y de la podredumbre provocada por los años. Tal vez la mía parezca una observación excesivamente insólita, pero esta madera posee todas las características del roble español, en el caso de que el roble español fuera dilatado por medios artificiales. Al leer la frase anterior, viene a mi memoria el apotegma que un viejo lobo de mar holandés repetía siempre que alguien ponía en duda su veracidad: «Es tan seguro como que hay un mar donde el barco mismo crece en tamaño, como el cuerpo viviente del marino».

Hace una hora tuve la osadía de mezclarme con un grupo de tripulantes. No me prestaron la menor atención y, aunque estaba parado en medio de todos, ignoraban mi presencia. Lo mismo que el primero que vi en la bodega, todos daban señales de ser muy viejos. Les temblaban las rodillas, la decrepitud les inclinaba los hombros, el viento estremecía sus arrugas y sus voces eran bajas, trémulas y quebradas. En sus ojos brillaban lágrimas de vejez, mientras la tormenta agitaba sus cabelleras grises. Alrededor de ellos, por toda la cubierta, yacían desparramados instrumentos matemáticos de la más pintoresca y anticuada construcción.

Había sido izada un ala del trinquete. Desde entonces, agitado por el viento, el barco ha continuado su carrera aterradora hacia el sur, con todas las velas desplegadas desde la punta de los mástiles hasta los palos inferiores, hundiendo a cada instante sus puntas en el más espantoso infierno de agua que pueda concebir la mente humana. Acabo de abandonar la cubierta, donde me resulta imposible mantenerme en pie, pese a que la tripulación parece experimentar pocos inconvenientes. Se me antoja un milagro de milagros que nuestra enorme masa no sea definitivamente devorada por el mar. Sin duda, estamos condenados a flotar indefinidamente al borde de la eternidad sin hundirnos en el abismo. Remontamos olas mil veces más gigantescas que las que he visto en mi vida, por las que nos deslizamos con la facilidad de una gaviota, y las aguas colosales alzan su cabeza por sobre nosotros como diablos de las profundidades, pero como diablos limitados a la simple amenaza y a quienes les está prohibido aniquilar. Todo me lleva a atribuir esta continua huida del desastre a la única causa natural que puede producir ese efecto. Debo suponer que el barco navega dentro de la influencia de una corriente poderosa, o de un impetuoso mar de fondo.

He visto al capitán cara a cara, en su propia cabina, pero, tal como esperaba, no me prestó la menor atención. Aunque para un observador casual no haya en su apariencia nada que puede diferenciarlo, en más o en menos, de un hombre común, al asombro con que lo contemplé se mezcló un sentimiento de reverencia y respeto. Tiene mi altura, un metro y setenta centímetros, aproximadamente. Su cuerpo es macizo y bien proporcionado, ni robusto ni notable en ningún sentido. Pero es la expresión de su cara, la viva, estupenda y conmovedora evidencia de una vejez absoluta y extrema, lo que me provoca una emoción extraordinaria. Su frente, aunque poco arrugada, parece soportar el sello de un sinnúmero de años. Sus cabellos grises son historia pura y sus ojos, aún más grises, son videntes del futuro. El suelo de la cabina estaba cubierto de extraños pliegos de papel unidos entre sí por broches de hierro, de instrumentos científicos obsoletos y de cartas de navegación en desuso. Con la cabeza apoyada entre las manos, el capitán miraba con inquietud un papel, que supuse llevaba la firma de un rey. Murmuraba para sí, igual que el primer tripulante a quien vi en la bodega, sílabas en un idioma extranjero, y aunque se encontraba muy cerca de mí, su voz parecía llegar a mis oídos desde una milla de distancia.

En esta nave impregnada de vejez, los tripulantes se deslizan como fantasmas de siglos con miradas ansiosas. Cuando el resplandor de los faroles de guerra ilumina sus dedos, siento lo que no he sentido jamás, pese a haber comerciado antigüedades durante toda mi vida, y absorbido las sombras de las columnas caídas en Baalbek, Tadmor y Persépolis, hasta que mi propia alma se convirtió en una ruina. Al mirar lo que me rodea, me avergüenza mi aprensión anterior. Si temblé ante una ráfaga, ¿cómo no horrorizarme ahora ante este ataque de viento y agua? Para definir este fenómeno, las palabras tornado y ciclón resultan triviales e insuficientes. En las cercanías del buque reina una noche eterna sobre un caos de agua sin espuma. Oscuramente y a intervalos, a una legua, pueden verse colosales murallas de hielo que se alzan hacia el cielo como paredes del universo.

Como imaginaba, el barco está en una corriente, si así se puede llamar con propiedad a una marea que aullando entre las paredes de hielo se precipita hacia el sur con la velocidad con que cae una catarata.

Es imposible explicar el horror que siento. La curiosidad por penetrar en el misterio de esta región predomina sobre mi desesperación y me reconcilia con la más odiosa apariencia de la muerte. Es evidente que vamos hacia algún conocimiento estimulante, un secreto imposible de compartir, cuyo descubrimiento lleva en sí la destrucción. Tal vez esta corriente nos conduzca hacia el mismo polo sur. Debo confesar que una suposición en apariencia tan extravagante tiene todas las probabilidades a su favor.

La tripulación recorre la cubierta con pasos inquietos, pero en sus caras, la ansiedad de la esperanza supera a la apatía del desasosiego. Mientras tanto, seguimos navegando con viento de popa y, como llevamos todas las velas desplegadas, por momentos el barco se eleva por sobre el mar. ¡Oh, horror de horrores! De repente, el hielo se abre de derecha a izquierda y giramos vertiginosamente en inmensos círculos concéntricos, rodeando una y otra vez los bordes de un monumental anfiteatro, con paredes tan altas que se pierden en la oscuridad. ¡Me queda poco tiempo para repasar mi destino! Los círculos se cierran con rapidez… caemos con furia en la vorágine… y, entre el bramar y el aturdir del mar y la tormenta, la nave tiembla… ¡oh, Dios!, ¡y se hunde…!

Nota de Edgar Allan Poe

El «Manuscrito encontrado en una botella» se publicó por primera vez en 1831; pasaron muchos años antes de que conociera los mapas de Mercator, en los cuales se representa al océano como precipitándose por cuatro bocas en el golfo Polar (Norte), para ser absorbido por las entrañas de la tierra. El Polo aparece representado por una roca negra, que se eleva a una altura prodigiosa.