Un descenso al Maelström

(A Descent into the Maelström, 1841)

Los modos de Dios, en la naturaleza y en el destino, no

son como los nuestros; ni los modelos que concebimos

corresponden a la grandeza, la gloria y la magia de Sus obras,

más profundas que el manantial de Demócrito.

Joseph Glanvill

Habíamos alcanzado la cima de la roca más elevada. Durante algunos minutos el viejo pareció demasiado cansado para hablar.

—No hace mucho —dijo— yo hubiera podido guiaros en esta ruta tan bien como el más joven de mis hijos, pero hace casi tres años que me pasó algo que jamás le ha pasado a mortal alguno, o por lo menos, la persona a quien le aconteciera no ha sobrevivido para contarlo; y las seis horas de terror que sufrí entonces me destrozaron en cuerpo y alma. Me creéis un anciano, pero no lo soy. Menos de un día fue necesario para volver blanca mi cabellera negra, para debilitar mis miembros y mis nervios hasta el punto de que tiemblo al menor esfuerzo y me asusto de una sombra. ¿Imagináis que apenas puedo mirar desde este pequeño acantilado sin desvanecerme?

El «pequeño acantilado» del que hablaba y sobre cuya cima se había tendido negligentemente a descansar, de manera que la parte más pesada de su cuerpo colgaba fuera, protegiéndose únicamente contra la caída con uno de sus codos que apoyaba en el borde; este «pequeño acantilado» era una roca que se alzaba sobre un precipicio de piedras negras, a quinientos metros sobre los arrecifes que se veían abajo. Nada me habría decidido a acercarme a media docena de yardas de su margen. En realidad, me sentía tan emocionado por la peligrosa posición de mi compañero, que me tiré al suelo de largo a largo, prendido de unos arbustos que tenía cerca y sin atreverme a mirar ni el cielo, mientras luchaba en vano conmigo mismo para persuadirme de que las propias bases de la montaña no estaban en peligro con la furia del viento. Pasó mucho tiempo antes de que pudiera pensar lo suficiente para tomar el coraje de sentarme y mirar a la distancia.

—Debéis desprenderos de esas fantasías —decía el guía— porque os he traído aquí para que podáis gozar del mejor punto de vista para apreciar el hecho a que hice alusión, y referiros la historia completa mientras contempláis el paraje. Nos encontramos —continuó, con ese modo que lo distinguía—, nos encontramos muy cerca de la costa noruega, a los sesenta y ocho grados de latitud, en la gran provincia de Nordland, y en el aciago distrito de Lofoden. La montaña sobre cuya cima nos encontramos es Helseggen, la Nebulosa. Ahora levantaos un poco, cogeos de la hierba, si os sentís mareados, así, y mirad el mar detrás del vapor que nos rodea.

Miré aturdido y pude ver una ancha extensión del océano, cuyas aguas tenían tal color de tinta que me hizo recordar los relatos del Mar Tenebrarum del geógrafo nubio. La mente humana no podría concebir paisaje más solitario. A derecha e izquierda, tan lejos como la vista podía abarcar, se extendían, semejando las fortificaciones del universo, hileras de terribles rocas negras y escarpadas, cuyo lúgubre aspecto se realzaba poderosamente con el bramido del oleaje que estrellaba contra ellas su cresta blanca, aullando y lamentándose por toda la eternidad. Exactamente frente al promontorio sobre cuya cima estábamos, y a diez kilómetros en el mar, podía verse una isla pequeña; o hablando con más propiedad, podía apreciarse su posición por la violencia del oleaje que la envolvía. A tres kilómetros más o menos en dirección de tierra, se elevaba otro islote más pequeño, escarpado y árido, contenido por un montón de rocas negras. El océano, entre la playa y el islote más lejano, era asombroso. Soplaban ráfagas de viento tan violentas que el casco de un bergantín se hundía constantemente, no había, sin embargo, el menor oleaje, sino simples movimientos del agua, rápidos y enfurecidos, en todas direcciones. Solamente se veía espuma cerca de las rocas.

—La isla que se ve a la distancia —resumió el anciano— es llamada Vurrgh por los noruegos. La otra, en la mitad del camino, es Móskoe. Aquella, a un kilómetro y medio al norte, es Ambaaren. Más lejos están Islesen, Hótholm, Keíldhelm, Suarven y Búckholm. Más allá todavía, entre Móskoe y Vurrgh, se encuentran Ótterholm, Flimen, Sandflesen y Stockolm. Estos son los nombres verdaderos de las islas, pero la razón por la cual se haya pensado en denominarlas todas es cosa que no comprendo. ¿Oís algo? ¿Notáis algún cambio en el agua?

Haría diez minutos más o menos que nos estábamos en lo alto de la roca de Helseggen, hasta donde habíamos subido por el interior de Lofoden, de modo que no pudimos ver el mar hasta que se ofreció de un golpe a nuestros ojos desde la cima. Mientras que el viejo hablaba, notaba un fuerte ruido que iba en aumento, parecido al fragor de una manada de búfalos en alguna pradera americana; notaba al mismo tiempo que el movimiento que los marinos denominan el vaivén del océano, se convertía rápidamente en una corriente que se dirigía al este. Ante mis ojos, la corriente monstruosa tomaba velocidad. A cada instante aumentaba su ímpetu. En cinco minutos el océano entero hasta Vurrgh estaba poseído de furia desenfrenada, pero sobre todo entre Móskoe y la costa dominaba el tumulto mayor. Allí el lecho de las aguas se agrietaba y se desgarraba en mil canales, estallaba en una convulsión repentina y frenética, hinchándose, hirviendo, silbando, girando en vorágines innumerables y enormes, y cayendo en remolinos hacia el este con una velocidad que jamás asume el agua, excepto en caídas torrenciales. En algunos minutos se presentó un cambio radical en el escenario. La superficie se niveló, desaparecieron los remolinos, mientras se marcaban líneas de espuma donde antes nada se veía. Estas líneas, al fin, se extendieron a gran distancia, entraron a su vez en el movimiento giratorio de los remolinos desaparecidos y formaron la base de una vorágine más extensa. Súbitamente, todo tomó vida definitiva y distinta en un circuito de casi dos kilómetros de diámetro. El extremo del remolino se marcaba por una ancha faja de espuma radiante, pero ni una sola partícula se deslizaba entre las fauces del atroz cañón, cuyo interior, hasta donde la mirada podía llegar, era una pared de agua negra, lisa y brillante, inclinándose sobre el horizonte en un ángulo de cuarenta y cinco grados más o menos, girando en redondo con movimiento ondulatorio y circular, y lanzando al aire una voz espeluznante mitad aullido mitad rugido, que ni la fuerza de las cataratas del Niágara levanta al cielo en su agonía.

La montaña temblaba y la roca oscilaba. Me tiré de cara al suelo, muy nervioso, y me agarré de unas hierbas.

—Esto —dije al anciano—, esto no puede ser otra cosa que el gran remolino del Maelström.

—Así lo llaman —respondió—. Nosotros los noruegos lo llamamos Móskoe-ström, por la isla que está a mitad de su camino.

Las narraciones que había oído sobre esta vorágine no me habían preparado para presenciarla. La de Jonás Ramus, quizá la más detallada, no alcanza a describir la magnificencia y el horror de la escena, ni la asombrosa sensación de novela que confunde al observador. No estoy seguro del punto desde dónde presenció el espectáculo el autor aludido, ni del momento en que sucedió, pero seguramente no ha sido en la cúspide del Helseggen, ni durante una tempestad. Hay, sin embargo, ciertos pasajes en su descripción que pueden citarse en razón de los detalles, aunque su efecto sea atenuado para dar la impresión de esta escena.

«Entre Lofoden y Móskoe –dice el escritor mencionado–, la profundidad del agua es de ochenta o noventa metros, pero del otro lado, hacia Ver (Vurrgh), esta profundidad disminuye hasta el punto de no permitir el paso de un barco sin que corra el riesgo de chocar contra las rocas, lo cual puede pasar hasta en los momentos de calma. A la hora del flujo, la corriente barre la zona comprendida entre Lofoden y Móskoe con rapidez tumultuosa, pero el estruendo de su reflujo hacia el mar podría apenas igualarse por la más resonante catarata, escuchándose este ruido a muchos kilómetros a la redonda, y siendo el remolino tan profundo, que si algún barco entrara dentro de su radio de atracción, sería chupado y arrastrado hasta el fondo, despedazándose contra las rocas, y podrían verse los trozos arrojados de nuevo a la playa al volver de la marea. Pero estos intervalos de serenidad ocurren solamente en el buen tiempo y a la vuelta del flujo y el reflujo, prolongándose alrededor de un cuarto de hora, después de cuyo tiempo se presenta de nuevo gradualmente la violencia del fenómeno. Cuando la corriente es más turbulenta y su furor aumenta con alguna tempestad, es peligroso encontrarse en aguas de Noruega. Barcas, yates y buques de mayor calado se han visto arrastrados por falta de cautela para mantenerse lejos de su atracción. Ha pasado también que, encontrándose ballenas cerca de la corriente, hayan sido arrancadas por su violencia, y es imposible describir sus bramidos en aquel momento en medio de sus esfuerzos para huir. Una vez, un oso, tratando de atravesar a nado de Lofoden a Móskoe, fue arrastrado por la corriente, mientras rugía. Pinos y abetos, después de haber sido absorbidos por el remolino, vuelven a aparecer destrozados. Esto demuestra claramente que el fondo está formado de rocas filosas contra las cuales se estrellan seres y objetos. La corriente está regulada por el flujo y reflujo del mar, que cambia constantemente cada seis horas. El año 1645, temprano en la mañana del domingo de sexagésima, era tal la furia del estruendo y la impetuosidad del fenómeno, que las piedras de algunas casas de la costa se derrumbaron por efecto de su violencia.»

Con respecto a la profundidad del agua, no veo cómo haya podido especificarse en la inmediata cercanía de la vorágine. Los ochenta metros deben referirse a aquella parte del canal cerca de la playa de Móskoe o de Lofoden. La profundidad en el centro del Móskoe-ström debe ser mayor y, basta para comprobar este hecho, una ojeada sobre los abismos del remolino desde el pico más alto del Helseggen. Mirando desde aquella altura el estrepitoso Phlégeton, no pude evitar una sonrisa al recordar la sencillez con que el honrado Jonás Ramus menciona, como algo difícil de creer, las anécdotas del oso y las ballenas, porque me parecía muy evidente que los buques de guerra de mayor calado que llegaran a encontrarse dentro de esta vorágine, podrían resistirse como una pluma en el huracán y serían tragados inmediatamente, sin dudas.

Las hipótesis para explicar este fenómeno, algunas de las cuales me parecían estimables en lectura, se me presentaban en aquel momento a la imaginación con un aspecto muy distinto y poco satisfactorio. La noción aceptada es que esta vorágine, lo mismo que otras tres más pequeñas en las islas Feroe, «son causadas por el choque de las olas al elevarse y caer, durante el flujo y el reflujo, sobre una baranda de piedras y arrecifes que confina el agua, de modo que caen allí como una catarata; y por consiguiente, mientras más sube la marea, más profunda es la caída, y el resultado es un remolino cuyo poder de succión está suficientemente comprobado por experimentos menores.» Estas palabras son de la Enciclopedia Británica. Kírcher y otros imaginan que en el centro del canal del Maelström hay un abismo que penetra la tierra y desemboca en alguna zona remota, el golfo de Botnia se ha indicado casi definitivamente en cierta ocasión. Este criterio, superficial en sí mismo, era el más aceptado por mi mente mientras miraba el fenómeno, y al mencionarlo al guía, me sorprendí oírle decir que aun cuando aquella era la idea casi universalmente acogida a este respecto por los noruegos, no era la suya, sin embargo. Como primera propuesta declaró su incapacidad para entender el fenómeno, y en esto convine con él, pues aunque pareciera concluyente sobre el papel, toda explicación resulta absurda frente al tronar del abismo.

—Habéis observado bastante el remolino ahora —dijo el viejo—, y si os arrastráis en redondo sobre la roca hasta poneros a sotavento para que llegue a vuestros oídos algo amortiguado el bramido del agua, contaré una historia que os convencerá de que tengo razones para saber algo del Móskoe-ström.

Me ubiqué para escuchar bien y el guía empezó:

—Yo tenía, con mis dos hermanos, un barco pequeño, aparejado en goleta, con capacidad de setenta toneladas más o menos, en el cual íbamos a pescar entre los islotes que quedan más allá de Móskoe, cerca de Vurrgh. En todas las corrientes violentas del océano hay buena pesca, siempre que se tenga el coraje para ir a buscarla, pero entre todos los mozos de la costa de Lofoden, éramos nosotros los únicos que salíamos regularmente a pescar a las islas, como os he dicho. El sitio acostumbrado por los pescadores está más lejos, allá abajo, hacia el sur. Allí hay pescado a todas horas sin gran peligro y es, por consiguiente, el lugar favorito. Sin embargo, los sitios elegidos por nosotros, aquí, entre las rocas, ofrecían no solo la más delicada variedad de pesca, sino en mucha mayor abundancia; conseguíamos en un solo día lo que otros pescadores menos valientes no podían juntar en una semana. En verdad, esto representaba para nosotros un pensamiento contradictorio; arriesgar la vida era nuestro trabajo y el arrojo respondía como capital. Guardábamos la goleta en una ensenada a ocho kilómetros más arriba de la costa respecto del lugar en que estábamos, y con buen clima solíamos aprovechar de los quince minutos de calma para atravesar el canal principal del Móskoe-ström, muy lejos de la vorágine, y ponernos luego al ancla allá por Ótterham o Sandflesen, donde el reflujo no es tan violento como en otros lugares. Solíamos quedarnos allí hasta que se acercaba el momento de la nueva marea, que teníamos en cuenta para volver. Nunca encarábamos esta clase de jornadas sin contar con viento firme y seguro para el regreso; pocas veces nos equivocamos. En dos ocasiones durante seis años nos vimos obligados a pasar toda la noche al ancla a causa de calma chicha, lo que es raro, en verdad, en estos lugares, y otra vez tuvimos que quedarnos muertos de hambre, casi una semana, debido a un viento huracanado que comenzó a soplar poco después de nuestra llegada y que ponía el canal demasiado encrespado para cruzarlo. En aquella ocasión hubiéramos sido arrebatados por el mar, a pesar de todo, porque los remolinos tiraban en redondo con tal violencia que tuvimos que anclar y rastrear; hasta que, afortunadamente, entramos en una de las innumerables corrientes atravesadas que se encuentran hoy aquí, mañana allá, la cual nos arrastró a sotavento de Flimen, donde pudimos abordar. No podría relataros la vigésima parte de las dificultades que enfrentamos; es un mal sitio para estar, aun con buen clima, pero nos dábamos maña para escapar de las garras del Móskoe-ström, aunque en ciertas ocasiones tenía el corazón en la boca cuando llevábamos un minuto de retraso o de adelanto sobre la marea. A veces el viento no era tan fuerte al partir como lo habíamos calculado y entonces avanzábamos menos de lo que habríamos querido, mientras la corriente volvía inmanejable al barco. Mi hermano mayor tenía un hijo de dieciocho años, y yo tenía dos hijos robustos. Ellos nos habrían ayudado mucho en algunas ocasiones para manejar los remos y para pescar, pero, aun cuando nosotros nos arriesgáramos voluntariamente, no queríamos poner en peligro a los muchachos porque, hay que decirlo de una vez, el riesgo era espeluznante; esa es la verdad. Dentro de pocos días se cumplirán tres años desde que sucedió lo que voy a contar. Era el 10 de agosto de 18…, día que la gente de este lado del mundo jamás olvidará, porque se desató el huracán más feroz que jamás envió el cielo. Sin embargo, toda la mañana y hasta avanzada la tarde, hubo una brisa sudoeste, suave y constante, mientras brillaba el sol en todo su esplendor; de manera que ni los marinos más veteranos habrían podido pronosticar lo que iba a pasar. Mis dos hermanos y yo cruzamos hacia las dos de la tarde en dirección a las islas, y enseguida tuvimos el barco repleto de pescado fino que, según pudimos notarlo, abundaba más que nunca en aquel día. Eran las siete, por mi reloj, cuando levamos ancla para volver, contando con atravesar la peor parte del Ström en el intermedio de calma de las mareas, que sabíamos tendría lugar a las ocho. Salimos con viento fresco cuarto estribor, y durante algún tiempo corrimos el largo a gran velocidad sin pensar en peligros, porque no existía la mínima razón para prevenirlos. De pronto, nos cogió una ráfaga que venía del Helseggen. Era raro, algo que nunca nos había pasado, y empecé a inquietarme sin saber por qué. Pusimos el barco al viento, pero sin poder avanzar a causa de los remolinos; estaba a punto de proponer que regresáramos a ponernos al ancla cuando, mirando a popa, vimos todo el horizonte cubierto de una nube de color cobre, que se elevaba con aterradora velocidad. Al mismo tiempo, cayó la brisa que nos había cogido y quedamos en calma chicha, impulsados por la corriente en todas direcciones. Este estado de cosas no duró, sin embargo, lo suficiente para dejarnos tiempo de pensar. En menos de un minuto la tempestad estaba sobre nosotros; en menos de dos, el cielo se encapotó completamente; y con esto, y la espuma que volaba, se volvió súbitamente tan oscuro que no podíamos vernos unos a otros en el barco. Sería una locura querer describir cómo se desencadenó el huracán. Los marineros más viejos de Noruega jamás habían presenciado algo semejante. Habíamos dejado diestramente correr las velas antes de que pudiera cogerlas la tormenta, pero a la primera ráfaga del vendaval, ambos mástiles cayeron por la borda como cortados de un golpe, llevándose consigo el palo mayor y al más joven de mis hermanos que se había hecho atar por seguridad. Nuestro barco era tan liviano como una pluma tenue flotando sobre el mar. Tenía la cubierta corrida, con una pequeña escotilla cerca de la proa, la que siempre acostumbrábamos cerrar al cruzar el Ström, como precaución por la agitación del mar. Pero en esta ocasión, pudimos habernos ido a pique, porque en ciertos momentos estábamos totalmente cubiertos por el agua. No puedo decir cómo escapó entonces mi hermano mayor, porque jamás tuve oportunidad de averiguarlo. En cuanto a mí, tan pronto como nos enfrentamos al mal momento, me tendí sobre la cubierta con los pies en la regala de la borda del combés de proa, agarrando una argolla que había cerca del palo de trinquete. El instinto me llevó a realizar todo esto, que era lo mejor que podía hacer, porque estaba demasiado trastornado para pensar. Por momentos estábamos inundados, como decía, y todo ese tiempo retenía yo el aliento sujetándome a la argolla. Cuando no pude resistir más, me levanté sobre las rodillas, sosteniéndome siempre con las manos, y conseguí clarificar mis ideas. En ese entonces, nuestro barco se sacudía como un perro cuando sale del agua, librándose de algún modo de las olas. Yo me esforzaba para salir del estupor que me dominaba y decidir qué hacer, cuando sentí que alguien me cogía del brazo. Era mi hermano mayor y mi corazón saltó de alegría porque estaba seguro de que había muerto entre las olas, pero enseguida toda mi felicidad se convirtió en espanto porque él, poniendo su boca sobre mi oído, gritó una sola palabra: ¡Móskoe-ström! Nadie puede entender qué sentí en aquel momento. Me estremecí de pies a cabeza como si sufriera un violento ataque de fiebre. Sabía bien lo que mi hermano quería decir con esta sola palabra, sabía bien lo que él trataba de hacerme comprender. ¡Con el viento que nos empujaba, íbamos hacia el remolino del Ström y nada podría salvarnos! Como bien comprendéis, para cruzar el canal del Ström, tomábamos el camino muy arriba del remolino, aun en clima sereno, y después esperábamos y vigilábamos la marea, pero ¡ahora íbamos empujados derecho hacia el abismo, a merced de semejante huracán! Es posible –pensé– que lleguemos allí justamente en el intermedio de las mareas, y entonces habrá alguna esperanza, pero enseguida me enojé por esa locura de tener esperanza. Sabía muy bien que estábamos perdidos, aunque nuestro barco hubiera sido diez veces más grande que un buque de noventa cañones. Por este tiempo, el primer impulso de la tormenta se había tranquilizado, o quizá no lo sentíamos tanto porque corríamos delante de ella, pero en todo caso, el agua que al inicio se mantenía baja por el viento y continuaba plana y espumante, se elevó a tal altura que parecía una montaña. Un cambio singular mostró el cielo. Alrededor, en todas direcciones, estaba todavía muy negro, pero sobre nuestras cabezas se abrió una grieta circular, tan clara como nunca había visto, de un azul brillante y profundo, a través de la cual aparecía la luna llena con un resplandor desconocido. Alumbraba todo con gran claridad, pero ¡oh Dios!, ¡qué escenario descubría! Hice un par de intentos para hablar con mi hermano, pero por algo que no podía comprender, el estruendo había aumentado de modo que no pude hacerle oír una sola palabra, a pesar de que gritaba en sus oídos con toda la fuerza de mi voz. Entonces, sacudió la cabeza, pálido como un muerto, y levantó uno de sus dedos como si dijera: ¡Escucha! Al principio no pude entender lo que quería decir, pero después una idea horrorosa me asaltó. Saqué el reloj de mi faltriquera. No funcionaba. Miré la esfera a la luz de la luna y me puse a llorar mientras lo arrojaba lejos en el océano. ¡Se había parado a las siete! ¡Estábamos atrasados respecto de la marea y el remolino del Ström estaba en plena furia! Cuando un barco está bien armado, debidamente trincado y no lleva demasiado lastre, parece que las olas se deslizan bajo su quilla en una fuerte tormenta mientras las corre a lo largo, lo cual provoca la admiración de la gente de tierra, y es lo que en jerga marina se llama correr las olas. Bien, hasta entonces habíamos corrido el mar con bastante habilidad, pero en aquel momento, un golpe de agua nos arrancó mientras se elevaba, arriba, arriba, como si fuera a llegar hasta las nubes. Jamás hubiera creído que una ola pudiera levantarse a tal altura. Y luego caímos con una fuerza, un declive y una sacudida tal que me hizo sentir náuseas y vértigos como si me precipitaran en sueños de lo alto de una gran montaña. Mientras estuvimos arriba tuve tiempo de mirar alrededor y fue más que suficiente. Entendí nuestra posición. El abismo del Móskoe-ström estaba a medio kilómetro de distancia, pero era tan parecido en ese momento al Móskoe-ström de todos los días como puede parecerse el remolino que veis ahora a un canal de molino. Si no hubiera sabido dónde estábamos y lo que nos esperaba, no habría conocido el sitio. Como estaban las cosas, cerré los ojos de miedo. Mis párpados se apretaron estremecidos uno contra. No habrían pasado más de dos minutos cuando sentimos calmarse las olas súbitamente y nos vimos rodeados de espuma. El barco dio una media vuelta cerrada sobre babor y se disparó como un rayo en su nueva dirección. En el mismo momento, el fragor del agua se ahogó en un alarido, semejante al lanzado por los tubos de escape de mil buques. Estábamos en el cinturón del oleaje que rodea siempre al remolino, y yo pensaba que en un momento más nos precipitaríamos en aquel abismo, percibido de manera confusa por la velocidad enloquecedora con la que éramos arrastrados. El barco no parecía hundirse, sino deslizarse sobre la superficie del oleaje como una burbuja de aire. Su estribor daba al remolino y el babor ocultaba a nuestra vista el océano que habíamos dejado atrás. Se elevaba como una gran pared movible entre nosotros y el horizonte. Puede parecer raro, pero, sin embargo, yo me sentía más dueño de mí cuando nos encontramos en las fauces de la vorágine que cuando nos acercábamos a su monstruosidad. Habiendo perdido toda ilusión, me liberé de ese terror que al principio me paralizaba. Sospecho que la desesperanza templó mis nervios. Quizá creeréis que soy vanidoso, pero lo que digo es la pura verdad. Comencé a pensar sobre lo fantástico que era morir de esta forma y sobre la locura que era demorarme en pequeñas reflexiones sobre mi vida, encontrándome en presencia de esta majestuosa aparición del poder de Dios. Creo que me sonrojé de vergüenza cuando esta idea atravesó mi alma. Pasado un tiempo, tuve curiosidad acerca del interior del remolino. Y sentí el deseo de explorar su profundidad aun a costa de mi vida, siendo mi pena principal la idea de que jamás podría relatar a mis viejos camaradas de la costa los misterios que hubiera descubierto. Indudablemente, eran fantasías raras para ocupar la mente de un hombre en tal situación, y he pensado después varias veces que sin duda las vueltas del barco alrededor del remolino me habían atontado. Otra circunstancia contribuyó a devolverme la sangre fría: el cese del viento que no podía alcanzarnos en esa posición; pues, como podéis apreciar, el cinturón del oleaje está más bajo que el nivel del mar, que formaba sobre nosotros una cresta alta, negra y enorme. Si nunca habéis estado en el mar en ocasión de una tempestad, no podéis formaros idea de la confusión mental que resulta del viento y la lluvia combinados. Ciegan, ensordecen y ahogan, quitan toda facultad de acción o de razonamiento. Estábamos liberados en gran parte de estas molestias; exactamente como el condenado a muerte goza en su prisión de las pequeñas prerrogativas que le estaban prohibidas cuando su sentencia era todavía incierta. Imposible sería decir cuántas veces recorrimos el circuito de aquella zona. Corrimos en redondo quizás una hora, volando más que flotando, ya llevándonos gradualmente al centro del remolino, y luego cada vez más cerca de sus márgenes siniestros. Durante todo este tiempo no me había desprendido de la argolla. Mi hermano estaba a popa, sujetándose de un pequeño barril de agua vacío, atado fuertemente al cuartel de la bovedilla, que era el único objeto que no hubiera sido barrido por el mar cuando nos agarró el primer golpe del temporal. Al aproximarnos al borde del abismo, abandonó su punto de apoyo y trató de agarrar la argolla, de la cual, en la agonía de su pánico, intentaba separar mis manos, como si no fuera suficientemente grande para prestarnos a los dos un soporte seguro. Nunca he sentido una congoja tan honda como cuando le vi cometer este acto, aunque sabía que estaba loco al intentarlo, furiosamente insano por la fuerza de sus miedos. No me ocupé, por cierto, de disputarle el sitio. Sabía bien que daba lo mismo que tuviéramos o no un punto de apoyo; dejé la argolla y fui a popa a buscar un barril. No había gran dificultad para realizar esto, porque el barco volaba en redondo con firmeza y equilibrio sobre su quilla, oscilando solamente aquí y allá con los remolinos de la vorágine. Apenas me había asegurado en mi nueva posición, cuando dimos un violento vuelco a estribor y caímos en el abismo. Susurré una plegaria y creí que todo había terminado. Sentía el vértigo abrumador del descenso, abracé al barril y cerré los ojos. Durante algunos segundos no me atreví a abrirlos, esperando la destrucción instantánea, y me maravillaba de no sentirme ya en luchas mortales dentro del agua. Pero pasó un momento, luego otro… Vivía todavía. La sensación de caída había terminado y el movimiento del barco se parecía mucho al anterior, como cuando estábamos en el cinturón del oleaje, con la diferencia de que ahora se notaba más desplegado. Tomé coraje y miré otra vez la escena. Nunca olvidaré la sensación de horror y admiración con la cual miraba en derredor. El barco parecía colgado como por arte de magia a media altura sobre el interior de un canal de gran circunferencia y asombrosa profundidad, cuyos lados, perfectamente lisos, podían haberse confundido con el ébano, a no ser por la rapidez vertiginosa con que giraban en redondo, y por el esplendor con que reflejaban los rayos de la luna llena, los cuales, desde aquella abertura circular entre las nubes, bañaban de luz las paredes negras, perdiéndose entre las más lejanas profundidades del abismo. Al principio, estaba demasiado confundido para mirar algo con atención. Esa maniobra de grandeza apocalíptica era todo lo que podía ver. Cuando me recuperé, mi mirada se dirigió instintivamente hacia abajo. En aquella dirección era posible conseguir una perspectiva libre, por la posición en que se encontraba la goleta sobre la superficie inclinada de la vorágine. El barco se mantenía recto sobre su quilla; es decir, la cubierta estaba en plano paralelo con el agua, pero con declive de más de cuarenta y cinco grados. Observé que, a pesar de todo, no tenía dificultad para caminar en esta posición, supongo que era debido a la velocidad de nuestros giros. Los rayos de la luna penetraban en el golfo, pero nada pude ver a causa de una lluvia densa que envolvía todo y sobre la cual se tendía un arcoíris maravilloso, parecido al puente estrecho que, según los musulmanes, es el único paso entre el Tiempo y la Eternidad. Esta lluvia era provocada por el choque de los grandes muros al confundirse en el fondo; no me atrevo a describir el grito que salía desde el centro de aquella profundidad. Nuestro primer salto en el abismo desde la zona espumosa nosllevó a gran distancia en la pendiente, pero el descenso posterior no seguía la misma proporción. Girábamos y girábamos, no con movimiento uniforme, sino en urgentes sacudidas que nos arrojaban a veces solamente unos cincuenta metros, mientras otras nos hacían recorrer el circuito del remolino. Nuestro progreso hacia abajo en cada giro era lento pero perfectamente perceptible. Mirando en derredor sobre la amplitud del líquido negro que nos sostenía, pude notar que nuestro barco no era el único objeto que flotaba en el torbellino. Encima y debajo de nosotros se veían trozos de buques, grandes masas de madera y troncos de árboles, con muchos otros pequeños artículos, como muebles, cajas rotas, toneles y tablas. He aludido antes a la extraordinaria curiosidad que me había asaltado en lugar de mis miedos primitivos. Esta parecía aumentar en mí a medida que se aproximaba más y más mi fatal sentencia. Comencé a ver con interés los numerosos objetos que flotaban en nuestra compañía. Debo haber delirado, porque hasta me entretenía en calcular la velocidad relativa de su descenso hacia el fondo espumoso. Este abeto –me sorprendí diciendo una vez– será ciertamente el primero que dé el gran salto y desaparezca, quedando luego desconcertado al ver que los restos de un buque mercante holandés le tomaban la delantera y se hundían primero. Al fin, después de varios cálculos de esta naturaleza y de notar que me engañaba en todos ellos, este hecho, el hecho repetido de mi error, me inspiró una serie de ideas que me hicieron temblar y agitaron mi corazón. No era un miedo nuevo lo que me afectaba, sino lo contrario, la aurora de una esperanza. Esta esperanza brotó en parte del recuerdo de lo que otras veces había presenciado, y en parte, de la observación del momento. Recordé que gran cantidad del material flotante regado en la costa de Lofoden había sido absorbido y vuelto a arrojar por el Móskoe-ström. En su mayoría, eran pedazos horribles y aplastados, que tenían la apariencia de un montón de astillas, pero también había algunos que no estaban deformados. Atribuí esta diferencia a que los fragmentos destrozados eran los únicos que habían sido completamente absorbidos, y que los otros, sea por haber entrado al torbellino en un período avanzado de la marea o por cualquiera otra razón, habían descendido tan lentamente después de su absorción, que no llegaron al fondo antes del momento en que cambiara la corriente del flujo o del reflujo, según las circunstancias. Creí en la posibilidad de que hubieran sido devueltos de este modo por el remolino hasta el nivel del océano, sin sufrir la suerte de los que entraron primero o fueron absorbidos con mayor rapidez. Hice, además, tres importantes observaciones. La primera fue que, como regla general, mientras más grandes eran los cuerpos, más rápido era su descenso; la segunda que, entre masas de igual volumen, una esférica y otra de cualquiera otra forma, la superioridad de velocidad para descender correspondía a la esférica; y tercera que, entre dos cuerpos de igual tamaño, uno de ellos cilíndrico y el otro de cualquiera otra forma, el cilíndrico era absorbido más lentamente. Desde mi salvamento, he tenido varias charlas sobre este tema con un viejo maestro de escuela del distrito, y supe por él lo que significaban las palabras «esférico» y «cilíndrico». Él me explicó también, aun cuando después haya olvidado la explicación, cómo lo que yo observé era la consecuencia natural de la forma de los pedazos flotantes, y me mostró cómo sucedía que un cilindro arrastrado en una vorágine ofrece más resistencia para la succión y es absorbido con mayor dificultad que otro cuerpo de igual volumen y de cualquier otra forma. Hubo un hecho que incentivó mi imaginación, haciéndome adelantar mucho en la vía de estas observaciones y volviéndome ansioso de ponerlas en práctica, y fue que a cada giro, dejábamos atrás algo semejante a un barril o quizá un mástil de algún buque, mientras muchos otros objetos que habían estado a nuestro nivel, cuando abrí los ojos por primera vez a las maravillas del abismo, se encontraban ahora mucho más arriba de nosotros y parecían haber avanzado muy poco de su posición original. No dudé. Resolví atarme fuertemente al barril vacío que me servía de apoyo en aquel momento, y lanzarme con él al agua. Traté de llamar la atención de mi hermano señalando los barriles que flotaban cerca de nosotros, e hice cuanto estuvo en mi poder para explicar lo que intentaba hacer. Creo que al final me entendió; fuera así o no, sacudió la cabeza desesperadamente y rehusó abandonar su posición cerca de la argolla. Era imposible para mí llegar hasta él; la ocasión no admitía retardo, y así, con amarga lucha, le abandoné a su suerte, atándome al tonel con las mismas cuerdas que le sujetaban a la bovedilla, y me tiré al mar sin vacilaciones. El resultado fue el que esperaba. Como soy yo mismo quien os relata esta historia, como veis que llegué a huir y como conocéis ahora la forma en que me salvé, debéis, por consiguiente, anticiparos todo lo que me falta decir; concluiré mi historia rápidamente. Habría pasado una hora o algo así después de dejar la goleta cuando, habiendo descendido a gran distancia debajo del sitio en que yo estaba, dio tres o cuatro giros violentos en rápida sucesión y, arrastrando a mi amado hermano, se precipitó de una vez para siempre en el caos de espuma del abismo. El tonel al cual me había atado estaba algo más abajo de la distancia media entre el fondo del torbellino y el punto en que yo salté fuera del barco, cuando cambió la conducta del remolino. La pendiente de los costados se volvió cada vez menos inclinada. Los giros se hicieron menos violentos. Desaparecieron la espuma y el arcoíris, y el fondo del abismo se alzó lentamente. El cielo estaba claro, no había viento y la luna llena se ponía radiante en el oeste cuando me encontré en la superficie del océano, en frente de las playas de Lofoden y sobre el lugar en que el remolino del Móskoe-ström había existido. Era la hora de paz de la marea, pero todavía el mar se elevaba en olas como montañas por efecto del huracán. Me vi atraído violentamente hacia el canal del Ström, y en algunos minutos me arrastró la corriente hacia la costa donde estaban las pesqueras de mis compañeros. Un bote me rescató, estaba exhausto y mudo por el recuerdo del horror, pero sabía que el peligro ya había pasado. Los que me recibieron a bordo eran mis viejos camaradas y mis compañeros de todos los días, pero no me reconocieron, como tampoco habría yo reconocido a un viajero que regresa del país de las sombras. Mi pelo, que hasta el día anterior había sido negro como el ala de un cuervo, estaba tan blanco como lo veis ahora. También ha cambiado mi cara. Les conté mi historia a estos alegres pescadores; no la creyeron. Como ahora, que vuelvo a contarla, sin esperanza de que la crean.