La caja oblonga

(The Oblong Box, 1844)

Hace años, reservé un pasaje a bordo del buque Independence, al mando del capitán Hardy, para navegar de Charleston, en Carolina del Sur, a Nueva York. Si el clima lo permitía, zarparíamos el 15 de aquel mes (junio). El día anterior, o sea el 14, subí a bordo para disponer algunas cosas en mi camarote. Descubrí entonces que iba a viajar con muchos pasajeros, con un porcentaje de damas superior a lo habitual. Noté que en la lista figuraban varios conocidos y, entre otros nombres, me alegré de encontrar el del señor Cornelius Wyatt, un joven artista que me inspiraba amistad. Solíamos andar siempre juntos, habíamos sido condiscípulos en la Universidad de C. Su naturaleza era la de todo genio, una mezcla de timidez y pasión, y un corazón ardiente y sincero. El nombre de mi amigo aparecía en las puertas de tres camarotes. Después de recorrer la lista de pasajeros, vi que había sacado billetes para sus dos hermanas, su esposa y él mismo. Los camarotes eran amplios y tenían dos camastros estrechos, uno sobre otro, que no podían recibir a más de una persona; de todos modos, no entendí por qué, para cuatro pasajeros, había reservado tres camarotes. En ese tiempo, yo sufría una depresión. Me preocupaba anormalmente por pequeñeces; confieso avergonzado que me entregué a una serie de conjeturas enfermizas y absurdas sobre aquel camarote de más. No era asunto de mi incumbencia, pero me obsesioné con el enigma y llegué a una conclusión que me asombró no haber hecho antes: «Se trata de una criada, por supuesto –me dije–. ¡Hay que ser estúpido para no pensar antes en algo tan obvio!».

Revisé la lista de pasajeros y supe que ninguna criada se había embarcado con la familia, aunque, por lo visto, esa había sido la intención inicial, ya que después de escribir: «y criada», tacharon las palabras. «Entonces se trata de un exceso de equipaje –me dije–, algo que Wyatt no quiere hacer bajar a la bodega y prefiere tener a mano... ¡Ah, ya veo, una pintura! Es por eso que negocia con Nicolino, el judío italiano». La suposición me satisfizo y dejé de lado mi curiosidad. Conocía muy bien a las dos hermanas de Wyatt, jóvenes inteligentes y amables. En cuanto a su esposa, como llevaba poco tiempo de casado, aún no había podido conocerla. Wyatt había hablado mucho de ella en mi presencia, con su habitual euforia. Describía tanto su espléndida belleza, su ingenio y otras cualidades, lo que me provocó muchas ganas de verla. El día en que visité el barco (el 14), el capitán me informó que también Wyatt y los suyos acudirían a bordo, por lo cual me quedé una hora con la esperanza de ser presentado a la joven esposa. Pero al fin se me informó que «la señora Wyatt se sentía mal y no subiría al barco hasta el día siguiente, a la hora de zarpar».

Llegó el momento de la partida. Iba de mi hotel al puerto cuando encontré al capitán Hardy, quien me dijo que «debido a las circunstancias» (frase tonta pero útil), el Independence no se haría a la mar hasta uno o dos días después y que, cuando todo estuviera listo, me mandaría a avisar para que me embarcara.

Era raro, porque soplaba una sostenida brisa del sur, pero como «las circunstancias» no eran explicadas, pese a que investigué todo lo posible, no tuve más remedio que volver al hotel y aguantar mi impaciencia.

Pasó casi una semana sin que llegara el esperado aviso del capitán. Lo recibí por fin y me embarqué de inmediato. El barco estaba repleto de pasajeros y mostraba la confusión usual en el momento de izar velas. El grupo de Wyatt llegó unos diez minutos después que yo. Estaban allí las dos hermanas, la esposa y el artista –este último en uno de sus habituales accesos de melancólica misantropía–. Demasiado conocía su humor, sin embargo, para prestarle atención. Ni siquiera se molestó en presentarme a su esposa, quedando este deber de cortesía a cargo de su hermana Marian, tan amable como inteligente, quien con breves palabras nos presentó el uno a la otra. La señora Wyatt se cubría con un velo y, cuando lo levantó para contestar a mi saludo, debo reconocer que me quedé profundamente asombrado. Pero mucho más me hubiera asombrado de no tener ya el hábito de aceptar a beneficio de inventario las entusiastas descripciones de mi amigo, toda vez que se explayaba sobre la hermosura femenina. Cuando la belleza constituía su tema, sabía de sobra con qué facilidad se remontaba a las regiones del ideal.

La verdad es que no pude dejar de advertir que la señora Wyatt era una mujer vulgar. No era fea del todo, pero me temo que no le andaba lejos. Vestía con buen gusto, y no dudé de que había cautivado el corazón de mi amigo con las gracias más perdurables del intelecto y el alma. Dijo pocas palabras y entró en el camarote con su esposo.

La curiosidad volvió a dominarme. No había ninguna criada, no cabía duda. Observé el equipaje. Luego de alguna demora, llegó al puerto un carro con una caja oblonga de pino, que al parecer era lo único que se esperaba. La subieron y levamos ancla, a enfrentarnos con el mar abierto.

Dije que la caja era oblonga. Tendría dos metros de largo por un metro de ancho. La miré con atención; me gusta ser preciso. Su forma era rara; cuando observé sus detalles, me felicité por el acierto de mi conjetura. Se recordará que había sospechado que el equipaje extra de mi amigo el artista debía consistir en varias pinturas, o por lo menos en un cuadro. No ignoraba que durante varias semanas, Wyatt había mantenido conversaciones con Nicolino, y ahora veía a bordo una caja que, a juzgar por su forma, solo podía servir para guardar una copia de La última cena de Leonardo; no ignoraba, además, que una copia de esa obra, ejecutada en Florencia por Rubini el joven, había estado cierto tiempo en posesión de Nicolino. Me pareció que la cuestión quedaba resuelta. Me reí, quizá demasiado, pensando en mi sagacidad. Era la primera vez que, hasta donde podía saberlo, Wyatt me ocultaba alguno de sus secretos artísticos, pero no cabía duda de que en esta ocasión trataba de hacerme una treta y pasar de contrabando a Nueva York una magnífica pintura, confiando en que no me daría cuenta de nada. Resolví tomarme revancha sin esperar mucho.

Pero había algo que me molestaba. La caja no fue colocada en el camarote sobrante, sino ubicada en el de Wyatt, donde ocupaba casi por completo el piso, para evidente incomodidad del artista y de su esposa, acrecentada además porque la brea con la cual se habían trazado grandes letras, emitía un olor especialmente repugnante. Sobre la tapa aparecían estas palabras: «Sra. Adelaide Curtis, Albany, Nueva York. Envío de Cornelius Wyatt, Esq. Este lado hacia arriba. Trátese con cuidado».

Estaba yo enterado de que la señora Adelaide Curtis, de Albany, era la suegra del artista, pero consideré que este había hecho estampar su nombre a fin de engañarme mejor. Me sentía seguro de que la caja y su contenido no seguirían viaje a Albany, sino que quedarían en el estudio de mi misantrópico amigo, en Chambers Street, Nueva York.

Durante los primeros tres o cuatro días tuvimos un tiempo excelente a pesar del viento de proa –pues había virado al norte apenas perdimos de vista la costa–. Los pasajeros estaban de buen humor y dispuestos a la sociabilidad. Tengo que exceptuar, sin embargo, a Wyatt y a sus hermanas, que se mostraban reservados, fríos y descorteses hacia el resto del pasaje. De la conducta de Wyatt no me preocupaba mucho. Estaba más deprimido que de costumbre; se mostraba sombrío, pero no me extrañaba, dadas sus excentricidades. En cambio, me resultaba imposible excusar a sus hermanas. Se encerraban en su camarote la mayor parte del día, negándose terminantemente, a pesar de mi insistencia, a alternar con nadie a bordo.

La señora Wyatt se mostraba mucho más agradable, era muy locuaz, y esto es importante en un viaje por mar. Pronto se mostró familiar con la mayoría de las señoras y, para mi sorpresa, mostró una tendencia poco disimulada a coquetear con los hombres. A todos nos divertía muchísimo. Digo «divertía», pero apenas si sé cómo explicarme. La verdad es que muy pronto advertí que la gente se reía más de ella que por ella. Los caballeros reservaban sus opiniones, pero las damas no tardaron en declararla «una excelente mujer, nada bonita, sin la menor educación y decididamente vulgar». Lo que asombraba a todos era cómo Wyatt había podido caer en la trampa de semejante matrimonio. Se pensaba en razones económicas, pero yo sabía que ese no era el motivo, porque Wyatt me había contado que su esposa no aportaba un solo centavo al matrimonio, ni tenía la menor esperanza de heredar. Se había casado con ella –según me dijo– por amor y solamente por amor, porque su esposa era merecedora de cariño.

Pensando en estas frases de mi amigo, me sentí desorientado más allá de toda descripción. ¿Estaba perdiendo la razón? ¿Qué otra cosa podía pensar? Él, tan intelectual y exquisito, con una percepción fina de lo imperfecto y una aguda apreciación de la belleza. La verdad es que la dama parecía muy enamorada de él –especialmente en su ausencia–, y se ponía en ridículo al citar repetidamente lo que había dicho «su adorado esposo, el señor Wyatt». La palabra «esposo» estaba siempre –para usar uno de sus dichos– «en la punta de la lengua». Pero, entretanto, todos se dieron cuenta de que él la evitaba del modo más evidente y que prefería encerrarse solo en su camarote, donde bien podía decirse que vivía, dejando plena libertad a su esposa para que se divirtiera en las reuniones del salón. De lo que había visto y oído saqué la conclusión de que el artista, movido por algún capricho, o prisionero de una pasión tan entusiasta como fantástica, se había unido a una persona por completo inferior a él, y que no había tardado en caer en la más viva repugnancia. Me apiadé de él, pero no por ello pude perdonarle el secreto que había mantenido sobre el embarque de La última cena. Continué resuelto a saborear mi venganza.

Un día, subió Wyatt al puente y, luego de tomarlo del brazo como era mi vieja costumbre, caminamos de un lado a otro. Su depresión (que yo encontraba natural dadas las circunstancias) continuaba invariable. Habló poco, con malhumor y haciendo un gran esfuerzo. Intenté una broma y vi que luchaba penosamente por sonreír. ¡Pobre diablo! Pensando en su esposa, me maravillaba que fuera incluso capaz de aparentar alegría. Pero, finalmente, me determiné a sondearlo a fondo, comenzando una serie de veladas insinuaciones sobre la caja oblonga, a fin de que, poco a poco, se diera cuenta de que yo no era para nada víctima de su mentira. Con tal propósito, y a fin de descubrir mis baterías, dije algo sobre la «curiosa forma de esa caja» y, al pronunciar estas palabras, le sonreí y le guiñé un ojo, todo mientras le daba suavemente con el dedo en las costillas.

El modo con que Wyatt tomó esa broma me confirmó que se había vuelto loco. Me miró como si no me entendiera, pero, a medida que mis palabras llegaban a su cerebro, sus ojos se salieron de las órbitas. Su cara enrojeció y luego empalideció. Como si lo que yo había dicho le divirtiera, rio a carcajadas. Esa risa se volvió cada vez más fuerte y se prolongó durante largos minutos. Finalmente, cayó sobre cubierta; mientras intentaba levantarlo tuve la impresión de que había muerto. Pedí ayuda y, con mucho trabajo, le hicimos volver en sí. Apenas reaccionó, se puso a hablar incoherencias, hasta que lo sangramos y lo metimos en la cama. A la mañana siguiente se había recobrado del todo, por lo menos en lo que se refiere a la salud física. De su mente prefiero no hablar. Evité encontrarme con él durante el resto del viaje, siguiendo el consejo del capitán, quien parecía coincidir plenamente conmigo en que Wyatt estaba loco, pero me pidió que no dijese nada a los otros pasajeros.

Después de la crisis de mi amigo pasaron cosas que elevaron todavía más mi curiosidad. Estaba nervioso por haber bebido demasiado té verde, y dormía mal, tanto que durante dos noches no pude pegar un ojo. Mi camarote daba al salón principal, o salón comedor, como todos los camarotes ocupados por hombres solos. Las tres cabinas de Wyatt comunicaban con el salón posterior, el cual estaba separado del principal por una puerta corrediza que no se cerraba nunca. Como seguíamos navegando con viento en contra, el barco se ladeaba acentuadamente a sotavento y, cada vez que el lado de estribor se inclinaba en ese sentido, la puerta divisoria se corría y quedaba en esa posición, sin que nadie se molestara en levantarse para cerrarla. Mi camarote estaba en una posición tal que, cuando tenía abierta la puerta (lo que ocurría siempre, a causa del calor), podía ver con claridad el salón posterior, e incluso esa parte a donde daban los camarotes de Wyatt. Pues bien, durante dos noches (no consecutivas), en que estuve despierto, vi que, a eso de las once, la señora Wyatt salía del camarote de su esposo y entraba en el camarote sobrante, donde permanecía hasta la madrugada, hora en que Wyatt iba a buscarla y la hacía entrar nuevamente en su cabina. Era claro que el matrimonio estaba separado. Ocupaban habitaciones distintas, sin duda a la espera de un divorcio más absoluto. Pensé que en eso residía el misterio del camarote extra. Pero me interesó otro hecho. Durante las dos noches de insomnio, después de que la señora Wyatt entrara al tercer camarote, algunos ruidos raros salían del de su esposo. Luego de escuchar un rato, logré explicar su significado. Aquellos ruidos los hacía el artista al abrir la caja oblonga con un formón y una maza, esta última envuelta en lana para que amortiguara los golpes. Al escuchar, me pareció que podía distinguir el momento preciso en que Wyatt levantaba la tapa y también cuando la retiraba a fin de depositarla en la litera superior de su cabina. Me di cuenta de esto último a causa de los golpecitos que daba la tapa contra los tabiques de madera del camarote, mientras que Wyatt trataba de depositarla con suavidad en la litera, por no haber espacio en el suelo. A eso seguía el silencio, sin que volviera a escuchar nada hasta el amanecer, como no fuera, si cabe mencionarlo, un leve sonido semejante a sollozos o suspiros, tan sofocados que resultaban casi inaudibles –a menos que se tratara de un producto de mi imaginación–. He dicho que aquello hacía pensar en sollozos o suspiros, pero muy bien podía tratarse de otra cosa: se podía pensar en una ilusión auditiva. Sin duda, de acuerdo con sus hábitos, Wyatt se entregaba a uno de sus caprichos, dejándose llevar por un arrebato de entusiasmo artístico y abría la caja oblonga a fin de regalar sus ojos con el tesoro pictórico que encerraba. Por supuesto, nada había en esto que justificara un rumor de sollozos; repito que debía tratarse de una alucinación de mi mente, excitada por el té verde del excelente capitán Hardy. En las dos noches de las que he hablado, poco antes del alba, oí cómo Wyatt volvía a colocar la tapa sobre la caja oblonga, metiendo los clavos en sus agujeros por medio de la maza envuelta en trapos. Hecho esto, salía de su camarote vestido e iba en busca de la señora Wyatt, que estaba en la otra cabina.

Llevábamos siete días en el mar, y habíamos pasado ya el cabo Hatteras, cuando nos asaltó un fuerte viento del sudoeste. Como el tiempo se había mostrado amenazante, no nos tomó desprevenidos. Todo a bordo estaba bien aparejado y, cuando el viento se hizo más intenso, nos dejamos llevar con dos trenzas de la vela cangreja y el trinquete. Con este velamen navegamos sin mayor peligro durante cuarenta y ocho horas, ya que el barco resultó ser muy marino y no hacía agua. Pero, al cumplirse este tiempo, el viento se transformó en ciclón y la vela cangreja se hizo pedazos, con lo cual quedamos de tal modo a merced de los elementos que de inmediato nos barrieron varias olas enormes. Este accidente nos hizo perder tres hombres, aparte de quedar destrozadas las amuras de babor y la cocina. Apenas habíamos recobrado algo de calma cuando el trinquete voló en jirones, lo que nos obligó a izar una vela, pudiendo así resistir algunas horas, pues el barco capeaba el temporal con mayor estabilidad que antes.

Pero el ciclón mantenía su fortaleza, sin dar señales de amainar. La enjarciadura estaba en mal estado, aguantando una tensión excesiva; al tercer día de la tempestad, a las cinco de la tarde, un terrible bandazo a barlovento mandó por la borda nuestro palo de mesana. Durante más de una hora luchamos por terminar de desprenderlo del buque, a causa de la terrible sacudida; antes de lograrlo, el carpintero subió a anunciarnos que había más de un metro de agua en el sumidero. Para colmo, descubrimos que las bombas estaban trabadas y que apenas funcionaban. Todo era confusión y angustia, pero continuamos luchando para aligerar el buque, tirando por la borda la mayor parte del cargamento y cortando los dos mástiles que quedaban. Todo esto se llevó a cabo, pero las bombas seguían inutilizables y las aguas seguían subiendo.

A la puesta del sol, el ciclón había amainado y, como el mar estaba calmo, teníamos esperanzas de salvarnos. A las ocho de la noche las nubes se abrieron a barlovento y tuvimos la ventaja de que nos iluminara la luna llena, lo cual devolvió el ánimo a nuestros espíritus. Después de un gran trabajo, pudimos botar al agua el bote y embarcamos en él a la totalidad de la tripulación y a la mayor parte de los pasajeros. Se alejó el bote y, al cabo de mucho sufrimiento, llegó a Ocracoke Inlet, tres días después del naufragio. Catorce pasajeros quedamos a bordo con el capitán, resueltos a intentar fortuna con otro bote más pequeño. Lo botamos sin dificultad, aunque solo por milagro no se dio vuelta al tocar el agua, y embarcaron en él, el capitán y su esposa, Wyatt y su familia, un oficial mexicano con su esposa y sus cuatro hijos, y yo con mi criado. Como es natural, no había allí espacio para otra cosa que unos pocos instrumentos imprescindibles, provisiones y la ropa que llevábamos puesta. Nadie había pensado en salvar otros bienes. Nos sorprendimos cuando, apenas alejados del barco, vimos a Wyatt que se ponía de pie en la popa del bote y, fríamente, pedía al capitán Hardy que regresáramos ¡a buscar su caja oblonga!

—Siéntese, señor Wyatt —dijo el capitán con severidad—. Terminará por hacer zozobrar el bote si no se queda quieto. ¿No ve que la borda está al ras del agua?

—¡La caja! —gritó Wyatt, siempre de pie—. ¡La caja, le digo! Capitán Hardy, no puede usted rehusarme lo que le pido... ¡No, no puede! ¡No pesa casi nada... apenas una nada! ¡Por la madre que le dio a luz, por el amor del cielo, por lo que más quiera... le ruego que volvamos a buscar la caja!

Durante un momento el capitán pareció conmovido por la súplica, pero no tardó en recobrar su aire severo y respondió:

—Señor Wyatt, usted está loco, y no lo escucharé. ¡Siéntese le digo, o hará zozobrar el bote! ¡Vosotros, sujetadlo... pronto... o saltará al agua...! ¡Ah... demasiado tarde!

En efecto, al decir el capitán estas palabras, Wyatt se había arrojado al agua y, como todavía estábamos cerca del buque, logró, tras un esfuerzo sobrehumano, sujetarse de una soga que colgaba a proa. Un instante después trepaba a cubierta y corría hacia la escotilla que llevaba a los camarotes.

Entretanto, habíamos sido llevados hacia la popa del barco y, sin la protección de su casco, quedamos inmediatamente a merced del oleaje. Nos esforzamos por acercarnos otra vez, pero nuestro pequeño bote era como una pluma en la tempestad. Nos bastó una mirada para entender que el destino del artista estaba sellado. A medida que aumentaba, nos alejábamos del buque casi sumergido, vimos que el loco (ya que solo podíamos considerarlo como tal) aparecía otra vez en cubierta y, con la fuerza de un coloso, arrastraba la caja oblonga. Mientras lo contemplábamos, vimos que enrollaba rápidamente una cuerda en la caja y la pasaba luego varias veces por su cuerpo. Un momento después, ambos caían al mar, desapareciendo instantáneamente y para siempre. Por un momento, detuvimos el movimiento de los remos, clavados los ojos en el lugar de la tragedia. Por fin reanudamos nuestra tarea y pasó una hora sin que nadie dijera una palabra. Yo me atreví, por fin, a insinuar algo.

—¿Se dio cuenta, capitán, en cómo se hundieron de golpe? ¿No es curioso?

Confieso que, por un momento, tuve una débil esperanza de que Wyatt se salvaría, al ver que se ataba a la caja y se confiaba así al mar.

—Por supuesto que se hundieron, y con la rapidez de una bala de plomo —repuso el capitán—. Sin embargo volverán a subir a la superficie... pero no antes de que la sal se disuelva.

—¡La sal! —exclamé.

—¡Sh...! —dijo el capitán, señalándome a la esposa y hermanas del muerto—. Ya hablaremos de esas cosas en un momento más oportuno.

Sufrimos, pero escapamos de la parca; la suerte estuvo de nuestro lado. Más muertos que vivos, después de cuatro días de angustia, tocamos tierra en la playa opuesta a Roanoke Island. Estuvimos allí una semana, los saqueadores de naufragios no nos trataron mal, y finalmente encontramos el modo de llegar a Nueva York.

Un mes después de la pérdida del Independence, me encontré en Broadway con el capitán Hardy. Como es natural, charlamos sobre el naufragio y, en especial, sobre el triste destino del pobre Wyatt. Ahí me enteré de los detalles siguientes: el artista había comprado pasajes para él, su esposa, sus dos hermanas y una criada. Tal como él la había descrito, su esposa era la más bella y educada de las mujeres. En la mañana del 14 de junio (día en que visité por primera vez el barco), la señora Wyatt enfermó repentinamente y murió. El joven esposo estaba enloquecido de dolor, pero las circunstancias le impedían aplazar su viaje a Nueva York. Era necesario que llevara a su madre el cuerpo de su amada, aunque no ignoraba que un prejuicio universal le impediría hacerlo. De cada diez pasajeros, nueve habrían abandonado el barco antes de hacerse a la mar en compañía de un cadáver.

En este dilema, el capitán Hardy permitió que el cuerpo, parcialmente embalsamado y colocado entre espesas capas de sal en una caja de dimensiones adecuadas, fuera subido a bordo como si fuera mercadería. Nada se diría sobre la muerte de la señora; pero, como ya era sabido que Wyatt había tomado pasaje para él y su esposa, fue preciso encontrar a alguien que desempeñara el papel de esta última durante el viaje. La muchacha que servía a la finada aceptó el rol voluntariamente. El camarote sobrante, que en principio había sido tomado para ella, fue, naturalmente, conservado. Allí dormía todas las noches. De día representaba, como podía, el papel de ama, cuya persona era desconocida para los pasajeros, como se tuvo buen cuidado de verificar previamente.

En cuanto a mi engaño, nació de un temperamento descuidado, inquisidor y vehemente. Desde entonces, es extraño que duerma bien de noche. Doy vueltas en la cama y siempre veo un rostro que me persigue.

Esa risa nerviosa retumbará para siempre en mis oídos.