La máscara de la muerte roja

(The Masque of the Red Death, 1842)

La muerte roja había asolado el país durante mucho tiempo. Nunca una epidemia había sido tan mortal y aterradora. La sangre era su símbolo, el color rojo era su sello. Empezaba con dolores agudos, mareos súbitos, después sangraban los poros y llegaba la muerte. Las manchas purpúreas en el cuerpo y en la cara de la víctima eran el aviso de la enfermedad, que la excluía de toda ayuda posible y de toda simpatía. La irrupción, avance y fin de la enfermedad se cumplían en media hora.

Pero el príncipe Próspero era feliz, audaz y prudente. Cuando sus dominios quedaron casi despoblados, llamó a su lado a mil caballeros y damas de su corte, y se retiró con ellos al seguro encierro de una de sus abadías fortificadas. Era una construcción amplia y magnífica, creada por el excéntrico aunque principesco gusto de Próspero. Una muralla sólida y alta la rodeaba. Las puertas de la muralla eran de hierro. Una vez dentro, los cortesanos trajeron fraguas y martillos y soldaron los cerrojos. Habían decidido no permitir ninguna vía de entrada o de salida a los impulsos de la desesperación o del frenesí. La abadía estaba ampliamente aprovisionada. Con precauciones semejantes, los cortesanos podían desafiar el contagio. Que el mundo exterior se las arreglara por su cuenta; mientras, era una tontería preocuparse. El príncipe había reunido todo lo necesario para el goce. Había bufones, comediantes, bailarines y músicos; había belleza y vino. Todos los placeres y la seguridad estaban del lado de adentro. Afuera estaba la muerte roja.

Al quinto o sexto mes de encierro, cuando la epidemia provocaba los más atroces daños, el príncipe Próspero ofreció a sus mil amigos un baile de máscaras, haciendo gala de su más extravagante ostentación.

Aquella mascarada era deliciosa, pero dejen que antes les describa los salones donde se celebraba. Eran siete: una serie imperial de aposentos. En la mayoría de los palacios, la sucesión de salones forma una larga galería en línea recta, pues las dobles puertas se abren hasta adosarse a las paredes, permitiendo que la vista alcance la totalidad de la galería. Pero aquí se trataba de algo diferente, como cabía esperar del amor del príncipe por las originalidades. Los aposentos estaban dispuestos con tal irregularidad que la visión no podía abarcar más de uno a la vez. Cada veinte o treinta metros había un brusco recodo, y en cada uno nacía un nuevo efecto. A derecha e izquierda, en mitad de la pared, una ventana gótica muy alta daba a un corredor cerrado que seguía el contorno de la serie de salones. Las ventanas tenían vitrales cuya coloración variaba con el tono dominante de la decoración del aposento. Si, por ejemplo, la cámara del extremo oriental tenía tapicería azul, azules eran sus ventanas. La segunda estancia ostentaba tapicería granate y granates eran los vitrales. La tercera era verde, como los cristales. La cuarta había sido ornada con tonos anaranjados; la quinta era blanca; la sexta, violeta. El séptimo aposento estaba cubierto de cortinas de terciopelo negro, que ocupaban el techo y las paredes, cayendo en pliegues sobre una alfombra del mismo material y color. Pero en esta cámara, el color de las ventanas no correspondía a la decoración. Los cristales eran rojos, del color de la sangre.

A pesar de la abundancia de adornos de oro que aparecían por todos lados, en aquellos siete aposentos no había lámparas ni candelabros, ni velas ni arañas. En los corredores paralelos a la galería y opuestos a cada ventana se alzaban pesados trípodes que sostenían un brasero cuyos rayos ígneos se proyectaban a través de los cristales e iluminaban brillantemente cada estancia. Producían resplandores vivos y fantásticos. Pero en la cámara del poniente, la cámara negra, el fuego que a través de los cristales de color de sangre se derramaba sobre las sombrías cortinas producía un efecto siniestro y daba una coloración tan rara a los rostros de quienes entraban en ella, que pocos eran lo bastante valientes para poner allí los pies. En este aposento, contra la pared del poniente, se apoyaba un gigantesco reloj de ébano. Su péndulo se balanceaba con un resonar pesado y monótono. Cuando el minutero completaba su circuito y la hora iba a sonar, de las entrañas de bronce del mecanismo surgía un tañido claro, lleno de música; pero su rimbombancia era tal que, a cada hora, los músicos de la orquesta se veían obligados a suspender su ejecución para escuchar el sonido y las parejas de bailarines interrumpían sus movimientos; durante un momento, en aquella alegre sociedad reinaba el desconcierto; y mientras aún sonaban los tañidos del reloj, era posible observar que los más alocados empalidecían y los más viejos se pasaban la mano por la frente, como si se entregaran a una confusa meditación. Pero apenas los ecos cesaban nacían risas leves; los músicos se miraban entre sí y sonreían nerviosos, mientras se prometían en voz baja que el siguiente tañido del reloj no provocaría en ellos una emoción semejante. Pero al cabo de sesenta y tres mil seiscientos segundos del tiempo que huye, el reloj daba otra vez la hora, y otra vez nacían el desconcierto, el susto y la meditación. Pese a esto, la fiesta era magnífica. El príncipe tenía gustos curiosos. Disfrutaba de los colores y sus efectos. Odiaba los caprichos de la moda. Sus planes eran audaces, sus ideas brillaban con bárbaro esplendor. Algunos podrían haber creído que estaba loco. Sus cortesanos sentían que no era así. Era necesario oírlo, verlo y tocarlo para tener la seguridad de que no lo estaba. El príncipe se había ocupado personalmente de gran parte de la decoración de las siete salas destinadas a la fiesta, su gusto también había guiado la elección de los atuendos. Eran disfraces grotescos, brillosos, fastuosos, picantes y fantasmagóricos. Se veían siluetas de gala con vestimentas incongruentes, fantasías delirantes como las que aman los locos. En aquellas siete cámaras se movía una multitud de sueños que cambiaban de color al pasar por los aposentos, haciendo que la música rara de la orquesta pareciera el eco de sus pasos.

Pero otra vez tañe el reloj en el salón de terciopelo. Por un momento, todo se inmoviliza y enmudece, salvo la voz del reloj. Los sueños quedan congelados en sus poses. Sin embargo, los ecos del tañido se pierden –apenas han durado un instante– y una risa flota tras ellos en su fuga. Regresa la música, reviven los sueños, crispándose al atravesar las ventanas por las que entran los rayos de las llamas. Mas en la cámara del oeste ninguna máscara se aventura porque la noche avanza y una luz roja como la sangre se filtra por los cristales. Es aterradora la oscuridad de las cortinas negras y también lo es para el que da un paso sobre la alfombra sombría, al ritmo del sonido solemne del reloj de ébano.

Se congregaba una multitud donde latía el corazón de la vida. Continuaba la fiesta en su torbellino hasta que comenzaron a oírse los tañidos del reloj anunciando la medianoche. Cesaron la música y los movimientos de los que bailaban y, como antes, se produjo un paréntesis de angustia. Pero esta vez el reloj debía tañer doce campanadas y, con más tiempo, los pensamientos invadieron las meditaciones de la multitud. Quizá por eso ocurrió que, antes de que los últimos ecos del carrillón se hubieran hundido en el silencio, muchos de los concurrentes tuvieron tiempo para advertir la presencia de una figura enmascarada que hasta entonces no había llamado la atención. Y, habiendo corrido en un susurro la noticia de aquella nueva presencia, se alzó al final un rumor que expresaba desaprobación, sorpresa y, finalmente, miedo y asco. En una asamblea de fantasmas como la que acabo de describir es de imaginar que una aparición ordinaria no hubiera provocado semejante conmoción. El desenfreno de aquella mascarada no tenía límites, pero la figura en cuestión iba más allá de lo que el liberalismo del príncipe toleraba. En el corazón de los más aventureros hay cuerdas que no pueden tocarse sin emoción. Aún el más relajado de los seres, para quien la vida y la muerte son un juego, sabe que hay cosas con las cuales no se puede jugar. Los concurrentes parecían sentir en lo más hondo que el traje y la apariencia del desconocido no revelaban ni ingenio ni decoro. Su figura, alta y flaca, estaba envuelta de la cabeza a los pies en una mortaja. La máscara que ocultaba el rostro se parecía de tal manera a la cara de un cadáver, que el examen más detallado se habría visto en dificultades para descubrir el engaño. Aquella masa excitada podía tolerar, y aprobar, semejante disfraz. Pero el enmascarado se había atrevido a asumir las apariencias de la muerte roja. Su mortaja estaba salpicada de sangre; su frente y su cara, manchadas por el horror escarlata.

Cuando los ojos del príncipe Próspero descubrieron la imagen (que con un movimiento lento se paseaba entre los bailarines), se conmovió, primero de terror, después de disgusto, finalmente de rabia.

—¿Quién se atreve —preguntó, con voz amenazante, a los cortesanos que lo rodeaban—, quién se atreve a insultarnos con esta broma sacrílega? ¡Sométanlo y desenmascárenlo, para que sepamos a quién vamos a ahorcar al alba!

El príncipe Próspero dio esta orden en el salón azul, el del este. Su vozarrón de hombre fuerte sonó claramente en las siete salas, mientras la música se silenciaba a una señal de su mano. Luego de sus palabras, los presentes se acercaron al intruso, quien, en ese momento, estaba a su alcance y se acercaba al príncipe con pasos serenos. Pero la desconfianza que la figura enfermiza del enmascarado había producido en los cortesanos impidió que alguien lo detuviera, y así, sin impedimentos, pasó este a un metro del príncipe. Mientras todos retrocedían hasta pegarse a la pared, siguió andando sin parar, con el mismo paso solemne del principio. De la cámara azul pasó a la púrpura, de la púrpura a la verde, de la verde a la anaranjada, desde esta a la blanca y de allí, a la violeta, antes de que nadie se hubiera decidido a detenerlo. Pero entonces el príncipe Próspero, loco de rabia y de vergüenza por su momentánea cobardía, se lanzó a la carrera a través de los seis aposentos, sin que nadie lo siguiera por el miedo que a todos paralizaba. Puñal en mano, se acercó impetuosamente hasta llegar a tres o cuatro pasos de la figura, que seguía alejándose, cuando esta, al alcanzar el extremo del aposento de terciopelo, se volvió de golpe y enfrentó a su perseguidor. Se escuchó un grito mientras el puñal caía luminoso sobre la alfombra negra; el príncipe Próspero caía muerto. Poseídos por la audacia de la angustia, numerosas máscaras se lanzaron al salón negro, pero al apoderarse del desconocido, cuya alta figura permanecía erecta e inmóvil a la sombra del reloj de ébano, retrocedieron con horror al descubrir que el sudario y la máscara cadavérica que con tanta rudeza habían aferrado, no contenían ninguna figura tangible. Y entonces reconocieron la presencia de la Muerte roja. Había venido como un ladrón en la noche.

Uno por uno, y manchados de sangre, se fueron derrumbando los invitados a la orgía; morían en la desesperada actitud de su caída. La vida del reloj de ébano se extinguió con la del último de aquellos seres alegres. Las llamas de los trípodes se apagaron, y las tinieblas y la pudrición y la Muerte roja se apoderaron de todo.