El pozo y el péndulo

(The Pit and the Pendulum, 1842)

Aquí la turba impía de torturadores insaciables

alimentaba su odio con sangre inocente.

Ahora, la patria está a salvo, y el antro del mal destruido.

Donde habitó la muerte asomarán la vida y la salud.

Estrofa compuesta para las puertas de un mercado que ha de ser

edificado en el emplazamiento del Club de los Jacobinos, en París.

Náuseas de muerte sentía después de tan prolongada agonía; cuando me desataron y me dejaron sentarme, entendí que mis sentidos me abandonaban. La atroz sentencia de muerte fue el último sonido reconocible que registraron mis oídos. Después, el murmullo de las voces de los inquisidores pareció fundirse en un zumbido somnoliento, que trajo a mi mente la idea de revolución, tal vez porque imaginativamente lo confundía con el ronroneo de una rueda de molino. Esto duró poco, porque de pronto dejé de oír. Pero al mismo tiempo pude ver… ¡aunque con qué terrible fantasía! Vi los labios de los jueces vestidos de negro. Me parecieron blancos… más blancos que la hoja sobre la cual trazo estas palabras, y finos hasta lo grotesco; finos por la intensidad de su expresión de firmeza, de inmutable resolución, de absoluto desprecio hacia la tortura humana. Vi que los decretos de lo que para mí era el destino brotaban todavía de aquellos labios. Los vi torcerse mientras pronunciaban una frase letal. Los vi formar las sílabas de mi nombre y me estremecí, porque ningún sonido llegaba hasta mí. Y en aquellos momentos de horror delirante vi también oscilar imperceptible y suavemente las negras cortinas que ocultaban las paredes del aposento. Entonces mi visión recayó en las siete altas velas de la mesa. Al principio, me parecieron símbolos de caridad, como blancos y esbeltos ángeles que me salvarían, pero entonces, bruscamente, una espantosa náusea invadió mi espíritu y sentí que todas mis fibras se estremecían como si hubiera tocado los hilos de una batería galvánica, mientras las formas angélicas se convertían en fantasmas podridos de cabezas llameantes, y comprendí que ninguna ayuda me vendría de ellos. Como una intensa nota musical, entró en mi imaginación la creencia de que la tumba debía ser el lugar del descanso más dulce. Me convencí de a poco de esa idea, pasó un tiempo antes de poder valorarla plenamente, pero en el momento en que mi espíritu llegaba por fin a aceptarla, las figuras de los jueces se desvanecieron como por arte de magia, las altas velas se hundieron en la nada, y mientras sus llamas desaparecían, me envolvió la sombra más negra. Todas mis emociones fueron tragadas por el torbellino de una caída en profundidad, como la del alma en el Hades. Después, el universo no fue más que silencio, calma y noche.

Me desmayé sin perder completamente la conciencia. No definiré lo que me quedaba de ella ni lo describiré, pero no la había perdido del todo. En el más profundo letargo, en la locura, en el desvanecimiento, ¡hasta en la muerte, hasta en la tumba!, no todo se pierde. O bien, no existe la inmortalidad para el hombre. Cuando salimos del más profundo de los letargos, rompemos la tela sutil de algún sueño. Y, sin embargo, un poco más tarde (tan frágil puede haber sido aquella tela) no nos acordamos de haber soñado. Cuando volvemos a la vida después de un desmayo, pasamos por dos momentos: el primero, el del sentimiento de la existencia mental o espiritual; el segundo, el de la existencia física. Si al llegar al segundo momento pudiéramos recordar las impresiones del primero, es probable que estas tengan montones de recuerdos del abismo que se abre más atrás. ¿Y qué es ese abismo? ¿Cómo distinguir su sombra de una tumba? Pero si las impresiones de lo que he llamado el primer momento no pueden ser recordadas por un acto de la voluntad, ¿no se presentan inesperadamente después de un largo intervalo, mientras nos maravillamos preguntándonos de dónde provienen? Aquel que nunca se ha desmayado no hallará raros palacios y caras fantásticamente familiares en las brasas del carbón; no verá, flotando en el aire, las tristes visiones que la mayoría no es capaz de ver; no meditará mientras aspira el perfume de una flor nueva; no exaltará su mente ante una cadencia musical que jamás ha escuchado.

Entre frecuentes esfuerzos para recordar, entre perfectas luchas para capturar algún vestigio de ese estado de aparente inmolación en el cual se había hundido mi alma, ha habido momentos en que he vislumbrado el triunfo; breves espacios en que pude evocar recuerdos que, a la luz de mi lucidez posterior, solo podían referirse a aquel momento de aparente inconsciencia. Esas sombras de recuerdo me muestran, borrosamente, altas siluetas que me alzaron y me llevaron en silencio, bajando… bajando… siempre bajando… hasta que un fuerte mareo me sometió a la idea única de un descenso interminable. También evocan el miedo ambiguo que sentía mi corazón, a causa de la calma feroz que me invadía. Después viene una sensación súbita de inmovilidad que invade todo, como si aquellos que me llevaban (¡cortejo cruel!) hubieran superado en su descenso los límites de lo ilimitado y descansaran de la fatiga de su trabajo. Luego vienen a la mente amarguras y humedades, y al final todo es locura, la locura de un recuerdo que no levanta cabeza entre cosas prohibidas.

Inesperadamente, el movimiento y el sonido ganaron otra vez mi espíritu: el confuso movimiento de mi corazón y, en mis oídos, el ruido de su latido. Hubo una pausa en la que todo fue impreciso. Otra vez sonido, movimiento y tacto: una sensación de hormigueo en todo el cuerpo. Y luego, la mera conciencia de existir, sin pensamiento; algo que duró largo tiempo. De pronto, bruscamente, el pensamiento, un horror patético y un intenso esfuerzo por entender mi situación real. A esto le siguió un profundo deseo de recaer en la insensibilidad. Otra vez un violento revivir del espíritu y un esfuerzo por moverme, hasta conseguirlo. Y entonces, el recuerdo vívido del proceso, los jueces, las cortinas negras, la sentencia, la náusea, el desmayo. Al olvido total de lo que siguió, de todos los tiempos posteriores, solo un obstinado esfuerzo me ha permitido vagamente recordar.

Hasta ese momento no había abierto los ojos. Sentí que estaba de espaldas y que no estaba atado. Estiré la mano, que cayó pesadamente sobre algo húmedo y duro. La dejé allí un rato, mientras intentaba imaginar dónde estaba y qué era de mí. Quería abrir los ojos pero no me atrevía, porque me asustaba esa primera mirada a las cosas que me rodeaban. No temía miedo de ver cosas horribles, pero me espantaba la probabilidad de que no hubiera nada para ver. Por fin, de golpe, abrí angustiado los ojos y mi peor teoría se confirmó. Me rodeaban las tinieblas de una noche eterna. Luché por respirar; la intensidad de la oscuridad me sofocaba. La pesadez de la atmósfera era intolerable. Quedé inmóvil, haciendo esfuerzos para pensar. Evoqué el proceso de la Inquisición, buscando deducir mi verdadera situación a partir de ese punto. La sentencia había sido pronunciada; tenía la impresión de que desde entonces había pasado mucho tiempo. Pero ni por un momento me pensé muerto. Semejante hipótesis, a pesar de lo que leemos en los cuentos, es incompatible con la vida real. Pero, ¿dónde y en qué situación estaba? Sabía que los condenados morían en un auto de fe, y uno de estos acababa de realizarse la misma noche de mi proceso. ¿Me habrían devuelto a mi calabozo a la espera del próximo sacrificio, que no se cumpliría hasta varios meses después? Enseguida descubrí que era imposible. En aquel momento había una demanda inmediata de víctimas. Mi calabozo, como todas las celdas de los condenados en Toledo, tenía suelo de piedra y la luz no había sido completamente suprimida.

Una idea pavorosa agolpó sangre a torrentes en mi corazón, y por un instante, recaí en el letargo. Cuando me repuse, temblando convulsivamente, me levanté y estiré sin sentido los brazos en todas direcciones. No sentía nada, pero no podía dar un paso, por miedo de que me frenaran los muros de una tumba. Sudaba por todos mis poros, tenía la frente empapada de gotas heladas. La agonía por la incertidumbre se hizo intolerable. Avancé con los brazos extendidos y los ojos desorbitados buscando un rayo de luz. Anduve así unos cuantos pasos, pero todo seguía siendo tiniebla y vacío. Respiré con mayor libertad; por lo menos parecía evidente que mi destino no era el más espantoso de todos. Mientras seguía avanzando cautelosamente, resonaron en mi recuerdo los rumores de las cosas espeluznantes que pasaban en Toledo. Cosas raras se contaban sobre los calabozos, cosas que yo había tomado por inventos, pero que no por eso eran menos extrañas y demasiado horrorosas para ser repetidas, salvo en voz baja. ¿Me dejarían morir de hambre en este subterráneo mundo de tiniebla, o quizá me aguardaba un destino todavía peor? Conocía bien a mis jueces y no dudaba de mi final: la muerte, una muerte más amarga que la habitual. Lo que me enloquecía era la forma y la hora de esa muerte.

Mis manos extendidas tocaron, por fin, un obstáculo sólido. Era un muro, probablemente de piedra, liso, viscoso y frío. Lo seguí, avanzando con desconfianza. Esto no me permitía asegurar las dimensiones del calabozo, ya que daría toda la vuelta y retornaría al lugar de partida sin advertirlo, hasta tal punto era uniforme y lisa la pared. Busqué el cuchillo que llevaba conmigo cuando me condujeron a las cámaras inquisitoriales; había desaparecido, y en lugar de mis ropas vestía una túnica rústica de estameña. Había pensado hundir la hoja en alguna juntura de la mampostería, para identificar mi punto de partida. Pero, de todos modos, la dificultad carecía de importancia, aunque en el desorden de mi mente me pareció insuperable en el primer momento. Arranqué un pedazo del ruedo del sayo y lo puse bien extendido y en ángulo recto con respecto al muro. Luego de palpar toda la vuelta de mi celda, no dejaría de encontrar el jirón al completar el circuito. Eso pensé, sin contar con el tamaño del calabozo y con mi debilidad. El suelo era húmedo y resbaladizo. Avancé temblando un trecho, luego tropecé y caí. La fatiga me postró y el sueño no tardó en dominarme.

Al despertar y extender un brazo, hallé junto a mí un pan y un cántaro de agua. Estaba demasiado exhausto para pensar acerca de esto, pero comí y bebí ávidamente. Poco después, reanudé mi vuelta al calabozo y con mucho trabajo llegué, por fin, al trozo de estameña. Hasta el momento de caer al suelo había contado cincuenta y dos pasos, y al reanudar la vuelta otros cuarenta y ocho, hasta llegar al trozo de género. Había cien pasos. Contando un metro cada dos pasos, calculé que el calabozo tenía un circuito de cincuenta metros. No obstante, había encontrado muchos ángulos, de modo que no podía hacerme una idea clara de la forma de la cripta, a la que llamo así porque no podía dejar de pensar que lo era.

Poco fin y menos esperanza tenían estos sondeos, pero la curiosidad me empujaba a seguirlas. Apartándome de la pared, resolví cruzar el calabozo por uno de sus diámetros. Avancé con precaución, el suelo parecía sólido, pero era peligrosamente resbaladizo a causa del barro. Tomé ánimo y caminé con firmeza, esforzándome por seguir una línea todo lo recta que pudiera. Había avanzado diez o doce pasos en esta forma cuando el ruedo desgarrado del sayo se me enredó en las piernas. Trastabillé y caí de bruces violentamente. En la confusión que siguió a la caída no reparé en un sorprendente detalle que, pocos segundos más tarde, y cuando aún yacía boca abajo, reclamó mi atención. Tenía el mentón apoyado en el suelo del calabozo, pero mis labios y la parte superior de mi cara, que aparentemente debían encontrarse a un nivel inferior al de la mandíbula, no se apoyaba en nada. Al mismo tiempo, me pareció que bañaba mi frente un vapor viscoso, y el hedor de los hongos podridos invadió mis fosas nasales. Extendí un brazo y me estremecí al descubrir que me había caído al borde de un pozo circular, cuya profundidad me era imposible descubrir por el momento. Tanteando en la mampostería que bordeaba al pozo logré desprender un pedazo y lo tiré al abismo. Durante largos segundos oí cómo retumbaba al golpear en su descenso las paredes del pozo; hubo por fin un chapoteo en el agua, al cual sucedieron ecos sonoros. En ese mismo instante, oí un sonido semejante al de abrirse y cerrarse rápidamente una puerta en lo alto, mientras un débil rayo de luz cruzaba la tiniebla y volvía a desvanecerse con la misma precipitación. Entendí claramente el destino que me habían preparado y me felicité de haber escapado a tiempo gracias al oportuno accidente. Un paso más antes de mi caída y el mundo no hubiera vuelto a saber de mí. La muerte, de la que acababa de huir, se parecía a la que yo había rechazado por antojadiza en los relatos de la Inquisición. Para las víctimas de su tiranía se reservaban dos especies de muerte: una, llena de aterradoras torturas físicas y otra, acompañada de torturas morales todavía más atroces. Yo estaba destinado a esta última. Los largos tormentos me habían desequilibrado, bastaba el sonido de mi propia voz para hacerme temblar; era el sujeto ideal para la clase de torturas que me esperaban.

Repté, horrorizado, hasta volver a tocar la pared, decidido a morir allí antes que arriesgarme otra vez a las atrocidades de los pozos –imaginaba ahora más de uno– ubicados en distintos sitios del calabozo. De haber tenido otro estado de ánimo, hubiera tenido valor para terminar de una vez con mi desdicha arrojándome en uno de esos abismos, pero me había convertido en el peor de los cobardes. No podía olvidar lo que había leído sobre esos pozos: su estructura impedía que la vida se extinguiera de golpe.

El desasosiego me mantuvo despierto largas horas, pero al fin me dormí. Cuando desperté, otra vez había a mi lado un pan y un cántaro de agua. Me consumía una sed ardiente y de un solo trago vacié el jarro. El agua debía contener alguna droga, pues apenas la tomé me sentí anestesiado. Un profundo sueño cayó sobre mí, un sueño como el de la muerte. No sé cuánto duró, pero cuando volví a abrir los ojos las cosas que me rodeaban eran visibles. Gracias a un resplandor amarillento, cuyo origen me fue imposible determinar, pude ver la extensión y el aspecto de mi cárcel.

Me había equivocado sobre su tamaño. El circuito completo de los muros no pasaba de unos veinticinco metros. Durante unos minutos esto me preocupó, aunque nada podía tener menos importancia, en las terribles circunstancias que me rodeaban, que las dimensiones del calabozo. Pero mi espíritu se interesaba extrañamente en nimiedades y me esforcé por descubrir el error que había podido cometer en mi toma de medidas. Por fin se me reveló la verdad. En la primera tentativa de exploración había contado cincuenta y dos pasos hasta el momento en que caí al suelo. Sin duda, en ese instante me encontraba a uno o dos pasos del trozo de estameña, es decir, que había cumplido casi completamente la vuelta del calabozo. Al despertar de mi sueño debí emprender el camino en dirección contraria, es decir, volviendo sobre mis pasos, y así fue como supuse que el circuito medía el doble de su verdadero tamaño. La confusión de mi mente me impidió reparar entonces que había empezado mi vuelta teniendo la pared a la izquierda y que la terminé teniéndola a la derecha. También me había engañado sobre la forma del calabozo. Al tantear las paredes había encontrado numerosos ángulos, deduciendo así que el lugar presentaba una gran irregularidad. ¡Tan potente es el efecto de las tinieblas sobre alguien que despierta del sueño! Los ángulos no eran más que unas ligeras depresiones o entradas a diferentes intervalos. Mi prisión era cuadrada. Lo que había tomado por mampostería resultaba ser hierro o algún otro metal, cuyas enormes planchas, al unirse y soldarse, ocasionaban las depresiones. La superficie de esta celda metálica estaba toscamente pintarrajeada con todas las horrendas y repugnantes imágenes que la sepulcral superstición de los monjes había sido capaz de concebir. Retratos de demonios amenazantes, esqueletos y otras imágenes todavía más escalofriantes cubrían los muros. Las figuras de aquellas monstruosidades estaban bien delineadas, pero los colores parecían borrosos, como si la humedad los hubiera dañado. El suelo era de piedra. En el centro se abría el pozo circular de cuyas fauces, abiertas como si bostezara, acababa de escapar, pero no había ningún otro en el calabozo.

Vi todo sin mucho detalle y con gran trabajo, pues mi situación había cambiado en el curso de mi sopor. Yacía ahora de espaldas, completamente estirado, sobre un bastidor de madera. Estaba firmemente atado por una larga banda que parecía una cuerda. Pasaba, dando muchas vueltas, por mis miembros y mi cuerpo, dejándome solamente en libertad la cabeza y el brazo derecho, que, con gran trabajo, podía extender hasta los alimentos, colocados en un plato de barro a mi alcance. Para mayor espanto, vi que se habían llevado el cántaro de agua. Digo espanto porque me consumía la sed más intolerable. La intención de mis torturadores era estimular mi sed, pues la comida del plato consistía en carne muy salada.

Mirando hacia arriba, vi el techo de mi prisión. Tendría unos doce metros de alto y su construcción se parecía a la de los muros. En uno de sus paneles aparecía una extraña figura que se apoderó por completo de mi atención. La pintura simbolizaba al Tiempo como se lo suele representar, pero en lugar de una guadaña, tenía un péndulo, parecido a los que vemos en los relojes viejos. Algo, sin embargo, en la apariencia de aquella imagen me hizo observarla con más detalle. Mientras la miraba de abajo hacia arriba (pues estaba exactamente sobre mí) tuve la impresión de que se movía. Un segundo después esta impresión fue confirmada. El vaivén del péndulo era breve y lento. Lo observé durante un rato con más asombro que miedo. Cansado de mirar su monótono movimiento, volví los ojos a las otras cosas de la celda. Un ruido atrajo mi atención y, mirando hacia el suelo, vi cruzar varias ratas enormes. Habían salido del pozo, que estaba al alcance de mi vista sobre la derecha. Mientras las miraba, siguieron saliendo en cantidades, apuradas y hambrientas, atraídas por el olor de la carne. Me dio mucho trabajo ahuyentarlas del plato de comida.

Habría pasado media hora, o una hora entera –tenía una noción imperfecta del tiempo–, antes de volver a fijar los ojos en lo alto. Lo que entonces vi me confundió y me angustió. La velocidad del péndulo había aumentado, mientras descendía perceptiblemente. Noté ahora –y es inútil agregar con cuánto espanto– que su extremidad inferior estaba constituida por una media luna de treinta centímetros de acero reluciente. Afilado como una navaja, el péndulo parecía macizo. Desde el filo se iba ensanchando hasta rematar en una masa sólida. Estaba fijo a un vástago de bronce y todo el mecanismo silbaba al balancearse en el aire.

Ya no dudaba del destino que me había preparado el ingenio de los monjes para la tortura. Los agentes de la Inquisición conocían mi descubrimiento del pozo. El pozo, sí, cuyos horrores estaban destinados a un recusante tan obstinado como yo; el pozo, símbolo del infierno, último continente de los castigos de la Inquisición, según los rumores que corrían. Por un accidente casual había evitado caer en el pozo, y bien sabía que la sorpresa, la brusca caída en los tormentos, formaban una parte importante de las muertes estrafalarias que ocurrían en aquellos calabozos. No habiendo caído en el pozo, el plan infernal de mis verdugos no contaba con precipitarme por la fuerza, y por eso, ya que no quedaba otra alternativa, me esperaba ahora un final diferente y más tranquilo. ¡Más tranquilo! Sonreí en medio del espanto al pensar en semejante aplicación de la palabra.

¿Cómo contar las largas horas de una atrocidad más que mortal, durante las cuales medí los zumbidos oscilantes del péndulo? Centímetro a centímetro, con un descenso que solo podía notar después de intervalos que parecían siglos… más y más se acercaba. Pasaron días –puede ser que hayan pasado muchos días– antes de que oscilara tan cerca de mí que parecía abanicarme con su aliento agrio. El olor del acero afilado penetraba en mis sentidos. Rogué al cielo para que el péndulo bajara más rápido. Me volví loco, me exasperé e hice todo lo posible por enderezarme y quedar en el camino de la horrible cimitarra. Luego me serené y me mantuve inmóvil, sonriendo a aquella muerte radiante, como un niño a un juguete. Siguió otra breve tregua de total insensibilidad. Al despertar, noté que no se había producido ningún descenso perceptible del péndulo. El desmayo podía haber durado mucho, aquellos demonios lo sabían y podían haber detenido el péndulo a su gusto. Me sentí débil, como después de una larga enfermedad. Hasta en la agonía la naturaleza humana necesita alimento. Con mucho esfuerzo estiré el brazo izquierdo todo lo que me lo permitían mis ataduras y tomé una pequeña cantidad que habían dejado las ratas. Cuando me llevaba la porción a los labios tuve un pensamiento apenas esbozado de esperanza. Pero, ¿qué tenía que ver con la esperanza? Era un pensamiento apenas construido; los seres humanos tienen muchos así que no llegan a completar nunca. Sentí que era un pensamiento de alegre esperanza, pero sentí al mismo tiempo que acababa de apagarse en plena elaboración. Luché en vano por recobrarlo. El sufrimiento había aniquilado casi por completo mis facultades mentales ordinarias. No era más que un imbécil, un idiota.

La oscilación del péndulo se cumplía en ángulo recto con mi cuerpo extendido. Vi que la media luna estaba orientada para cruzar la zona del corazón. Desgarraría mi ropa… volvería para repetir la operación… una vez… y otra vez… A pesar de su carrera y la violencia de su descenso, capaz de romper aquellos muros de hierro, todo lo que haría durante varios minutos sería cortar mi ropa. Hice una pausa, no me atrevía a prolongar mi reflexión. Me mantuve en ella, pertinazmente fija la atención, como si al hacerlo pudiera detener en ese punto el descenso de la hoja de acero. Me obligué a pensar sobre el sonido que haría la media luna cuando pasara cortando la tela y el estremecimiento que produciría el roce. Pensé en todas estas frivolidades hasta el límite de mi resistencia.

Bajaba… suavemente seguía bajando. Sentí placer en comparar su velocidad lateral con la del descenso. A la derecha… a la izquierda… hacia los lados, con el aullido de un espíritu maldito… hacia mi corazón, con el paso sigiloso del tigre. Reí a carcajadas y supliqué. Bajaba… ¡bajaba incansable! Ya pasaba vibrando a diez centímetros de mi pecho. Luché con violencia para soltar mi brazo izquierdo, que solo estaba libre a partir del codo. Era posible llevar la mano desde el plato, puesto a mi lado, hasta la boca, pero no más allá. De haber roto las ataduras arriba del codo, hubiera tratado de detener el péndulo. ¡Hubiera sido lo mismo querer parar un alud!

Bajaba… ¡Sin cesar, inevitablemente, bajaba! Luché, jadeando, a cada oscilación. Me encogía convulsivamente a cada paso del péndulo. Mis ojos seguían su carrera hacia arriba o abajo, con la ansiedad de la desesperación; mis párpados se cerraban espasmódicamente a cada descenso, aunque la muerte hubiera sido para mí un alivio, ¡ah, inefable! Pero mis nervios se estremecían al pensar que el más pequeño deslizamiento del mecanismo precipitaría aquel afilado eje contra mi pecho. Era la esperanza la que hacía estremecer y contraía mi cuerpo. Era la esperanza, esa esperanza que triunfa aún en el potro del suplicio, que susurra al oído de los condenados a muerte hasta en los calabozos de la Inquisición.

Vi que después de diez o doce oscilaciones, el acero se pondría en contacto con mi ropa, y en el mismo momento en que hice esa observación, invadió mi espíritu la penetrante serenidad de la desesperación. Por primera vez en muchas horas –quizá días– me puse a pensar. Acudió a mi mente la noción de que la banda o cíngulo que me ataba era de una sola pieza. Mis ligaduras no estaban constituidas por cuerdas separadas. El primer roce de la afiladísima media luna sobre cualquier porción de la banda bastaría para soltarla, y con ayuda de mi mano izquierda podría desatarme del todo. Pero, ¡qué terrible la proximidad del acero! ¡Qué letal el resultado de la más leve lucha! Y después, ¿era verosímil que los esbirros del torturador no hubieran previsto esa posibilidad? ¿Cabía pensar que la atadura cruzara mi pecho en el justo lugar por donde pasaría el péndulo? Temeroso de descubrir que mi débil y, al parecer, postrera esperanza se frustraba, levanté la cabeza para distinguir con claridad mi pecho. El cíngulo envolvía mis miembros y mi cuerpo en todas direcciones, salvo en el lugar por donde pasaría el péndulo.

Apenas había dejado caer hacia atrás la cabeza cuando relampagueó en mi mente algo que solo puedo describir como la mitad deforme de aquella idea de liberación a que he aludido y de la cual solo una parte flotaba en mi mente cuando llevé comida a mis labios. Sin embargo ahora, el pensamiento completo estaba presente, débil, apenas sensato, apenas definido… pero entero. Con la energía tensa de la desesperación, procedí a ejecutarlo.

Durante horas un enjambre de ratas pululaba cerca del armazón de madera sobre el que estaba. Eran ratas salvajes, osadas y hambrientas, que me miraban con sus pupilas rojas y centelleantes, y esperaban verme inmóvil para convertirme en su trofeo. «¿A qué alimento –pensé– las han acostumbrado en el pozo?» A pesar de todos mis esfuerzos por impedirlo, ya habían devorado el contenido del plato, salvo unas pocas sobras. Mi mano se había agitado como un abanico sobre el plato; pero, a la larga, la regularidad del movimiento le hizo perder su efecto. En su voracidad, las abominables alimañas me clavaban sus garras afiladas en los dedos. Tomando pedazos de la carne aceitosa y salada que quedaba en el plato, froté con ellos mis ataduras allí donde era posible alcanzarlas, y después, apartando mi mano del suelo, me quedé inmóvil, conteniendo el aliento. Los hambrientos animales se sorprendieron por la suspensión de movimientos. Retrocedieron alarmados y se refugiaron en el pozo. Esto duró apenas un momento. No en vano había yo considerado su voracidad. Al observar que seguía sin moverme, una o dos de las más atrevidas saltaron al bastidor de madera y olfatearon la cinta. Esto fue la señal para que todas avanzaran. Salían del pozo, corriendo en renovados grupos. Se colgaron de la madera, corriendo por ella, y saltaron a centenares sobre mi cuerpo. El acompasado movimiento del péndulo no las molestaba. Evitando sus golpes, se precipitaban sobre las untadas ligaduras. Se apretaban, pululaban sobre mí en cantidades cada vez más grandes. Se retorcían cerca de mi garganta; sus fríos hocicos buscaban mis labios. Yo me ahogaba bajo su peso; un asco para el cual no existe nombre en este mundo llenaba mi pecho y congelaba mi corazón con su viscosidad. Un minuto más, sin embargo, y la lucha terminaría. Con toda claridad percibí que las ataduras se aflojaban. Me di cuenta de que debían de estar rotas en más de una parte. Pero, con una intrepidez sobrehumana, me mantuve inmóvil.

No me había equivocado en mis cálculos ni sufrido tanto en vano. Por fin, sentí que estaba libre. La cinta colgaba en tiras a los lados de mi cuerpo.

El paso del péndulo alcanzaba mi pecho. Había roto la estameña y cortaba ahora la tela de la camisa. Dos veces más pasó sobre mí, y un agudísimo dolor recorrió mis nervios. El momento de escapar había llegado. Apenas sacudí la mano, mis liberadoras huyeron en tumulto. Con un movimiento regular y fino, fui achicándome todo lo posible, rodé lentamente, fuera de mis ataduras, más allá del alcance de la cimitarra. Por el momento, al menos, estaba libre.

Libre… ¡y en las garras de la Inquisición! Apenas me había apartado de aquella cama de tortura para ponerme de pie en el suelo de piedra, cuando cesó el movimiento de la diabólica máquina, y la vi subir, movida por una fuerza invisible, hasta desaparecer más allá del techo. Fue una lección que debí tomar desesperadamente a pecho. Indudablemente, espiaban cada uno de mis movimientos. ¡Libre! Apenas si había escapado de la muerte bajo la forma de una tortura, para ser entregado a otra que sería peor aún que la misma muerte. Pensando en eso, observé las barreras de hierro que me encerraban. Algo raro, un cambio que al principio no pude apreciar, se había producido en el calabozo. Durante largos minutos, abstraído y tembloroso, me perdí en conjeturas deshilvanadas. En ese momento, noté por primera vez el origen de la luz amarillenta que iluminaba la celda. Venía de una fisura de un poco más de un centímetro de ancho, que rodeaba por completo el calabozo al pie de las paredes, las cuales parecían –y en realidad estaban– completamente separadas del suelo. A pesar de todo mi esfuerzo, no pude ver nada a través de la abertura.

Al pararme otra vez, entendí de repente el misterio del cambio que había notado en la celda. Ya dije que, si bien las imágenes pintadas en los muros eran claras, los colores parecían borrosos. Pero ahora esos colores habían tomado una intensidad asombrosa y creciente que le daba a aquellos dibujos diabólicos un aspecto que hubiera quebrantado nervios más resistentes que los míos. Ojos demoníacos, vivos y salvajes, que me contemplaban fijamente desde mil direcciones, donde ninguno había sido visto antes, y brillaban con el resplandor de un fuego que mi imaginación no alcanzaba a concebir como irreal.

¡Irreal…! Al respirar, llegó a mis narices el olor característico del vapor que surgía del hierro recalentado… Aquel olor sofocante invadía la celda… Los sangrientos espantos representados en las paredes empezaron a ponerse rojos… Yo jadeaba, intentando respirar. Ya no me cabía duda sobre la intención de mis torturadores. ¡Ah, los más implacables, los más maléficos entre los humanos! Corrí hacia el centro de la celda, alejándome del metal ardiente. Al enfrentar la horrible destrucción que me esperaba, la idea de la frescura del pozo invadió mi alma como un bálsamo. Corrí hasta su borde mortal. Miré hacia abajo. El resplandor del techo ardiente iluminaba sus huecos recónditos. Y, sin embargo, durante un horrible instante, mi espíritu se negó a entender el sentido de lo que veía. Pero, al fin, ese sentido se abrió paso, avanzó hasta mi alma, hasta arder y consumirse en mi razón. ¡Oh, poder decirlo! ¡Oh, espanto! ¡Todo… todo menos eso! Con un alarido, salté hacia atrás y hundí mi cara en las manos, llorando con amargura.

El calor aumentaba vertiginosamente y otra vez miré a lo alto, temblando como en un ataque de fiebre. Un segundo cambio se producía en la celda… y esta vez el cambio tenía que ver con las formas. Como antes, fue inútil que me esforzara por entender lo que pasaba. Pero ya no tuve dudas. La venganza de la Inquisición se aceleraba después de mi doble fuga, y el Rey de los Espantos no perdería más tiempo. Hasta entonces mi celda era cuadrada. De pronto vi que dos de sus ángulos de hierro se habían vuelto agudos, y los otros dos, por consiguiente, obtusos. La siniestra diferencia se acentuaba rápidamente, con un sonido profundo y triste. En un instante, el calabozo se transformó en un rombo. Pero el cambio no paró allí, y yo no quería que parara. Podría haber pegado mi pecho a las paredes rojas, como si fuera un traje de paz eterna. «¡La muerte! –grité–. ¡Cualquier muerte, menos la del pozo!» ¡Sin sentido! ¿No era evidente que los hierros al rojo me obligarían a tirarme al pozo? ¿Resistiría su fuego? Y si lo resistiera, ¿cómo oponerme a su presión? El rombo se iba achatando más y más, con una velocidad que no me dejaba tiempo para mirar. Su centro y, por tanto, su diámetro mayor, alcanzaba ya al abismo abierto. Me eché hacia atrás, pero el movimiento de los muros me obligaba a avanzar. Por fin, no hubo ya en el suelo del calabozo ni un centímetro de apoyo para mi cuerpo quemado y palpitante. Dejé de luchar. La agonía de mi alma se reflejó en un largo, agudo y desesperado alarido terminal. Tambaleaba al borde del pozo… Desvié la mirada… ¡Y oí un coro inarmónico de voces humanas! ¡Sonaron trompetas! ¡Escuché el crepitar de mil truenos! ¡Los muros aterradores recularon! Una mano tendida agarró mi brazo en el momento en que caía desmayado al abismo. Era la del general Lasalle. El ejército francés había tomado Toledo. La Inquisición estaba en poder de sus enemigos.