La caída de la Casa Usher

(The Fall of the House of Usher, 1839)

Su corazón es un laúd suspendido;

tan pronto como lo tocas, resuena.

Pierre-Jean de Béranger

Solo, a caballo, atravesé, oscuro y silencioso, durante un día triste de otoño, una región especialmente sombría del país. Mientras las nubes pasaban bajas y pesadas en el cielo, al acercarse la noche, encontré la melancólica Casa Usher. No sé por qué, pero a la primera mirada que eché al edificio, invadió mi espíritu un sentimiento insoportable de tristeza. Digo insoportable porque no lo mitigaba ninguno de esos sentimientos casi agradables, por ser poéticos, con los cuales recibe el espíritu las más sencillas imágenes naturales de lo desolado o lo terrible. Miré el paisaje –la casa y el terreno, las paredes desnudas, las ventanas como ojos vacíos, los juncos dispersos y tétricos, y los escasos troncos de árboles marchitos– con una tremenda depresión, únicamente comparable, como sensación terrenal, al despertar del fumador de opio, la amarga caída en la existencia cotidiana, el horrible descorrerse del velo. Era un alejamiento, una languidez, un malestar del corazón, un irremediable ahogo mental que ningún estímulo de la imaginación podía desviar hacia forma alguna de lo sublime. ¿Qué era –me detuve a pensar–, qué era lo que me desalentaba en la contemplación de la Casa Usher? Misterio inexplicable; yo no podía pelear contra esas ideas oscuras que me rodeaban. Concluí con insatisfacción que mientras existen combinaciones de simples objetos naturales que tienen el poder de afectarnos así, el análisis de este poder se encuentra entre las consideraciones que están más allá de nuestro alcance. Era posible, pensé, que un orden diferente de los elementos de la escena, de los detalles del cuadro, fuera suficiente para modificar o quizá anular su poder de impresión dolorosa; y, procediendo de acuerdo con esta idea, empujé mi caballo hacia la orilla de un estanque oscuro y fantástico que brillaba sereno junto a la mansión, pero, con un sobresalto todavía más conmovedor que antes, contemplé la imagen reflejada e invertida de los juncos grises, los troncos fantasmales y las ventanas vacías como ojos.

En esa mansión melancólica, sin embargo, planeaba pasar algunas semanas. Su propietario, Roderick Usher, había sido uno de mis alegres compañeros de adolescencia, mas habían pasado muchos años desde nuestro último encuentro. Sin embargo, acababa de recibir una carta en una región distinta del país –una carta suya–, la cual, por su tono urgente, no admitía otra respuesta que la presencia personal. La escritura denotaba nerviosismo. El autor hablaba de una enfermedad física grave, de un desorden mental que le oprimía y de un intenso deseo de verme por ser su mejor y, en realidad, su único amigo personal, con el propósito de lograr, gracias a la jovialidad de mi compañía, algún alivio a su mal. El modo en que se decía esto, un pedido hecho de corazón, no me dejaba dudar, obedecí de inmediato, a pesar de la singularidad del requerimiento.

Aunque de muchachos habíamos sido camaradas íntimos, poco conocía de mi amigo. Siempre se había mostrado reservado. Yo sabía, sin embargo, que su antiquísima familia se había destacado desde tiempos inmemoriales por su sensibilidad, desplegada a lo largo de muchos años, en numerosos y elevados hechos artísticos, y manifestada recientemente en obras de caridad, aunque discretas, así como en una apasionada devoción por la dificultad más que por la belleza fácilmente reconocible de la música. También sabía que la estirpe de los Usher, siempre respetable, no había producido, en ninguna etapa, una rama duradera; en otras palabras, que toda la familia se limitaba a la línea de descendencia directa y siempre había sido así, con variaciones minúsculas y fugaces. Esta ausencia, deduje, mientras pensaba que la personalidad de la finca se parecía a la de sus habitantes y meditaba sobre la posible influencia que la primera, a lo largo de tantos siglos, había ejercido sobre los segundos, esta ausencia, quizá, de ramas colaterales y la consiguiente transmisión constante de padre a hijo, del patrimonio junto con el nombre, era la que, al fin, identificaba tanto a los dos, hasta el punto de fundir el título originario del dominio en el extraño y equívoco nombre de Casa Usher, nombre que incluía, entre los campesinos que lo usaban, a la familia y la casa familiar.

Dije que el efecto de mi experimento infantil –el de mirar en el estanque– profundizaba la primera impresión. No había dudas de que la conciencia del crecimiento de mi superstición –¿por qué no he de darle este nombre?– servía para acelerar su crecimiento mismo. Tal es, lo sé hace mucho tiempo, la paradójica ley de todas las emociones que tienen como base el terror. Debe de haber sido por esta razón que, cuando alcé los ojos otra vez hacia la casa desde su imagen en el estanque, surgió en mi cabeza una rara fantasía, tan ridícula, que solo la cito para demostrar el poder de la emoción que me oprimía. Mi imaginación estaba excitada al punto de convencerme de que se filtraba, en toda la casa y el terreno, una atmósfera propia de ambos y de su inmediata vecindad, una atmósfera sin afinidad con el aire del cielo, exhalada por los árboles marchitos, por los muros grises, por el estanque silencioso, un vapor hediondo y místico, apagado, gris, denso, apenas perceptible.

Expulsando de mi alma eso que debía ser un sueño, revisé de cerca la fachada del edificio, de excesiva antigüedad, muy decolorado por el tiempo. Los hongos se extendían por toda la superficie, suspendidos desde el alero en una fina y enmarañada tela de araña. Pero esto nada tenía que ver con alguna forma de destrucción. No había trozos de mampostería caídos. Existía una rara incoherencia entre la perfecta adaptación de las partes y la separación de cada piedra. Esto me recordaba mucho la aparente integridad de ciertos maderajes que se han podrido largo tiempo en alguna cripta descuidada, sin que intervenga el soplo del aire exterior. Aparte de este indicio de ruina general, la obra daba pocas señales de inestabilidad. Quizá el ojo de un observador minucioso hubiera podido descubrir una fisura apenas perceptible que, extendiéndose desde el tejado del edificio, en el frente, se abría camino pared abajo, en zigzag, hasta perderse en el agua negra del estanque.

Mientras miraba estas cosas, cabalgué por una breve calle hasta la casa. Un sirviente que esperaba tomó mi caballo y entré en la bóveda gótica del vestíbulo. Un criado de paso sigiloso me condujo desde allí, en silencio, a través de varios pasadizos oscuros e intrincados, hacia el gabinete de su amo. Mucho de lo que encontré en el camino contribuyó, no sé cómo, a avivar las emociones de las cuales ya he hablado. Mientras los objetos circundantes –relieves de los cielorrasos, tapices de las paredes, ébano negro de los suelos y espectrales trofeos heráldicos que rechinaban a mi paso– eran cosas a las cuales estaba acostumbrado desde la infancia, mientras cavilaba en reconocer lo familiar que era todo aquello, me asombraban por lo insólitas las fantasías que esas imágenes no habituales provocaban en mí. En una de las escaleras encontré al médico de la familia. Su cara, pensé, era una mezcla de poca sagacidad y desconcierto. El criado abrió una puerta y me dejó en presencia de su amo.

El cuarto donde estaba era amplio y alto. Tenía ventanas largas, estrechas y puntiagudas, y la distancia era tan grande al suelo de roble negro, que resultaban absolutamente inaccesibles desde dentro. Brillos débiles de luz carmesí se abrían paso a través de los cristales enrejados y servían para diferenciar los objetos principales; los ojos, sin embargo, luchaban en vano por alcanzar los ángulos más remotos del lugar, en los huecos del techo abovedado y esculpido. Tapices oscuros colgaban de las paredes. Los muebles eran incómodos, viejos y destartalados. Había muchos libros e instrumentos musicales desordenados, que no daban ninguna vitalidad a la escena. Sentí que respiraba dolor. Un aire de profunda e irremediable melancolía lo envolvía todo.

A mi ingreso, Usher se levantó del sofá donde yacía cuan largo era y me recibió con alegría y excesiva amabilidad; hizo el esfuerzo obligado de un hombre de mundo. Pero su cara me convenció de su sinceridad. Nos sentamos y, durante un rato, mientras no hablaba, lo miré con piedad y espanto. ¡Nunca un ser humano se había transformado tan horrorosamente en tan poco tiempo como Roderick Usher! Apenas pude asimilar a esa persona aniquilada que tenía ante mí, con el viejo amigo de la adolescencia. Sin embargo, su cara siempre había sido rara: tez cadavérica; ojos grandes, líquidos y radiantes; labios finos y pálidos, de formas bellas; nariz hebrea, con ventanas más abiertas de lo común; mentón redondo y liso; cabellera suave, más tenue que tela de araña; esos rasgos y la frente muy amplia componían un semblante inolvidable. Ahora, la exageración del carácter dominante de esas facciones y de sus expresiones revelaba un cambio grande, que me hizo dudar sobre la persona con quien estaba hablando. La palidez fantasmal de la piel y el brillo de los ojos me inquietaron y me horrorizaron. El pelo le había crecido al descuido y, en su textura de telaraña, flotaba más que caía alrededor de su cara, haciendo imposible relacionar su aspecto desgreñado con la imagen de un ser humano.

En los modos de mi amigo me asombró hallar incoherencia, y pronto descubrí que era motivada por una serie de débiles intentos de vencer una desorientación habitual, una excesiva agitación nerviosa. La verdad es que estaba preparado para algo así, por su carta, por evocaciones de ciertos rasgos juveniles, por su peculiar conformación física y por su naturaleza. Sus expresiones pasaban alternativamente de ser enérgicas a parecer torpes. Su voz pasaba de un titubeo (cuando parecía estar en completa latencia) a una brevedad firme, desde un modo de hablar abrupto y pesado, a una pronunciación gutural, equilibrada, perfectamente modulada, que se ve en los borrachos o en los opiómanos durante los periodos de mayor excitación.

Así me habló del motivo de mi visita, de su vehemente deseo de verme y de la alegría que esperaba de mí. Describió largamente la naturaleza de su enfermedad. Era, dijo, un mal hereditario y estaba desesperado por encontrar un remedio. La consideró una simple afección nerviosa y agregó enseguida que seguramente pasaría rápido. Se manifestaba en muchas emociones anormales. Algunas de ellas, cuando las detalló, me interesaron y me desconcertaron, aunque, sin duda, el estilo general del relato tuvo que ver con mi sorpresa. Sufría de una agudeza mórbida de los sentidos: apenas soportaba el gusto de los alimentos más desabridos; solamente podía vestir ropa de cierta textura; los perfumes de todas las flores le resultaban asfixiantes; la luz más débil torturaba sus ojos; y solo aguantaba algunos sonidos de instrumentos de cuerda, todos los demás le provocaban horror.

Vi que era un esclavo dominado por un terror anormal. «Moriré –dijo–, tengo que morir de esta triste locura. Así, y no de otra forma, me iré. Le tengo miedo a los sucesos del futuro, no por su eventualidad, sino por sus resultados. Me conmuevo pensando en cualquier situación, aun la más insignificante, que pueda actuar sobre esta dolorosa intranquilidad. No odio el peligro, como no sea por su efecto absoluto: el terror. En este desaliento, en esta condición, siento que tarde o temprano llegará el momento en que deba abandonar la vida y la razón, en lucha contra el fantasma del miedo.»

Conocí por intervalos, y a través de insinuaciones ambiguas, otro rasgo singular de su condición mental. Estaba dominado por supersticiones relativas a la casa que ocupaba y de donde, durante muchos años, nunca se había atrevido a salir, supersticiones relativas a una influencia cuya supuesta energía fue descrita en términos demasiado sombríos para repetirlos aquí. Decía que algunas particularidades de las formas y los materiales de la residencia familiar habían afectado su espíritu. Decía que a fuerza de soportar largo tiempo el efecto de los muros y las torres grises reflejados en el estanque negro, su vida estaba estropeada. Admitía, sin embargo, aunque con dudas, que podía buscarse un origen más palpable de la melancolía que sufría: la cruel y prolongada enfermedad, el sufrimiento de una hermana querida, su única compañía durante muchos años, su último pariente sobre la tierra. «Su muerte –decía con una amargura que nunca podré olvidar– hará de mí (de mí, el desesperado, el frágil) el último de la antigua raza de los Usher.» Mientras hablaba, Madeline (que así se llamaba) pasó lentamente por un lugar apartado del aposento y, sin notar mi presencia, desapareció. La miré con asombro y miedo. Una sensación de estupor me oprimió mientras seguía con la mirada sus pasos que se alejaban. Cuando por fin una puerta se cerró tras ella, mis ojos buscaron con ansiedad la cara del hermano, pero este había hundido la cara entre las manos y solo pude percibir que una palidez mayor que la habitual se extendía en los dedos descarnados, entre los cuales brotaban lágrimas.

La enfermedad de Madeline había burlado durante mucho tiempo la ciencia de sus médicos. Una apatía permanente, un agotamiento gradual y frecuentes ataques parcialmente catalépticos eran el diagnóstico insólito. Hasta entonces, había soportado su enfermedad, negándose a guardar cama; pero, al caer la tarde de mi llegada a la casa, sucumbió (como me lo dijo esa noche su hermano con inquietud) al poder aplastante del destructor, y supe que la breve visión que yo había tenido de su persona sería la última para mí; que nunca más vería a Madeline, por lo menos en vida.

En los días posteriores, ni Usher ni yo la nombramos, y durante este periodo hice vehementes esfuerzos para aliviar la melancolía de mi amigo. Pintábamos y leíamos juntos; o yo escuchaba, como en un sueño, las extrañas improvisaciones de su elocuente guitarra. Y así, a medida que una intimidad cada vez más estrecha me introducía en lo más recóndito de su alma, iba advirtiendo con amargura la frivolidad de todo intento de alegrar un espíritu cuya tenebrosidad, como una cualidad positiva, inherente, se derramaba sobre todos los objetos del universo físico y moral, en una perpetua transmisión de oscuridades.

Siempre recordaré las horas solemnes que pasé a solas con el amo de la Casa Usher. Sin embargo, fracasaría en todo intento de dar una idea sobre el exacto carácter de los estudios o las ocupaciones a los cuales me inducía o cuyo camino me mostraba. Un encanto exaltado, enfermizo, arrojaba azufre sobre todas las cosas. Sus largos e improvisados cantos fúnebres resonarán eternamente en mis oídos. Entre otras cosas, conservo dolorosamente en la memoria cierta perversión y amplificación del extraño aire del último vals de Von Weber. De las pinturas que nutrían su imaginación y cuya vaguedad crecía a cada pincelada, vaguedad que me estremecía mientras ignoraba su causa; de esas pinturas (tan vívidas que aún tengo en mí sus imágenes) sería inútil mi intento de presentar algo más que la pequeña porción comprendida en los límites de las palabras escritas. Por su gran simplicidad, por la desnudez de sus diseños, atraían la atención y me subyugaban. Si jamás un mortal pintó una idea, ese mortal fue Roderick Usher. Para mí, al menos –en las circunstancias que entonces me rodeaban–, surgía de las puras abstracciones que el hipocondríaco lograba proyectar en la tela, una intensidad de inaguantable horror, cuya sombra nunca he sentido, ni siquiera en la contemplación de las fantasías de Fuseli, radiantes pero concretas. Una de las ideas espectrales de mi amigo, que no participaba con tanto rigor del espíritu de abstracción, puede ser esbozada con debilidad en palabras. El pequeño cuadro representaba el interior de una bóveda muy larga, rectangular, con muros bajos, lisos, blancos, sin interrupción ni adornos. Algunos accesorios del dibujo servían para mostrar que esa excavación estaba a mucha profundidad. No se veía ninguna moldura en toda la extensión, ni una antorcha o cualquier otra fuente de luz artificial; sin embargo, flotaban en todo el espacio rayos que iluminaban con un esplendor fantasmal.

He hablado ya de ese estado mórbido del nervio auditivo que hacía intolerable al paciente toda música, con excepción de ciertos efectos de instrumentos de cuerda. Quizá los estrechos límites en los cuales se había confinado con la guitarra fueron los que originaron, en gran medida, el carácter fantástico de sus obras. Pero no es posible explicar de la misma manera la vehemente facilidad de sus improvisaciones. Debían de ser –y lo eran, tanto las notas como las palabras de sus extrañas fantasías (pues no pocas veces se acompañaba con creaciones verbales rimadas)–, debían de ser los resultados de esa intensa concentración mental a la que he aludido antes y que eran observables solo en ciertos momentos de paroxismo. Recuerdo la letra de una de esas rapsodias. Fue la que más me impresionó, porque en la mística de su sentido percibí por primera vez, una acabada conciencia por parte de Usher de que su encumbrada razón vacilaba sobre su trono. Los versos, que él tituló «El palacio encantado», decían más o menos así:

En el valle más verde

donde vivían los ángeles protectores,

se elevaba un noble palacio,

majestuoso y bello.

¡El señorío del rey Pensamiento,

se alzaba allí!

Nunca un serafín batió sus alas

sobre algo tan hermoso.

Banderas amarillas flotaban sobre el techo,

resplandecientes y gloriosas

(todo eso fue hace mucho,

en los más viejos tiempos);

y con la brisa que jugaba

en días tan jubilosos,

por las almenas circulaba

un aroma alado.

Los que vagaban por el valle,

por dos ventanas luminosas

veían bailar a los espíritus

al ritmo de los laúdes,

en torno al trono donde

(¡Porfirogéneta!)

envuelto en merecida pompa,

se sentaba el señor del reino.

Y de rubíes y de perlas

era la puerta del palacio,

de donde, como un río,

fluían resplandeciendo,

los Ecos, de trabajo gentil:

la tarea de cantar en voz alta

el genio y el ingenio

de su rey soberano.

Pero seres malignos invadieron,

vestidos de tristeza, aquel señorío.

(¡Ah, duelo y luto! ¡Nunca más

nacerá otra aurora!)

Y en torno del palacio, la belleza

que antes florecía entre colores,

es solo una historia olvidada

hundida en viejos tiempos.

Y los viajeros, desde el valle,

por las ventanas ahora rojas,

ven formas que se mueven

en fantasmales discordancias,

mientras, como un río espectral,

por la pálida puerta

sale una horrorosa multitud que ríe…

porque la sonrisa ha muerto.

Recuerdo bien que la inspiración de esta balada nos arrojó a una corriente de pensamientos donde se manifestó una opinión de Usher que menciono, no por su novedad (pues otros hombres han pensado así), sino para explicar la obstinación con que la defendió. En líneas generales, afirmaba la sensibilidad de todos los seres vegetales. Pero en su desordenada fantasía, la idea era más audaz e invadía el reino de lo inorgánico. Me faltan palabras para explicar el alcance de su persuasión. La creencia, sin embargo, se vinculaba (como ya insinué) con las piedras grises de la casa de sus antepasados. Las condiciones de la sensibilidad habían sido satisfechas, imaginaba él, por el método de colocación de esas piedras, por el orden en que estaban dispuestas, así como por los hongos que las cubrían y los árboles marchitos que la rodeaban, pero, sobre todo, por la prolongación conservada de este orden y su duplicación en las aguas inmóviles del estanque. Su evidencia –la evidencia de esa sensibilidad– podía comprobarse, dijo (y al oírlo me estremecí), en la gradual pero segura condensación de una atmósfera propia en torno a las aguas y a los muros. El resultado era comprensible, agregó, en ese silencioso pero entrometido y espantoso poder, que durante siglos había ordenado el destino de la familia, convirtiéndolo ahora en eso que yo estaba viendo, eso que él era. Esas ideas no necesitan comentario, y no haré ninguno.

Nuestros libros –los libros que durante años constituyeran una parte de la vida intelectual del enfermo– estaban, como puede suponerse, en estricto acuerdo con este carácter fantasmal. Estudiábamos juntos obras tales como el Verver et Chartreuse, de Gresset; el Belfegor, de Maquiavelo; Del cielo y del infierno, de Swedenborg; el Viaje subterráneo de Nicolás Klim, de Holberg; la Quiromancia de Robert Flud, de Jean D’Indaginé; De la Chambre, el Viaje a la distancia azul, de Tieck; y La ciudad del sol, de Campanella. Nuestro libro favorito era un pequeño volumen en octavo del Directorium Inquisitorium, del dominico Eymeric de Gironne, y había pasajes de Pomponius Mela sobre viejos sátiros africanos y egibanos, con los cuales Usher soñaba horas enteras. Pero encontraba su principal deleite en la lectura cuidadosa de un rarísimo y curioso libro gótico en cuarto –el manual de una iglesia olvidada–, las Vigiliæ Mortuorum Chorum Eclesiæ Maguntiæ.

No podía dejar de pensar en el ritual de esa obra y en su influencia sobre el hipocondríaco, cuando una noche, tras informarme que Madeline había muerto, declaró su intención de preservar su cuerpo durante quince días (antes de su inhumación definitiva) en una de las numerosas criptas del edificio. El motivo humano que alegaba para justificar esta conducta no me permitió discutir. El hermano había llegado a esta decisión (así me dijo) considerando la rareza de la enfermedad de la difunta, ciertas afanosas investigaciones de sus médicos, la remota situación del cementerio familiar. No he de negar que, cuando evoqué el siniestro aspecto de la persona con quien me cruzara en la escalera el día de mi llegada a la casa, no quise oponerme a lo que consideré una precaución inofensiva y normal.

A pedido de Usher, lo ayudé personalmente en los preparativos de la sepultura temporaria. Ya en el ataúd, los dos solos llevamos el cuerpo a su lugar de descanso. La cripta donde lo dejamos (clausurada por tanto tiempo que las antorchas casi se apagaron en su atmósfera asfixiante, dándonos poca oportunidad para examinarla) era pequeña, húmeda y desprovista de toda fuente de luz; estaba a gran profundidad, justamente bajo la parte de la casa que ocupaba mi dormitorio. Evidentemente, había desempeñado, en remotos tiempos feudales, el siniestro oficio de calabozo, y en los últimos tiempos, el de depósito de pólvora o alguna otra sustancia combustible, pues una parte del suelo y todo el interior del pasillo abovedado que nos llevara hasta allí estaban revestidos de cobre. La puerta, de hierro macizo, tenía la misma protección. Su tremendo peso, al moverse sobre los goznes, producía un raro crujido agudo.

Una vez depositado el ataúd sobre los caballetes, en aquella zona de terror, retiramos parcialmente hacia un lado la tapa todavía suelta, y miramos la cara de su ocupante. El parecido entre el hermano y la hermana me asombró, y Usher, adivinando mis pensamientos, murmuró algunas palabras, por las cuales supe que la muerta y él eran mellizos y que entre ambos habían existido siempre simpatías casi inexplicables. Nuestros ojos, sin embargo, no se detuvieron mucho en la muerta, porque no podíamos mirarla sin espanto. La enfermedad que llevara a Madeline a la tumba en plena juventud había dejado, como es frecuente en los males de naturaleza cataléptica, la ironía de un débil rubor en el pecho y la cara, y esa sonrisa delicada, lánguida, que es tan terrible en la muerte. Volvimos la tapa a su sitio, la atornillamos y, asegurada la puerta de hierro, emprendimos camino, con fatiga, hacia los aposentos apenas menos lúgubres de la parte superior de la casa.

Y entonces, pasados algunos días de pena, sobrevino un cambio visible en las características del desorden mental de mi amigo. Sus modos habituales habían desaparecido. Olvidaba sus tareas. Vagaba de cuarto en cuarto con paso rápido, sin rumbo. La palidez de su cara había adquirido, si era posible tal cosa, un color más sombrío, y el brillo de sus ojos había desaparecido. El tono ronco de su voz ya no se oía, y un titubeo en el colmo del terror caracterizaba ahora su pronunciación. Por momentos pensé que algún secreto opresivo dominaba su mente y que luchaba por conseguir valor suficiente para divulgarlo. Otras veces, en cambio, me veía obligado a reducirlo todo a las meras e inexplicables divagaciones de la locura. Lo veía contemplar el vacío durante horas, en actitud de honda atención, como si escuchara algún sonido imaginario. No es de extrañarse que su estado me aterrara. Sentía que a mi alrededor, a pasos lentos pero seguros, se deslizaban las influencias de sus supersticiones contagiosas.

Al retirarme a mi dormitorio, la noche del séptimo u octavo día después de que Madeline fuera depositada en el calabozo, y siendo ya muy tarde, experimenté de manera especial y con toda su fuerza esos sentimientos. No podía dormir y las horas pasaban y pasaban. Luché por racionalizar mi nerviosismo. Traté de convencerme de que todo lo que sentía era causado por la desconcertante influencia de los muebles lúgubres de la habitación, de los tapices raídos que, atormentados por el soplo de una tempestad incipiente, se balanceaban espasmódicos de aquí para allá sobre los muros, y crujían desagradablemente alrededor de los adornos de la cama. Pero mi esfuerzo era infructuoso. Un temblor incontenible fue invadiendo gradualmente mi cuerpo y, al fin, se instaló sobre mi propio corazón un diablo, el peso de una alarma por completo inmotivada. Lo sacudí, jadeando, luchando, me incorporé sobre las almohadas y, mientras miraba ansiosamente en la oscuridad del cuarto, presté atención –ignoro por qué, salvo que me impulsó el instinto– a ciertos sonidos ahogados, indefinidos, que llegaban en las pausas de la tormenta, con largos intervalos, no sé de dónde. Dominado por un intenso sentimiento de horror, inexplicable pero insoportable, me vestí de prisa (sabía que no iba a dormir más durante la noche) e intenté salir de la condición en que había caído, recorriendo la habitación de un extremo al otro. Había dado unas vueltas, cuando un paso en una escalera atrajo mi atención. Reconocí el paso de Usher. Un momento después llamaba con un toque suave a mi puerta y entraba con una lámpara. Su cara, como de costumbre, era cadavérica, pero en sus ojos había una loca hilaridad, una histeria reprimida. Su figura me horrorizaba, pero era preferible a la soledad, y tomé su presencia como un alivio.

¿No lo has visto? —dijo bruscamente, después de echar una mirada a su alrededor, en silencio—. ¿No lo has visto? Pues aguarda; lo verás. —Y diciendo esto protegió cuidadosamente la lámpara, se precipitó a una de las ventanas y la abrió de par en par a la tormenta.

La ráfaga entró tan impetuosa que estuvo a punto de alzarnos del suelo. Era una terrorífica noche tormentosa, de una rara belleza. Un torbellino desplegaba su fuerza en la vecindad; había violentos cambios en la dirección del viento y la excesiva densidad de las nubes (tan bajas que casi oprimían las torres de la casa) no nos impedía advertir la velocidad con que acudían de todos los puntos, mezclándose unas con otras sin alejarse. Digo que aun su excesiva densidad no nos impedía advertirlo y, sin embargo, no nos llegaba ni un rastro de la luna o de las estrellas, ni se veía el brillo de un relámpago. Pero las superficies inferiores de las masas de vapor y todos los objetos que nos rodeaban brillaban en la luz sobrenatural de un aliento claramente visible, que cubría la casa y la amortajaba.

—¡No debes mirar eso! —dije, estremeciéndome, mientras con suave violencia apartaba a Usher de la ventana para conducirlo a un asiento—. Estos espectáculos que te confunden son fenómenos eléctricos comunes, o quizá tengan su horrible origen en el miasma corrupto del estanque. Cerremos esta ventana; el aire está frío y es peligroso para tu salud. Aquí tienes una de tus novelas favoritas. Yo leeré y me escucharás, y así pasaremos juntos esta noche terrible.

El antiguo volumen que había tomado era Mad Trist, de Launcelot Canning; lo había calificado de favorito de Usher como una broma, porque había poco en su prolijidad sin imaginación, que pudiera interesar a la elevada espiritualidad de mi amigo. Pero era el único libro que tenía a mano y alimenté la esperanza de que la excitación que en ese momento agitaba al hipocondríaco pudiera hallar alivio (pues la historia de los trastornos mentales está llena de rarezas parecidas) aun en la exageración de la locura que yo iba a leerle. De haber juzgado por la tensa vivacidad con que escuchaba la historia, me hubiera felicitado por el éxito de mi idea.

Había llegado a esa parte bien conocida de la historia en que Ethelred, el héroe del Trist, después de sus vanos intentos de introducirse por las buenas en la morada del eremita, procede a entrar por la fuerza. Aquí, se recordará, las palabras del relator son las siguientes:

«Y Ethelred, de corazón valeroso, fortalecido por el poder del vino, no esperó el momento de hablar con el ermitaño, que era terco y malo; pero sintiendo la lluvia sobre sus hombros y temiendo el estallido de la tempestad, alzó su maza y a golpes abrió un rápido camino en las tablas de la puerta para su mano con manopla, y, tirando con fuerza hacia sí, rompió, destrozó todo en tal forma que el ruido de la madera seca retumbó en el bosque y lo llenó de susto.»

Al terminar esta frase, me sobresalté y me detuve, porque me pareció (aunque enseguida concluí que mi excitada imaginación me había engañado), me pareció que, de alguna parte de la casa, llegaba a mis oídos algo que podía ser, por su exacta similitud, el eco (aunque sofocado y sordo) del mismo ruido de destrozo que Launcelot había descrito con tantos detalles. Fue, sin dudas, la coincidencia lo que atrajo mi atención porque, entre el crujir de los bastidores de las ventanas y los ruidos de la tormenta, el sonido en sí nada tenía que pudiera interesarme. Seguí el relato:

«Pero el campeón Ethelred pasó la puerta y se puso furioso por no percibir señales del ermitaño malicioso y encontrar, en cambio, un dragón cubierto de escamas, con lengua de fuego, sentado delante de un palacio de oro con suelo de plata; del muro colgaba un escudo de bronce con esta leyenda:

Quien entre aquí, conquistador será;

Quien mate al dragón, escudo obtendrá.

Y Ethelred alzó la maza y golpeó la cabeza del dragón, que cayó a sus pies y lanzó su apestoso aliento con un rugido tan horroroso y estridente que se tapó los oídos con las manos para no escuchar el ruido.»

Aquí me detuve otra vez, asombrado; en esta oportunidad había escuchado realmente (aunque me resultaba imposible decir de qué dirección venía) un grito insólito, un sonido chirriante y aparentemente lejano, pero prolongado, la réplica de lo que mi imaginación atribuyera al alarido del dragón, tal como lo describía el novelista.

Agobiado, como por cierto lo estaba desde la segunda y más extraordinaria coincidencia, por mil emociones contradictorias, en las cuales predominaban la sorpresa y el miedo, conservé suficiente ánimo para no excitar con ninguna observación el nerviosismo de mi compañero. No era nada seguro que hubiera notado los sonidos en cuestión, aunque se había producido durante los últimos minutos una rara alteración en su apariencia. Desde su posición frente a mí, había hecho girar gradualmente su silla, de modo que estaba sentado mirando hacia la puerta de la habitación, y así, solo en parte, podía ver sus facciones, aunque percibía sus labios temblorosos, como si murmuraran algo inaudible. Tenía la cabeza caída sobre el pecho, pero supe que no estaba dormido por sus ojos muy abiertos, fijos, que vi al echarle una mirada de perfil. El movimiento del cuerpo contradecía también esta idea, pues se mecía de un lado a otro con un balanceo suave, pero constante y uniforme. Luego de advertir rápidamente todo esto, proseguí el relato de Launcelot, que decía así:

«Y entonces el campeón, después de huir de la furia del dragón, se acordó del escudo de bronce y del encantamiento roto, apartó el cuerpo muerto de su camino y avanzó valerosamente sobre el argentado pavimento del castillo hasta donde colgaba del muro el escudo, el cual no esperó su llegada, y cayó a sus pies sobre el suelo de plata con terrible estruendo.»

Apenas había pronunciado estas palabras, cuando –como si en ese momento un escudo de bronce hubiera caído sobre un suelo de plata– oí un eco profundo y metálico, aparentemente sofocado. Muy angustiado, me paré de un salto; el movimiento de Usher no se interrumpió. Me lancé al sillón donde estaba sentado. Sus ojos miraban fijos hacia delante con una rigidez pétrea. Cuando puse mi mano sobre su hombro, sacudió el cuerpo; una sonrisa malsana tembló en sus labios, hablaba con un murmullo bajo, acelerado, confuso, como si no me viera. Inclinándome sobre él, muy cerca, entendí, por fin, el espeluznante significado de sus palabras:

—¿No lo oyes? Sí, yo lo oigo y lo he oído. Mucho, mucho, mucho tiempo… muchos minutos, muchas horas, muchos días lo he oído, pero no me atrevía… ¡Ah, apiádate, mísero de mí, desventurado! ¡No me atrevía… no me atrevía a hablar! ¡La encerramos viva en la tumba! ¿No dije que mis sentidos eran agudos? Ahora te digo que oí sus primeros movimientos, débiles, en el fondo del ataúd. Los oí hace muchos, muchos días, y no me atreví, ¡no me atreví a hablar! ¡Y ahora, esta noche, Ethelred, ja, ja! ¡La puerta rota del ermitaño y el grito de muerte del dragón y el estrépito del escudo!… ¡Mejor dicho, el ruido del ataúd al agrietarse y el chirriar de los duros goznes de su cárcel, y su lucha dentro de la cripta, por el pasillo abovedado, revestido de cobre! ¡Oh! ¿Adónde escaparé? ¿No estará aquí pronto? ¿No se lanza a reprocharme el apuro? ¿No he oído sus pasos en la escalera? ¿No distingo el latido pesado y horrible de su corazón? ¡Insensato! —y aquí, furibundo, de un salto, se puso de pie y gritó estas palabras, como si en ese esfuerzo entregara el alma—: ¡Insensato! ¡Está del otro lado de la puerta!

Como si la fuerza sobrehumana de su voz tuviera el poder de un hechizo, las puertas enormes que Usher señalaba se abrieron lentamente. Era obra del vendaval, pero allí, del otro lado, estaba la figura alta y amortajada de Madeline Usher. Había sangre en sus ropas blancas y huellas de lucha en cada parte de su cuerpo. Por un momento, permaneció temblorosa, tambaleándose en el umbral; luego, con un lamento, cayó sobre su hermano, y en su violenta agonía final lo arrastró al suelo, muerto, víctima del terror que había anticipado.

De aquella mansión escapé aterrorizado. Afuera continuaba la tempestad con toda su furia, mientras yo cruzaba la vieja avenida. De pronto, surgió en el sendero una luz rara y me volví para ver de dónde salía ese fulgor tan extraño, pues la casa y sus sombras quedaban a mis espaldas. El resplandor venía de la luna llena, roja como la sangre, que brillaba ahora a través de aquella fisura casi imperceptible dibujada en zigzag desde el tejado del edificio hasta la base. Mientras la observaba, la figura se ensanchó rápidamente, sopló el torbellino, todo el disco de la luna se metió de pronto en mis ojos y mi alma tembló al ver desplomarse los poderosos muros; hubo un largo y turbulento gemido como la voz de mil cascadas, y a mis pies, el estanque hondo y corrompido se cerró oscuro y en silencio, sobre los despojos de la Casa Usher.