A menudo se ha comparado el escenario natural de Norteamérica, en sus líneas generales y en sus detalles, con el paisaje de Europa. Hay fanáticos defensores de cada lugar y será difícil que la grieta se cierre. Los turistas ingleses más distinguidos que han intentado una comparación parecen considerar nuestro litoral norte y este, comparativamente hablando, así como todo el de Norteamérica o, por lo menos, el de Estados Unidos, digno de consideración. Poco dicen, porque han visto menos, del magnífico paisaje de algunos de nuestros distritos occidentales y meridionales –del dilatado valle de Luisiana, por ejemplo–, realización del más exaltado sueño de un paraíso. En su mayor parte, estos viajeros se conforman con una rápida inspección de los lugares más espectaculares de la zona: el Hudson, el Niágara, las Catskills, Harper’s Ferry, los lagos de Nueva York, el Ohio, las praderas y el Mississippi. Son también dignos de admiración para los que han recorrido las costas encastilladas del Rin, o deambulado junto a las aguas azules del Ródano.
Estos no son todos los que pueden enorgullecernos; afirmo que hay innumerables rincones tranquilos y apenas explorados, dentro de los límites de los Estados Unidos, que el verdadero artista o el cultivado amante de las más grandes y más hermosas obras de Dios preferirá a todos y cada uno de los prestigiosos y acreditados paisajes a los cuales me he referido.
Los verdaderos paraísos terrenales están lejos de la ruta de nuestros turistas; ¡cuánto más lejos, entonces, del alcance de los forasteros que, habiéndose comprometido con los editores de su patria a proveer cierta cantidad de comentarios sobre Norteamérica en un plazo determinado, no pueden cumplir este pacto de otra manera que recorriendo a toda velocidad, libreta de notas en mano, los más trillados lugares del país!
El valle de Luisiana, de todas las regiones dotadas de belleza natural, es la más hermosa. Ninguna ficción se le ha aproximado. La más espléndida imaginación podría sugerir su exuberante belleza. Y la belleza es, en realidad, su única característica. Poco o nada tiene de sublime. Leves ondulaciones del suelo tejidas con corrientes cristalinas, costeadas por pendientes llenas de flores y, como telón, un bosque gigante, multicolor, resplandeciente de alegres pájaros, lleno de aromas: estos rasgos componen, en el valle de Luisiana, el paisaje más sensual de la tierra.
Pero, aun en esta deliciosa región, los lugares más encantadoras solo se alcanzan por caminos escondidos. A decir verdad, por lo general, el viajero que quiere contemplar los más hermosos paisajes de Norteamérica no debe buscarlos en ferrocarril, en barco, en diligencia, en su coche particular y ni siquiera a caballo, sino a pie. Debe caminar, debe saltar barrancos, debe correr el riesgo de desnucarse entre precipicios, o dejar de ver las maravillas más verdaderas, más ricas y más indecibles de la tierra.
En la mayor parte de Europa esta necesidad no existe. En Inglaterra es desconocida. El más elegante de los turistas puede visitar todos los rincones dignos de ser vistos sin que arruinen sus medias de seda, tan sabidos son todos los lugares interesantes y tan bien organizados están sus medios de acceso. Nunca se ha dado a esta consideración la debida importancia cuando se compara el escenario natural del viejo mundo con el del nuevo. Toda la belleza del primero es comparada solo con los más famosos, pero no más eminentes, lugares del último.
El paisaje del río tiene todos los elementos de la belleza y, desde tiempos inmemoriales, ha sido el tema favorito del poeta. Pero su fama es atribuible al predominio de los viajes fluviales sobre los realizados por terreno montañoso. De la misma manera, los grandes ríos, por ser habitualmente grandes caminos, han acaparado en todos los países una indebida admiración. Han sido más observados y, en consecuencia, han constituido tema de discurso más a menudo que otras corrientes menos importantes pero de mayor interés.
Un ejemplo de mis observaciones es el Wissahickon, un arroyo (no merece nombre más importante) que se vuelca en el Schuykill, a unas seis millas al oeste de Filadelfia. Ahora bien, el Wissahickon es de una belleza tan notable, que si corriera en Inglaterra sería el tema de todos los poetas y el tópico común de todas las lenguas, siempre que sus orillas no hubieran sido loteadas a precios exorbitantes como solares para las villas de los ricos. Sin embargo, hace poco tiempo que se habla del Wissahickon, mientras el río más ancho y más navegable, en el cual se vuelca, ha sido celebrado como uno de los más hermosos ejemplos de paisaje fluvial americano. El Schuykill, cuyas bellezas han sido muy exageradas –y cuyas orillas, por lo menos en las cercanías de Filadelfia, son pantanosas como las del Delaware–, en modo alguno es comparable, en cuanto objeto de interés pintoresco, con el más humilde y menos famoso riacho del cual hablamos.
Hasta que Fanny Kemble, en su extraño libro sobre los Estados Unidos, señaló a los nativos de Filadelfia el raro encanto de esa corriente que llega a sus propias puertas, este encanto era solo una sospecha para algunos caminantes aventureros de los alrededores. Pero una vez que el Diario abrió los ojos de todos, el Wissahickon alcanzó notoriedad. En realidad, la verdadera belleza del riacho está lejos de la ruta de los cazadores de pintoresquismo de Filadelfia, quienes rara vez avanzan más allá de la boca del riacho, porque allí se detiene la carretera. Sugeriría al aventurero deseoso de ver sus más bellos sitios, que tomara el Ridge Road, el cual corre desde la ciudad hacia el oeste, y después de alcanzar el segundo sendero más allá del sexto mojón, siguiera este sendero hasta el final. Así sorprenderá al Wissahickon en uno de sus mejores lugares, y en un bote, o recorriendo sus orillas, puede remontar la corriente y bajar con ella, como se le ocurra; en cualquier dirección encontrará su recompensa.
Ya he dicho, o debería haber dicho, que el arroyo es estrecho. Sus orillas son casi siempre escarpadas, colinas cubiertas de arbustos cerca del agua, coronadas por árboles espléndidos de América, entre los cuales sobresale el Liriodendron Tulipifera. Las orillas inmediatas, sin embargo, son de piedra, de aristas agudas o cubiertas de musgo, que el agua clara lame, como las olas azules del Mediterráneo lamen los peldaños de sus palacios de mármol. A veces, frente a los acantilados, se extiende una pequeña meseta cubierta de pastos verdes; la mejor ubicación para una cabaña con jardín que la imaginación pueda concebir. Las sinuosidades de la corriente son bruscas, como ocurre habitualmente cuando las orillas son escarpadas, y así, la impresión que reciben los ojos del viajero al avanzar, es la de una interminable sucesión de pequeñas lagunas o, mejor dicho, de estanques de variadas formas. El Wissahickon, sin embargo, debe ser visitado, no como el «bello Melrose», al claro de luna o aun con tiempo nublado, sino en el más brillante fulgor del mediodía, pues la estrechez de la garganta por la cual corre, la altura de las colinas laterales, la espesura del follaje, conspiran para producir un efecto sombrío, que a menos de ser aliviado por una luz general, desmerece la belleza del paisaje.
Hace poco visité el arroyo por el camino descrito y pasé la mayor parte de un día muy caluroso navegando en un bote. Las altas temperaturas fueron venciéndome de a poco. El paisaje y el suave movimiento de la corriente me adormecieron. En ese sopor, mi fantasía imaginó los antiguos tiempos del Wissahickon, los «buenos tiempos» en que no existía el Demonio de la Locomotora, cuando nadie soñaba con picnics, cuando no se compraban ni se vendían «derechos de navegación», cuando el piel roja pisaba solo, junto al alce, los cerros que ahora se destacan allá arriba. Mientras este sueño se adueñaba gradualmente de mi espíritu, el perezoso arroyo me había llevado, pulgada tras pulgada, en torno a un promontorio, y a plena vista de otro que limitaba la perspectiva. Era una ribera empinada, rocosa, que se hundía en el agua y presentaba las características de una pintura de Salvatore Rosa, mucho más señaladas que en cualquier otra parte del recorrido. Lo que vi sobre ese acantilado, al principio no me asombró, por su absoluta y apropiada coincidencia con las soñolientas fantasías que me envolvían. Vi, o soñé que veía, de pie en el borde mismo del precipicio, con el cuello tendido, las orejas tiesas y toda la actitud reveladora de una curiosidad profunda y melancólica, uno de los más viejos y más osados alces, idénticos a los que yo uniera con los pieles rojas de mi visión. Durante unos minutos esta aparición no me asombró. Durante ese intervalo mi alma quedó cautivada. Imaginé al alce disgustado tanto como maravillado de la decadencia operada en el arroyo y en su vecindad, por la mano cruel del materialismo. Un ligero movimiento de la cabeza del animal destruyó de inmediato el ensueño que me envolvía y despertó en mí la novedad de la aventura. Me incorporé sobre una rodilla dentro del bote y, mientras dudaba entre detener mi marcha o acercarme, oí las palabras «¡chist!, ¡chist!», pronunciadas rápidamente pero con prudencia desde los matorrales de lo alto. Instantes después, un negro emergía de la maleza, separando las ramas con cuidado y caminando cautelosamente. Llevaba en una mano un puñado de sal y, tendiéndola hacia el alce, se acercó lento pero seguro. El noble animal, aunque un poco inquieto, no hizo el menor intento de escapar. El negro avanzó, ofreció la sal y dijo unas palabras de aliento o conciliación. Entonces el alce agachó la cabeza, pateó y después se echó tranquilamente y aceptó el correaje.
Este es el fin de mi relato del alce, un viejo animal malcriado, de hábitos domésticos, que pertenecía a una familia inglesa que ocupaba una villa de los alrededores.