La tercera década del siglo XIX fue escenario de una aurora literaria que influyó no solo en la historia del cuento fantástico, sino en la historia del cuento corto en su totalidad, y creó indirectamente las líneas y destinos de una gran escuela estética europea. Tenemos la suerte, como norteamericanos, de poder exigir como propio ese amanecer, ya que estuvo encarnado en la figura de nuestro más ilustre y desventurado compatriota, Edgar Allan Poe.
La fama de Poe ha sido objeto de las más curiosas sinuosidades, y ahora está de moda entre la «vanguardia» restar importancia a su arte y minimizar su influencia, pero le sería difícil a un crítico sensato y reflexivo negar el colosal valor de su obra y la contundente fuerza de su capacidad como creador de visiones artísticas. La verdad es que algunas de sus ideas pudieron ser anteriores, pero él fue el primero en concretarlas y darles una forma superior y un sistema expresivo. También es cierto que sus discípulos pudieron haberlo superado en algunos textos aislados, pero que fue él quien les enseñó, por medio del ejemplo y el precepto, el arte que ellos pudieron perfeccionar al tener caminos abiertos y a Poe como guía. Más allá de sus limitaciones, Poe logró lo que nadie había realizado, a él le debemos el cuento de terror moderno en su forma final y perfecta. Antes de Poe, la mayoría de los escritores fantásticos trabajaban a ciegas, sin entender los fundamentos psicológicos del horror, y con la traba de un conformismo ante ciertas convenciones literarias, tales como el final feliz, la recompensa a la virtud y, en general, un falso moralismo, una aceptación de los valores impuestos y un retaceo de las emociones, tomando partido con los defensores de las ideas artificiales del vulgo. Por el contrario, Poe percibió la esencia impersonal del verdadero artista, y supo que la función de la literatura creativa era la de expresar e interpretar los sucesos y las sensaciones tal como son, sin importar lo que prueban –bueno o malo, atractivo o repulsivo, estimulante o deprimente–, con el artista actuando siempre como un atento e impersonal cronista, lejos del tendencioso profesor o el vendedor de opiniones. Poe observó lúcidamente que todas las fases de la vida y el pensamiento eran temas permitidos y eficaces para el artista, y al estar su espíritu inclinado hacia lo raro y lo oscuro, decidió ser el intérprete de esos poderosos sentimientos que arrastran más dolor que placer, más ruina que prosperidad, más terror que sosiego, y que son fundamentalmente adversos o indiferentes al sentir común de la humanidad, lo mismo que a la salud, cordura o bienestar general de la especie.
Los fantasmas de Poe adquirieron así una convincente perversidad que no tenían los de ninguno de sus precursores, y estableció un nuevo grado de realismo en los anales del horror literario. Por otra parte, su propósito de arte impersonal se apoyaba en una actitud científica casi desconocida hasta entonces, por medio de la cual Poe estudiaba la mente humana más que los usos de la novela gótica, y trabajaba con un conocimiento analítico de las auténticas fuentes del terror, que duplicaba el vigor de su narrativa y lo liberaba de las ridiculeces destinadas a producir sustos convencionales.
Con este ejemplo a la vista, los autores posteriores estaban obligados a seguirlo, si deseaban competir de alguna manera; un cambio drástico empezó a producirse en la literatura de lo macabro. Poe, además, consagró un nuevo estilo de perfección técnica, y aunque algunos de sus textos hoy nos parezcan un poco melodramáticos, podemos rastrear su indudable impronta en cosas tales como la constante presencia de una atmósfera única, y el objetivo de un solo efecto, lo mismo que la rigurosa selección de incidentes relacionados al argumento o al clímax. Con toda justicia, puede decirse que Poe inventó el cuento moderno.
Su influencia, al elevar la enfermedad y la perversidad a un nivel de temas artísticamente expresables, fue de largo alcance, pues, ávidamente recibido e intensificado por su famoso admirador francés Charles Baudelaire, se convirtió en el núcleo de los principales movimientos estéticos en Francia, haciendo de Poe el padre de los decadentes y los simbolistas.
Poeta y crítico por naturaleza, lógico y filósofo por elección, Poe no era un hombre sin defectos. Sus pretensiones de oscuro humanista, su forzado sentido del humor y sus frecuentes arranques de crítica prejuiciosa, todo eso es conocido y se le puede perdonar. Más allá y por encima de todo, estaba la visión magistral del terror, alrededor y dentro de nuestras almas, y del gusano que se agita en un abismo espantosamente cercano. Afinando todas las atrocidades de esa caricatura de colores chillones mal combinados que llamamos existencia, y en ese carnaval solemne que denominamos pensamiento y sentimiento humano, esa visión tiene el poder de proyectarse en tenebrosas y mágicas transmutaciones y cristalizaciones; y en la América estéril de mediados del siglo XIX surgió de pronto un espléndido jardín de hongos ponzoñosos alimentados por la luna, que jamás pudieron lucir ni siquiera las infernales laderas de Saturno. Los poemas y los cuentos sostienen la esencia del pánico cósmico.
El cuervo cuyo pico se clava en el corazón, los vampiros que redoblan las campanas en torres hediondas, la tumba de Ulalume en la noche de octubre, los majestuosos capiteles bajo las olas, la región salvaje y misteriosa que descansa, sublime, más allá del Tiempo y del Espacio; todo eso y mucho más nos vigila entre el repiquetear loco y la pesadilla febril de la poesía.
Y en la prosa, se abren frente a nosotros las mismas bocas del infierno, rarezas inauditas levemente insinuadas por el poder de unas palabras de cuya inocencia apenas dudamos, hasta que la voz quebrada y vibrante del narrador, tensa de emoción, nos revela las temibles implicaciones; siluetas y presencias demoníacas adormecidas, que despiertan súbitamente en un instante fóbico acarreando la locura, o retumbando en ecos memorables. Un aquelarre que desgarra los mantos del pudor, una visión monstruosa debido a la destreza científica que hace que cada detalle se ubique, con aparente facilidad, en relación con las conocidas miserias de la vida.
Los cuentos de Poe son diversos; algunos contienen la esencia más pura del horror espiritual. Los relatos de raciocinio, precursores de la narrativa moderna de detectives, no cabe incluirlos en la literatura sobrenatural; ciertas narraciones, acaso influidas por E. T. A. Hoffmann, poseen una extravagancia que las relegan al límite de lo grotesco.
Otro grupo de cuentos se sumergen en lo inverosímil y lo obsesivo; su efecto es de espanto, pero no fantástico. Una parte sustancial de ellos, no obstante, representa a la literatura del terror sobrenatural en sus formas más agudas, y confiere a su autor un lugar inamovible como deidad y manantial de toda la literatura diabólica moderna.
¿Quién puede olvidar al terrible e imponente navío suspendido al borde de las olas abismales en el «Manuscrito encontrado en una botella»? La urgencia lóbrega de su monstruosa dimensión, su antigüedad incalculable, la siniestra tripulación de viejos extravagantes y su viaje espeluznante y fatal hacia al sur, a través de los hielos de la noche antártica, impulsado por una corriente demencial hacia el torbellino secreto que será su perdición.
Luego tenemos al inexpresivo señor Valdemar, en estado hipnótico durante siete meses después de muerto, dejando escapar sonidos frenéticos un momento antes de que el fin del experimento lo deje convertido en una masa casi líquida de horrible, detestable podredumbre.
En La narración de Arthur Gordon Pym los viajeros llegan, en primer lugar, a una extraña región del polo sur habitada por terribles salvajes y en donde no existe el color blanco. Enormes barrancos rocosos tienen la forma de inmensos caracteres egipcios que deletrean siniestros arcanos de la Tierra. Luego visitan una región misteriosa en donde todo es de color blanco: los extraños pájaros, las figuras colosales que vigilan una inmensa catarata de niebla que desde alturas inmensas cae en un caliente mar lechoso.
El relato titulado «Metzengerstein» aterroriza con malignas intimaciones de una monstruosa transformación, el hidalgo loco que incendia los establos de su enemigo hereditario; el caballo colosal que huye del edificio en llamas después de la muerte de su dueño, el fragmento perdido del antiguo tapiz donde aparecía el gigantesco caballo del antepasado de la víctima durante las Cruzadas; el constante cabalgar del loco sobre el gran corcel y su odio y temor de la bestia; las estúpidas profecías que pesan sobre las familias enemigas; y finalmente, el incendio del palacio del loco y su muerte en medio de las llamas. Luego, el humo que brota de las ruinas calcinadas toma la forma de un caballo gigante.
«El hombre de la multitud» nos cuenta la historia de un individuo que recorre incansablemente las calles durante el día y la noche buscando mezclarse entre la muchedumbre, como si le espantara estar solo. El relato posee efectos más discretos, pero no implica otra cosa que el más puro terror cósmico. La mente de Poe jamás se apartaba del terror y la decadencia; y en cada cuento, poema o diálogo filosófico descubrimos una tensa impaciencia por penetrar los abismos insondables de la noche, rasgar el velo de la muerte e imperar en la fantasía como amo y señor de los misterios del tiempo y del espacio.
Algunos relatos de Poe poseen una perfección casi absoluta de estructura artística que los convierten en verdaderos faros en el terreno del cuento. Cuando se lo proponía, Poe sabía dar a su prosa un exquisito molde poético, empleando ese arcaico estilo oriental de frases enjoyadas, de reiteraciones bíblicas, tan exitosamente utilizado por escritores posteriores como Oscar Wilde y Lord Dunsany; y, cuando esto sucedía, el resultado era un efecto narcótico de fantasía lírica, los arabescos oníricos del opio en el lenguaje de los sueños, donde cada color sobrenatural e imágenes grotescas se encarnan en una sinfonía de acordes similares.
«La máscara de la muerte roja», «Silencio», «La sombra» son indudablemente poemas en todo el sentido de la palabra, excepto en la métrica, y logran su fuerza y efecto mediante cadencias auditivas e imaginería visual. Sin embargo, es en dos de sus relatos menos conscientemente poéticos, «Ligeia» y «La caída de la casa Usher» –especialmente este último–, donde encontramos esas cumbres artísticas en las que Poe reina como el supremo miniaturista literario. De argumento simple y directo, esos cuentos deben su magia a la habilidad para seleccionar y ubicar cada pequeño suceso. «Ligeia» narra la historia de una mujer de alta alcurnia y origen misterioso, que regresa después de muerta para tomar posesión del cuerpo de la segunda esposa de su marido, logrando incluso imponer su apariencia física en el cadáver temporalmente reanimado de su víctima. A pesar de cierta fastidiosa prolijidad y lentitud, el cuento alcanza su desenlace con inexorable poder. «La caída de la casa Usher», cuya supremacía en detalle y proporción es muy marcada, sugiere estremecedoramente la vida de las cosas inorgánicas y despliega una trinidad de entidades anormalmente entrelazadas en el ocaso de una historia familiar, un hermano, su hermana gemela y su mansión increíblemente antigua, todos compartiendo un alma única y una muerte simultánea. Estas concepciones bizarras, que podrían ser torpes en manos inexpertas, se convierten bajo la magia de Poe en sustos reales y convincentes que embrujan nuestras noches; y todo ello a causa de la perfecta comprensión por parte del autor de la mecánica y fisiología del miedo y lo raro –el énfasis en los detalles esenciales, la exacta selección de las discordancias que anteceden al horror, los hechos y referencias que se asoman como símbolos del desenlace siniestro, las inflexiones brillantes del clima opresivo y el ensamble perfecto que da una infalible continuidad a todo el relato hasta el momento del clímax inexorable, los matices de paisaje y escenario que dan vida a la atmósfera e ilusión que se pretende lograr, y otros principios de esta índole, algunos demasiado sutiles y que escapan a la comprensión de un simple comentarista.
Es posible que en sus cuentos encontremos melodrama e ingenuidad; según dicen, existía un latoso caballero francés que no soportaba la lectura de Poe, excepto en la traducción elegante y modulada de Baudelaire, pero esas insuficiencias están eclipsadas por el poderoso sentido de lo morboso, lo fantasmagórico y lo feo que surge de la mente creativa del artista, sellando sus obras macabras con la marca imperecedera del genio más sublime. Los cuentos fantásticos de Poe están vivos, mientras el olvido arrastra a otros.
Como sus colegas en el género, Poe sobresalía en el manejo de sucesos y en los efectos narrativos más que en el retrato de los personajes. Su protagonista es, por lo general, un caballero de vieja alcurnia y circunstancias opulentas, sombrío, elegante, orgulloso, melancólico, intelectual, de exacerbada sensibilidad, caprichoso, introspectivo, solitario y, en ocasiones, un poco loco; ilustrado en saberes raros y oscuramente ambicioso por penetrar en los misterios del universo. Salvo por su nombre altisonante, este personaje tiene poco que ver con los de las primeras novelas góticas, porque no es un héroe acartonado ni un villano diabólico. Sin embargo, tiene indirectamente una relación genealógica, dado que sus cualidades sombrías, antisociales y ambiciosas tienen el sabor del héroe byroniano, quien a su vez, es un retoño de los góticos Manfredos, Montonis y Ambrosios. Muchas de sus características parecen derivar de la propia psicología de Poe, quien, durante largas etapas de su vida, tenía las mismas aspiraciones sublimes, la depresión, la sensibilidad, la soledad y la extravagancia, que él impuso a sus criaturas solitarias, víctimas del Destino.
Fragmento de El horror sobrenatural en la literatura (Supernatural Horror in Literature), de H. P. Lovecraft, 1927.