—Marchemos hacia las murallas —dijo Abel-Phittim a Buzi-Ben-Levi y a Simeón el Fariseo, el décimo día del mes de Tammuz del año del mundo tres mil novecientos cuarenta y uno.
Marchemos hacia las murallas, junto a la puerta de Benjamín, en la ciudad de David, que dominan el campamento de los incircuncisos, pues es la última hora de la cuarta guardia y va a salir el sol, y los idólatras, cumpliendo la promesa de Pompeyo, deben de estar esperándonos con los corderos para los sacrificios.
Simeón, Abel-Phittim y Buzi-Ben-Levi eran los Gizbarim o subcolectores de las ofrendas en la santa ciudad de Jerusalén.
—Bien has dicho —replicó el Fariseo—. Apurémonos, porque asombra esta generosidad de los paganos, y la frivolidad ha sido siempre atributo de los adoradores de Baal.
—Que son frívolos y traidores es tan cierto como el Pentateuco —dijo Buzi-Ben-Levi—, pero ello tan solo para con el pueblo de Adonai. ¿Cuándo se ha sabido que los amonitas descuidaran sus intereses? ¡No me parece que sea tan generoso facilitarnos corderos para el altar del Señor y recibir a cambio treinta monedas de plata por cabeza!
—Olvidas, Ben-Levi —replicó Abel-Phittim—, que el romano Pompeyo, impío sitiador de la ciudad del Altísimo, no tiene la seguridad de que los corderos así adquiridos serán dedicados a alimento del espíritu y no del cuerpo.
—¡Cómo, por las cinco puntas de mi barba! —gritó el Fariseo, que pertenecía a la secta de los llamados Azotadores (pequeño grupo de santos, cuya manera de azotarse y lacerarse los pies era desde hacía mucho una espina y un reproche para los devotos menos entusiastas, y una piedra de toque para los transeúntes menos dotados)—. ¡Por las cinco puntas de esa barba que, por ser sacerdote, me está vedado afeitarme! ¿Habremos vivido para ver el día en que un blasfemo idólatra advenedizo romano nos acuse de destinar a los apetitos de la carne los elementos más santos y consagrados? ¿Habremos vivido para ver el día en que...?
—No nos preocupemos de las razones del filisteo —lo interrumpió Abel-Phittim—, hoy nos beneficiamos por primera vez de su avaricia o de su generosidad; apurémonos a llegar a las murallas, no sea que las ofrendas falten en ese altar cuyo fuego las lluvias del cielo no pueden extinguir y cuyas columnas de humo ninguna tormenta puede perturbar.
La parte de la ciudad hacia la cual iban nuestros excelentes Gizbarim mostraba el nombre de su arquitecto, el rey David, y era considerada la zona mejor fortificada de Jerusalén, situada sobre la majestuosa colina de Sión. Un ancho y profundo foso circunvalatorio, tallado en la roca viva, estaba defendido por una solidísima muralla que nacía en su borde interno. A intervalos regulares surgían en la muralla torres cuadradas de mármol blanco, las menores tenían sesenta pies de alto y las mayores, ciento veinte. Pero en las cercanías de la puerta de Benjamín, la muralla no nacía del borde mismo del foso. Por el contrario, entre el nivel de este y la base del baluarte se alzaba un peñasco de quinientos metros que formaba parte del abrupto monte Moriah. Así, cuando Simeón y sus compañeros llegaron a lo alto de la torre llamada Adoni-Be-zek –la más alta de las torres que rodeaban Jerusalén y lugar habitual de parlamentos con el ejército sitiador– pudieron contemplar el campamento del enemigo desde una elevación que sobrepasaba a la pirámide de Keops y al templo de Belus.
—En verdad digo —suspiró el Fariseo, mientras se inclinaba sobre el precipicio—, los incircuncisos son tantos como las arenas de la playa... como las langostas del desierto. El valle del Rey se ha convertido en el valle de Adommin.
—Y, sin embargo —agregó Ben-Levi—, no podrías señalarme un solo filisteo... ¡No, ni uno, desde Aleph a Tau, desde el desierto hasta las fortificaciones, que parezca más grande que la letra Jod!
—¡Bajad la canasta con las monedas de plata! —gritó en un tono grosero y áspero, un soldado romano que parecía salido de las regiones de Plutón—. ¡Bajad esa canasta con el maldito dinero, cuyo solo nombre basta para romper la mandíbula de un noble romano! ¿Es así como mostráis vuestra gratitud hacia nuestro amo Pompeyo, que, en su misericordia, ha creído oportuno escuchar vuestras impertinencias de idólatras? El dios Febo, que es un dios verdadero, corre en su carro desde hace una hora. ¿Y no teníais vosotros que estar en las murallas cuando asomara? ¡Ædepol! ¿Creéis que nosotros, conquistadores del mundo, no tenemos otra cosa que hacer que esperar a la puerta de cada perrera para traficar con los perros de este mundo? ¡Vamos, abajo... y atención a que vuestras bagatelas tengan el color y el peso debidos!
—¡El Elohim! —profirió el Fariseo, mientras el tono disonante del centurión resonaba en las rocas del precipicio y se perdía contra el templo—. ¡El Elohim! ¿Quién es el dios Febo? ¿A quién invoca el blasfemo? ¡Dilo tú, Buzi-Ben-Levi, que eres un erudito en las leyes de los gentiles y has vivido entre los que se contaminan con los Teraphim? ¿Habló de Nergal el idólatra? ¿O de Ashimah? ¿De Nibhaz... de Tartak... de Adramalech... de Anamalech... de Succoth-Benith... de Dagon... de Belial... de Baal-Perith... de Baal-Peor... o de Baal-Zebub?
—De ninguno de ellos, pero ten cuidado, que la cuerda no resbale rápidamente entre tus dedos, pues si la canasta quedara colgada de aquella roca saliente harías caer lamentablemente la santa plata del santuario.
Con ayuda de una máquina de construcción bastante tosca, la canasta pesadamente cargada descendió lentamente, hasta llegar a la muchedumbre de abajo; desde el vertiginoso pináculo podía verse a los romanos que se amontonaban en torno a ella, pero la gran altura y la niebla no permitían divisar con precisión lo que pasaba.
Transcurrió así media hora.
—¡Llegaremos demasiado tarde! —suspiró el Fariseo, mientras miraba hacia el abismo—. ¡Llegaremos demasiado tarde, y los Katholim nos despojarán de nuestras funciones!
—¡Nunca más nos regalaremos con lo mejor de la tierra! —agregó Abel-Phittim—. ¡Nuestras barbas perderán su aroma a incienso y nuestros cuerpos el bello lino del Templo!
—¡Raca! —juró Ben-Levi—. ¿Pretenderán robarnos el dinero de la compra? ¡Santísimo Moisés! ¿Estarán pesando las monedas del trono?
—¡Han dado la señal! —gritó el Fariseo—. ¡Por fin han dado la señal! ¡Tira de la cuerda, Abel-Phittim... y también tú, Buzi-Ben-Levi! ¡Pues en verdad digo que los filisteos están sujetando todavía la canasta o el Señor ha dulcificado sus corazones y la han cargado con un animal de gran peso!
Y los Gizbarim tiraron de la cuerda, mientras su carga ascendía balanceándose pesadamente entre la niebla.
—¡Booshoh! ¡Booshoh!
Tal fue la exclamación que salió de la boca de Ben-Levi cuando, después de una hora de trabajo, empezó a verse algo en la extremidad de la cuerda.
—¡Booshoh! ¡Oh vergüenza! ¡Es un carnero de los sotos de Engadi... y más arrugado que el valle de Jehoshaphat!
—Es un primer nacido del rebaño —opuso Abel-Phittim—. Lo reconozco por su berrido y por su modo de doblar las patas. Sus ojos son más hermosos que las joyas del Pectoral y su carne es como la miel del Hebrón.
—Es un becerro engordado en las praderas de Bashan —dijo el Fariseo—. ¡Los paganos se han portado bien con nosotros! ¡Que nuestras voces se eleven en un salmo! ¡Demos las gracias con el shawm y el salterio! ¡Con el arpa y el huggab, con la cítara y el sacabuche!
Solo cuando la canasta se hallaba a pocos pies de los Gizbarim, un gruñido les reveló que contenía un puerco enorme.
—¡El Emanu! —gritaron los tres, levantando los ojos y soltando la cuerda, con lo cual el puerco se volvió de cabeza entre los filisteos—. ¡El Emanu! ¡Dios sea con nosotros...! ¡Es la carne innombrable!