Por qué el francesito usa su mano en cabestrillo

(Why the Little Frenchman Wears His Hand in a Sling, 1840)

¡Claro que sí! Está en mi tarjeta de presentación (y en papel rosa brillante), cualquiera que desee puede leer allí estas interesantes palabras: «Sir Patrick O’Grandison, Baronet, 39, Southampton Row, Rusell Square, Parroquia de Bloomsbury». Y si quisiera usted descubrir quién es el rey de la buena educación y el que da el último grito del buen gusto en la ciudad de Londres... pues aquí lo tiene. No se asombre (y será mejor que deje de rascarse la nariz), porque garantizo que soy un caballero, y desde que salí de los pantanos irlandeses para convertirme en baronet, vuestro Patrick ha estado viviendo como un príncipe, educándose y refinándose. ¡Caramba, es una bendición para los ojos mirar a Sir Patrick O’Grandison, Baronet, cuando se viste para ir a la ópera o va a subir a su coche para dar una vuelta por Hyde Park! A causa de mi elegante figura, todas las mujeres se enamoran de mí. ¿Alguien puede negar mi buena altura y mi cuerpo perfectamente proporcionado? En cambio, el extranjero, el francesito que vive frente a mi casa, es un petiso que se pasa el día comiéndose con los ojos (¡para su mala suerte!) a la bella viuda Mistress Tracle, mi amiga y vecina (¡Dios la bendiga!). Usted habrá visto que el pequeño gusano está un poco deprimido y que usa la mano izquierda en cabestrillo, bueno, precisamente me disponía a contarle por qué.

La verdad es sencilla, sí, señor; el día en que llegué a Connaught y salía a airear mi elegante figura a la calle, apenas me vio la viuda, que estaba asomada a la ventana, ¡zas, su corazón quedó súbitamente rendido! Me di cuenta enseguida, como se imaginará, y juro ante Dios que es la santa verdad. Primero vi que abría rápido la ventana y asomaba por ella unos ojazos abiertos de par en par, y después surgió un catalejo que la bella viuda se aplicó a un ojo, y que el diablo me cocine si ese ojo no habló tan claro como puede hacerlo un ojo de mujer, y me dijo: «¡Buenos días tenga usted, Sir Patrick O’Grandison, Baronet, encanto! ¡Vaya apuesto caballero! Sepa usted que mis gallardos cuarenta años están desde ahora a sus órdenes, hermoso mío, siempre que le parezca bien». Pero no era a mí a quien iban a ganar en gentileza y buenos modales, de modo que le hice una reverencia que le hubiera partido a usted el corazón de verla, me saqué el sombrero con un saludo y le guiñé dos veces los ojos, como para decirle: «Bien ha dicho usted, hermosa criatura, Mrs. Tracle, encanto, y que me ahogue ahora mismo en un pantano si Sir Patrick O’Grandison, Baronet, no descarga una tonelada de amor a los pies de su alteza en menos tiempo del que toma entonar una canción de Londonderry».

A la mañana siguiente, cuando estaba pensando si no sería de buena educación mandar una carta de amor a la viuda, apareció mi criado con una tarjeta y me dijo que el nombre escrito en ella (porque yo nunca he podido leer nada impreso porque soy zurdo) era del conde Augusto Luquesi, maître de danse (si es que eso quiere decir algo), y que el dueño de esa jerga embrujada era el francesito que vive enfrente de casa.

Enseguida apareció el pequeño demonio en persona, hizo un saludo florido, diciendo que se había tomado la libertad de honrarme con su visita, y siguió hablando y hablando largo rato, y no le entendía ni una palabra, salvo cuando repetía, y me soltaba un montón de mentiras, entre las cuales (¡mala suerte para él!) que estaba loco de amor por mi viuda Mrs. Tracle y que mi viuda Mrs. Tracle estaba enamoradísima de él.

Cuando escuché esto, ya puede usted suponer que me puse más violento que un leopardo, pero me acordé que era Sir Patrick O’Grandison, Baronet, y que no estaba bien que la ira pudiera más que la buena educación, de modo que disimulé y me comporté con gentileza, y al cabo de un rato, ¿qué piensa usted que el pequeño demonio me propuso? Pues me propuso visitar juntos a la viuda, agregando que tendría el placer de presentarme.

«¿Conque esas tenemos?», me dije. «Patrick, hijo mío, eres el hombre más afortunado de la tierra. Muy pronto veremos si Mistress Tracle está enamorada de este Mosiú Metré Dedans (o cómo se diga) o de mi apuesta persona».

Así fue como llegamos en un santiamén a casa de la viuda, y puede creerme si le digo que era una mansión elegante. Tenía una alfombra y, en un rincón, un piano y un arpa, y el diablo sabe cuántas cosas más, y en otro rincón, había un sofá que era la cosa más bonita de toda la naturaleza, y sentada en el sofá estaba nada menos que ese bellísimo ángel, Mistress Tracle.

—¡Buenos días tenga usted, Mrs. Tracle! —le dije, a tiempo que le hacía una reverencia tan elegante que usted se hubiera quedado con la lengua afuera.

—Woully woo, parley woo —dijo el francesito—. Mrs. Tracle, este caballero es su reverencia Sir Patrick O’Grandison, Baronet, el mejor y más íntimo amigo que tengo en el mundo.

Entonces, la viuda se levantó del sofá, nos hizo el saludo más bonito que se ha visto nunca y volvió a sentarse. ¿Querrá usted creerlo? En ese mismo momento, el condenado Mosiú Metré Dedans se instaló tranquilamente en el sofá, a la derecha de la viuda. Por un instante creí que los ojos iban a saltar de mi cara, tan rabioso estaba. Pero pensé: «¿Conque esas tenemos? ¿Conque así nos portamos, Mosiú Metré Dedans?». Y al mismo tiempo me instalé a la izquierda de la reina, a fin de estar a la par con el miserable. Usted se hubiera sentido feliz de presenciar la doble guiñada que le hice a la viuda en plena cara, con un ojo después del otro. El francesito no sospechaba nada, y con todo atrevimiento se puso a cortejarla.

—Woully wou —le decía—. Parley wou —agregaba.

«Esto no te servirá de nada, querido Mosiú Rana», pensaba yo, y me puse a hablar sin parar y en voz muy alta, para atraer la atención de la dama gracias a mi elegante charla sobre mis pantanos de Connaught. De vez en cuando me dedicaba su bella sonrisa, abriendo la boca de oreja a oreja, con lo cual me hacía sentir más atrevido que un puerco. Al fin, pude atrapar la punta de su dedo meñique del modo más fino que se pueda imaginar, mientras la miraba con los ojos en blanco.

No tardé en advertir la inteligencia de aquel hermoso ángel, pues apenas observó que quería estrecharle la mano la retiró en un santiamén y se la puso a la espalda, como si me dijera: «Ahí tienes, Sir Patrick O’Grandison, te ofrezco una oportunidad mejor, hermoso mío, pues no es muy gentil que me tomes la mano y me la aprietes en presencia de este francesito, Mosiú Metré Dedans».

Entonces le guiñé el ojo, como para decirle: «No hay como Sir Patrick para esta clase de simulaciones», me puse enseguida a la tarea, y usted se hubiera muerto de risa de haber visto la forma tan astuta con que deslicé el brazo derecho entre el respaldo del sofá y la espalda de su alteza, hasta encontrar, como es natural, su preciosa y pequeña mano, que parecía esperarme y decirme: «Buenos días tenga usted, Sir Patrick O’Grandison, Baronet». Y yo no hubiera sido quien soy si no le hubiera dado un apretón suave, el más gentil del mundo, para no hacerle daño, ¿verdad? Pero entonces, ¡maldición!, ¿qué diría usted al saber que a cambio de mi apretón recibí otro, el más delicado de todos los apretones? «Sangre y truenos, Sir Patrick –pensé para mis adentros–, ¡cómo se ve que eres el hijo de tu padre, y nadie más que él, y que nunca se vio hombre más elegante y afortunado desde que dejaste los pantanos y saliste de Connaught!».

Y sin perder tiempo apreté con más fuerza la pequeña mano, y el apretón con que ella me respondió fue mucho más fuerte. Pero en ese momento a usted se le hubieran roto las costillas de risa si hubiese visto cómo se comportaba Mosiú Metré Dedans. Nunca se vio semejante monserga, risas bobas, parley wou y todo lo que dedicaba a la reina. ¡Nunca se vio algo así en la tierra! Y que el diablo me haga arder si no vi con mis propios ojos cuando el condenado le guiñaba uno de los suyos a mi ángel... ¡Maldición! ¡Si no me puse más furioso que un gato de Kilkenny, quisiera que me lo dijesen!

—Permítame informarle, Mosiú Metré Dedans —le dije con educación—, que no es nada gentil, aparte de que a usted no le queda nada bien estar mirando a su alteza de manera tan descarada.

Y al mismo tiempo apreté la mano de la viuda como para decirle: «¿No es verdad que Sir Patrick la protegerá a usted ahora, joya mía, encanto?».

Y como respuesta recibí otro buen apretón de ella, con el cual quería decirme claramente: «Es verdad, Sir Patrick, mi encanto; usted es el mejor caballero del mundo». Y al mismo tiempo la vi abrir sus bellos ojos de manera tal que creí que se le escaparían de la cara, mientras miraba rabiosa como un gato a Mosiú Rana y después me miraba a mí sonriente como un ángel.

—¿Cómo? —dijo el miserable—. ¡Cómo! Woully wou, parley wou.

Y al mismo tiempo se encogió tanto de hombros que pensé que iba a quedarle el faldón de la camisa al aire haciendo simultáneamente un gesto displicente con su boca. Y esa fue la única explicación que conseguí de él.

Créame usted, el que se puso furibundo en aquel momento fue Sir Patrick, y mucho más al darme cuenta de que el francesito insistía con sus guiñadas de ojo a la viuda, mientras la viuda seguía apretándome muy fuerte la mano, como si me dijera: «¡No se deje intimidar, Sir Patrick O’Grandison, mi vida!». Por lo cual solté un terrible juramento, mientras decía:

—¡Maldita rana insignificante, condenado gusano impertinente!

¿Creerá usted lo que hizo entonces la reina? Dio un salto en el sofá como si acabaran de morderla y corrió a la puerta, mientras yo la miraba asombrado y la seguía en su carrera con mis ojos. Se dará usted cuenta de que yo tenía mis razones para saber que mi ángel no podía salir del salón aunque quisiera, puesto que tenía su mano en la mía, y que el diablo me haga arder si pensaba soltarla. Por eso le dije:

—¿No está usted olvidando algo que le pertenece, su alteza? ¡Vuelva, mi encanto, para que pueda devolverle su pequeña mano!

Pero ella salió corriendo escaleras abajo sin escucharme, y entonces miré al francesito. ¡Maldición, que me cuelguen si su maldita mano, pequeña como era, no estaba perfectamente instalada dentro de la mía! Y que vuelvan a colgarme si en ese momento no estuve a punto de morirme de risa al ver la cara del pobre diablo cuando se dio cuenta de que lo que había tenido todo el tiempo en la mano no era la mano de la viuda, sino la de Sir Patrick O’Grandison. ¡Ni el mismo diablo vio alguna vez una cara tan larga como esa! En cuanto a Sir Patrick O’Grandison, Baronet, no es hombre de preocuparse por una equivocación tan insignificante. Baste con decir que antes de soltar la mano del condenado Mosiú (y esto solo ocurrió después que el lacayo de la viuda nos hubo echado a patadas escaleras abajo) le di un apretón tan grande que se la dejé convertida en jalea de frambuesa.

—Woully wou —dijo él—. Parley wou —agregó—. ¡Maldición!

Y por eso es que ahora anda con la mano izquierda en cabestrillo.