El hombre jirafa. Cuatro bestias en una

(Four Beasts in One – The Homo-Cameleopard, 1836)

Cada uno tiene sus virtudes.

(Chacun a ses vertus.)

Crebillon, Jerjes

Se considera generalmente a Antíoco Epifanes como el Gog del profeta Ezequiel. Sin embargo, sería más apropiado atribuir este honor a Cambises, hijo de Ciro. De todos modos, el carácter del rey sirio no necesita adicionar ningún adorno. Su llegada al trono, o mejor dicho, su usurpación del poder, en el año ciento setenta y uno antes de Cristo; su intento de saquear el templo de Diana, en Éfeso; su odio a los judíos; su profanación del santo de los santos; y su muerte miserable en Taba, después de un gobierno turbulento de once años, constituyen circunstancias sobresalientes y, por tanto, mucho más tenidas en cuenta por los historiadores de su tiempo que las impías, temerosas, inhumanas, torpes y extravagantes maniobras que componen su vida privada y su fama.

Supongamos, amable lector, que vivimos en el año tres mil ochocientos treinta. Imaginemos por un instante que estamos en la más grotesca de las moradas humanas, en la ciudad de Antioquía. En Siria y otros países había dieciséis ciudades con este nombre, aparte de aquella a que aludo particularmente. Pero la nuestra es la que se llama Antioquia Epidafne por su cercanía con el pueblo de Dafne, donde se encumbraba un templo a dicha deidad. Fue erigida (aunque el asunto está muy discutido) por Seleuco Nicanor, primer rey del país después de Alejandro Magno, en memoria de su padre, Antíoco, y no tardó en convertirse en capital de los soberanos sirios. Durante el imperio romano, Antioquía era la residencia habitual del prefecto de las provincias orientales y muchos emperadores de la ciudad reina (entre los cuales cabe mencionar especialmente a Veras y a Valente) pasaron aquí la mayor parte de su tiempo. Les aviso que ya estamos en la ciudad. Trepemos a esa muralla, para contemplar Antioquia y las tierras que la rodean.

—¿Qué río es ese, tan ancho y rápido, que se abre camino entre saltos a través de una multitud confusa de montañas y de la multitud no menos confusa de edificios?

—Es el Orontes. Sus aguas son las únicas visibles, fuera de las del Mediterráneo, que se tienden como un espejo a unas doce millas al sur. Todo el mundo ha visto el Mediterráneo, pero permítame decirle que muy pocos han podido tener un rastro de Antioquía. Cuando digo pocos, hablo de personas como usted y como yo, que tienen el beneficio de una educación moderna. Deje de mirar el mar y preste atención a la cantidad de construcciones que se extiende por debajo de nosotros. Recordará que estamos en el año del mundo tres mil ochocientos treinta. Si fuera más tarde –si, por ejemplo, estuviéramos en el año de Nuestro Señor mil ochocientos cuarenta y cinco–, nos veríamos privados de tan asombroso espectáculo. En el siglo diecinueve, Antioquia es –o, mejor dicho, será– un lamentable montón de ruinas. Para ese entonces habrá quedado destruida en tres ocasiones diferentes, por tres terremotos sucesivos, y lo poco que quede de ella estará tan deteriorado que el patriarca habrá trasladado su residencia a Damasco. ¡Muy bien! Veo que aprovecha mis consejos y explora las comarcas,

premiando a sus ojos

con memoria de monumentos famosos

que tanta fama dan a esta ciudad.

Disculpe, me olvidaba que Shakespeare no nacerá hasta dentro de mil setecientos cincuenta años. Veamos, ¿no justifica la apariencia de Epidafne que la califique de estrafalaria?

—Está bien guarnecida, gracias a la naturaleza y también al arte.

—Es verdad.

—Tiene una extraordinaria cantidad de palacios.

—Así es.

—Y muchos templos, ricos y magníficos, que pueden compararse con los más glorificados de la antigüedad.

—Lo reconozco. Pero tiene también muchas chozas de barro y tugurios horribles. En las calles se ve una gran cantidad de inmundicias y excrementos arrojados en el arroyo. Si no fuera por el humo del incienso de los fanáticos, el mal olor sería insoportable. ¿Vio usted alguna vez calles tan angostas con edificios tan altos? ¡Cuánta oscuridad arrojan las sombras de esas construcciones sobre la tierra! Por suerte, las lámparas de aquellas galerías permanecen encendidas durante el día; de lo contrario, tendríamos aquí las tinieblas de Egipto en tiempos de su catástrofe.

—¡Es un lugar muy raro! ¿Qué significa aquel edificio? ¡Mírelo! Domina todos los otros y está ubicado al este de lo que creo debe ser el palacio real.

—Es el nuevo templo del Sol, a quien se adora en Siria bajo el nombre de Elah Gabalah. Más tarde, un emperador romano harto notorio instituirá su culto en Roma y sacará de él su propio nombre: Heliogábalo. Pienso que le gustaría a usted ver la divinidad del templo. No necesita mirar hacia el cielo, el Sol no está allí, por lo menos el Sol que adoran los sirios. La deidad reposa en el interior de aquel edificio. Se lo adora bajo la forma de una columna de piedra rematada por un cono o pirámide, que denota el Fuego.

—¡Oiga! ¡Mire! ¿Quiénes son esos ridículos seres semidesnudos, que gritan con la cara pintarrajeada y hacen ademanes dirigiéndose a la chusma?

—Algunos son payasos. Otros son filósofos. Pero la mayoría –justamente aquellos que están golpeando a la muchedumbre– son nobles de palacio, que ejecutan, como es su deber, alguna extravagancia ordenada por el rey.

—Pero, ¿qué es eso? ¡La ciudad está invadida por bestias salvajes! ¡Qué espectáculo horrible! ¡Qué peligro!

—Sí, es horrible, si usted quiere, pero no es peligroso. Si mira bien, verá que cada uno de esos animales sigue a su amo. Algunos van con una soga al cuello. Se trata de las especies más pequeñas otimoratas. El león, el tigre y el leopardo se mueven con entera libertad. Han sido domesticados para nuevos servicios y trabajan de mayordomos para sus amos. A veces, la naturaleza reivindica sus leyes; pero un guerrero devorado, o un toro sagrado muerto, son insignificancias que no sorprenden en Epidafne.

—¡Cuánto alboroto! ¡Un ruido terrible, aun para Antioquía! Sin duda ocurre algo fuera de lo común.

—Así es. El rey ha dispuesto algún nuevo espectáculo: una exhibición de gladiadores en el hipódromo, quizá la matanza de los prisioneros escitas, el incendio de su nuevo palacio, la demolición de algún hermoso templo... o quizá una hoguera alimentada por algunos judíos. El rumor aumenta. Gritos y carcajadas ascienden a los cielos. El aire se conmueve con la estridencia de los instrumentos de viento y el horrible clamoreo de un millón de gargantas. ¡Bajemos, en nombre de la diversión, y veamos qué pasa! ¡Por ahí... cuidado! Ya estamos en la calle principal, llamada calle de Timarco. Un mar de gente se acerca y nos será difícil remontar la corriente. La multitud se derrama por la calle de Heráclides, que nace directamente en palacio... Es de suponer entonces que el rey se encuentra entre los bullangueros. ¡Sí, oigo los gritos de los heraldos, anunciando su llegada con la palabrería del Oriente! Podremos verlo cuando pase frente al templo de Ashimah. Debemos escondernos en el portal del santuario; no tardará en llegar. Entretanto, examinemos esta imagen. ¿Qué es? ¡Oh, el dios Ashimah en persona! Advertirá usted que no se trata ni de un cordero, ni de un chivo, ni de un sátiro; tampoco se parece al dios Pan de Arcadia. Y, sin embargo, todas estas apariencias han sido concedidas... ¡oh, perdón, serán concedidas!, por los sabios del futuro al Ashimah de los sirios. Póngase los anteojos y dígame qué es. ¿Qué es?

—¡Dios me bendiga! ¡Un mono!

—Exacto, un mandril. Pero no por eso deja de ser una divinidad. Su nombre deriva del griego Simia... ¡Ah, qué necios son los arqueólogos! ¡Pero... vea! ¡Ese pequeño vagabundo que corre allí! ¿A dónde va? ¿Y qué vocifera? ¿Qué dice? ¡Oh! Dice que el rey viene en triunfo, que está vestido con traje de ceremonia y que acaba de quitar la vida con su propia mano a mil prisioneros israelitas encadenados. ¡Y el canalla lo ensalza hasta los cielos por esa hazaña! ¡Atención! ¡Viene una turba andrajosa! Han compuesto un himno en latín sobre el valor del rey, y lo cantan mientras desfilan.

Mille, mille, mille,

Mille, mille, mille,

Decollavimus, unus homo!

Mille, mille, mille, mille, decollavimus!

Mille, mille, mille,

Vivat qui mille mille occidit!

Tantum vini habet nemo

Quantum sanguinis effudit!

Lo cual puede traducirse así:

¡Mil, mil, mil,

Mil, mil, mil,

Con un solo guerrero degollamos a mil!

¡Mil, mil, mil, mil!

¡Cantemos otra vez mil!

¡Ohé, cantemos:

Larga vida a nuestro rey,

Que bellamente mató a mil!

¡Ohé! ¡Proclamemos

Que él nos ha dado

Más galones de sangre

Que toda la Siria vino!

—¿Escucha usted unas trompetas?

—Sí, el rey se acerca. ¡Vea, el pueblo está fascinado y alza los ojos al cielo en señal de reverencia! ¡Ya viene... ya viene... ya está aquí!

—¿Quién? ¿Dónde? ¿El rey? No lo veo por ninguna parte.

—¿Ha perdido usted la vista?

—Es posible. Lo único que veo es una masa de imbéciles y locos que se arrodillan ante una gigantesca jirafa, tratando de besarle las pezuñas. ¡Vea, el animal acaba de patear a uno de la chusma... a otro... y a otro! ¡No puedo dejar de admirar a esa bestia por el excelente uso que hace de sus patas!

—¡La chusma! ¡Vamos, si se trata de los nobles y libres ciudadanos de Epidafne! ¿Bestia, dijo usted? Tenga cuidado que no lo oigan. ¿No ve usted que ese animal tiene rostro humano? ¡Mi querido señor, esa jirafa es nada menos que Antíoco Epifanes, Antíoco el Ilustre, rey de Siria, el más poderoso de los dictadores del Oriente! Con frecuencia suelen llamarlo Antíoco Epimanes... Antíoco el Loco... pero solo porque el pueblo no lo entiende. Seguro que en este momento se ha escondido en la piel de un animal, haciendo todo lo posible para representar a una jirafa, pero su intención es la de elevar aún más su dignidad de rey. Sepa usted que el monarca es gigantesco y que ese traje no le resulta grande. Parece que lo luce por alguna ocasión solemne. ¡Y no me negará usted que la matanza de mil judíos no es algo solemne! ¡Con qué grandeza se pasea el rey en cuatro patas! Note que sus dos concubinas, Elliné y Argelais, le sostienen la cola. Todo su aspecto sería muy atractivo si no fuera por sus ojos saltones, que terminarán saliendo de sus órbitas, y el color raro de su cara indescriptible, deformada por la cantidad de vino que ha bebido. Sigámoslo ahora hasta el hipódromo, y escuchemos el canto de triunfo que él mismo entona:

¿Quién es rey, sino Epifanes?

¡Decidlo! ¿Lo sabéis?

¿Quién es rey, sino Epifanes?

¡Bravo! ¡Bravo!

¡No hay nadie fuera de Epifanes,

No, no hay nadie!

¡Derribad entonces los templos

Y apagad el sol!

—¡Muy bien cantado! La horda lo saluda como Príncipe de los Poetas, Gloria del Oriente, Delicia del Universo y La más asombrosa de las Jirafas. Le han pedido un bis... ¿lo escucha? ¡Lo canta otra vez! Cuando llegue al hipódromo recibirá la corona de la poesía, como anticipación de su victoria en las próximas olimpíadas.

—¡Por Júpiter! ¿Qué ocurre entre la multitud que viene detrás de nosotros?

—¿Detrás, dice usted? ¡Ah, oh... ya veo! Querido amigo, ha hablado usted a tiempo. ¡Refugiémonos rápido en un lugar seguro! ¡Ahí, en ese arco del acueducto! Le diré la causa de la conmoción. Ha ocurrido lo que yo estaba previendo. La singular apariencia de la jirafa con cabeza humana parece haber ofendido el sentido de la dignidad que, en general, poseen los animales feroces domesticados en esta ciudad. Como consecuencia, se ha producido una rebelión. Y como es usual en estas ocasiones, ningún esfuerzo humano será capaz de contener a la masa. Muchos sirios han sido ya devorados, pero la consigna general de estos patriotas de cuatro patas parece ser la de comerse a la jirafa. Razón por la cual el Príncipe de los Poetas corre en estos momentos sobre sus dos piernas para salvar la vida. Los cortesanos lo han abandonado y sus concubinas han seguido el ejemplo. ¡Delicia del Universo, en qué lío te has metido! ¡Gloria del Oriente, corres peligro de ser masticado! No mires tu cola con tanta lástima; tendrás que arrastrarla por el fango, no hay remedio. No mires hacia atrás, para asistir a su inevitable degradación; toma coraje, mueve vigorosamente las piernas y enfila hacia el hipódromo. ¡Recuerda que eres Antíoco Epifanes, Antíoco el Ilustre! ¡Príncipe de los Poetas, Gloria del Oriente, Delicia del Universo… y la más asombrosa de las jirafas! ¡Qué velocidad eres capaz de desplegar! ¡Qué capacidad para proteger tus piernas! ¡Corre, príncipe! ¡Bravo, Epifanes! ¡Bien hecho, jirafa! ¡Glorioso Antíoco! ¡Cómo corre... cómo salta... cómo vuela! ¡Se aproxima al hipódromo como una flecha! ¡Salta... grita... ya llegó! Magnífico, pues si tardabas un segundo más en llegar a las puertas del anfiteatro, ¡oh Gloria del Oriente!, no hubiera quedado un solo cachorro de oso en Epidafne sin probar el sabor de tu carne. ¡Vámonos, salgamos de aquí! ¡Nuestros delicados oídos modernos son incapaces de soportar el alarido que va a alzarse para celebrar la huida del rey! ¡Escuche... ya ha empezado! ¡Toda la ciudad está patas arriba!

—¡No hay duda de que es esta la más populosa ciudad del Oriente! ¡Qué cantidad de gente! ¡Qué mezcolanza de clases y edades! ¡Qué multiplicidad de sectas y naciones! ¡Qué variedad de trajes! ¡Qué Babel de idiomas! ¡Qué rugidos de fieras! ¡Qué resonar de instrumentos! ¡Qué pandilla de filósofos!

—¡Vamos, salgamos de aquí!

—¡Un momento! Veo una gran confusión en el hipódromo. ¿Puede decirme qué ocurre?

—¿Eso? ¡No es nada! Los nobles y libres ciudadanos de Epidafne, luego de declararse satisfechos de la fe, el coraje, la sabiduría y la belleza de su rey, y habiendo sido testigos presenciales de su sobrehumana agilidad, colocan sobre su frente (además de la corona poética) la guirnalda de la victoria en la carrera pedestre, guirnalda que ganará sin duda alguna en los próximos juegos olímpicos y que, por esa razón, le conceden ahora por adelantado.