Las memorias de Thingum Bob, Esq. El último editor del Goosetherumfoodle

(Literary Life of Thingum Bob, Esq., 1844)

Cada vez tengo más años y, según creo, tanto Shakespeare como el Sr. Emmons murieron alguna vez, por eso, es posible que hasta yo me muera. He decidido retirarme de las letras y dormir en mis laureles. Pero quiero que mi renuncia al reino literario deje algún legado a la posteridad, y nada mejor para ello que escribir mis memorias. Tantas veces ha brillado mi nombre ante los ojos del público que admito mis merecimientos, y quiero satisfacer la curiosidad que mi vida siempre inspiró. Es obligación de los que han alcanzado la grandeza dejar en su ascenso las huellas necesarias para guiar a los que ascenderán después. Me propongo, pues, detallar en este artículo (que estuve a punto de titular «Datos para servir a la historia literaria de Norteamérica») esos importantes, aunque vacilantes primeros pasos por los cuales llegué a la larga a la cima de la gloria.

Sería superfluo hablar demasiado de nuestra genealogía remota. Mi padre, Thomas Bob, Esq., estuvo muchos años en la cumbre de su profesión, que era la de barbero en la ciudad de Smug. Su negocio constituía el centro de reunión de los principales del lugar, y especialmente de la corporación periodística –corporación que provoca en todas partes profunda veneración y respeto–. Yo los veía como dioses, y absorbía con pasión el ingenio y la sabiduría que continuamente fluía de sus bocas durante el desarrollo del proceso conocido por «enjabonado». Mi primer momento de verdadera inspiración data de aquella época memorable, cuando el director del Gad-Fly, en los intervalos del proceso mencionado, recitó en voz alta, ante un grupo de aprendices, un inimitable poema en honor del «Único genuino Aceite de Bob» (así llamado por el nombre de su talentoso inventor, mi padre), y recibió por aquella expresión una generosa y real recompensa de la firma Thomas Bob & Compañía, comerciantes barberos.

El genio presente en las estrofas del «Aceite de Bob» me infundió por primera vez la divina inspiración. De inmediato, resolví llegar a ser un gran hombre, empezando para ello por ser un gran poeta. Aquella misma noche me arrodillé a los pies de mi padre.

—¡Padre, perdóname —dije—, pero mi espíritu está por encima de la espuma del jabón para afeitar! Quiero salir del negocio familiar. Quiero ser director… quiero ser poeta… quiero escribir estrofas al «Aceite de Bob». ¡Perdóname, y ayúdame a ser grande!

—Querido Thingum —repuso mi padre (el nombre Thingum me venía de un pariente rico así llamado)—, querido Thingum —agregó, levantándome por las orejas—, Thingum, muchacho, eres un real mozo, y gracias a tus padres has recibido un espíritu. Además, como tu cabeza es enorme, contiene sin duda un cerebro considerable. Hace tiempo que lo vengo notando, y por eso tenía pensado hacer de ti un abogado. Pero la profesión ha perdido su hidalguía, y la de político no da para gastos. Creo que no estás desacertado; el negocio de director de periódico es lo mejor y, si al mismo tiempo puedes ser un poeta (como lo son la mayoría de los directores, dicho sea de paso), pues bien, matarás dos pájaros de un tiro. Para estimularte en tus comienzos te asignaré la buhardilla; tendrás pluma, tinta y papel, un diccionario de la rima y un ejemplar del Gad-Fly. Supongo que no pretenderás nada más.

—¡Sería ingrato y ruin si pretendiera más! —respondí entusiasmado—. Tu generosidad es grande. ¡Te la retribuiré convirtiéndote en el padre de un genio!

Terminó mi confesión con el mejor de los hombres y me consagré con ahínco a mis labores poéticas; fundaba en ellas mi esperanza de alcanzar la dirección periodística. En mis primeras tentativas de composición descubrí que las estrofas del «Aceite de Bob» eran un problema. Su esplendor, en vez de iluminarme, me mareaba. La contemplación de su excelencia tenía, como es natural, que descorazonarme si la comparaba con mis fracasos; por lo cual trabajé largo tiempo en vano. Por fin, nació en mi mente una de esas ideas exquisitamente originales que a veces entran al cerebro de un hombre de genio. Hela aquí –o, más bien, he aquí la forma en que la llevé a la práctica–: en una librería vieja de los suburbios desempolvé algunos volúmenes tan antiguos como desconocidos, que el librero me vendió por menos que nada. De uno de ellos, que pretendía ser la traducción de una obra llamada Inferno, de un tal Dante, copié con esmero un largo pasaje acerca de un sujeto llamado Ugolino, que tenía varios niños. De otro libro, que contenía muchas obras de teatro del pasado, escritas por alguien cuyo nombre he olvidado, extraje muchos versos que hablaban de «ángeles», «sacerdotes bendiciendo la mesa» y «espíritus malignos», y mucho más. De un tercero, que era obra de un ciego, no sé si griego o indio Choctaw (no se puede pretender que me acuerde en detalle de cada insignificancia), extraje unos cincuenta versos que empezaban hablando de «la ira de Aquiles» y otras cosas. De un cuarto, que, según recuerdo, era también obra de un ciego, elegí una o dos páginas llenas de «salves» y «santa luz», y aunque me pregunto qué tiene un ciego que escribir acerca de la luz, de todos modos aquellos versos eran bastante buenos a su manera. Ordené los poemas, los firmé a todos como Oppodeldoc (un nombre bello y sonoro) y, colocándolos en lindos sobres separados, los envié a las cuatro principales revistas literarias, solicitando su rápida publicación y pronto pago. Pero el resultado de este bien concebido plan (cuyo éxito me hubiera evitado tantos disgustos en el futuro) sirvió para convencerme de que no es posible embaucar a ciertos directores, y dio el golpe de gracia (coup de grâce como dicen en Francia) a mis nacientes esperanzas (como dicen en la ciudad de los trascendentales).

La cuestión es que cada una de las revistas dio una espantosa reprimenda al señor Oppodeldoc en sus «respuestas mensuales a los colaboradores». El Hum-Drum lo hizo del modo siguiente:

«Oppodeldoc (sea quien sea) nos ha enviado una larga tirada referente a un loco a quien llama Ugolino, padre de muchos hijos que merecían una buena zurra y que los mandaran a la cama sin cenar. El poema en cuestión es lamentablemente flojo, por no decir chato. Oppodeldoc (sea quien sea) carece por completo de imaginación, y la imaginación, según pensamos humildemente, no solo es el alma de la POESÍA, sino su corazón. Oppodeldoc (sea quien sea) ha tenido la audacia de exigirnos rápida publicación y pronto pago de su cháchara. Jamás publicamos ni adquirimos colaboraciones de esa estofa. No cabe duda, sin embargo, que le será muy fácil encontrar comprador para todos los disparates que garrapatee, en las redacciones del Rowdy-Dow, del Lollipop o del Goosetherumfoodle.»

Hay que reconocer que esto era muy duro para Oppodeldoc, pero la mayor crueldad consistía en la impresión de la palabra POESÍA con mayúsculas. ¡Qué mundo de amargura no está contenido en esas seis letras preeminentes!

Oppodeldoc era castigado con igual severidad en el Rowdy-Dow, quien se expresaba así:

«Hemos recibido una muy singular e insolente comunicación de una persona que (sea quien sea) firma Oppodeldoc, profanando así la grandeza del ilustre emperador romano de ese nombre. Acompañando la carta de Oppodeldoc (sea quien sea) encontramos versos tan pomposos como repulsivos y confusos, que hablan de ángeles y sacerdotes bendicientes, y que solo enfermos como un Nat Lee o un Oppodeldoc son capaces de consumar. Y por esta hojarasca de hojarascas pretende que paguemos prontamente. ¡No, señor, no! No pagamos cosas semejantes. Diríjase usted al Hum-Drum, al Lollipop o al Goosetherumfoodle. Esos periódicos aceptarán sin duda alguna cualquier bazofia literaria que se le ocurra enviarles, y también sin duda alguna prometerán pagarlo.»

Todo era muy desagradable para el pobre Oppodeldoc, pero en este caso, el peso de la ironía caía sobre el Hum-Drum, el Lollipop y el Goosetherumfoodle, a quienes se calificaba ácidamente de periódicos (en itálica), para herirlos en pleno corazón.

Apenas menos salvaje se mostró el Lollipop, que se expresó en esta forma:

«Cierto sujeto que disfruta hacerse llamar Oppodeldoc (¡a qué bajos usos se aplican a veces los nombres de los muertos ilustres!) nos ha hecho llegar cincuenta o sesenta versos que comienzan de esta manera: ‘La ira de Aquiles, aciaga para Grecia, fuente de innumerables males, etc., etc.’.

Informamos a Oppodeldoc (sea quien sea) con respeto, que no hay en nuestra casa un solo aprendiz que no componga mejores versos todos los días. A los versos de Oppodeldoc no se le pueden contar las sílabas. Oppodeldoc debería aprender a contar. Pero lo que va más allá de nuestra comprensión es cómo se le puede haber ocurrido la idea de que nosotros (¡nosotros, nada menos!) ultrajaríamos nuestras páginas con sus desatinos. Semejantes garrapateos son apenas buenos para figurar en el Hum-Drum, el Rowdy-Dow y el Goosetherumfoodle, que no vacilan en publicar, como si fueran grandes novedades, los versos que todos sabíamos de niños. Y Oppodeldoc (sea quien sea) tiene el coraje de pretender que le paguemos sus bobadas. ¿No se da cuenta que sus engendros no merecen paga?»

Mientras leía, me iba achicando y me hundí cuando llegué a la parte donde el director se burlaba del poema calificándolo de copla que apenas se elevaba del suelo. En cuanto a Oppodeldoc, comencé a sentir compasión por el pobre diablo.

El Goosetherumfoodle mostró menos piedad que el Lollipop al decir:

«Un triste poetastro que firma Oppodeldoc ha sido lo bastante tonto para imaginar que le publicaríamos y pagaríamos una rapsodia tan pedante como incoherente que nos ha remitido, y que comienza con el siguiente verso más o menos inteligible: ‘¡Salve, santa luz! ¡Progenie del Cielo, primogénito!’.

Decimos «más o menos inteligible», pero Oppodeldoc (sea quien sea) tendrá la bondad de explicarnos cómo es posible que el granizo pueda ser una luz santa. Siempre lo consideramos lluvia solidificada. ¿Nos informará, además, cómo la lluvia solidificada puede ser al mismo tiempo luz santa (sea lo que sea) y progenie? Pues, si algo sabemos de inglés, progenie solo se usa apropiadamente al referirse a niños de unas seis semanas de edad. Pero sería ridículo seguir comentando este absurdo, pese a que Oppodeldoc (sea quien sea) tiene el descaro incomparable de suponer que no solamente publicaremos sus delirios de ignorante, sino que además… ¡se los pagaremos! Es admirable. Estaríamos tentados de castigar al joven escritorzuelo por su egotismo, publicando sus efusiones verbatim et literatim, tal como las ha escrito. Ningún castigo podría ser más severo, y se lo infligiríamos si no quisiéramos evitar el hastío de nuestros lectores. Que Oppodeldoc (sea quien sea) envíe sus futuras composiciones al Hum-Drum, al Lollipop o al Rowdy-Dow. Con toda seguridad se las publicarán. No hacen otra cosa en cada número. Sí, mejor es que se las envíe a ellos. NOSOTROS no nos dejamos insultar impunemente.»

Esto me hundió, y en cuanto al Hum-Drum, el Rowdy-Dow y el Lollipop, no pude entender cómo sobrevivieron. Mencionarlos con los caracteres más pequeños, con miñonas (y ahí estaba la ofensa, al insinuar con una tipografía su inferioridad), mientras NOSOTROS aparecía mirándolos desde lo alto de sus mayúsculas… ¡oh, era demasiado duro! ¡Era ajenjo, era hiel! Si yo hubiera pertenecido a uno de aquellos periódicos no hubiera escatimado esfuerzo para llevar a los tribunales al Goosetherumfoodle. Me hubiera basado en la ley destinada a «prevenir la crueldad contra los animales». En cuanto a Oppodeldoc (fuere quien fuese) ya había perdido la paciencia con respecto a él y no le guardaba ninguna simpatía. Era indudablemente un estúpido (fuere quien fuese) y merecía todos los puntapiés que acababa de recibir.

El resultado de mi experimento con los viejos libros me convenció, en primer lugar, de que «la honestidad es la mejor política» y, en segundo, que si yo era incapaz de escribir mejor que el señor Dante, los dos ciegos y el resto de la vieja camarilla, por lo menos me resultaría difícil escribir peor que ellos. Recuperé la confianza y resolví escribir, con esfuerzo y estudio, por fin, algo «completamente original», como dicen en las portadas de las revistas. Una vez más, coloqué ante mis ojos como modelo las brillantes estrofas del «Aceite de Bob», escritas por el director del Gad-fly, y resolví armar una oda sobre el mismo sublime tema, rivalizando con la escrita.

Fue fácil escribir el primer verso. Decía así:

Glorificar en una oda el «Aceite de Bob»…

Luego de buscar en mi diccionario de rimas una adecuada para «Bob», me estanqué. Acudí entonces a la ayuda paterna y, luego de horas de reflexión, mi padre y yo consumamos el siguiente poema:

Glorificar en una oda el «Aceite de Bob»

Vale por todas las penas y las angustias de Job.

(Firmado) Snob

No hay duda de que esta composición no era muy extensa, pero aún «me queda por aprender», como dicen en el Edinburgh Review, que la mera extensión de una obra literaria tiene algo que ver con su mérito. En cuanto a las alabanzas que hace la Quarterly del «esfuerzo sostenido», me resulta imposible encontrarle el menor sentido. Por eso, todo bien considerado, quedé satisfecho con el éxito de mi virginal intento, y lo único que faltaba era decidir su destino. Mi padre sugirió que lo mandase al Gad-Fly, pero dos razones me lo impedían: los celos del director y la seguridad de que no pagaba las colaboraciones. Por eso, luego de larga deliberación, remití mi poema a las más dignas columnas del Lollipop y esperé los resultados con inquietud y resignación.

En el número siguiente tuve el orgullo de ver mi poema impreso a dos columnas, como si fuera el editorial, precedido por las siguientes reveladoras palabras, en itálicas y entre corchetes:

[Señalamos a la atención de nuestros lectores las admirables estrofas que siguen acerca del «Aceite de Bob». No diremos nada de lo sublime de las mismas, ni de su pathos: imposible leerlas sin llorar de emoción. Aquellos que han padecido las tristes consecuencias de que la pluma de ganso del director del Gad-Fly osara profanar el mismo augusto tema, harán bien en comparar las dos composiciones.

P. S.: Estamos ansiosos por revelar el misterio que envuelve al seudónimo «Snob». ¿Podemos esperar una entrevista personal?]

Todo esto era justo, pero confieso que excedía lo que había esperado; lo reconozco, téngase bien en cuenta, para eterno deshonor de mi país y de la humanidad. De todas maneras, no perdí tiempo en presentarme al director del Lollipop, y tuve la buena suerte de que dicho caballero se hallara en su casa. Me saludó con profundo respeto, y con admiración paternal y protectora, incitada sin duda por mi aspecto juvenil e inexperto. Me invitó a tomar asiento y se puso a hablar inmediatamente sobre mi poema… pero la modestia me impide repetir los mil cumplidos que derramó sobre mí. Los elogios del señor Crab (ese era el nombre del director) no fueron sin embargo indiscriminados. Analizó mi composición con sabiduría, sin vacilar en señalarme algunos defectos insignificantes, circunstancia esta última que lo elevó en mi estima. Como es natural, el Gad-Fly fue puesto sobre el tapete, y espero no verme jamás sometido a una crítica tan escudriñadora ni a reproches tan humillantes como los que el señor Crab dejó caer sobre aquella desdichada publicación. Me había acostumbrado a considerar al director del Gad-Fly como a un ser sobrehumano, pero el señor Crab no tardó en quitarme esa idea. Tanto el aspecto literario como el personal de la Mosca –así calificaba satíricamente a su rival– fueron puestos a la luz. La Mosca no valía nada. Había escrito cosas infames. Era un escritorzuelo de a un centavo la línea. Era un malvado. Había compuesto una tragedia que hizo morir de risa a todo el país y una farsa que sumió al mundo en lágrimas. Fuera de esto, había tenido la imprudencia de publicar un panfleto contra él (el señor Crab) y la imprudencia de calificarlo de «burro». Si en cualquier momento deseaba yo expresar mi opinión sobre el señor Mosca, las páginas del Lollipop quedaban ilimitadamente a mi disposición. En el ínterin, era seguro que el Gad-Fly me atacaría por haberme animado a componer un poema rival sobre el «Aceite de Bob», pero el señor Crab tomaba a su cargo lo concerniente a mis intereses privados y personales. Y si yo no salía de todo aquello convertido en un hombre cabal, no sería culpa suya.

El señor Crab hizo una pausa en su discurso (cuya última parte no entendí), y me atreví a insinuar algo sobre la remuneración que creía merecer por mi poema, puesto que en la portada del Lollipop figuraba habitualmente una noticia según la cual la revista «insistía en que se le permitiera pagar precios exorbitantes por todas las colaboraciones aceptadas, gastando con frecuencia más dinero en un solo y breve poema que el costo anual sumado del Hum-Drum, el Rowdy-Dow y el Goosetherumfoodle».

Apenas pronuncié la palabra «remuneración», el señor Crab abrió de tal manera los ojos y la boca que parecía un pato viejo agitado a punto de graznar. Con esa mueca, y llevándose una que otra vez las manos a la frente, quedó estupefacto, y no cambió de actitud hasta que dije lo que tenía que decir. Se hundió hasta lo más hondo del sillón, como si le faltara energía, mientras los brazos le colgaban y su boca continuaba abierta a la manera del pato viejo. Mientras lo contemplaba mudo y sorprendido por una conducta tan impresionante, el señor Crab saltó de pronto del asiento y corrió hacia la campanilla, pero cuando aferraba el cordón pareció cambiar de idea, pues se sumergió debajo de la mesa y volvió a aparecer con un garrote. Lo levantaba ya (con finalidades que no podría explicar), cuando repentinamente apareció en su cara una sonrisa de bondad y volvió a sentarse plácidamente a mi lado.

—Señor Bob —dijo (pues yo había presentado mi tarjeta antes de aparecer en persona)—, supongo que usted es un hombre joven… muy joven.

Asentí, añadiendo que todavía no había completado mi tercer lustro.

—¡Ah, perfectamente! —exclamó—. Ya veo, ya veo… ¡no diga usted más! Con respecto a ese asunto de la remuneración, lo que ha dicho es muy justo… casi diría que demasiado. Pero… ejem… la primera colaboración… repito, la primera… ninguna revista tiene por costumbre pagarla, ¿comprende usted? Para decirle la verdad, en ese caso, los recipientes somos nosotros. (El señor Crab sonrió con dulzura al enfatizar la palabra.) En la mayoría de los casos se nos paga para que publiquemos una primera composición… sobre todo si es en verso. En segundo lugar, señor Bob, la revista tiene por norma no desembolsar jamás lo que en Francia se denomina argent comptant… efectivo… Supongo que me entiende usted. Tres o seis meses después de la publicación del artículo… o un año o dos más tarde… no tenemos inconvenientes en librar un pagaré a nueve meses; siempre, claro está, que podamos disponer nuestros negocios de manera de estar seguros de liquidarlo en seis. Espero sinceramente, señor Bob, que considerará usted satisfactoria esta explicación.

El señor Crab calló con lágrimas en los ojos.

Herido en lo más profundo de mi alma por haber sido, aunque inocentemente, causante de un dolor a una persona tan sensible, me apuré a pedirle disculpas, asegurándole que coincidía en todo con su punto de vista y que entendía lo delicado de su situación. Después de manifestar todo esto en un discurso claro y conciso, me despedí del señor Crab.

Poco tiempo más tarde, una hermosa mañana, «me desperté y supe que era famoso». La extensión de mi renombre podrá apreciarse mejor a través de las opiniones de los editoriales del día. Como se verá, dichas opiniones estaban incluidas en las reseñas críticas del número de Lollipop, donde había aparecido mi poema, y eran tan satisfactorias y concluyentes como claras, con la excepción quizá de las marcas jeroglíficas Sep. 15-1 t, agregadas a cada una de dichas reseñas.

El Owl, diario de profunda sagacidad, y bien conocido por lo grave y ponderado de sus decisiones literarias, publicaba esto:

«¡El Lollipop! El número de octubre de esta deliciosa revista supera a los anteriores, desafiando toda competencia. En la belleza de su tipografía y su papel, en el número y excelencia de sus grabados al acero, así como en el mérito literario de sus colaboraciones, el Lollipop está tan por encima de sus lerdos rivales como Hiperión de un sátiro. Cierto es que el Hum-Drum, el Rowdy-Dow y el Goosetherumfoodle sobresalen en pedantería; pero, para todo el resto, ¡que nos den el Lollipop! No llegamos a comprender, en verdad, cómo esta revista consigue sostener sus enormes gastos. Sabemos, eso sí, que tiene una circulación de 100.000 ejemplares, y que su lista de suscriptores ha aumentado en un cuarto a lo largo del mes pasado; pero, por otra parte, las sumas que desembolsa continuamente en pago de colaboraciones son inconcebibles. Se afirma que el señor Slyass ha recibido no menos de treinta y siete centavos y medio por su inimitable artículo sobre «Chanchos». Con el señor Crab en la dirección, y con colaboradores tales como Snob y Slyass, la palabra «fracaso» no existe para Lollipop. ¡Suscríbase! Sep. 15-1 t».

Debo confesar que me alegró una reseña tan amable de un periódico respetable como el Owl. Que mi nombre –es decir, mi nom de guerre– apareciera colocado antes que el del gran Slyass, me pareció un cumplido tan feliz como merecido.

De inmediato me llamaron la atención los siguientes párrafos del Toad, periódico muy distinguido por su honestidad e independencia, y por prescindir de toda calumnia y servilismo hacia los que ofrecen banquetes. Decía así:

«El Lollipop de octubre se pone a la cabeza de todos sus colegas, sobrepasándolos infinitamente por el esplendor de su presentación y la riqueza de su contenido. El Hum-Drum, el Rowdy-Dow y el Goosetherumfoodle se destacan, cabe reconocerlo, en la fanfarronería, pero en todo el resto que nos den el Lollipop. No llegamos a comprender cómo esta revista consigue subvenir a sus enormes gastos. Es cierto que tiene una circulación de 200.000 ejemplares y que su lista de suscriptores ha aumentado en un tercio durante la última quincena; pero, por otra parte, las sumas que desembolsa mensualmente para el pago de colaboraciones son enormemente abultadas. Hemos oído decir que el señor Mumblethumb recibió no menos de cincuenta centavos por su reciente «Monodia en un charco de barro». Entre los colaboradores del presente número advertimos (aparte del eminente director, el señor Crab) a escritores como Snob, Slyass y Mumblethumb. Luego del editorial, lo más valioso nos parece una gema poética de Snob sobre el «Aceite de Bob»; pero nuestros lectores no deben suponer por el título de este incomparable bijou que tiene la menor similitud con ciertos garrapateos sobre el mismo tema, de los cuales es autor cierto despreciable individuo cuyo nombre no puede mencionarse ante personas delicadas. Este poema sobre el «Aceite de Bob» ha provocado curiosidad sobre el verdadero nombre de aquel que se oculta bajo el seudónimo de Snob. Afortunadamente, estamos en condiciones de satisfacer dicha ansiedad. Snob es el nom de plume del señor Thingum Bob, de esta ciudad, pariente del gran señor Thingum (de quien deriva su nombre) y vinculado con las más ilustres familias del Estado. Su padre, Thomas Bob, Esq., es un opulento comerciante de Smug. Sep. 15-1 t.»

Esta aprobación me emocionó, especialmente por venir de una fuente tan reconocida, tan pura como el Toad. Consideré que la palabra «garrapateo» aplicada al «Aceite de Bob» del Gad-Fly, era apropiada y aguda. Sin embargo, las palabras «gema» y «bijou» referidas a mi composición me parecieron un poco débiles. Carecían de la fuerza necesaria. No estaban lo bastante prononcés (como decimos en Francia).

Apenas había terminado de leer el Toad, cuando un amigo me puso en la mano un ejemplar del Mole, diario que gozaba de gran reputación por la sagacidad de su conocimiento de las cosas en general y el estilo abierto, virtuoso y elevado de sus editoriales. El Mole hablaba así del Lollipop:

«Acabamos de recibir el Lollipop de octubre y debemos decir que jamás la lectura de una revista nos proporcionó una felicidad tan grande. Hablamos con conocimiento de causa. El Hum-Drum, el Rowdy-Dow y el Goosetherumfoodle deberían cuidar sus laureles. Estos periódicos, sin duda alguna, le ganan a cualquiera en la vocinglería de sus pretensiones, pero para todo el resto que nos den el Lollipop. No llegamos a comprender, en verdad, cómo esta revista consigue subvenir sus enormes gastos. Es cierto que tiene una circulación de 300.000 ejemplares y que su lista de suscriptores ha aumentado al doble en la última semana; pero, por otra parte, las sumas que desembolsa mensualmente para el pago de colaboraciones son asombrosamente crecidas. De buena fuente sabemos que el señor Fatquack recibió no menos de sesenta y dos centavos y medio por su última narración familiar: «El trapo de cocina». Los colaboradores de este número son el señor Crab (el eminente director), Snob, Mumblethumb, Fatquack y otros; pero, después de las inimitables composiciones del director, preferimos la expresión diamantina de la pluma de un poeta naciente que escribe con el seudónimo de Snob, nom de guerre que, lo profetizamos, extinguirá algún día la radiación del de Boz. Según hemos oído, Snob es el señor Thingum Bob, Esq., único heredero de un acaudalado comerciante de esta ciudad, Thomas Bob, Esq., y pariente cercano del distinguido señor Thingum. El título del admirable poema del señor Bob alude al «Aceite de Bob», y por cierto que se trata de un desdichado nombre, ya que un despreciable vagabundo relacionado con la prensa de un penique ha disgustado ya a la ciudad con sus garrapateos sobre el mismo tópico. No hay peligro, sin embargo, de que ambas composiciones puedan ser confundidas. Sep. 15-1 t.»

La aprobación de un diario tan clarividente como el Mole colmó mi alma de satisfacción. Lo único que se me ocurrió objetar fue que los términos «despreciable vagabundo» podrían haber sido sustituidos ventajosamente por «aborrecible y despreciable villano, miserable y vagabundo». Pienso que esto hubiera sonado más gracioso. «Diamantino», además, expresaba insuficientemente lo que sin duda alguna pensaba el Mole de la brillantez del «Aceite de Bob».

Durante la misma tarde en que leí las reseñas llegó a mis manos un ejemplar del Daddy-Long-Legs, periódico que se caracteriza por la amplitud de sus opiniones. En él encontré lo siguiente:

«¡Lollipop! Esta brillante revista acaba de publicar su número de octubre. Toda cuestión de supremacía queda definitivamente descartada, y de ahora en adelante sería ridículo que el Hum-Drum, el Rowdy-Dow o el Goosetherumfoodle hicieran otro esfuerzo por competir con ella. Dichas revistas podrán sobrepasar al Lollipop en vocinglería, pero en todo el resto que nos den el Lollipop. Cómo esta celebrada revista puede sostener sus gastos, evidentemente asombrosos, va más allá de nuestra comprensión. Es cierto que tiene una circulación de medio millón de ejemplares y que su lista de suscriptores ha aumentado en un setenta y cinco por ciento en los dos últimos días, pero las sumas que desembolsa mensualmente en concepto de pago a sus colaboradores son de no creer; estamos enterados de que Mademoiselle Cribalittle recibió no menos de ochenta y siete centavos y medio por su último y valioso cuento revolucionario titulado «El saltamontes de la ciudad de York y el saltacolinas de Bunker Hill». Las contribuciones más valiosas al presente número son, claro está, las procedentes del director (el eminente señor Crab), pero hay además magníficas colaboraciones, tales como las de Snob, Mademoiselle Cribalittle, Slyass, Mumblethumb, la señora Squibalittle y, finalmente, aunque no el último, Fatquack. Puede muy bien desafiarse al mundo entero a que produzca semejante galaxia de genios. El poema firmado por Snob está logrando elogios universales, pero es nuestro deber afirmar que merece todavía mayores aplausos de los que ha recibido. Esta obra maestra de elocuencia y de arte se titula «El Aceite de Bob». Uno o dos de nuestros lectores recordarán quizá, aunque con profundo desagrado, un poema (?) de igual título, perpetrado por un miserable escritorzuelo matón y pordiosero a la vez, que, según tenemos entendido, trabaja como aprendiz en uno de los indecentes periodicuchos de los arrabales; a esos lectores les pedimos encarecidamente que no confundan ambas composiciones. El autor del «Aceite de Bob», según tenemos entendido, es el Sr. Thingum Bob, Esq., caballero de vastos talentos y profundos conocimientos. Snob es tan solo un nom de guerre. Sep. 15-1 t.»

Me indigné cuando llegué a la parte final de esta injuria. Era claro como la luz que la manera entre dulce y amarga (por decir la gentileza) con que el Daddy-Long-Legs aludía a ese cerdo, el director del Gad-Fly, solo podía nacer de su parcialidad hacia el mismo y de la clara intención de exaltar su reputación a expensas de la mía. Cualquiera podía darse cuenta con los ojos entornados de que si la verdadera intención del Daddy hubiese sido la que pretendía, la podría haber expresado perfectamente en términos más directos, punzantes y apropiados. Las palabras «escritorzuelo», «pordiosero», «aprendiz» y «matón» eran calificativos tan intencionalmente inexpresivos y equívocos que resultaban peores que nada aplicados al autor de las estrofas más innobles escritas por un miembro de la raza humana. Todos sabemos muy bien lo que quiere decir «condenar con fingidos elogios»; pues bien, ¿quién podía dejar de advertir aquí el encubierto propósito del Daddy… vale decir alabar con injurias débiles?

Pero lo que el Daddy había decidido decir a la Mosca no era asunto mío. En cambio sí lo era lo que decía de mí. Luego del modo claro con que el Owl, el Toad y el Mole se habían expresado acerca de mi talento, resultaba insoportable que un diarucho como el Daddy-Long-Legs se refiriera fríamente a mí calificándome tan solo de «caballero de vastos talentos y profundos conocimientos». ¡Caballero! Instantáneamente, me resolví a obtener excusas por escrito o llevar las cosas a otro terreno. Inspirado por esta causa, busqué a un amigo a quien pudiera confiar un mensaje para el director del Daddy, y como el director del Lollipop me había dado señaladas muestras de respeto, decidí solicitar su ayuda.

Jamás he llegado a explicarme de manera satisfactoria la muy extraña expresión y actitud con las cuales escuchó el señor Crab la explicación de mis intenciones. Una vez más representó la escena del cordón de la campanilla y el garrote, sin omitir el pato viejo. En un momento dado creí que iba realmente a graznar. Pero su acceso cedió como la vez anterior, y se puso a hablar y a obrar de manera racional. Rechazó, sin embargo, ser portador del desafío y me disuadió de que lo enviara, aunque fue lo bastante sincero como para admitir que el Daddy-Long-Legs se había equivocado, sobre todo en lo referente a los epítetos «caballero» y de «profundos conocimientos». Hacia el final de la entrevista, el señor Crab, que parecía interesarse paternalmente por mí, sugirió que podría ganar honradamente algún dinero y, al mismo tiempo, aumentar mi reputación, si de cuando en cuando hacía de Thomas Hawk para el Lollipop. Le rogué al señor Crab que me dijera quién era Thomas Hawk y de qué manera tendría yo que hacer su papel.

El señor Crab abrió mucho los ojos (como decimos en Alemania), pero luego, recobrándose de un profundo ataque de estupefacción, me aseguró que había empleado las palabras «Thomas Hawk» para evitar la baja forma familiar «Tommy», pero que la verdadera forma era Tommy Hawk, es decir, tomahawk, y que la expresión «hacer de tomahawk» significaba intimidar y, en una palabra, moler a palos al rebaño de los autores del momento. Le aseguré a mi protector que si se trataba de eso estaba perfectamente decidido a hacer de Thomas Hawk. En vista de lo cual, el señor Crab me propuso liquidar inmediatamente al director del Gad-Fly, empleando el estilo más feroz que me fuera posible. Así lo hice sin perder un instante, escribiendo una reseña del «Aceite de Bob» (el original) que ocupaba treinta y seis páginas del Lollipop. Lo cierto es que hacer de Thomas Hawk me resultó una ocupación mucho menos pesada que la de poetizar. Puse en práctica un método y todo resultó muy fácil. He aquí mi método: en un remate compré ejemplares baratos de los Discursos, de Lord Brougham, las Obras completas de Cobbett, el Diccionario del nuevo slang, el Arte de desairar, El aprendiz de injurias (edición in folio) y La lengua, de Lewis G. Clarke. Corté dichos volúmenes y luego, colocando las tiras en una sierra, separé cuidadosamente todo lo que podía considerarse como decente (apenas nada), reservando las frases duras, que arrojé a un gran pimentero de hojalata con agujeros longitudinales, por los cuales podía salir una frase entera sin que sufriera el menor daño. La mezcla quedaba entonces pronta para el uso. Cuando me tocaba hacer de Thomas Hawk untaba un pliego con clara de huevo; luego, desgarrando la obra que debía reseñar en la misma forma en que había desgarrado previamente los libros (solo que con más cuidado, para que cada palabra quedase separada), arrojaba las tiras en la pimentera, donde se hallaban las otras, ajustaba la tapa, daba una sacudida al recipiente y dejaba caer la mezcla sobre el pliego engomado, donde no tardaba en pegarse. El efecto logrado fascinaba y era bellísimo de ver. Por cierto que las reseñas que obtuve mediante este simple método jamás han sido superadas y constituían el asombro del mundo. Al principio, a causa de mi timidez (fruto de la inexperiencia), me sentí algo desconcertado por cierta inconsistencia, cierto aire bizarre (como decimos en Francia) que presentaba la composición. No todas las frases coincidían (como decimos en anglosajón). Muchas eran sumamente sesgadas. Algunas estaban incluso patas arriba, y estas últimas sufrían siempre en su eficacia a causa de dicho accidente, con excepción de los párrafos del señor Lewis Clarke, los cuales eran tan vigorosos que no parecían perder nada por la posición en que quedaban, sino que producían el mismo efecto satisfactorio y feliz de cabeza o de pie.

Resulta un tanto difícil determinar lo que fue del director del Gad Fly después de la publicación de mi crítica sobre el «Aceite de Bob». La conclusión más razonable es que lloró tanto que acabó por morirse. Sea como fuere, desapareció de la Tierra y nadie ha vuelto a saber nada de él.

Cumplida satisfactoriamente esta tarea y aplacada la ira, me convertí de golpe en el favorito del señor Crab. Me dio su confianza, me confirmó en mis funciones como el Thomas Hawk del Lollipop, y como por el momento no podía pagarme, me dejo usar sus consejos a discreción.

—Querido Thingum —me dijo cierta noche después de cenar—. Respeto su talento y lo quiero como a un hijo. Será usted mi heredero. Cuando muera, le dejaré el Lollipop. Mientras, haré de usted un hombre… Lo prometo, siempre que siga mis consejos. La primera cosa que debe hacer es quitarse de encima al viejo cargoso.

—¿A quién? —pregunté.

—A su padre.

—¡Ah! Comprendo lo de cargoso, en efecto.

—Tiene usted que hacer fortuna, Thingum —continuó el señor Crab—, y su padre es como una rueda de molino que lleva atada al cuello. Tenemos que cortarla inmediatamente.

Yo saqué el cuchillo.

—Debemos cortarla —agregó el señor Crab— de una vez por todas y para siempre. Ese viejo es una molestia. Bien pensado, debería usted darle de puntapiés o de bastonazos, o algo por el estilo.

—¿Qué diría usted —sugerí modestamente— de darle primero los puntapiés, luego los bastonazos y terminar retorciéndole la nariz?

El señor Crab me miró pensativo un momento y después respondió:

—Pienso, señor Bob, que lo que usted propone es precisamente lo que se requiere, y que está muy bien hasta cierto punto, pero los barberos son gentes difíciles de pelar, y por eso me parece que, después de cumplir con Thomas Bob las operaciones sugeridas, sería aconsejable que procediera a ponerle los ojos negros a puñetazos, de manera tan cuidadosa como completa, a fin de que no pueda volver a verlo a usted en los paseos de moda. Luego de esto, no creo que sea necesario nada más. De todos modos… bien podría revolearlo una o dos veces en el arroyo y confiarlo luego al cuidado de la policía. A la mañana siguiente bastará con que se presente a la comisaría y denuncie que se trata de un asalto.

Me emocionaron los sentimientos que se apreciaban en el consejo del señor Crab y lo llevé inmediatamente a la práctica. Como resultado del mismo, me libré del viejo cargoso y comencé a sentirme independiente y con aires de caballero. Lo malo era que la falta de dinero me afectó mucho las primeras semanas, pero después de haber aprendido a usar mis ojos descubrí cómo tenía que manejar la cosa. Nótese que digo «la cosa», pues estoy informado de que la palabra latina correspondiente es rem. Dicho sea de paso, y ya que hablamos de latín, ¿podría decirme alguien el significado de quocumque y el de modo?

Mi plan era muy sencillo. Compré por menos de nada una decimosexta participación en la revista The Snapping-Turtle. Y eso fue todo. La cosa quedaba terminada así, y el dinero entraba en mi bolsillo. Cierto que hubo algunas cosillas insignificantes por hacer con posterioridad, pero no formaban parte del plan, sino que eran su consecuencia. Por ejemplo, compré pluma, tinta y papel y los puse en furiosa actividad. Habiendo completado un artículo en esta forma, lo titulé: «Fol Lol», por el autor de «Aceite de Bob», y la remití al Goosetherumfoodle. Pero, como esta revista lo declarara «desatino» en sus «Respuestas mensuales a los colaboradores», cambié el título del artículo por el de: «Hey-Diddle-Diddle», por Thingum Bob, Esq., autor de la «Oda sobre el Aceite de Bob» y director de The Snapping-Turtle. Así corregido, volví a enviarlo al Goosetherumfoodle, y mientras esperaba la respuesta, publiqué diariamente en The Snapping-Turtle seis columnas de lo que cabe calificar de investigación filosófica y analítica de los méritos literarios del Goosetherumfoodle, así como de la persona de su director. Al final de la semana, el Goosetherumfoodle descubrió que, para su equivocación, había confundido un estúpido artículo titulado «Hey-Diddle-Diddle», escrito por algún ignorante anónimo, con una gema de resplandeciente brillo que respondía al mismo título y que era obra de Thingum Bob, Esq., el celebrado autor del «Aceite de Bob». El Goosetherumfoodle lamentaba sinceramente este accidente, y prometía que el verdadero «Hey-Diddle-Diddle» sería publicado en el número siguiente.

La verdad es que pensé, realmente pensé, lo pensé en el momento, lo pensé entonces y no tengo razón para pensar de otro modo ahora, que el Goosetherumfoodle se había equivocado de verdad. Con las mejores intenciones del mundo, jamás he conocido nada capaz de tantas equivocaciones como esa revista. A partir de ese día empecé a tomarle simpatía, y el resultado fue que no tardé en comprender la profundidad de sus méritos literarios y no dejé de explayarme sobre ellos en The Snapping-Turtle, toda vez que se me presentaba oportunidad. Y cabe considerar como una coincidencia muy peculiar, como una de esas muy notables coincidencias que hacen pensar seriamente a un hombre, que esa total modificación de mis opiniones, que ese completo bouleversement (como decimos en francés), que ese absoluto enmarañamiento (si se me permite emplear esta palabra poderosa de los indios choctaws) entre mis opiniones, por una parte, y las del Goosetherumfoodle, por la otra, volviera a producirse, a breve intervalo y en condiciones similares, entre el Rowdy-Dow y yo y entre el Hum-Drum y yo.

Fue así como, por un golpe maestro de genialidad, logré el éxito llenándome los bolsillos de dinero. Así fue también como empezó verdaderamente esa brillante carrera que me hizo ilustre y que hoy me permite decir con Chateaubriand: «He hecho historia» (J’ai fait l’histoire). Sí, he hecho historia. Desde aquella época que acabo de contar, mis acciones son propiedad del género humano. El mundo entero las conoce. Me parece inútil, pues, detallar cómo, remontándome rápidamente, me convertí en heredero del Lollipop, cómo uní esta revista con el Hum-Drum y cómo adquirí luego el Rowdy-Dow, combinando las tres publicaciones; y cómo, finalmente, hice una oferta al único rival remanente y reuní toda la literatura de la región en una sola y magnífica revista, conocida en todas partes con el nombre de

Rowdy-Dow, Lollipop, Hum-Drum y Goosetherumfoodle.

Sí. He hecho historia. Mi fama es universal. Se extiende hasta los más alejados confines de la tierra. No puede usted abrir un periódico sin encontrar en él alguna alusión al inmortal Thingum Bob. El señor Thingum Bob dijo esto, el señor Thingum Bob escribió aquello y el señor Thingum Bob hizo lo de más allá. Pero soy humilde y muero con el corazón lleno de sencillez. Después de todo, ¿qué es ese algo indescriptible que los hombres persisten en llamar «genio»? Coincido con Buffon y con Hogarth: no es más que perseverancia.

¡Contempladme! ¡Cuánto trabajé, cuánto luché, cuánto escribí! ¡Oh, dioses, lo que habré escrito! Siempre ignoré la palabra «facilidad». De día no me apartaba de mi mesa y de noche, pálido estudiante, veía consumirse la vela. Deberíais haberme visto; sí, deberíais. Me inclinaba a la derecha. Me inclinaba a la izquierda. Me sentaba hacia delante. Me sentaba hacia atrás. Me sentaba con la cabeza baja (como dicen los indios kickapoos), pegando mi cara a la página en blanco. Y todo el tiempo escribía. A través de la alegría y del dolor, escribía. Con hambre y con sed, escribía. Fuera buena o mala mi reputación, escribía. Con la luz del sol o la luz de la luna, escribía. Inútil decir qué escribía. ¡El estilo… eso era todo! Lo tomé de Fatquack… ¡ejem, ejem!… y ahora mismo os estoy dando una muestra.