Como todos saben, los Reyes Magos Sabios vienen de Oriente, y el señor Toco-y-me-voy-Cabeza-de-bala también, o sea que el señor Cabeza-de-bala era sabio. Si hiciera falta otra prueba, hela aquí: el señor Cabeza-de-bala era director de un diario. La ira era su único lado débil, porque la terquedad de la cual se lo acusaba no era una debilidad, ya que él la consideraba justamente como su característica más fuerte. Allí estaba su virtud, y hubiera hecho falta toda la lógica de un Brownson para convencerlo de que estaba equivocado.
He demostrado que el señor Toco-y-me-voy-Cabeza-de-bala era sabio; la única ocasión en que no se mostró iracundo fue cuando abandonó el legítimo hogar de todos los sabios, el oriente, y se fue a la ciudad de Alejandrópolis, o a cualquier lugar de nombre parecido, en el oeste. Debo decir a su favor que, cuando decidió instalarse en dicha ciudad, estaba convencido de que en esta parte del país no existía ningún diario y, por tanto, ningún director. Al fundar La Tetera, esperaba ser el único empresario periodístico. Estoy seguro de que jamás se le habría ocurrido instalarse en Alejandrópolis si hubiera sabido que en Alejandrópolis vivía un caballero llamado John Smith (o algo así), quien, durante muchos años, había engordado publicando La Gaceta de Alejandrópolis. Vale decir que, solo por haber sido malinformado, el señor Cabeza-de-bala vino a parar a Alejan... Llamémosle Ópolis, para abreviar.
Pero, una vez que estuvo ahí, decidió mantener su reputación de terqu... de seguridad, y se quedó. Hizo algo más: desempaquetó su prensa, su tipo, etcétera, etcétera, alquiló un local ubicado exactamente enfrente de La Gaceta y, a la tercera mañana de su llegada, lanzó el primer número de La Tetera de Alejan..., vale decir La Tetera de Ópolis, que así, si mis recuerdos no me engañan, se llamaba el nuevo diario.
El editorial, debo admitirlo, era lúcido, por no decir duro. Se mostraba cruel con todas las cosas en general, y en particular, con el director de La Gaceta, quien quedaba hecho trizas. Algunas observaciones de Cabeza-de-bala eran tan terribles que desde entonces me he visto obligado a considerar a John Smith –quien todavía vive– como una especie de lagartija. No pretendo reproducir literalmente todas las frases de Cabeza-de-bala, pero una de ellas era esta:
«¡Oh, sí! ¡Oh, ya vemos! ¡Oh, indudablemente! El director de enfrente es un genio... ¡Oh, dioses! ¡Oh, cielos! ¿A qué ha llegado el mundo? ¡O Témpora! ¡O mores!
Semejante filípica, tan agresiva y tan clásica, cayó como una bomba entre los hasta entonces pacíficos ciudadanos de Ópolis. Grupos de excitados vecinos se juntaban en las esquinas. Todos esperaban con ansiedad la respuesta del noble Smith, la cual apareció al día siguiente en esta forma:
Extraemos de La Tetera de ayer el siguiente párrafo: «¡Oh, sí! ¡Oh, ya vemos! ¡Oh, indudablemente! ¡Oh, dioses! ¡Oh, cielos! ¡O témpora! ¡O mores!» ¡Vamos! ¡Pero este hombre es todo O! Esto explica su razonamiento circular y que no tenga ni pies ni cabeza lo que dice. Estamos plenamente convencidos de que el pobre hombre es incapaz de escribir una sola palabra que no contenga una O. ¿Será su costumbre? Dicho sea de paso, este sujeto llegó del este con gran precipitación. ¿No habrá cometido algún dolo, o tendrá tantas deudas como las que ya tiene aquí? ¡Oh, es lamentable!
No intentaré describir la indignación del señor Cabeza-de-bala ante estas escandalosas insinuaciones. Contra lo imaginable, sin embargo, y de acuerdo con el principio de las plumas de pato sobre las cuales resbala el agua, no era el ataque a su integridad lo que más le ofendía. Lo que le desesperaba era que se burlaran de su estilo. ¡Cómo! ¡Él, Toco-y-me-voy Cabeza-de-bala, incapaz de escribir una palabra que no contuviera una O! Bien pronto iba a probar a ese ganapán que estaba equivocado. ¡Sí, ya le mostraría hasta qué punto estaba equivocado! El señor Toco-y-me-voy Cabeza-de-bala, procedente de Ranápolis, demostraría al señor John Smith que él era capaz de redactar, si así le parecía, un párrafo completo... ¡un artículo entero!... donde tan despreciable vocal no figuraría ni una sola vez. ¡Pero no! Eso significaría inclinarse ante el susodicho John Smith. El señor Toco-y-me-voy-Cabeza-de-bala no cambiaría en nada su estilo, y menos para satisfacer los caprichos de un tal Smith. ¡Viva la O! Persistiría en la O. Sería todo lo terc-O que pudiera. Lleno de pasión ante lo caballeresco de tal determinación, el gran Toco-y-me-voy se limitó a insertar en La Tetera el siguiente párrafo alusivo al triste asunto:
«El director de La Tetera tiene el honor de informar al director de La Gaceta que (LaTetera) aprovechará su edición de mañana para convencer (a La Gaceta) de que (La Tetera) puede y ha de ser su propio amo en materia de estilo, y que (La Tetera), con objeto de mostrar (a La Gaceta) el supremo desprecio que las críticas (de La Gaceta) provocan en el seno independiente (de La Tetera), compondrá para especial satisfacción (?) (de La Gaceta) un artículo de fondo de cierta extensión, en el cual tan hermosa vocal –emblema de la Eternidad–, tan inofensiva para la hiperexquisita sensibilidad (de La Gaceta) no ha de ser ciertamente evitada por este muy obediente y humilde servidor (de La Gaceta). La Tetera.»
En cumplimiento de tan venerable amenaza, vagamente insinuada antes de ser claramente enunciada, el gran Cabeza-de-Bala hizo oídos sordos a todos los pedidos de «material» y, limitándose a decir a su director que se fuera a la mierda, en momentos en que este (el director) le aseguraba que ya era tiempo de que La Tetera entrara en prensa, el gran Cabeza-de-Bala hizo oídos sordos y pasó la noche quemándose las pestañas, absorto en la composición del párrafo que sigue:
«¡Oh, John; oh, bobo! ¿Cómo lo tomo, lomo con plomo? ¡Concord, John, con todo! ¡Pronto, mono romo! ¡Oh, oso, topo, lobo, pollo! ¡No mozo, no! ¡Tonto goloso! ¡Coloso sordo! ¡Horror, John! ¡Voz con coros locos! ¿Somos bobos nosotros? ¡Tordo rojo! ¡Pon hombros, otoño con Concord, los colonos!»
Extenuado, como es natural, por semejante esfuerzo, el gran Toco-y-me-voy no fue capaz de ocuparse aquella noche de otra cosa. Sereno, pero al mismo tiempo vigilante, le dio su manuscrito al aprendiz tipógrafo y, tras ello, marchando sin apuro a casa, se fue a dormir tranquilo.
El aprendiz a quien había sido confiado el párrafo se dispuso a componer el manuscrito. Dado que la palabra inicial era ¡Oh...!, zambulló la mano en el agujero correspondiente al signo de admiración y la retiró triunfante con uno de dichos signos. Entusiasmado por el éxito, se lanzó de inmediato y con gran ímpetu al cajón de las letras O mayúsculas, pero ¿quién describirá su horror cuando sus dedos volvieron sin la letra? ¿Quién dirá su asombro y su furia al notar, mientras se frotaba los nudillos, que su mano no había hecho otra cosa que tantear el fondo de un cajón vacío? En el compartimento de las letras O mayúsculas no quedaba una sola O mayúscula; y, lanzando una ojeada temerosa al de las O minúsculas, el aprendiz comprobó para su espanto que tampoco había allí ninguna letra. Horrorizado, su primer impulso fue correr en busca del director.
—¡Oh, señor! —jadeó, tratando de recobrar el aliento—. ¡No puedo componer nada si me faltan las letras O!
—¿Qué carajo quieres decir? —gruñó el director, malhumorado por el retraso de la edición.
—¡Señor... no queda ni una letra O en la caja... ni grande ni chica!
—¿Cómo? ¿Y dónde mierda han ido a parar todas las que había?
—No sé, señor —dijo el chico—, pero uno de los aprendices de La Gaceta anduvo dando vueltas por aquí toda la noche, y a mí me parece que se las debe de haber robado.
—¡Que el infierno se lo trague! ¡Claro que sí! —gritó el director, rojo de ira—. No importa, Bob, yo te diré lo que has de hacer. En la primera ocasión que tengas entras allá y les sacas todas las letras I que tengan... ¡y las zetas también, malditos sean!
—De acuerdo —dijo Bob, guiñando el ojo—. Ya lo creo que iré y les haré una buena. Pero... ¿y este párrafo? Hay que componerlo esta noche, porque si no...
—Ya veo —dijo el director, suspirando profundamente—. ¿Es un párrafo largo, Bob?
—No es muy largo —opinó Bob.
—¡Bueno, entonces arréglate como puedas! Sea como sea, tenemos que entrar de una vez por todas en prensa —agregó distraídamente el director, metido hasta los codos en su trabajo—. En vez de O pon cualquier otra letra; de todos modos nadie va a leer lo que este tipo escribe.
—Muy bien —dijo Bob, y se volvió corriendo a su caja, mientras murmuraba para sí: «¿Conque tengo que ir a sacarles todas las letras i y las zetas, eh? ¡Pues yo soy el hombre para eso!».
La verdad es que Bob, aunque solo tenía doce años, estaba pronto para afrontar cualquier lucha, siempre que no fuera muy dura. La orden que acababa de darle el director no era demasiado rara, pues cosas así suelen ocurrir en las imprentas. Aunque me resulta imposible explicarlo, cuando eso sucede, se acude siempre a la x como sustituto de la letra faltante. Quizá la razón resida en que la x sobra en las cajas de composición (o, por lo menos, así ocurría en otros tiempos), por lo cual los impresores se han ido acostumbrando a emplearla para suplir otras letras. En cuanto a Bob, frente a un caso como el presente, hubiera considerado escandaloso emplear otra letra que la x, pues tal era su costumbre.
—Tendré que ponerle x a este párrafo —se dijo, mientras lo leía asombrado—, pero que me cuelguen si no es el párrafo con más letras O que he visto en mi vida.
Inflexible, sin embargo, procedió a componer usando la x, y así entró el párrafo en prensa.
A la mañana siguiente, la población de Ópolis se quedó de una pieza al leer en La Tetera el siguiente extraordinario artículo:
«¡Xh, Jxhn; xh, bxbx! ¿Cxmx lx txmx, lxmx cxn plxmx? ¡Cxncxrd, Jxhn, cxn txdx! ¡Prxntx, mxnx rxmx! ¡Xh, xsx, txpx, lxbx, pxllx! ¡Nx mxzx, nx! ¡Txntx gxlxsx! ¡Cxlxsx sxrdx! ¡Hxrrxr, Jxhn! ¡vxz cxn cxrxs lxcxs! ¿Sxmxs bxbxs nxsxtrxs? ¡Txrdx rxjx! ¡Pxn hxmbrxs, xtxñx cxn Cxncxrd, lxs cxlxnxs!»
Es difícil pensar en la conmoción causada por este artículo místico y esotérico. La primera idea que circuló entre la gente fue que en esos jeroglíficos se encerraba alguna conspiración satánica, por lo cual hubo una marcha hacia la casa de Cabeza-de-Bala, para lincharlo. Pero dicho caballero no estaba allí. Se había evaporado, sin que nadie supiera decir cómo, y desde entonces no se ha vuelto a ver ni siquiera su fantasma.
Incapaz de descifrar al verdadero objeto de su ira, la muchedumbre fue calmándose de a poco, dejando a modo de sedimento diversas opiniones sobre este desventurado tema.
Un caballero opinaba que todo había sido una broma. Otro sostuvo que Cabeza-de-Bala había mostrado una fantasía exuberante. Un tercero lo declaró estrafalario. Un cuarto suponía que era un plan para expresar enojos. Un quinto hablaba de un ejemplo para la posteridad.
Para todo el mundo resultaba claro que Cabeza-de-Bala había sido arrastrado a tales extremos y, puesto que dicho director había desaparecido, se habló en cierto momento de linchar al que quedaba.
La conclusión más compartida fue que el asunto era inexplicable. Incluso el matemático del pueblo admitió que no encontraba la solución del problema. Como todo el mundo sabía, X representaba una cifra desconocida, una incógnita, pero en este caso (como hizo notar apropiadamente) había además una cantidad desconocida de X.
La opinión de Bob (que mantuvo en secreto su intervención en las X del párrafo) no encontró la atención que a mi juicio merecía, aunque la expresó sin ningún temor. Bob dijo que no tenía dudas sobre el asunto. Era muy sencillo: «Nadie pudo persuadir jamás al señor Cabeza-de-Bala de que bebiera lo que bebían los otros muchachos del pueblo; se pasaba todo el tiempo tomando esa cerveza maldita marca XXX y, como consecuencia, se le mezcló con la bilis y lo volvió extremadamente estrambótico».