Cosas que están por suceder

(Mellontatauta, 1849)

Al director del Lady’s Book:

Tengo el honor de enviarle para su revista un artículo; espero que usted tenga mayor capacidad que yo para entenderlo con claridad. Es una traducción hecha por mi amigo Martin Van Buren Navis (conocido como «El brujo de Poughkeepsie») de un manuscrito raro que hallé hace un año dentro de un botellón tapado, flotando en el Mar Tenebrarum; mar bien descrito por el geógrafo nubio, pero no visitado en nuestros días, salvo por los trascendentalistas y los buscadores de rarezas. Suyo,

Edgar Allan Poe

A bordo del globo Skylark, 1 de abril de 2848

Ahora, mi querido amigo, por sus pecados tendrá que soportar que lo castigue con una carta larga y chismosa. Le digo claramente que voy a castigarlo por todas sus impertinencias y que seré tan aburrida, compleja, incoherente e ingrata como pueda. Además, aquí estoy, enjaulada en un globo mugriento, con cien o doscientos canallas, en un viaje de placer (¡qué idea divertida tienen algunas personas del placer!), y sin perspectiva de tocar tierra firme durante un mes por lo menos. Nadie con quien conversar. Nada para hacer. Cuando una no tiene nada para hacer, ha llegado el momento de escribir a los amigos. ¿Comprende usted por qué le escribo esta carta? A causa de mi tedio y sus pecados. Acomode sus gafas y prepárese para el aburrimiento. Voy a escribirle todos los días durante este viaje aborrecible. ¡Ay! ¿Cuándo será visitado el pericráneo humano por algún hallazgo? ¿Estamos condenados eternamente a los mil problemas del globo? ¿Nadie creará una forma más veloz de transporte? Esta marcha lenta es una verdadera tortura. ¡Palabra, no hemos hecho más de ciento sesenta kilómetros desde que partimos! Hasta los pájaros nos pasan. Le aseguro que no exagero. Nuestro movimiento, sin duda, parece más moroso de lo que realmente es, por no tener objetos de referencia para calcular nuestra velocidad y porque vamos a favor del viento. Indudablemente, cuando encontramos otro globo, tenemos la posibilidad de medir lo rápido que volamos, y entonces, lo admito, las cosas no parecen tan malas. Acostumbrada como estoy a este modo de viajar, no puedo evitar una especie de vértigo cuando un globo pasa en una corriente situada directamente encima de la nuestra. Siempre me parece una enorme ave de presa a punto de caer sobre nosotros y de llevarnos en sus garras. Esta mañana pasó uno, a la salida del sol, y tan cerca que su cuerda-guía rozó la red que sujeta la barquilla, causándonos temor. Nuestro capitán dijo que, si el material del globo hubiera sido la seda mala barnizada de quinientos o mil años atrás, hubiéramos sufrido daños inevitables. Esa seda, como me lo explicó, era un tejido hecho con las entrañas de una especie de gusano de tierra. El gusano era cuidadosamente alimentado con moras y, cuando estaba bien gordo, lo aplastaban en un molino. La pasta así obtenida recibía el nombre de papiro en su primer estado, y sufría varios procesos hasta convertirse finalmente en «seda». ¡Cosa extraña, en un tiempo fue muy admirada como artículo de vestimenta femenina! Los globos también se construían con seda. Una clase mejor de material, según parece, se encontró después en el plumón que rodea las cápsulas de las semillas de una planta vulgarmente llamada euforbia, pero que en aquella época la botánica llamaba vencetósigo. Esta última clase de seda recibía el nombre de Seda-Buckingham, duraba más y se la barnizaba con una emulsión de caucho, sustancia que en algunos aspectos debe de haberse parecido al látex del árbol de la gutapercha, ahora de uso común. Este caucho merecía en ocasiones el nombre de goma de la India y se trataba, sin duda, de uno de los numerosos hongos existentes. No me dirá usted otra vez que en el fondo no soy una verdadera arqueóloga. Hablando de cuerdas-guías, parece que la nuestra acaba de hacer caer al agua a un hombre que viajaba en una de las pequeñas embarcaciones propulsadas magnéticamente que surcan como enjambres el océano a nuestros pies; se trata de un barco de unas seis mil toneladas y, a lo que parece, vergonzosamente sobrecargado. No se debería permitir a esos barcos minúsculos la transportación de tantos pasajeros. Como es natural, no se permitió al hombre que volviera a bordo y, muy pronto, él y su salvavidas se perdieron de vista. Me alegra, querido amigo, vivir en una edad demasiado ilustrada para suponer que cosas tales como los meros individuos puedan existir. La verdadera Humanidad solo se preocupa por la masa. Y ya que estamos hablando de la humanidad, ¿sabía usted que nuestro inmortal Wiggins no es tan original en su concepción de las condiciones sociales y otros puntos análogos, como sus contemporáneos parecen suponer? Pundit me asegura que las mismas ideas fueron formuladas de igual modo, hace mil años, por un filósofo irlandés llamado Peletero, a causa de que tenía un negocio al menudeo para la venta de pieles de gato y otros animales. Pundit sabe, como no lo ignora usted, y no es posible que se engañe. ¡Qué bien vemos verificada todos los días la observación del hindú Aries Tottle, según la cita Pundit! «Cabe así sostener que no una, o dos, o pocas veces, sino repetidas casi hasta el infinito, las mismas opiniones giran en círculo entre los seres humanos».

2 de abril

Hoy nos comunicamos con la embarcación magnética que está a cargo de la sección central de los alambres telegráficos flotantes. Cuando este dispositivo fue puesto en funcionamiento por Morse, parecía imposible llevar los alambres a través del mar, pero ahora lo imposible es entender cuál era el problema. Así cambia el mundo. Los tiempos cambian. Tempora mutantur. Discúlpeme por citar en etrusco. ¿Qué haríamos sin el telégrafo atalántico? (Pundit dice que antes se escribía Atlántico, y era un viejo adjetivo.) Hicimos alto unos minutos para hablar con los de la embarcación y, entre otras noticias magníficas, nos enteramos de que hay guerras civiles en África, mientras la peste cumple una magnífica tarea en Yurope y en Ayesher. ¿No es notable que, antes de que la humanidad iluminara brillantemente la filosofía, el mundo tuviera la costumbre de considerar las guerras y las pestes como calamidades? ¿Sabía usted que en los antiguos templos se elevaban plegarias para que esos males (!) no devastaran la humanidad? ¿No resulta difícil entender cuáles eran los principios e intereses que movían a nuestros antepasados? ¿Estaban tan ciegos como para no darse cuenta de que la destrucción de una multitud de individuos representaba un beneficio para la masa?

3 de abril

Es muy entretenido subir por la escalera de cuerda que conduce a la parte alta del globo y mirar desde allí el mundo que nos rodea. Desde la barquilla, como bien sabe usted, el panorama no es tan amplio, pues poco se alcanza a ver verticalmente. Pero sentada aquí (desde donde le escribo), en la plaza abierta, lujosamente cubierta de almohadones, de la parte superior del globo, se puede ver todo lo que ocurre en cualquier dirección. En este momento veo una aglomeración de globos, que presentan un aspecto sumamente animado, mientras el aire resuena con el zumbido de millones de voces humanas. He oído decir que cuando Amarillo (o como Pundit afirma, Verde), que, según parece, fue el primer aeronauta, sostenía la posibilidad de atravesar la atmósfera en todas direcciones, subiendo o bajando hasta encontrar una corriente favorable, sus contemporáneos no le prestaban atención, creyéndole una especie de loco ingenioso, y todo ello porque los filósofos (!) del momento declaraban que la cosa era imposible. Me resulta inexplicable cómo una cosa tan factible pudo escapar a la sagacidad de los antiguos savants (esas personas con capacidades mentales diferentes que demostraban habilidades y saberes por encima del promedio). Pero en todas las edades, los mayores obstáculos al progreso en las artes han sido creados por los así llamados hombres de ciencia. Ciertamente, nuestros hombres de ciencia no son tan intolerantes como los de antaño... Pero tengo algo muy raro que decirle al respecto. ¿Sabía usted que apenas han pasado mil años desde que los metafísicos consintieron en desengañar a la gente de la fantasía de que solo existían dos caminos posibles para llegar a la verdad? ¡Créalo! Parece ser que hace mucho, muchísimo, en la noche de los tiempos, vivió un filósofo turco (o hindú) llamado Aries Tottle. Esta persona introdujo, o al menos propagó lo que se dio en llamar el método de investigación deductivo o a priori. Empezó postulando axiomas o «verdades evidentes por sí mismas», y de ahí pasó «lógicamente» a los resultados. Sus discípulos más notables fueron un tal Neuclides y un tal Cant. Pues bien, Aries Tottle se mantuvo inexpugnable hasta la llegada de un tal Hog, apodado «el pastor de Ettrick», que predicó un sistema por completo diferente, que llamó inductivo o a posteriori. Su hipótesis remitía todo a la sensación. Hog observaba, analizaba y clasificaba los acontecimientos –instantioe naturoe, como se les llamaba afectadamente– en leyes generales. En una palabra, el método de Aries Tottle se basaba en noumena, y el de Hog, en phenomena. Tanta adhesión lograba este sistema que Aries Tottle quedó inmediatamente desacreditado. Luego recuperó terreno y se le permitió compartir el reino de la verdad con su contrincante más moderno. Los savants sostuvieron que las vías aristotélicas y baconianas eran los únicos caminos posibles del conocimiento. Como usted sabe, «baconiano» es un adjetivo inventado para reemplazar a «hogiano», por ser más melodioso y decente. Ahora bien, querido amigo, le aseguro que expongo esta cuestión del modo más sincero y basándome en las autoridades más sólidas; fácilmente podrá comprender, pues, cómo una noción tan absurda debió retrasar el progreso de todo saber real, que avanza casi invariablemente por saltos intuitivos. La noción antigua reducía la investigación a un mero reptar, y durante siglos, la ciega creencia en Hog hizo que se dejara de pensar. Nadie se atrevía a expresar una verdad originada en su propia alma. Ni siquiera valía que aquella verdad fuese demostrable, pues los tercos savants de la época solo se fijaban en el camino por el cual se había llegado a ella. No querían ver los fines. «¡Veamos los medios, veamos los medios!», gritaban. Si al investigar los medios se descubría que no encajaban en la categoría Aries (o sea, Carnero), ni en la categoría Hog (o sea, Cerdo), pues bien, los savants se negaban a seguir adelante, declaraban que el «teorizador» era un loco y no querían saber nada con él ni con su verdad.

No se puede asegurar aquí que, gracias al sistema reptil, era posible acumular grandes cantidades de verdad a lo largo del tiempo, la represión de la imaginación era un mal que no se compensaba con ninguna certeza que pudieran dar las viejas técnicas de investigación. El error de aquellos Jurmains, Vrinch, Inglitch, y Amriccans (estos últimos, dicho sea de paso, fueron nuestros antepasados inmediatos) era igual al del sabihondo que se imagina que va a saber más de algo si lo mira a un centímetro de distancia. Aquellas personas quedaban ciegas por culpa de los detalles. Cuando seguían el camino del Cerdo, sus «actos» no siempre eran tales, cosa que en sí hubiera tenido poca importancia de no mediar la circunstancia de que ellos sostenían que sí lo eran, y que tenían que serlo porque se presentaban como tales. Cuando tomaban el camino del Carnero, su marcha era apenas tan recta como los cuernos de un morueco, porque nunca tenían un principio que lo fuera verdaderamente. Debieron de estar muy ciegos para no verlo, aun en su época, porque ya entonces muchos de los «principios establecidos» habían sido impugnados. Por ejemplo, Ex nihilo nihil fit: «un cuerpo no puede actuar donde no está», «no puede haber antípodas», «la oscuridad no puede nacer de la luz»; todas ellas, y una docena de propuestas parecidas, admitidas al comienzo como principios, eran consideradas como insostenibles aun en el período del que hablo. ¡Gente absurda que se empeñaba en tener fe en los principios como base inmutable de la verdad! Aun si se los saca de las obras de sus sofistas más empedernidos, es fácil demostrar la insignificante impalpabilidad de sus principios en general. ¿Quién fue el más profundo de sus lógicos? ¡Veamos! Lo mejor será preguntarle a Pundit; volveré dentro de un minuto. ¡Ah, ya lo tengo! He aquí un libro escrito hace casi mil años y recientemente traducido del Inglitch (que, dicho sea de paso, parece haber constituido los rudimentos del Amriccan). Pundit afirma que se trata de la obra antigua más inteligente sobre la lógica. El autor (muy famoso en su época) era un tal Miller o Mill, y nos enteramos que era dueño de un caballo de molino que se llamaba Bentham. Pero estudiemos el texto: «La capacidad o la incapacidad de concebir algo –dice con acierto el señor Mill– no debe considerarse en ningún caso como criterio de verdad absoluta». ¿Qué moderno que esté en sus cabales osaría discutir esta obviedad? Lo único que puede sorprendernos es cómo al señor Mill se le ocurrió decir una cosa tan obvia. Todo esto está muy bien... pero demos vuelta la página. ¿Qué hallamos? «Dos cosas contradictorias no pueden ser ambas verdaderas, vale decir, no pueden coexistir en la naturaleza.» El señor Mill quiere decir, por ejemplo, que un árbol tiene que ser un árbol o no serlo, o sea, que no puede al mismo tiempo ser un árbol y no serlo. De acuerdo, pero yo le pregunto por qué. Y él responde, muy seguro de lo que dice: «Porque es imposible imaginar que dos cosas contradictorias sean ambas verdaderas». Ahora bien, esto no es una contestación admisible, ya que nuestro autor acaba de admitir como obviedad que «la capacidad o la incapacidad de concebir algo no debe considerarse en ningún caso como criterio de verdad absoluta». No me quejo de los antiguos porque su lógica fuera infundada, fantasiosa y sin el menor valor, sino por su pomposa y estúpida prohibición de todos los otros caminos de la verdad, de todos los otros medios para alcanzarla y su obstinada limitación a los dos absurdos senderos –uno para arrastrarse y otro para reptar– donde se atrevieron a encerrar el Alma que no quiere otra cosa que volar. Dicho sea de paso, querido amigo, ¿no cree usted que nuestros antiguos dogmáticos se hubieran asombrado si hubieran tenido que establecer por cuál de sus dos caminos se había logrado la más importante y sublime de todas sus verdades? Me refiero a la verdad de la Gravedad. Newton la debió a Kepler. Kepler admitió que había conjeturado sus tres leyes, esas tres leyes admirables que llevaron al gran matemático inglitch a su principio, esas leyes que eran la base de todo principio físico y para ir más allá de las cuales tenemos que entrar en el universo de la metafísica. Sí, Kepler supuso... es decir, imaginó. Era esencialmente un «teorizador», término hoy sacrosanto y que antes era un insulto. Y aquellos viejos topos, ¿no habrían sentido la misma perplejidad si hubiesen tenido que explicar por cuál de los dos «caminos» descifra un criptógrafo un mensaje en clave secreta, y por cuál de los dos caminos encaminó Champollion a la humanidad hacia esas duraderas e innumerables verdades que se derivaron de la incógnita de los jeroglíficos? Una palabra más sobre este tema y termino de aburrirlo. ¿No es raro que, con su cháchara sobre los caminos de la verdad, los fanáticos no observaran el gran camino que nosotros hoy vemos con tanta claridad, el camino de la coherencia? ¡Qué raro que no hayan podido deducir de las obras de Dios el hecho vital de que toda perfecta coherencia debe ser una verdad absoluta! ¡Qué evidente ha sido nuestro progreso desde que esta afirmación fue formulada! Las investigaciones fueron arrancadas de las manos de los topos y confiadas como tarea a los auténticos pensadores, a los humanos de imaginación apasionada. Estos últimos teorizan. ¿Puede usted imaginar el clamor de escarnio que hubieran provocado mis palabras en nuestros padres si pudieran inclinarse sobre mi hombro para ver lo que escribo? Estos humanos, repito, teorizan, y sus teorías son modificadas, sometidas, reglamentadas, descartando poco a poco sus residuos incoherentes... hasta que, por fin, se logra una coherencia perfecta; y aun el más necio aceptará que, por ser coherentes, son absoluta e incuestionablemente verdaderas.

4 de abril

El nuevo gas hace maravillas en combinación con la mejora del látex de la gutapercha. ¡Qué buenos, seguros, cómodos y manejables son estos globos modernos! Aquí va uno enorme que se nos acerca a una velocidad de por lo menos doscientos cincuenta kilómetros por hora. Parece lleno de pasajeros (trescientos o cuatrocientos a bordo) y, sin embargo, vuela a mil seiscientos metros de altura, mirándonos desde lo alto con arrogancia. Pero doscientos o trescientos kilómetros por hora representan después de todo una travesía bastante lenta. ¿Recuerda nuestro viaje por tren a través del Kanadaw? ¡Quinientos kilómetros por hora! ¡Eso era viajar! Imposible ver nada... Nuestras únicas ocupaciones consistían en coquetear y bailar en los majestuosos salones. ¿Recuerda qué rara sensación se experimentaba cuando, por casualidad, teníamos una visión fugitiva de los objetos exteriores mientras el tren corría a toda velocidad? Cada cosa parecía única... en una sola masa. Debo decir que yo preferiría viajar en el tren lento, el de ciento cincuenta kilómetros por hora. Había en él ventanillas de vidrio que se podían abrir para ver el paisaje. Pundit dice que el camino por donde pasa el gran ferrocarril del Kanadaw debió haber sido trazado hace aproximadamente novecientos años. Garantiza que se pueden ver las huellas del camino viejo, que corresponden a ese antiquísimo período. Parece que los rieles eran solamente dos; los nuestros tienen una docena de rieles y están en preparación tres o cuatro más. Los rieles viejos eran muy livianos y estaban tan juntos que, para nuestros conocimientos modernos, eran tan insignificantes como peligrosos. El ancho actual de la trocha –quince metros– se considera apenas seguro... Por mi parte, no dudo de que en tiempos remotos debió existir una vía ferroviaria, como lo asegura Pundit; estoy convencida de que hace mucho tiempo, siete siglos por lo menos, el Kanadaw del Norte y el del Sur estuvieron unidos; ni que decir entonces que los kanawdienses se vieron obligados a tender un gran ferrocarril a través del continente.

5 de abril

Me traga el aburrimiento. Pundit es la única persona con quien se puede charlar a bordo, pero el pobre solamente habla de arqueología... Se ha pasado todo el día tratando de convencerme de que los antiguos amricans se gobernaban a sí mismos. ¿Escuchó usted alguna vez un disparate semejante? Sostiene que tenían una especie de confederación donde cada persona era un individuo... a la manera de los «perros de las praderas» que aparecen en las fábulas. Dice que partieron de la idea más extraña jamás imaginada, ¡que todos los hombres nacen libres e iguales! y esto en las mismas narices de las leyes de gradación, tan visiblemente impresas en todas las cosas, tanto en el ámbito moral como en el físico. Todas las personas «votaban» (así lo llamaban), es decir, se inmiscuían en los negocios públicos, hasta que se acabó por descubrir que el negocio de todos es el negocio de nadie, y que la «República» (como llamaban a ese sistema ridículo) carecía completamente de gobierno. Cuentan que el primer caso que desconcertó la autocomplacencia de los filósofos que habían inventado la «República» fue el descubrimiento de que el sufragio universal se prestaba al fraude, por medio del cual se conseguía la cantidad necesaria de votos, sin posibilidad de prevención, y que esto podía llevarlo a cabo cualquier partido político lo bastante vil como para no sentir vergüenza de la estafa. El mínimo razonamiento sobre este hallazgo alcanzó para demostrar con claridad que la picardía debía prevalecer; en una palabra, que un gobierno republicano no podía ser otra cosa que un gobierno de pícaros. Entonces, mientras los filósofos se ocupaban de ruborizarse por su estupidez al no haber previsto males tan inevitables y trataban de inventar nuevas teorías; la cuestión fue bruscamente resuelta por un individuo llamado Turba, quien tomó las cosas por su cuenta e inició un despotismo frente al cual las tiranías de los fabulosos Cerones y Heliopávalos resultaban respetables. Turba (un extranjero, dicho sea de paso) parece haber sido el ser más abominable que haya deshonrado la tierra. Este gigante insolente, avaro y sucio, tenía la hiel de un buey junto con el corazón de una hiena y el cerebro de un pavo real. Pero sirvió para algo, como sucede con las cosas más despreciables, le enseñó a la humanidad una lección que esta no habrá de olvidar: la de no correr jamás en sentido contrario a las analogías naturales. Es imposible encontrarle al republicanismo alguna analogía en la tierra, salvo que tomemos como ejemplo a los «perros de las praderas», excepción que solo sirve para demostrar, si demuestra algo, que la democracia es un sistema perfecto de gobierno... para perros.

6 de abril

Anoche vi bien a Alfa Lyrae, cuyo disco, a través del telescopio del capitán, subtendía un ángulo de medio grado, y tenía el mismo aspecto que presenta el sol en un día nublado. Aunque mucho más grande que el sol, dicho sea de paso, Alfa Lyrae se le parece por las manchas, la atmósfera y otros detalles. Solamente en el último siglo –según me dice Pundit–, comenzó a sospecharse la relación binaria existente entre estos dos astros. El evidente movimiento de nuestro sistema en el espacio había sido considerado (¡cosa rara!) como una órbita en torno a una prodigiosa estrella ubicada en el centro de la Vía Láctea. Se sospechaba que cada uno de estos cuerpos celestes giraba en torno a dicha estrella o a un centro de gravedad común a todos los astros de la Vía Láctea, que se suponía cerca de Alción, en las Pléyades; se calculaba que nuestro sistema completaba su circuito en 117.000.000 de años. Pero a nosotros, con nuestras actuales luces y nuestros grandes telescopios, nos resulta imposible imaginar la base de semejante suposición. Su primer propagandista fue un tal Mudler. Cabe presumir que la analogía lo indujo a postular tan extraña hipótesis, pero de ser así, hubiera debido sostener la analogía en todo el desarrollo de su idea. Al sugerir un gran astro central, Mudler no incurría en nada ilógico. Pero, y desde un punto de vista dinámico, este astro central tendría que ser mucho más grande que todos los otros cuerpos celestes juntos. Cabía entonces preguntarse: «¿Por qué no lo vemos?». Precisamente nosotros, que ocupamos la región media del inmenso racimo, el lugar cerca del cual debería estar situado aquel sorprendente sol central, ¿cómo no lo vemos? Quizá, en este punto, el astrónomo se refugió en una idea de no-luminosidad y, al hacerlo, abandonó la analogía. Pero, aun admitiendo que el astro central no fuera luminoso, ¿cómo explicar que el ejército de resplandecientes soles que van hacia él no lo iluminen? No hay duda de que lo que el sabio sostuvo al final fue la mera existencia de un centro de gravedad común a todos los cuerpos del espacio, pero aquí tuvo que renunciar de nuevo a la analogía. Nuestro sistema gira, es cierto, en torno de un centro común de gravedad, pero lo hace en relación con un sol material cuya masa compensa más que suficientemente la de todo el sistema en conjunto. El círculo matemático es una curva compuesta por infinidad de líneas rectas; pero esta idea del círculo, que con relación a la geometría terrena consideramos como meramente matemática, distinguiéndola de la idea práctica de un círculo, esta idea es la única concepción práctica que cabe mantener con respecto a los titánicos círculos que debemos concebir, por lo menos en la fantasía, cuando suponemos a nuestro sistema y a sus semejantes girando en torno a un punto central de la Vía Láctea. ¡Intente la más potente imaginación humana comprender un circuito tan indecible! Resultaría paradójico indicar que un relámpago, corriendo por siempre en la circunferencia de este sorprendente círculo, correría eternamente en línea recta. El camino de nuestro sol a lo largo de esta circunferencia, la dirección de nuestro sistema en semejante órbita, no puede, para la percepción humana, haberse desviado en lo más mínimo de una línea recta, ni siquiera en un millón de años; imposible suponer otra cosa, pese a lo cual los astrónomos antiguos se dejaban engañar al punto de creer que una comba bien marcada se había hecho visible en el breve período de la historia astronómica en ese punto, en esa absoluta nada de dos o tres mil años. ¡Qué asombroso es que reflexiones como estas no les indicaran inmediatamente la verdad de las cosas... o sea, la revolución binaria de nuestro sol y de Alpha Lyrae en torno a un centro común de gravedad!

7 de abril

Seguimos anoche con nuestra diversión astronómica. Observamos con claridad los cinco asteroides de Neptuno y vimos con interés la instalación de una pesada moldura sobre dos dinteles en el nuevo templo de Dafnis, en la luna. Resultaba divertido pensar que criaturas tan pequeñas como los selenitas y tan poco parecidas a los seres humanos demuestran una lucidez para la mecánica muy superior a la nuestra. Cuesta además creer que las enormes masas que aquellas gentes manejan fácilmente sean tan livianas como nuestra razón nos lo ilustra.

8 de abril

¡Eureka! Pundit brilla de júbilo. Un globo de Kanadaw nos habló hoy, tirándonos varios diarios de reciente publicación. Tienen noticias muy curiosas sobre antigüedades kanawdienses o más bien amricans. Supongo que usted estará enterado de que numerosos obreros se ocupan desde hace varios meses de preparar el terreno para una nueva fuente en Paraíso, el principal jardín privado del emperador. Parece ser que Paraíso, hablando literalmente, fue en tiempos inmemoriales una isla –vale decir que su límite norte estuvo siempre formado (hasta donde lo indican los documentos) por un riachuelo o más bien un brazo delgado del mar–. Este brazo se fue ensanchando gradualmente hasta alcanzar su amplitud actual de un kilómetro y medio. El largo total de la isla es de quince kilómetros; el ancho varía mucho. Toda el área –según dice Pundit– estaba, hace casi ochocientos años, densamente cubierta de casas, algunas de las cuales tenían hasta veinte pisos; por alguna razón se calificaba a la tierra de esta vecindad como especialmente valiosa. Pero el funesto sismo del año 2050 exterminó y arrasó de tal modo la ciudad (pues era demasiado grande para llamarlo pueblo), que los más incansables arqueólogos nunca pudieron conseguir elementos suficientes (como monedas, medallas o inscripciones) para establecer una teoría sobre las costumbres, modos y usos de los nativos. Puede decirse que todo lo que conocemos de ellos es que formaban parte de la tribu salvaje de los Knickerbockers, que saqueaba el continente en la época de su descubrimiento por Recorder Riker, uno de los caballeros del Vellocino de Oro. No eran completamente incultos, cultivaban diversas artes e incluso ciencias, pero a su manera. Se dice que eran muy astutos en ciertos aspectos pero atacados por la rara obsesión de construir lo que llamaban «iglesias», o sea, unas especies de pagodas instituidas para la adoración de dos ídolos denominados Riqueza y Moda. Al final, el noventa por ciento de la isla estaba ocupado por esas «iglesias». Las mujeres, según parece, estaban inexplicablemente desfiguradas por una protuberancia de la zona donde la espalda cambia de nombre, aunque se consideraba que la grandeza de esta parte del cuerpo era el colmo de la belleza, cosa misteriosa. Se han conservado milagrosamente una o dos imágenes de esas mujeres tan originales. Tienen un porte raro... algo entre pavo y dromedario. En fin, tales eran los pocos detalles que teníamos sobre los antiguos Knickerbockers. Parece, sin embargo, que al cavar en el centro del jardín del Emperador (que, como usted sabe, cubre toda la isla), los obreros desenterraron un cubo de granito, evidentemente tallado y que pesaba varios cientos de kilos. Estaba bien conservado, la sacudida que lo había hundido en la tierra no parecía haberlo dañado. En una de sus superficies había una placa de mármol con una inscripción... una inscripción legible. Pundit está extasiado. Al desprender la placa, apareció una cavidad conteniendo una caja de plomo donde había diversas monedas, un rollo de papel con nombres, documentos que tienen el aire de periódicos y otros objetos fascinantes para el arqueólogo. No cabe duda de que se trata de auténticas reliquias amricans, pertenecientes a la tribu de los Knickerbockers. Los diarios arrojados a nuestro globo contienen copias de las monedas, manuscritos, caracteres tipográficos, etc. Reproduzco, para que se entretenga, la inscripción Knickerbocker de la placa de mármol:

Esta piedra fundamental de un monumento a la memoria de GEORGE WASHINGTON fue colocada con las debidas ceremonias el 19 de octubre de 1847, aniversario de la rendición de Lord Cornwallis al General Washington en Yorktown, AD. 1781, bajo los auspicios de la Asociación pro monumento a Washington de la ciudad de Nueva York.

La anterior es traducción literal hecha por Pundit, no puede haber error. De estas pocas palabras conservadas surgen varios conocimientos importantes, entre los cuales el más interesante es que, hace mil años, los verdaderos monumentos habían caído en desuso –lo cual estaba muy bien– y la gente se contentaba, como hacemos nosotros ahora, con una mera indicación de sus intenciones de erigir un monumento en tiempos venideros colocando cuidadosamente una piedra fundamental, «solitaria y sola» (me excusará usted por citar al gran poeta amrican Benton), como aval de tan generoso propósito. Asimismo, de esa extraordinaria piedra sacamos la seguridad del cómo, el dónde y el qué de la gran rendición de que en ella se habla. En cuanto al dónde, fue en Yorktown (dondequiera que se hallara), y por lo que respecta al qué, se trataba del general Cornwallis (sin duda algún comerciante rico en granos). No hay duda de que se rindió. La inscripción conmemora la rendición de... ¿de quién? Pues de «Lord Cornwallis». La única cuestión está en saber por qué querían los salvajes que se rindiera. Pero si recordamos que seguramente se trataba de caníbales, llegamos a la conclusión de que lo querían para hacer chorizos. En cuanto al cómo de la rendición, ningún lenguaje podría ser más claro. Lord Cornwallis se rindió (para servir de chorizo) «bajo los auspicios de la Asociación pro monumento a Washington», sociedad benefactora que se ocupaba de poner piedras fundamentales... ¡Santo Dios! ¿Qué pasa? ¡Ah, ya veo, el globo está descendiendo y vamos a posarnos sobre el mar!

Solo me queda tiempo para agregar que, después de una rápida lectura de los facsímiles que aparecen en los diarios, advierto que los grandes hombres de aquellos días entre los amricans eran un tal John, herrero, y un tal Zacarías, sastre. Adiós, y hasta pronto. No me importa si usted recibe o no esta carta, porque la escribo exclusivamente para divertirme. Pondré de todos modos el manuscrito en una botella y lo tiraré al mar.

Su segura amiga,

PUNDITA$$$$$$$$$