Durante un viaje a pie que hice el verano pasado por un par de los condados fluviales de Nueva York, la puesta del sol me hizo dudar del rumbo a seguir. El camino era muy sinuoso. En la última hora había dado tantas vueltas para mantenerme en los valles, que ya no sabía en qué dirección estaba la bella aldea de B., donde había decidido pasar la noche. El sol apenas había brillado, sin embargo el día fue desagradablemente caluroso. Una niebla humeante, parecida a la del veranillo, envolvía todas las cosas y, por supuesto, resaltaba mis dudas. No me inquietaba mucho la situación. Si no encontraba la aldea antes de ponerse el sol, o aún antes de que oscureciera, era muy posible que apareciese una pequeña granja holandesa o algo por el estilo, aunque, en realidad, los contornos (quizá por ser más pintorescos que fértiles) estuvieran escasamente habitados. En todo caso, con mi mochila por almohada y mi perro por centinela, acampar al aire libre era lo que más me hubiese divertido. Anduve pues, a gusto –Ponto se hizo cargo de mi fusil–, hasta que, al fin, justo cuando empezaba a preguntarme si los pequeños claros que se abrían eran senderos, llegué a un camino carretero. No podía haber error. Las huellas de ruedas eran evidentes y, aunque los altos matorrales y las crecidas malezas se juntaran sobre mi cabeza, no había abajo ningún impedimento, ni siquiera para el paso de un carro montañés de Virginia, el vehículo más ambicioso en su especie. El camino, sin embargo, salvo por el hecho de abrirse paso a través del bosque –si bosque no es un nombre demasiado importante para esa reunión de arbolitos– y las evidentes huellas de ruedas, no se asemejaba a ningún camino visto por mí hasta entonces. Las huellas de las que hablo eran levemente perceptibles, por estar impresas en la superficie firme pero húmeda de algo que se parecía muchísimo al terciopelo verde de Génova. Era césped, evidentemente, pero un césped como rara vez lo vemos fuera de Inglaterra, corto, espeso, parejo y de color vivaz. No había un solo impedimento en el surco de la rueda, ni una brizna, ni una ramita seca. Las piedras que alguna vez obstruyeran el camino habían sido cuidadosamente puestas –no arrojadas– a los costados del sendero, para marcar sus límites con una precisión minuciosa pero descuidada, y siempre pintoresca. Ramilletes de flores silvestres crecían exuberantes.
No sabía qué conclusiones sacar de todo esto. Había arte por todos lados; los caminos son obras de arte. Pero no me asombraba ese exceso de arte manifestado; todo lo hecho allí parecía creado por la naturaleza con poco esfuerzo. Lo que me sorprendía no era esa abundancia, sino la esencia del arte, que me obligaba a sentarme en una de las piedras floridas para mirar con admiración esa avenida mágica durante más de media hora. Cuanto más miraba, más evidente me parecía que todos esos arreglos eran obra de un artista, dotado del más delicado sentido de las formas. La mayor preocupación había sido mantener el justo medio entre la exactitud y el encanto, por un lado, y la fantasía, por el otro. Había pocas líneas rectas, casi siempre interrumpidas. El mismo efecto de curvatura o de color no aparecía más de dos veces, en cualquier perspectiva. Reinaba la variedad en la uniformidad. Era una obra «compuesta», en la cual el más exigente sentido crítico nada hubiera hallado para corregir.
Había doblado hacia la derecha al tomar por ese camino, y entonces, poniéndome de pie, continué en la misma dirección. El sendero era tan sinuoso que en ningún momento podía prever su curso más allá de dos o tres metros. Su aspecto no sufría ningún cambio. En ese momento, el murmullo del agua llegó a mis oídos, y pocos instantes después, en un recodo, descubrí un edificio al pie de un declive. No pude ver con claridad por culpa de la niebla que inundaba el pequeño valle inferior. Sin embargo, se levantó una suave brisa mientras el sol se ponía; y cuando estaba yo de pie en lo alto de la pendiente, la niebla se disipó en jirones y flotó sobre el paisaje.
Mientras, todo se hacía visible en forma gradual, parte por parte; aquí un árbol, allí un reflejo de agua y allá de nuevo la punta de una chimenea; pensé que el conjunto era una de esas ingeniosas ilusiones exhibidas a veces con el nombre de «imágenes fugitivas». En el momento en que la niebla desapareció, el sol bajó detrás de las colinas, y desde allí, como si lo hubieran empujado hacia el sur, apareció otra vez, pleno de brillo purpúreo, a través de un barranco que se abría en el valle desde el oeste. De improviso, entonces, como por arte de magia, el valle entero con todo lo que contenía se hizo visible.
Al primer golpe de vista, cuando el sol llegó a la posición descrita, me conmoví, como cuando era joven y veía la escena final de algún melodrama teatral bien escrito. Ni siquiera faltaba la exuberancia del color, porque la luz salía de la grieta tiñendo todo de naranja y rojo, mientras el verde del césped brillaba en el valle y se reflejaba en todos los objetos a través de la cortina de vapor que seguía suspendida, como si no estuviera dispuesta a irse de un espectáculo tan milagroso y bello. El pequeño valle que yo miraba desde la bruma no podía tener más de cuatrocientos metros de largo mientras su ancho variaba de cincuenta a ciento cincuenta, o quizá doscientos metros. Era más estrecho en su extremidad septentrional, abriéndose de a poco hacia el sur, pero sin exacta regularidad. La parte más ancha estaba a unos ochenta metros del extremo sur. Las cuestas que rodeaban el valle no podían recibir el nombre de colinas, salvo en la parte norte. Allí, un escarpado borde de piedra se elevaba a una altura de casi treinta metros; el valle en este punto no tenía más de quince metros de ancho, pero, a medida que el visitante bajaba hacia el sur desde este acantilado, encontraba a la derecha y a la izquierda pendientes menos altas, menos escarpadas y menos rocosas a la vez. Todo, en una palabra, descendía y se suavizaba hacia el sur y, sin embargo, el valle estaba engalanado por cerros más o menos altos, excepto en dos puntos. De uno de ellos ya he hablado. Quedaba al noroeste, donde el sol poniente se abría camino en el anfiteatro, por una brusca grieta natural abierta en el terraplén de piedra; esta fisura tendría diez metros en su punto más ancho, en la medida en que el ojo podía seguirla. Parecía subir y subir, como un sendero natural, hasta los bosques inexplorados. La otra abertura estaba directamente en el extremo meridional del valle. Allí, por lo general, las pendientes eran apenas inclinaciones que se extendían de este a oeste en unos ciento cincuenta metros. En el centro de esta superficie había una depresión al nivel del valle. La vegetación en el paisaje se suavizaba y descendía hacia el sur. Hacia el norte, en el abrupto precipicio, a unos pasos del borde, aparecían troncos de nogales americanos, negros y castaños mezclados con algunos robles. Las fuertes ramas laterales se extendían sobre el borde del acantilado. Descendiendo hacia el sur se veían árboles más bajos, que parecían pintados por el napolitano Salvatore Rosa. Luego brotaban especies más suaves y amables: olmos, algarrobos, tilos, arces y variedades más graciosas y modestas. Toda la superficie de la pendiente meridional estaba cubierta por matorrales silvestres, con excepción de algún sauce plateado o algún álamo blanco. En el mismo fondo del valle (pues debe tenerse presente que la vegetación hasta aquí mencionada crecía tan solo en los acantilados y en las laderas de las colinas) se veían tres árboles aislados: un olmo espléndido que montaba guardia, un enorme nogal que brotaba en la boca del barranco y una magnolia de tres troncos. Nada puede superar la belleza de las formas, el color y el brillo de las hojas verdes de la magnolia, ni la magnificencia de sus numerosas flores. ¡Imagínense un millón de las más grandes y radiantes! Solo así puede el lector tener alguna idea de la imagen que quisiera describir. La gracia majestuosa de los troncos y los infinitos pimpollos de otros árboles colmaban el valle de perfumes y figuras. El suelo del anfiteatro estaba cubierto de césped, de la misma especie que el del camino y, si es posible, más tupido, aterciopelado y milagrosamente verde. Era difícil imaginar cómo se había logrado tanta belleza.
Describí las dos aberturas que daban al valle. De la situada al noroeste salía un arroyo que bajaba susurrando, entre leve espuma, por el barranco, hasta romper contra las rocas donde brotaba el nogal. Después de rodear al árbol, continuaba hacia el noreste, dejando a la magnolia a unos seis metros al sur, sin cambiar demasiado su curso hasta llegar a un punto intermedio entre los límites este y oeste del valle. En este punto, después de una serie de giros, doblaba en ángulo recto y seguía hacia el sur formando recodos, hasta perderse en un pequeño lago de formas irregulares, casi ovalado, que brillaba cerca del extremo inferior del valle. Esta laguna tenía menos de cien metros de diámetro en la parte más ancha. No existe cristal más claro que sus aguas. El fondo podía verse nítidamente, formado por guijarros blancos y brillantes. Sus orillas, tapizadas del césped esmeralda, descendían ondulando hacia el claro cielo inferior, y tan claro era este cielo, tan perfectamente reflejaba por momentos todos los objetos superiores, que era difícil determinar dónde acababa la verdadera orilla y dónde comenzaba la reflejada. Truchas y otras variedades de peces abundaban en ese estanque. Parecían verdaderos peces voladores, era imposible creer que no estuvieran suspendidos en el aire. Una liviana canoa de abedul, flotaba y se reflejaba con una fidelidad no superada por el espejo mejor pulido. Una pequeña isla, encantadora, llena de espléndidas flores y en la que apenas había el espacio necesario para una pintoresca construcción pequeña, en apariencia una jaula de pájaros, surgía cerca de la orilla norte del lago, a la cual se unía por medio de un puente primitivo de inconcebible levedad. Estaba formado por una sola tabla, ancha y gruesa. Tenía doce metros de largo y cruzaba el espacio entre una y otra orilla trazando un arco suave, pero muy perceptible, que impedía el bamboleo. Del extremo meridional del lago salía una continuación del arroyo que, después de serpentear durante casi treinta metros, pasaba al fin por un socavón en el medio del declive sur y, cayendo por un precipicio, se abría camino hacia el Hudson. La laguna era muy honda, en algunos puntos tenía diez metros de profundidad, pero el arroyo apenas alcanzaba un metro. El fondo y las orillas se mostraban muy limpios.
El verde del césped estaba acentuado por el brillo de algunos arbustos: hortensias, sauquillos, lilas y geranios. El terciopelo de la pradera se veía salpicado por un gran rebaño de ovejas, que erraba en el valle en compañía de tres ciervos domesticados y muchos patos de plumas brillantes. Un perro enorme parecía encargado de vigilar a todos y cada uno de esos animales.
A lo largo de los acantilados del este y el oeste, donde, hacia la parte superior del anfiteatro, los límites eran más o menos escarpados, crecía la hiedra y no permitía ver una roca desnuda. El precipicio norte estaba cubierto de viñas exuberantes; algunas brotaban del suelo, en la base del acantilado, y otras de los bordes de la pared. La ligera elevación que formaba el límite inferior de este pequeño dominio estaba coronada por un muro de piedra, con la altura suficiente para impedir que los ciervos huyeran. Nada parecido a una pared se veía en otra parte. No había necesidad de un cerco artificial; cualquier oveja perdida, sería detenida por la pendiente de roca sobre el cual caía la cascada que atrajera mi atención al acercarme al territorio. En una palabra, la única entrada o salida era una verja que ocupaba un paso rocoso del camino, pocos metros más abajo del lugar donde me detuve a reconocer el paisaje.
He dicho que el arroyo serpenteaba irregularmente durante todo su curso. Sus dos direcciones generales, como lo he explicado, eran primero de oeste a este, y luego de norte a sur. En el codo, la corriente volvía hacia atrás y formaba un bucle circular, dibujando una península que parecía una isla. En esta península había una casa, y cuando digo que esta casa, como la infernal terraza vista por el personaje de William Beckford, el califa Vathek, era de una arquitectura desconocida en los anales de la tierra, aludo a que su conjunto me impresionó, dándome una sensación de novedad y ajuste combinados, en una palabra, de poesía (pues, como no sea con los términos que acabo de emplear, apenas podría dar, de la poesía en abstracto, una definición más precisa).
En realidad, nada más simple y sencilla que esta cabaña. Su valor residía en su colocación artística, parecida a la de un cuadro. Hubiera imaginado que algún eminente paisajista lo había construido con su pincel. El punto desde el cual vi por primera vez el valle no era en modo alguno, aunque estaba cerca, el mejor para observar la casa. La describiré como la vi después, ubicado en el muro de piedra, en el extremo sur del anfiteatro. El edificio principal tenía unos ocho metros de largo por cinco de ancho. La altura total, desde el suelo a la cúspide del tejado, no excedía los seis metros. En el extremo oeste de esta estructura se unía una tercera parte más pequeña y baja. En ángulo recto con estos edificios y detrás del principal, no exactamente en el medio, se extendía un tercer compartimento muy pequeño, en general un tercio menos grande que el ala oeste. Los techos de los dos más grandes eran muy empinados, descendiendo desde el caballete en una larga curva cóncava y extendiéndose algo más de un metro fuera de las paredes, hasta formar los techos de dos aguas. Estos techos no necesitaban soportes, pero como tenían apariencia de necesitarlos, se habían insertado en las esquinas pilares ligeros y lisos. El tejado del ala norte era una simple extensión de una parte del principal. Entre el edificio mayor y el ala oeste se elevaba una chimenea altísima y fina, construida con ladrillos holandeses blancos y rojos, con una ligera cornisa de ladrillos salientes en la punta. Los aleros también se proyectaban. La puerta principal no se hallaba justo en la mitad del edificio, sino un poco hacia el este, mientras las dos ventanas se desplazaban hacia el oeste. Estas últimas no llegaban al suelo, pero eran más largas y estrechas de lo habitual; tenían postigos simples como puertas, con cristales grandes. La mitad superior de la puerta era también de vidrios; un postigo movible la protegía durante la noche. La puerta del ala oeste se abría bajo el alero y era muy simple; una sola ventana miraba hacia el sur. El ala norte carecía de puerta exterior y tenía una sola ventana hacia el este.
En la pared oriental se destacaba una escalera con barandilla. Protegidos por el alero muy saliente, los escalones conducían a un desván, que solo recibía luz de una ventana y parecía haber sido destinado a depósito.
Los accesos al edificio principal no estaban empedrados, como es habitual, pero delante de las puertas y de cada ventana se incrustaban en el césped losas anchas, chatas e irregulares, brindando un paso cómodo. Excelentes senderos del mismo material, no perfectamente colocado, sino con la hierba aterciopelada llenando los intervalos entre las piedras, llevaban aquí y allá, desde la casa, hasta una fuente cristalina, a unos cinco pasos, al camino o a una o dos dependencias que había al norte más allá del arroyo, ocultas por algarrobos. A no más de seis pasos de la puerta principal de la cabaña se veía el tronco seco de un peral, cubierto de arriba a abajo por las magníficas flores de la bignonia. De varias ramas de este árbol colgaban jaulas. Una, un amplio cilindro de mimbre, con un aro en lo alto, mostraba un sinsonte; otra, una oropéndola; una tercera, un pájaro arrocero, mientras tres o cuatro prisiones, más delicadas, resonaban con los cantos de los canarios. En los pilares se entrelazaban jazmines y madreselvas, mientras del ángulo formado por la estructura principal y su ala oeste, en el frente, brotaba una viña exuberante. Rechazando toda contención, había trepado primero al tejado más bajo, luego al más alto, y a lo largo del caballete de este último continuaba enroscándose, lanzando zarcillos a derecha e izquierda, hasta llegar al gablete del este para volcarse sobre la escalera.
Toda la casa, con sus alas, estaba construida en pizarra, según el viejo estilo holandés, tejas anchas y sin redondear en las puntas. Una peculiaridad de este material es que da a las casas la apariencia de ser más amplias en la base que en lo alto, a la manera de la arquitectura egipcia. Acentuaban el efecto pintoresco, las numerosas macetas con flores vistosas que rodeaban la base de los edificios. Las tejas estaban pintadas de gris oscuro y un artista puede imaginar fácilmente la felicidad con la cual este matiz neutro se mezclaba con el verde vivo de las hojas de la magnolia que sombreaban parcialmente la cabaña. La posición a la que me he referido, cerca del muro de piedra, era la más favorable para ver los edificios, pues el ángulo sudeste se adelantaba de modo que la vista podría abarcar a la vez los dos frentes con el pintoresco gablete del este, y, al mismo tiempo, tener una visión suficiente del ala norte, parte del lindo tejado de una cámara enfriadora construida sobre una fuente, y casi la mitad de un puente liviano que cruzaba el arroyo muy cerca de los cuerpos principales.
No estuve mucho tiempo en lo alto de la colina, aunque sí el suficiente para examinar el paisaje que tenía a mis pies. Era evidente que me había desviado de la ruta a la aldea y tenía así una buena excusa de viajero para abrir la puerta y preguntar por el camino; de modo que, sin más rodeos, avancé. Después de cruzar la puerta, el camino parecía continuar en un reborde natural, descendiendo gradualmente a lo largo de la pared de los acantilados del noreste. Llegué al pie del precipicio norte, de allí al puente y, rodeando el gablete del este, hacia la puerta delantera. Durante la marcha, observé que no se veía ninguna de las dependencias. Al dar vuelta al gablete, un perro saltó hacia mí con un silencio severo y la mirada de un tigre. Le tendí la mano en señal de amistad, y todavía no he conocido perro que resistiera la prueba de esta apelación a su amabilidad. No solo cerró la boca y meneó la cola, sino que me ofreció su pata.
Como no se veía campanilla, golpeé con el bastón en la puerta, que estaba entreabierta. Inmediatamente, una figura se adelantó al umbral: era una mujer joven, de unos veintiocho años, esbelta, con una talla superior a la corriente. Mientras se acercaba con decisión, me dije a mí mismo: «Seguro que encontré la perfección de la gracia natural en contradicción con la artificial». La segunda impresión fue de entusiasmo. Nunca había penetrado hasta el fondo de mi corazón una expresión de romanticismo tan intenso, me atrevería a decir, tan espiritual como la que brillaba en sus ojos profundos. No sé cómo, pero este rasgo de la mirada es el hechizo más poderoso, si no el único, que despierta mi interés por una mujer. «Romanticismo», digo, para que mis lectores entiendan lo que quiero decir con esta palabra: «romántico» y «femenino» son para mí sinónimos; y, después de todo, lo que el hombre ama de verdad en la mujer es su feminidad. Los ojos de Annie (alguien, desde adentro, la llamaba «¡Annie, querida!») eran de color «gris espiritual»; su pelo, castaño claro; esto es todo lo que tuve tiempo de observar en ella.
A su cortés invitación, entré, pasando primero por un vestíbulo de mediana amplitud. Como había ido especialmente para observar, noté que a mi derecha, al entrar, había una ventana semejante a las de la fachada de la casa; a la izquierda, una puerta que conducía a la habitación principal, mientras frente a mí, una puerta abierta me permitía ver un cuarto pequeño, justo del tamaño del vestíbulo, dispuesto como estudio, con una amplia ventana orientada hacia el norte. Pasé a la sala y me encontré con el señor Landor, pues este –lo supe después– era su nombre. Se mostró amable y cordial a su modo, pero yo estaba más atento a observar la casa, que la apariencia personal del ocupante. El ala norte era un dormitorio; su puerta se abría a la sala. Al oeste de esta puerta había una sola ventana, que miraba al arroyo. En el extremo este de la sala se veía una chimenea y una puerta que llevaba al ala oeste, probablemente una cocina. Nada más simple que el mobiliario de la sala. En el suelo había una alfombra teñida, de excelente tejido, con fondo blanco y pequeños círculos verdes. En las ventanas colgaban cortinas de algodón, blancas como la nieve, medianamente amplias, que caían en pliegues finos, paralelos, justo hasta el suelo. Las paredes estaban tapizadas con un papel francés de gran delicadeza: un fondo plateado con una línea en zigzag de color verde pálido. La superficie se veía realzada por tres exquisitas litografías de Julien, a tres lápices, adheridas a la pared sin marco. Uno de esos dibujos representaba una voluptuosa escena oriental; otro, una vivaz escena de carnaval; el tercero, una cabeza femenina griega, un rostro de divina hermosura, con una expresión provocativa de incertidumbre.
Los muebles más importantes eran una mesa redonda, unas pocas sillas, una mecedora y un sofá, o más bien «canapé», de arce, pintado de blanco, con filetes verdes y asiento de mimbre entretejido. Las sillas y la mesa hacían juego, pero todas las formas habían sido diseñadas evidentemente por el mismo cerebro que planeara los jardines; imposible concebir nada más bonito. Sobre la mesa había algunos libros, un frasco cuadrado de algún perfume, una lámpara astral (no solar) de vidrio opaco, con una pantalla italiana, y un gran vaso con flores esplendorosamente abiertas. A decir verdad, las flores, de colores magníficos y delicados aromas, eran la única decoración del lugar. Ocupaba casi totalmente el hogar de la chimenea una maceta con geranios. En una repisa triangular, en cada ángulo de la habitación, había un vaso similar, solo distinto por su contenido. Uno o dos pequeños ramilletes adornaban la repisa de la chimenea y violetas frescas formaban ramos en los bordes de las ventanas.
Este trabajo tiene el propósito de pintar los detalles de la residencia del señor Landor, tal como la encontré.