El jardín estaba maquillado como una mujer hermosa tendida,
adormecida y sensual, con los ojos cerrados hacia el cielo abierto.
En el prado azul del firmamento se dibujaban círculos con flores de luz.
Chispas esféricas de rocío pendían del arcoíris como estrellas,
centelleando en el añil de la tarde.
Christ’s Victorie and Triumph, in Heaven, in Earth,
over and after Death, Giles Fletcher
Un viento de prosperidad impulsó a mi amigo Ellison desde la cuna al ataúd. Y no uso la palabra prosperidad en un sentido frívolo. La pronuncio como sinónimo de felicidad. El individuo de quien hablo parecía nacido para ejemplificar las doctrinas de Turgot, Price, Priestley y Condorcet para representar el sueño del perfeccionismo. En la breve vida de Ellison he visto objetado el dogma de que en la naturaleza humana se esconde un mandato contrario a la dicha. Un atento examen de su carrera me hizo comprender que, en general, la miseria nace de la falta de humanidad. Como especie, tenemos dispositivos de placer todavía no aprovechados. En medio de la oscuridad y la locura de todos los problemas sociales, no es imposible que alguien, en circunstancias insólitas, pueda ser feliz.
Mi joven amigo estaba convencido de que el placer perpetuo era en su vida el resultado de un sistema preconcebido. Es evidente que sin esa filosofía instintiva, que en muchos casos reemplaza a la experiencia, Ellison se hubiera visto precipitado, por el extraordinario éxito de su vida, en el torbellino de desdicha que se abre ante los hombres especialmente predestinados. Pero no pretendo escribir un ensayo sobre la felicidad.
Las ideas de mi amigo pueden resumirse en pocas palabras. Admitía tan solo cuatro principios o, más estrictamente, cuatro condiciones elementales de felicidad. La principal para él era (¡cosa rara!) la puramente física, el ejercicio al aire libre. «La salud que se alcanza por otros medios –decía–, apenas es digna de ese nombre». Citaba las alegrías del cazador de zorros y señalaba a los labradores como los únicos que pueden considerarse felices. La segunda condición era el amor de la mujer. La tercera, la más difícil de realizar, era el desprecio por la ambición. La cuarta era la persecución incesante de un objetivo; y sostenía que, siendo iguales las otras condiciones, la magnitud de la dicha alcanzable era proporcional a la espiritualidad de este objetivo.
Ellison se destacaba por la abundancia de dones que le prodigó el destino. En atractivo personal superaba a todos. Tenía una inteligencia clara e intuitiva. Su familia era una de las más ilustres del imperio. Su esposa era la más encantadora de las mujeres. Sus posesiones siempre habían sido vastas, pero, al llegar a la mayoría de edad, la suerte lo favoreció con uno de esos extraordinarios caprichos que conmueven y modifican radicalmente el temperamento.
Parece que, unos cien años antes de que el señor Ellison llegara a la mayoría de edad, había muerto, en una remota provincia, un tal Seabright Ellison. Este caballero había amasado una soberana fortuna y, sin parientes inmediatos, tuvo la ocurrencia de dejar que su riqueza se acumulara durante un siglo después de su muerte. Dispuso, con sagacidad y minuciosidad, los modos de invertir el dinero, y legó la masa total al pariente más cercano que llevara el nombre Ellison y estuviera vivo luego de esos cien años. Muchos intentos se habían hecho para anular el extravagante testamento; fracasaron por su carácter ex post facto; pero el hecho despertó la atención de un Gobierno celoso y, por fin, se promulgó un decreto que prohibía toda acumulación semejante. Este decreto, sin embargo, no impidió al joven Ellison entrar en posesión, en su vigésimo primer aniversario, como heredero de su antepasado Seabright, de una fortuna de cuatrocientos cincuenta millones de dólares.
Cuando se supo el monto de la enorme riqueza heredada, surgieron, por supuesto, muchas conjeturas acerca de su posible utilización. La suma, por su magnitud y su inmediata disponibilidad, alucinó a todos. Era fácil suponer al poseedor de semejante cantidad de dinero realizando alguna de las mil cosas factibles. Con riquezas que sobrepasaran las de cualquier ciudadano, hubiera sido fácil imaginarlo entregado hasta el exceso a las extravagancias elegantes de su tiempo, o dedicado a la intriga política, o pretendiendo el poder ministerial, o persiguiendo un título más alto de nobleza, o formando grandes colecciones de obras maestras, o haciendo de generoso protector de las letras, las ciencias y las artes, o dando su nombre a grandes instituciones de caridad. Pero, por la inconcebible riqueza en poder real del heredero, esos objetos ofrecían un campo limitado. Se recurrió a los números, pero estos no hicieron más que confundir. Se vio que, aun al tres por ciento, la renta anual de la herencia ascendía a trece millones quinientos mil dólares, lo cual daba un millón ciento veinticinco mil por mes, o treinta y seis mil novecientos ochenta y seis diarios, o mil quinientos cuarenta y uno por hora, o seis dólares veinte por cada minuto que pasaba. Así, se acababan las suposiciones. Nadie sabía qué pensar. Algunos suponían que Ellison dejaría por lo menos la mitad de su fortuna, por ser un capital sobrante, para enriquecer a todos sus parientes mediante la división de su sobreabundancia. En efecto, a los más cercanos les dio la pasta verdaderamente insólita que tenía antes de heredar.
Sin embargo, no me sorprendió que Ellison tuviera su opinión formada sobre un punto que había provocado discusiones entre sus amigos. Ni me asombró su decisión. Las limosnas individuales habían satisfecho su conciencia. Pero sobre la posibilidad de cualquier mejora sobre la condición de la humanidad, tenía (lamento decirlo) poca fe. En general, por suerte o por desgracia, se replegaba sobre sí mismo.
Era un poeta, en el sentido más amplio y más noble de la palabra. Tenía el verdadero carácter, la venerable intención y la dignidad del sentimiento poético. Instintivamente, ponía en la creación de nuevas formas de belleza la satisfacción más completa, si no la única, de este sentimiento. Algunas rarezas de su educación temprana y de su intelecto habían teñido de materialismo sus especulaciones éticas, y fue esta tendencia la que lo llevó a creer que el más ventajoso por lo menos, si no el único campo legítimo para el ejercicio poético, se hallaba en la creación de nuevos modos de belleza puramente física. Así es como no llegó a ser ni músico ni poeta. O quizás desestimó serlo, porque estaba convencido de que el desprecio a la ambición es el principio esencial de la felicidad. ¿Es posible que, mientras una elevada forma de genio es necesariamente ambiciosa, la más elevada se encuentre por encima de la ambición? ¿Y no puede haber sucedido que muchos más grandes que Milton hayan permanecido «mudos e ignorados»? Creo que el mundo nunca ha visto, ni verá jamás –a menos que una serie de accidentes inciten a un espíritu noble a un esfuerzo– ese logro pleno, triunfante, en los dominios del arte, del cual la naturaleza humana es capaz.
Ellison no llegó a ser ni músico ni poeta, aunque ningún hombre viviera más enamorado de la música y de la poesía. En contextos diferentes hubiera sido posible que llegase a ser pintor. La escultura, aun siendo por su naturaleza rigurosamente poética, era demasiado limitada en su alcance y en sus consecuencias para ocupar su atención. Y acabo de mencionar todos los terrenos donde, según los entendidos, puede explayarse el sentimiento poético. Pero Ellison sostenía que el campo más rico, el más verdadero y el más natural, si no el más extenso, había sido inexplicablemente descuidado. Ninguna definición hablaba de los jardineros como poetas; sin embargo, mi amigo opinaba que la creación de un paisaje en el jardín ofrecía a la Musa correspondiente la más espléndida de las oportunidades. Allí estaba el campo más hermoso para el despliegue de la imaginación, en la combinación de formas de belleza nueva, porque los elementos que entran en la combinación son, por su gran superioridad, los más espléndidos que la tierra puede brindar. En las múltiples formas y colores de las flores y los árboles reconocía los esfuerzos más directos y enérgicos de la naturaleza hacia la belleza física. Y en la dirección o concentración de este esfuerzo –o, más estrictamente, en su adaptación a los ojos que iban a contemplarlo en la tierra– se sentía obligado a emplear los mejores medios, trabajando en el cumplimiento, no solo de su propio destino como poeta, sino de los augustos propósitos que movieron a Dios cuando introdujo en el hombre el sentimiento poético.
«Su adaptación a los ojos que iban a contemplarlo en la tierra», con su explicación de esta frase, Ellison me ayudó a resolver lo que yo consideraba un enigma: me refiero al hecho (que nadie, salvo un ignorante, puede discutir) de que no existe en la naturaleza ninguna combinación decorativa como puede producirla el pintor de genio. No se encontrarán en la realidad paraísos como los que resplandecen en las telas de Claude. En el más encantador de los paisajes naturales siempre se hallará una carencia o una demasía, muchas demasías y muchas carencias. Mientras las partes componentes pueden desafiar, individualmente, la más alta destreza del artista, la disposición de estas partes siempre será mejorable. En una palabra, no hay posición alguna en la superficie del terreno natural donde un ojo de artista no se fastidie frente a la composición del paisaje. ¡Y sin embargo, qué confuso es esto! En todos los otros dominios hemos aprendido a considerar justamente a la naturaleza como soberana. En los detalles, nos estremece la idea de competir con ella. ¿Quién se atreverá a imitar el color de un tulipán, o a mejorar la proporción de un lirio del valle? La crítica que dice, a propósito de la escultura o el retrato, que la naturaleza debe ser exaltada o idealizada más que imitada, incurre en un error. Ninguna combinación pictórica o escultórica de elementos de belleza humana hace más que acercarse a la belleza viva y palpitante. Solo en el paisaje es verdadero el principio del crítico; y, habiéndolo hallado verdadero en este caso, solo un apresurado espíritu de generalización pudo llevar a considerarlo verdadero en todos los dominios del arte, y lo sintió, digo, verdadero en este caso, pues este sentimiento no es falsedad ni fantasía. Las matemáticas no brindan demostraciones más absolutas de las que proporciona al artista el sentimiento de su arte. No solo cree, sabe que estas y aquellas disposiciones de elementos aparentemente arbitrarias constituyen, solo ellas, la verdadera belleza. Sus razones todavía no han madurado para ser expresadas y deben ser analizadas con profundidad para completar la investigación. Sin embargo, lo confirma en sus opiniones instintivas la voz de todos sus hermanos. Imaginemos una «composición» imperfecta, supongamos que deba hacerse una corrección en las formas y que esta corrección se somete al juicio de los artistas del mundo: todos admitirán su necesidad. Y todavía más, para corregir la composición imperfecta cada miembro de la fraternidad sugerirá la misma corrección.
Solo en la disposición del paisaje es susceptible de exaltación la naturaleza física. Su posibilidad de mejora en este punto era un misterio que yo no era capaz de resolver. Mis ideas sobre el tema se basaban en creer que la intención primitiva de la naturaleza había sido disponer la tierra para satisfacer el sentido humano de perfección en la belleza, lo sublime o lo pintoresco, pero que esa intención primitiva había sido frustrada por los conocidos trastornos geológicos, trastornos de forma y de color, en cuya corrección reside el alma del arte. Sin embargo, debilitaba mucho esta idea su necesidad de considerar esos trastornos como anormales y desprovistos de toda finalidad. Ellison fue quien sugirió que eran pronósticos de muerte. Lo explicó así:
—Admitamos que la inmortalidad humana fue la primera intención. Tenemos entonces la primitiva disposición de la superficie de la tierra adaptada a ese estado de bienaventuranza que no existe, pero que fue concebido. Las perturbaciones fueron los preparativos para su condición mortal imaginada después. Ahora bien, lo que consideramos una exaltación del paisaje bien puede serlo, pero solo desde un punto de vista humano. Los cambios en el decorado producirían una imperfección en el cuadro, si suponemos el cuadro visto en su conjunto, desde algún punto distante, aunque no esté fuera de los límites de su atmósfera. Es fácil entender que lo que podría mejorar un detalle observado de cerca puede, al mismo tiempo, perjudicar un efecto observado desde mayor distancia. Puede haber una clase de seres, alguna vez humanos, pero ahora invisibles para la humanidad, a quienes desde lejos nuestro desorden parezca orden, nuestros elementos no pintorescos, pintorescos; en una palabra, ángeles terrenos para cuya observación, más que para la nuestra, y para cuya apreciación de la belleza refinada por la muerte quizá haya dispuesto Dios los amplios jardines-paisajes del universo.
Durante la discusión, mi amigo citó algunas frases de un autor que escribe sobre la jardinería de paisaje con autoridad:
—Existen solo dos tipos de jardinería de paisaje: natural y artificial. Uno trata de recordar la belleza original del campo adaptando sus medios al decorado circundante, cultivando árboles en armonía con las colinas o la llanura de la tierra vecina, descubriendo y llevando a la práctica la relación de tamaño, proporción y color que, oculta para el observador común, se revela en todas partes al experimentado alumno de la naturaleza. El resultado del estilo natural se ve en la ausencia de defectos e incoherencias, y en la supremacía del orden y la armonía. El estilo artificial tiene tantas variedades como gustos diferentes a satisfacer. Presenta cierta relación general con los variados estilos de edificios. Hay avenidas majestuosas, retiros de Versalles, terrazas italianas y un viejo estilo inglés, mixto, que combina el gótico con la arquitectura isabelina. Por más que pueda decirse contra los abusos del jardín-paisaje artificial, una mezcla de puro arte en el marco de un jardín le agrega belleza. Es agradable a la vista, por el despliegue y la intención. Una terraza con un balcón cubierto de musgo evoca las figuras que por allí pasaron en otros tiempos. La más leve muestra de arte es una evidencia del interés humano. Rechazo la idea de la belleza original del campo. La belleza original nunca es tan grande como la creada. Por supuesto, todo depende de la elección de un lugar con posibilidades. Hablar de la «relación entre tamaño, proporción y color» es una simplificación del lenguaje que disfraza la inexactitud del pensamiento. La frase puede significar todo o nada, y no sirve de guía. Que el verdadero resultado del estilo natural en materia de jardinería se vea en la ausencia de defectos o incoherencias es una proposición más de acuerdo con la ramplona comprensión del vulgo que con los sueños del hombre de genio. El mérito negativo propuesto pertenece a esa crítica renga que en las letras ha elevado a Addison hasta la apoteosis. A decir verdad, mientras esa virtud que consiste en evitar simplemente el vicio apela de lleno al entendimiento, y de esta manera puede quedar circunscrita por la regla, la virtud más alta que flamea en la creación solo puede ser aprehendida en sus resultados. La regla se aplica tan solo a los méritos negativos, a las excelencias que reprimen. Más allá de estas, el crítico de arte se limita a insinuar. Se nos puede enseñar a construir un Catón, pero en vano nos dirán cómo imaginar un Partenón o un Infierno. Hecha la cosa, sin embargo, cumplida la maravilla, la capacidad de percepción se vuelve universal. Los sofistas de la escuela negativa que, incapaces de crear, escarnecieron la creación, son ahora los más ruidosos en el aplauso. Lo que, en la embrionaria condición de principio, ofendía su razón formalista, en la madurez de la realización arranca admiración a su instinto de belleza. Las reflexiones del autor sobre el estilo artificial son menos discutibles. La mezcla de arte puro en un escenario natural le añade una gran belleza. Esto es justo, como también lo es la referencia al sentimiento del interés humano. El principio expresado es incontrovertible, pero puede haber algo más allá. Puede haber un objeto acorde con el principio, un objeto inalcanzable para los medios comunes del individuo y que, de ser alcanzado, prestaría al jardín-paisaje un encanto muy superior al que puede conferir un sentimiento de interés simplemente humano. Un poeta que tuviera recursos económicos extraordinarios podría, manteniendo la idea de arte o de cultura, o, como el autor lo expresa, de interés, dar a sus temas tanta extensión y al mismo tiempo tanta novedad en la belleza, que provocaría el sentimiento de mediación espiritual. Se vería que, para lograr semejante resultado, asegura todas las ventajas del interés o del propósito, mientras alivia su obra de la esperanza o la tecnicidad del arte terreno. En el más árido de los desiertos, en el marco más salvaje de la naturaleza pura, se manifiesta el arte de un Creador, pero este arte solo aparece tras la reflexión; no tiene la fuerza de una sensación. Supongamos ahora que este sentido del propósito del Todopoderoso baje un grado, llegue a un acuerdo con el sentido del arte humano que constituya un intermediario entre ambos; imaginemos, por ejemplo, un paisaje cuya amplitud y limitación combinadas, cuya belleza, esplendidez y rareza reunidas provoquen la idea de preocupación, de cultura y dirección de parte de seres superiores, pero análogos a la humanidad; así se mantiene el sentimiento de interés, mientras el arte implícito llega a cobrar el aspecto de un intermediario o naturaleza secundaria, una naturaleza que no es Dios ni una emanación de Dios, pero que sigue siendo naturaleza, en el sentido de una obra salida de manos de los ángeles que se ciernen entre el hombre y Dios.
En la consagración de su enorme riqueza a la realización de visiones como esta, en el libre ejercicio al aire libre asegurado por la dirección personal de sus planes, en el incesante objeto, en el desprecio de la ambición que ese objeto le permitía verdaderamente sentir, en las fuentes perennes con que lo satisfacía, sin posibilidad de saciarse, la pasión dominante de su alma, la sed de belleza y, por encima de todo, en la femenina simpatía de una mujer cuya belleza y amor envolvieron su existencia en la purpúrea atmósfera del paraíso, fue donde Ellison creyó encontrar –y encontró– la liberación de los comunes cuidados de la humanidad, con una suma de felicidad positiva mucho mayor de la que nunca brilló en los arrebatados ensueños de madame De Staël.
Desespero de dar al lector una clara idea de las maravillas que mi amigo realizaba. Deseo pintarlas, pero me descorazona la dificultad de la descripción y vacilo entre los detalles y las líneas generales. Quizá el mejor partido será unir ambas cosas por sus extremos.
El primer paso para Ellison consistía, por supuesto, en la elección de la localidad y, apenas empezaba a pensar en este punto, cuando la exuberante naturaleza de las islas del Pacífico atrajo su atención. En realidad, había resuelto hacer un viaje a los mares del Sur, pero una noche de reflexión lo indujo a abandonar la idea. «Si yo fuera un misántropo –dijo mi amigo–, ese lugar me convendría. El absoluto aislamiento, la reclusión y la dificultad para entrar y salir serían en ese caso el encanto de los encantos, pero todavía no soy Timón. Deseo la serenidad, pero no la opresión de la soledad. Debe quedarme cierto dominio sobre el alcance y la duración de mi reposo. Habrá momentos frecuentes en que necesitaré también la simpatía de los espíritus poéticos hacia lo que he realizado. Buscaré entonces un lugar no alejado de una ciudad populosa, cuya vecindad, además, me permitirá ejecutar mejor mis planes».
En busca de un lugar conveniente así ubicado, Ellison viajó durante varios años y me fue permitido acompañarlo. Mil lugares que me extasiaban fueron rechazados por él sin vacilación, por razones que al cabo me convencían de que estaba en lo cierto. Llegamos por fin a una elevada meseta de maravillosa fertilidad y belleza con una perspectiva panorámica muy poco menor en extensión a la del Etna y, en opinión de Ellison, así como en la mía, superior a la afamadísima vista de aquella montaña en todos los verdaderos elementos de lo pintoresco.
—Me doy cuenta —dijo el viajero, suspirando de placer después de mirar extasiado la escena durante casi una hora—, sé que aquí, en mi situación, el noventa por ciento de los hombres más exigentes se darían por satisfechos. El paisaje es magnífico y me alegraría si no fuera por su exceso de grandeza. El gusto de todos los arquitectos que he conocido los lleva a construir, por amor a la «vista», en lo alto de las colinas. El error es evidente. La magnitud en todos sus aspectos, pero especialmente en el de la extensión, sorprende y excita, para luego cansar y deprimir. Para el paisaje ocasional nada puede ser mejor; para la vista constante, nada peor. Y en la vista constante la forma más objetable de magnitud es la extensión; la peor forma de la extensión, la distancia. Está en pugna con el sentimiento y la sensación de retiro, sentimiento y sensación que tratamos de satisfacer cuando nos vamos «al campo». Mirando desde la cima de una montaña nos sentimos ajenos al mundo. El triste evita las circunstancias distantes como la peste.
Recién después de cuatro años de búsqueda hallamos una localidad con la que Ellison estuvo satisfecho. Es innecesario decir dónde estaba la localidad. La muerte reciente de mi amigo, al abrir sus puertas a cierta clase de visitantes, ha dado a Arnheim una fama secreta y solemne, parecida pero infinitamente superior a la que durante mucho tiempo distinguió a Fonthill. Se llegaba a Arnheim por el río. El visitante abandonaba la ciudad a la mañana temprano. Hasta el mediodía viajaba entre orillas de belleza serena, donde pastaban innumerables ovejas, que pintaban el verde de las praderas con sus vellones blancos. De a poco, los cultivos cesaban y aparecía la vida pastoril. Lentamente, se empezaba a respirar aire de retiro y a tomar conciencia de la soledad. Al anochecer, el canal se angostaba; las orillas eran cada vez más empinadas, cubiertas de follaje rico y sombrío. La transparencia del agua aumentaba. La corriente daba mil vueltas. A cada instante, el barco parecía preso de un círculo encantado, rodeado de impenetrables muros de follaje, un techo de satén azul ultramar y ningún suelo; la quilla se balanceaba con la exactitud de un barco fantasma que, habiéndose invertido por algún accidente, flotara en compañía de la nave real para sostenerla. El canal se convertía en una garganta, aunque el término no es exactamente aplicable y lo empleo solamente porque no hay en el lenguaje palabra que represente mejor el rasgo más sorprendente –no el más característico– del paisaje. El aspecto de garganta solo se manifestaba en la altura y el paralelismo de las orillas, pero desaparecía en otros caracteres. Las paredes del barranco, por donde fluía agua clara, se elevaban hasta una altura de treinta metros (en algunas ocasiones de cincuenta metros) y dificultaban el paso de la luz. Arriba, los largos musgos colgaban como plumas desde los matorrales y dibujaban en el abismo cortinas fúnebres de melancolía. Las curvas se multiplicaban y complicaban, y parecían volver a menudo sobre sí mismas, de modo que el viajero perdía enseguida todo sentido de orientación y quedaba envuelto en una exquisita sensación de asombro. La naturaleza perduraba, pero su carácter había sufrido un cambio; había una misteriosa simetría, una estremecedora uniformidad, una mágica corrección en sus obras. Ni una rama seca, ni una hoja marchita, ni un guijarro perdido, ni un sendero en la tierra oscura se percibían en parte alguna. El agua cristalina manaba sobre la piedra desnuda o sobre el musgo inmaculado con una exactitud de diseño que deleitaba y al mismo tiempo deslumbraba.
Después de recorrer los laberintos de este canal durante algunas horas mientras la oscuridad se ahondaba, una brusca e inesperada vuelta del barco lo lanzaba de improviso, como si cayera del cielo, en un estanque circular de gran extensión, comparada con la anchura de la garganta. Tenía unos doscientos metros de diámetro y lo rodeaban por todas partes, salvo la que enfrentaba a la nave al entrar; colinas iguales en su altura general a las paredes del abismo, aunque completamente distintas. Sus lados subían inclinados desde el borde del agua en un ángulo de unos cuarenta y cinco grados y estaban cubiertos desde la base hasta la cima –sin ningún intervalo– por un manto de flores majestuosas, donde apenas se veía una hoja verde en un mar de colores perfumados y ondulantes. El estanque tenía gran profundidad, pero era tan transparente el agua que el fondo, tapizado por una capa de pequeños guijarros esféricos de alabastro, era claramente visible, cuando los ojos podían permitirse no ver, en el fondo del cielo invertido, la reflejada floración de las colinas. No había árboles ni arbustos. El observador se conmovía con la calidez de los colores, la quietud, la suavidad, la elegancia, la voluptuosidad y el milagroso refinamiento de cultura que hacía soñar con una nueva raza de hadas trabajadoras, dotadas de gusto, magníficas y minuciosas. Cuando el ojo subía por la pendiente multicolor, desde su brusca unión con el agua hasta su terminación entre los pliegues de una nube, resultaba difícil no pensar en una cascada de rubíes, zafiros y ópalos, cayendo silenciosa desde el cielo.
El visitante que llega de improviso a esta bahía desde las tinieblas del barranco queda encantado pero sorprendido por el rotundo globo del sol poniente que había supuesto ya bajo el horizonte y que ahora lo enfrenta, constituyendo el único límite de una perspectiva que de otro modo sería infinita vista desde otro abismo abierto entre las colinas.
Aquí, el viajero abandona el barco y desciende a una ligera canoa de marfil decorada, por dentro y por fuera, con arabescos rojos. La popa y la proa se elevan por encima del agua en agudas puntas, dándole forma de luna en cuarto creciente. Flota en la superficie de la bahía con la gracia de un cisne. Sobre el suelo cubierto de armiño descansa un solo remo, pero no se ve ningún remero. Se ruega al huésped que no pierda el ánimo, que el hado se ocupará de él. El navío más grande desaparece y queda solo en la canoa que flota, aparentemente inmóvil, en medio del lago. Mientras medita sobre el camino a seguir, advierte un suave movimiento en la barca mágica. Esta gira sobre sí misma hasta ponerse de proa al sol. Avanza a baja velocidad y gradualmente acelera, mientras los leves rizos del agua que rompen en los costados de marfil con divinas melodías parecen ofrecer la única explicación posible de la música suave pero melancólica, cuyo origen invisible en vano busca a su alrededor el viajero perplejo.
La canoa prosigue resueltamente y la barrera rocosa se acerca de modo que sus profundidades pueden verse con más claridad. A la derecha, se eleva una cadena de altas colinas cubiertas de bosques salvajes. La exquisita limpieza del lugar sigue siendo constante. No hay huella alguna de los habituales sedimentos fluviales. A la izquierda, el carácter del paisaje es más suave y evidentemente más artificial. Allí, la ribera sube desde el agua en una pendiente moderada, formando una pradera de césped aterciopelado, de un verde tan brillante que podría soportar la comparación con el de la esmeralda más pura. El ancho de esta meseta varía de diez a trescientos metros, va desde la orilla del río hasta una pared de quince metros de alto que se alarga en infinitas curvas, siguiendo la dirección del mismo, hasta perderse hacia el oeste. Esta pared es de roca uniforme y ha sido formada cortando perpendicularmente el precipicio escarpado de la orilla sur de la corriente, pero sin permitir que quedara ninguna huella del trabajo. La piedra tallada tiene el color de los siglos y está profusamente cubierta y sembrada de hiedras, madreselvas, eglantinas y clemátides. La uniformidad de las líneas de la pared es compensada por algunos árboles gigantes, solos o en grupos, a lo largo de la meseta y en el dominio que se extiende detrás del muro, pero muy cerca de este. Numerosas ramas de nogal negro meten en el agua sus extremos colgantes. Más allá, en el interior del dominio, el panorama es interrumpido por una mampara impenetrable de follaje.
Estas cosas se observan durante la gradual aproximación de la canoa a lo que he llamado la barrera de la perspectiva. Pero al acercarnos a esta, su apariencia de abismo se desvanece; se descubre a la izquierda una nueva salida a la bahía y en esa dirección se ve correr la pared que sigue el curso general del río. A través de esta nueva abertura, la mirada no puede llegar muy lejos porque la corriente, acompañada por la pared, dobla hacia la izquierda, hasta que ambas desaparecen entre las hojas.
El bote se desliza mágicamente sobre la sinuosidad del canal. Colinas altas, que alcanzan a veces el tamaño de montañas, cierran el paisaje, cubiertas de una vegetación exuberante.
Navegando suave pero con más velocidad, el viajero, después de algunas vueltas, encuentra su camino aparentemente bloqueado por una gigantesca barrera o, más bien, por una puerta de oro bruñido, minuciosamente tallada, que refleja los rayos de un sol que se hunde esplendoroso, para envolver en llamas al bosque. Esta puerta está metida en la alta pared, que aquí parece atravesar el río en ángulo recto. Después de unos minutos, se ve que el cauce principal del río sigue corriendo en una curva suave y amplia hacia la izquierda, junto a la pared, como antes, mientras una corriente de considerable volumen, separándose de la principal, se abre camino bajo la puerta con olas ligeras. La canoa entra en el canal menor y se acerca a la puerta. Las pesadas hojas se abren musicalmente. El bote se desliza entre ellas y comienza un rápido descenso a un anfiteatro enorme rodeado de montañas. Al unísono, todo el paraíso de Arnheim conquista la mirada. Se escucha una encantadora melodía, se percibe un perfume denso y dulce; como en un sueño, se mezclan ante los ojos los esbeltos árboles de Oriente, los arbustos boscosos, las bandadas de pájaros multicolores, los lagos bordeados de lirios, las praderas de violetas, tulipanes, amapolas y nardos, largas y enredadas cintas de arroyos plateados; y, surgiendo en medio de todo, un edificio mitad gótico, mitad árabe, sostenido milagrosamente en el aire, brillando en el poniente rojo con sus cientos de torres, alminares y cúspides, como la obra fantasmal de silfos, hadas, genios y gnomos.