El ángel de lo extraño: una extravagancia

(The Angel of the Odd: An Extravaganza, 1844)

Terminaba un abundante almuerzo con muchas trufas indigestas. Estaba solo en el comedor, en una tarde fría de noviembre, con los pies apoyados en el guardafuego, junto a una mesita que había arrimado al hogar y en la cual había diversas botellas de vino y licor. Por la mañana había leído el Leónidas, de Glover; la Epigoniada, de Wilkie; el Peregrinaje, de Lamartine; la Columbiada, de Barlow; la Sicilia, de Tuckermann, y las Curiosidades, de Griswold; confesaré, por eso, que me sentía un poco tonto. Me esforzaba por despabilarme con ayuda de frecuentes tragos de Laffitte, pero como no me daba resultado, empecé a hojear desesperadamente un diario cualquiera. Después de recorrer cuidadosamente la columna de «casas para alquilar», la de «perros perdidos» y las dos de «esposas y aprendices desaparecidos», ataqué resueltamente el editorial, leyéndolo del principio al fin sin entender una sola sílaba; pensando entonces que quizá estuviera escrito en chino, volví a leerlo del fin al principio, pero los resultados no fueron más satisfactorios. Enojado, me disponía a arrojar este mamotreto de cuatro páginas, feliz obra que ni siquiera los poetas critican, cuando me llamó la atención este párrafo: «Los caminos de la muerte son numerosos y extraños. Un periódico londinense comenta el fallecimiento de un individuo que jugaba a soplar el dardo. Este juego consiste en clavar en un blanco una larga aguja que sobresale de una pelota de lana, para lo cual se arroja soplándolo con una cerbatana. La víctima colocó la aguja en el extremo del tubo que no correspondía y, al aspirar con violencia para juntar aire, la aguja se le metió por la garganta, llegó a sus pulmones y lo mató en poco tiempo».

Al leer esto, me puse furioso sin saber exactamente por qué.

—Este artículo —grité— es una ruin mentira, un triste engaño, una mierda inventada por un escritorzuelo de a un penique la línea, de un pobre cronista de aventuras en el país de Cucaña. Individuos tales, sabedores de la credulidad de nuestra época, aplican su ingenio en fabricar imposibilidades probables... accidentes extraños, como ellos los llaman. Pero una inteligencia reflexiva (como la mía, pensé, apoyando el dedo índice en la nariz), un entendimiento como el que tengo, advierte de inmediato que el maravilloso incremento que han tenido recientemente dichos «accidentes extraños» es en sí el más extraño de los accidentes. Por mi parte, estoy dispuesto a no creer de ahora en adelante nada que tenga alguna apariencia «rara».

—¡Dios mío, qué estúpido es usted! —dijo en una jerigonza rara una de las más notables voces que jamás haya escuchado.

Al principio, creí que me zumbaban los oídos (como ocurre en las borracheras), pero lo pensé mejor y me di cuenta de que aquel sonido se parecía al que sale de un tonel vacío cuando se lo golpea con un palo, aunque el sonido contenía palabras. Por lo general, no me pongo nervioso, y los pocos vasos de vino que había saboreado sirvieron para darme valor. Alcé los ojos en calma y busqué al intruso en la habitación. No vi a nadie.

—¡Uf! —continuó la voz, mientras yo miraba—. ¡Si no puede verme sentado a su lado es porque está más borracho que un cerdo!

Miré inmediatamente delante de mis narices y, en efecto, sentado en la parte opuesta de la mesa vi a un personaje extravagante que trataré de describir. Tenía por cuerpo un barril de vino, o un tonel de ron, o algo por el estilo, que le daba un aire a lo Falstaff. Sus piernas eran dos barricas. Sus brazos eran dos largas botellas cuyos cuellos formaban las manos. La cabeza de aquel monstruo era una especie de cantimplora como las que se usan en Hesse y que parecen grandes tabaqueras con un agujero en mitad de la tapa. Esta cantimplora (que tenía un embudo a modo de gorro) me miraba por ese agujero, que parecía fruncirse en un gesto propio de las solteronas, el monstruo emitía ruidos y gruñidos que, por lo visto, respondían a su idea de un lenguaje inteligible.

—Digo —repitió— que debe de estar más borracho que un cerdo para no verme sentado a su lado. Y digo también que debe ser más estúpido que un ganso para no creer lo que está impreso en el diario. Es la verdad... toda la verdad... cada palabra.

—¿Quién es usted? —pregunté sorprendido—. ¿Cómo entró a mi casa? ¿Qué significan sus palabras?

—Cómo logré entrar no es asunto suyo —replicó la figura—; en cuanto a mis palabras, digo lo que me da la gana; y llegué para que sepa quién soy.

—Usted no es más que un vagabundo borracho —dije—. Voy a llamar a mi criado para que lo eche a patadas.

—¡Ju, ju, ju! —rio el tipo—. ¡Imposible que haga eso!

—¿Imposible? —pregunté—. ¿Qué quiere decir?

—Toque la campanilla —me desafió en su jerga extraña, esbozando una risa socarrona con su boca perversa.

Al oír esto me esforcé por erguirme y ejecutar mi amenaza, pero el miserable se inclinó sobre la mesa y me golpeó en la mitad del cráneo con el cuello de una de las largas botellas, haciéndome caer otra vez en el sillón del cual acababa de incorporarme. Quedé patitieso, sin saber qué hacer. Él seguía con su parloteo.

—¿Ha visto? Es mejor que se quede quieto. Y ahora sabrá quién soy. ¡Míreme! Soy el ángel de lo extraño.

—¡Vaya si es extraño! —respondí—. Creía que los ángeles tenían alas.

—¡Alas! —gritó, furioso—. ¿Para qué quiero alas? ¿Me toma usted por un pollo?

—¡No! —me apuré a decir alarmado—. ¡Usted no tiene nada de pollo!

—Bueno, entonces quédese sentado y pórtese bien, o le pegaré de nuevo. El pollo tiene alas y el búho tiene alas y el duende tiene alas y el gran diablo tiene alas. El ángel no tiene alas, y yo soy el ángel de lo extraño.

—¿Y qué quiere usted conmigo? ¿Se puede saber...?

—¡Qué quiero! —profirió aquella cosa en su extravagante monserga—. ¡Qué maleducado es usted para preguntar a un ángel qué quiere!

Su lenguaje era más de lo que podía soportar, incluso de un ángel; por lo cual, reuniendo coraje, le arrojé un salero a la cabeza. O lo esquivó o mi puntería fue deficiente, pues todo lo que conseguí fue romper el vidrio que protegía la esfera del reloj sobre la chimenea. En cuanto al ángel, me dio a conocer su opinión sobre mi ataque en forma de dos o tres nuevos golpes en la cabeza. Como es natural, esto me redujo inmediatamente a la obediencia, y me abochorna confesar que, sea por el dolor o por la vergüenza que sentía, me puse a llorar.

—¡Dios mío! —exclamó el ángel, tranquilo frente a mi desesperación—. ¡Dios mío, este hombre está muy borracho o muy triste! Usted no debe beber tanto... usted debe echar agua al vino. ¡Vamos beba esto... así, perfecto! ¡Y no llore más!

Con estas palabras en su raro modo de hablar, el ángel de lo extraño llenó mi vaso (que contenía un tercio de oporto) con un fluido incoloro que dejó salir de una de las manos de botellas. Noté que esas botellas tenían etiquetas y que en las mismas se leía: Agua de cereza.

La amabilidad del ángel me ablandó y, ayudado por el agua con la cual diluyó varias veces mi oporto, me serené como para escuchar su discurso. No pretendo repetir aquí todo lo que me dijo, pero deduje de sus palabras que era el genio que presidía sobre los contratiempos de la humanidad, y que su misión consistía en provocar los accidentes ilógicos que asombraban continuamente a los escépticos. Lo hice enfurecer un par de veces al aventurarme a expresar mi incredulidad sobre sus deseos, hasta que, por fin, estimé prudente callarme y dejarlo que hablara a gusto. Así lo hizo pues, extensamente, mientras yo descansaba con los ojos cerrados en mi sofá y me divertía mordiendo pasas de uva y tirando los cabos en todas direcciones. Poco a poco, el ángel pareció entender que mi conducta era grosera para con él. Se levantó furibundo, se caló el embudo hasta los ojos, profirió un largo juramento seguido de una amenaza que no pude entender y, por fin, hizo una reverencia y se fue deseándome: «Mucha felicidad y un poco más de sentido común».

Me sentí aliviado con su partida. Los vasos de vino que había tomado me daban modorra y decidí dormir quince o veinte minutos, como acostumbraba siempre después de comer. A las seis tenía una cita importante, a la cual no debía faltar bajo ningún pretexto. La póliza de seguro de mi casa había expirado el día anterior, pero como surgieron algunas discusiones, quedó decidido que los directores de la compañía me recibirían a las seis para fijar los términos de la renovación. Mirando el reloj de la chimenea (estaba muy adormecido para sacar mi reloj del bolsillo) comprobé con placer que aún contaba con veinticinco minutos. Eran las cinco y media; fácilmente llegaría a la compañía de seguros en cinco minutos, y como mi siesta no pasa jamás de veinticinco, me sentí tranquilo y me acomodé para descansar.

Al despertar, muy satisfecho, miré nuevamente el reloj y estuve a punto de empezar a creer en accidentes extraños cuando descubrí que en vez de mi sueño ordinario de quince o veinte minutos solo había dormido tres, ya que eran las seis menos veintisiete. Volví a dormirme, y al despertar comprobé con estupor que todavía eran las seis menos veintisiete. Corrí a examinar el reloj, descubriendo que estaba parado. Mi reloj de bolsillo no tardó en informarme que eran las siete y media y, por consiguiente, demasiado tarde para la cita.

—No será nada —me dije—. Mañana por la mañana me presentaré en la oficina y me excusaré. Pero, entretanto, ¿qué le ha ocurrido al reloj?

Al examinarlo, descubrí que uno de los cabos del racimo de pasas que había estado desparramando durante el discurso del ángel de lo extraño había aprovechado la rotura del cristal para alojarse –de manera bastante extraña– en el orificio de la llave, de modo que su extremo, al sobresalir de la esfera, había detenido el movimiento del minutero.

—¡Ah, ya veo! —exclamé—. La cosa es clarísima. Un accidente muy natural, como los que ocurren a veces.

Dejé de preocuparme por el asunto y, a la hora habitual, me fui a la cama. Luego de colocar una vela en una mesita de luz y de intentar leer algunas páginas de la Omnipresencia de la deidad, me dormí en menos de veinte segundos, dejando la vela encendida.

Mi sueño se perturbó por la aparición del ángel de lo extraño. Surgía amenazante, agazapado a los pies de la cama, moviendo las cortinas, con los odiosos ecos de una barrica de ron, enojado por el desprecio con que lo había tratado. Terminó una larga arenga sacándose su gorro de embudo, incrustándolo en mi pescuezo y anegándome con un mar de agua de cereza, que manaba a torrentes de una de las largas botellas que le servían de brazos. Mi agonía se hizo insoportable y desperté a tiempo para percibir que una rata había robado la vela encendida, pero no pude impedir que se metiera con ella en su cueva. Rápidamente, asaltó mis narices un olor tan fuerte como sofocante; me di cuenta de que la casa se estaba incendiando, y pocos minutos más tarde, las llamas surgieron con violencia, tanto que en un período increíblemente corto todo el edificio fue presa del fuego.

Toda salida de mis habitaciones había quedado cortada, salvo una ventana. La multitud reunida abajo no tardó en procurarme una larga escalera. Bajaba rápido, sano y salvo, cuando a un enorme cerdo (en cuya panza redonda, como en su fisonomía, había algo que me recordaba al ángel de lo extraño) se le ocurrió interrumpir el tranquilo sueño de que gozaba en un charco de barro y descubrir que le agradaría rascarse el lomo, no encontrando mejor lugar para hacerlo que el ofrecido por el pie de la escalera. Un segundo después, caía yo desde lo alto, con la mala fortuna de quebrarme un brazo.

Aquel accidente, junto con la pérdida de mi seguro y, lo más grave, la pérdida de mi cabellera (totalmente consumida por el fuego), predispuso mi espíritu a las cosas serias, por lo cual decidí casarme. Le ofrecí el alivio de mis promesas a una viuda rica, desconsolada por la pérdida de su séptimo marido. Llena de dudas, cedió a mis ruegos. Me arrodillé a sus pies, envuelto en gratitud y adoración. Se sonrojó, mientras sus larguísimas trenzas se mezclaban por un momento con los pelos de mi postizo. No sé cómo se enredaron nuestros cabellos pero así ocurrió. Me levanté sin peluca, con la pelada brillante, mientras ella ahogándose con la melena ajena, me demostraba ira y desprecio. Así terminó mi relación con aquella viuda, por culpa de un accidente imprevisible, pero que una serie natural de sucesos había provocado.

Sin desesperar, emprendí el asedio de un corazón menos implacable. La suerte me fue propicia durante un breve período, pero un incidente trivial volvió a interponerse. Al encontrarme con mi novia en una avenida frecuentada por la élite de la ciudad, me preparaba a saludarla con una de mis más respetuosas reverencias, cuando una partícula de alguna materia se me metió en el ojo, dejándome ciego por un momento. Antes de que pudiera recobrar la visión, mi enamorada había desaparecido, irreparablemente ofendida por lo que consideraba descortesía, al dejarla pasar a mi lado sin saludarla. Mientras permanecía desconcertado por el accidente (que podía haberle ocurrido a cualquier mortal), se me acercó el ángel de lo extraño, ofreciéndome su ayuda con gentileza. Examinó mi ojo inflamado con habilidad, informándome que me había caído en él una gota, y –sea lo que fuere aquella gota– me la sacó y me alivió. Pensé entonces que ya era tiempo de morir, puesto que la mala fortuna había decidido perseguirme, y, en consecuencia, me encaminé al río más cercano. Una vez allí, me desnudé (podemos morir mejor como hemos venido al mundo) y me tiré de cabeza a la corriente, teniendo por único testigo de mi destino a un cuervo solitario, el cual, dejándose llevar por la tentación de comer maíz mojado en aguardiente, se había separado de sus compañeros. Tan pronto me hube tirado al agua, el pájaro resolvió echar a volar llevándose la parte más indispensable de mi vestimenta. Aplacé mis instintos suicidas y, luego de introducir las piernas en las mangas de mi chaqueta, me lancé a perseguir al villano con rapidez. Pero mi cruel destino me acompañaba, como siempre. Mientras corría a toda velocidad, la nariz en alto y solo preocupado por seguir en su vuelo al ladrón, percibí de pronto que mis pies ya no tocaban el suelo: acababa de caer a un precipicio, y me hubiera hecho mil pedazos en el fondo de no tener la buena fortuna de atrapar la cuerda de un globo que pasaba por ahí. Pronto recobré los sentidos y me di cuenta de la terrible situación en que me hallaba (o, mejor, de la cual colgaba), usé todas las fuerzas de mis pulmones para llevar dicha terrible situación a conocimiento del aeronauta. Grité en vano mucho tiempo. O aquel estúpido no me oía, o el miserable no me quería oír. Mientras el globo ganaba altura, mis fuerzas decrecían. Resignado al destino, me dejaba caer silenciosamente al mar, pero recobré ánimos al oír una voz que parecía tararear un aire de ópera. Mirando hacia arriba, reconocí al ángel de lo extraño. Con los brazos cruzados, se inclinaba sobre el borde de la canasta del globo; tenía una pipa en la boca y, mientras exhalaba el humo, se lo veía satisfecho de sí mismo y del universo. En cuanto a mí, estaba demasiado exhausto para hablar, por lo cual me limité a mirarlo con aire suplicante. Durante un rato no dijo nada, aunque me miraba cara a cara. Por fin, pasando la pipa al otro lado de la boca, decidió hablar.

—¿Quién es usted y qué diablos hace aquí? —preguntó.

A esta demostración de descaro e hipocresía solo pude responder con una palabra: ¡socorro!

—¡Socorro! —repitió el infame—. ¡Nada de eso! Ahí va la botella... ¡Arréglese usted solo, y que el diablo se lo lleve!

Con estas palabras, dejó caer una pesada botella de agua de cereza que, dándome exactamente en mitad del cráneo, me produjo la impresión de que mis sesos volaban. Dominado por esta idea, me disponía a soltar la cuerda y rendir mi alma con resignación, cuando fui detenido por un grito del ángel, quien me ordenaba que no me soltara.

—¡Téngase con fuerza! —gritó en su jerigonza—. ¡Y no se apresure! ¿Quiere que le tire la otra botella, o prefiere portarse bien y ser más sensato?

Al oír esto, me apuré a mover dos veces la cabeza, la primera negativamente, para indicar que por el momento no deseaba recibir la otra botella, y la segunda, afirmativamente, a fin de que el ángel supiera que me portaría bien y que sería más sensato. Gracias a eso logré que se calmara.

—Entonces—inquirió—. ¿Cree por fin en la posibilidad de lo extraño?

Asentí nuevamente con la cabeza.

—¿Y cree en mí, el ángel de lo extraño?

Asentí otra vez.

—¿Y reconoce que usted es un borracho perdido y un estúpido?

Una vez más dije que sí.

—Pues, bien, ponga la mano derecha en el bolsillo izquierdo de los pantalones, en señal de su entera sumisión al ángel de lo extraño.

Por razones obvias, me era absolutamente imposible cumplir su pedido. En primer lugar, tenía el brazo izquierdo fracturado por la caída de la escalera y, si soltaba la mano derecha de la soga, no podría sostenerme un solo instante con la otra. En segundo término, no tendría pantalones hasta que hallara al cuervo. Me vi precisado, con gran sentimiento, a sacudir negativamente la cabeza, queriendo indicar con ello al ángel que en aquel instante me era imposible acceder a su muy razonable demanda. Pero, apenas había terminado de moverla, cuando...

—¡Váyase al diablo, entonces! —rugió el ángel de lo extraño.

Y al pronunciar dichas palabras, dio una cuchillada a la soga que me sostenía, y como esto ocurría precisamente sobre mi casa (la cual, en el curso de mis peregrinaciones, había sido hábilmente reconstruida), terminé cayendo de cabeza en la chimenea y aterricé en el hogar del comedor.

Al recuperar el sentido descubrí que eran las cuatro de la mañana.

Estaba tendido allí donde había caído del globo. Tenía la cabeza metida en las cenizas del fuego apagado, mientras mis pies descansaban sobre las ruinas de una mesita volcada, entre restos de comida, junto con los cuales había un diario, algunos vasos, botellas rotas y un jarro vacío de agua de cereza de Schiedam. Ese fue el escarmiento del ángel de lo extraño.