El diablo en el campanario

(The Devil in the Belfry, 1839)

¿A qué hora es?

Viejo dicho

Todos saben que el lugar más hermoso del mundo es –o era, ¡ay!– la aldea neerlandesa de Vondervotteimittiss. Sin embargo, como queda lejos de los caminos principales, en una situación extraordinaria, muy pocos de mis lectores la han visitado. Por eso convendrá que sea minucioso; es más importante que hacer un recuento de los tristes hechos que han ocurrido recientemente dentro de sus límites. Lo hago con la esperanza de atraer la simpatía pública en favor de sus habitantes. Estudiaré los acontecimientos lo mejor posible, con la imparcialidad y la veracidad que deben distinguir siempre a quien aspira al título de historiador.

Gracias a la ayuda de la numismática, los manuscritos y las inscripciones puedo decir que la villa de Vondervotteimittiss ha existido, desde su origen, en la misma exacta condición que todavía conserva. De la fecha de su origen, sin embargo, me temo que solo hablaré con esa especie de indefinida precisión que los matemáticos se ven a veces obligados a tolerar en ciertas fórmulas algebraicas. La fecha, teniendo en cuenta su remota antigüedad, no ha de ser menor que cualquier cantidad determinable.

La etimología del nombre Vondervotteimittiss nadie la sabe. Hay un montón de opiniones sobre este asunto, algunas eruditas, otras todo lo contrario (no puedo elegir una). Quizá la idea de Grogswigg –que casi coincide con la de Kroutaplenttey– pueda ser la preferida. Es la siguiente: Vondervotteimittiss – Vonder, lege Donder (¿buscador de truenos vacíos?) – Votteimittiss, quasi und Bleitziz – Bleitzizobsol: pro Blitzen. Esta etimología se confirma en huellas de fluido eléctrico sobre lo alto del campanario del edificio de la Municipalidad. No deseo pronunciarme en un tema de tanta importancia, y debo remitir al lector deseoso de información a las Oratiunculae de Rebus Praeter-Veteris, de Dundergutz. Véase también, Blunderbuzzard, De Derivationibus, págs. 27 a 5010, in folio, edición gótica, caracteres rojos y blancos, con reclamos y sin iniciales, donde pueden consultarse también las notas marginales autógrafas de Stuffundpuff y los comentarios de Gruntundguzzell.

A pesar de la oscuridad que envuelve la fecha de la fundación de Vondervotteimittiss y la etimología de su nombre, no cabe duda, como dije antes, de que siempre existió como la vemos ahora. El hombre más viejo de la aldea no recuerda la menor diferencia en el aspecto de cualquier parte de la misma y, a decir verdad, la sola insinuación de semejante posibilidad es considerada un insulto. Está ubicada en un valle circular, de medio kilómetro de circunferencia, rodeada por colinas que sus habitantes nunca osaron pasar. Lo justifican con la buena razón de que no creen que haya nada del otro lado.

Sobre los límites embaldosados del valle, se extiende una hilera de sesenta casitas. De espaldas a las colinas, todas miran al centro de la llanura que queda justo a algo más de 50 metros de la puerta de cada una. Cada casa tiene un jardín delante, con un sendero circular, un cuadrante solar y veinticuatro repollos. Los edificios son tan parecidos que es imposible distinguir uno de otro. Por su antigüedad, el estilo arquitectónico es extraño, pero no por eso menos pintoresco. Están construidos con pequeños ladrillos endurecidos a fuego, rojos, con los extremos negros, de manera que las paredes semejan un tablero de ajedrez de gran tamaño. Los gabletes miran al frente y hay cornisas, tan grandes como todo el resto de la casa, sobre los aleros y las puertas principales. Las ventanas son estrechas y profundas, con vidrios pequeños y grandes marcos. Los tejados están cubiertos de muchas tejas de bordes acanalados. El maderaje oscuro, muy tallado, es pobre de diseño, porque desde tiempo inmemorial los escultores de Vondervotteimittiss solo han sabido cincelar relojes y repollos, y lo hacen muy bien y con ingenio.

Las casas son parecidas por dentro y por fuera. Los muebles son de un solo modelo, los pisos de baldosas cuadradas, y las sillas y las mesas de madera negra con patas enroscadas, afinadas en la punta. Las chimeneas, anchas y altas, además de relojes y repollos esculpidos en el frente, tienen un reloj de verdad, que hace un prodigioso tic-tac, en el centro de la repisa, y en cada extremo, un florero con repollos de verdad. Entre cada repollo y el reloj hay un muñequito panzón de porcelana. Los braseros de hierro retorcido son profundos. Allí arde constantemente el fuego sobre el cual pende una olla enorme llena de repollo agrio y carne de chancho, que una mujer de la casa vigila. Es una vieja petisa y gorda, de ojos azules y cara colorada, que usa un gran bonete adornado de cintas rojas y amarillas. El vestido es de lana naranja, amplio y corto, no baja de la mitad de la pierna. Las piernas son gruesas como los tobillos, y están cubiertas por un par de medias verdes. Los zapatos, de cuero rosado, se atan con una cuerda dorada que se abre en forma de repollo. En la mano izquierda lleva un pequeño reloj holandés; en la derecha empuña un cucharón para el repollo agrio y el cerdo. Tiene a su lado un gato rechoncho, con un reloj de juguete atado a la cola que los muchachos le han puesto para bromear. Los muchachos son tres y cuidan un cerdo en el jardín. Cada uno mide sesenta centímetros de altura. Usan sombrero de tres puntas, chaleco escarlata hasta los muslos, pantalones de piel de ciervo, medias rojas de lana, zapatones pesados con hebilla de plata y largos gabanes con botones de nácar. Cada uno de ellos tiene, además, una pipa en la boca, y en la mano derecha un reloj. Una bocanada de humo y un vistazo, un vistazo y una bocanada de humo. El cerdo, corpulento y perezoso, se ocupa de recolectar las hojas que caen de los repollos, y de dar coces al reloj dorado que los tres pícaros le han atado también a la cola, para que luzca tan elegante como el gato. Justo delante de la puerta de entrada, en un sillón de alto respaldo y asiento de cuero, con patas enroscadas de puntas finas como las mesas, está sentado el viejo dueño de la casa. Es un anciano menudo e inflado, de grandes ojos redondos y doble papada. Su vestimenta se parece a la de los muchachos. Solo se diferencia en su pipa, que es un poco más grande y le permite aspirar una bocanada mayor. Como ellos, usa reloj, pero lo lleva en el bolsillo. A decir verdad, tiene que cuidar algo más importante que un reloj, y he de explicar ahora de qué se trata. Se sienta con la pierna derecha sobre la rodilla izquierda, muestra un grave continente y mantiene, por lo menos, uno de sus ojos resueltamente clavado en cierto objeto notable que se halla en el centro de la llanura. Este objeto está ubicado en el campanario del edificio de la Municipalidad. Los miembros del Consejo Municipal son todos pequeños, gordos e inteligentes, con grandes ojos como platos y doble mentón, y usan gabanes mucho más largos y hebillas más grandes en los zapatos que los habitantes comunes de Vondervotteimittiss. Desde que vivo en la aldea, han tenido varias sesiones especiales y han adoptado estas tres importantes resoluciones:

  1. Que nada debe cambiar de la vieja y buena marcha de las cosas.
  2. Que no hay nada aceptable fuera de Vondervotteimittiss.
  3. Que seremos fieles a nuestros relojes y a nuestros repollos.

Sobre la sala de sesiones del Consejo se encuentra la torre, y en la torre, el campanario, donde existe y ha existido desde tiempos inmemoriales, el orgullo del pueblo: el maravilloso reloj de Vondervotteimittiss. A este objeto se dirige la mirada de los viejos señores sentados en los sillones con asiento de cuero. El gran reloj tiene siete cuadrantes, uno a cada lado de la torre, de modo que se lo puede ver fácilmente desde todos los ángulos. Sus cuadrantes son grandes y blancos, las agujas pesadas y negras. Hay un campanero cuya única obligación es cuidarlo, pero esta obligación es el más perfecto de los trabajos, porque jamás se ha sabido hasta hoy que el reloj de Vondervotteimittiss haya necesitado nada de él. Hasta hace poco tiempo, la simple suposición de semejante cosa era considerada herética. Desde los tiempos más remotos referidos en los archivos, la gran campana ha dado regularmente la hora. Y a decir verdad, lo mismo ocurría con todos los otros relojes grandes y chicos de la aldea. Nunca hubo otro lugar semejante para saber la hora exacta. Cuando el gran badajo decía «¡Las doce!», todos sus obedientes seguidores abrían la boca simultáneamente y respondían como un verdadero eco. En una palabra: los buenos burgueses eran aficionados a su repollo agrio, pero estaban orgullosos de sus relojes.

Todos los que tienen trabajos son respetados, pero el campanero de Vondervotteimittiss tiene el mejor de los trabajos, y es el más respetado de todos los hombres del mundo. Es el principal funcionario de la aldea, ¡hasta los cerdos lo veneran! Los faldones de su chaqueta son mucho más largos; su pipa, las hebillas de sus zapatos, sus ojos y su barriga, mucho más grandes que los de cualquier otro señor del pueblo; y, en cuanto a su papada, no solo es doble sino triple.

Acabo de pintar el estado feliz de Vondervotteimittiss. ¡Lástima que tan hermoso cuadro tuviera que sufrir un cambio!

Era un viejo dicho de los más sensatos habitantes: «Nada bueno puede venir del otro lado de las colinas. Esas palabras fueron proféticas.

Faltaban anteayer cinco minutos para el mediodía cuando apareció un objeto muy raro en lo alto de la colina del este. Semejante suceso atrajo la atención de todos, y cada señor sentado en un sillón de cuero volvió uno de sus ojos con asombrada consternación hacia el fenómeno, mientras mantenía el otro en el reloj de la torre. En el momento en que faltaban solo tres minutos para el mediodía se advirtió que el singular objeto en cuestión era un joven con aire de extranjero. Bajaba rápido las colinas. Todos tuvieron oportunidad de mirarlo bien. Era el personaje más bello y pequeño que jamás se hubiera visto en Vondervotteimittiss. En su rostro oscuro, color tabaco, aparecía una larga nariz de gancho, dos ojos como garbanzos, una boca grande y una excelente hilera de dientes que parecía deseoso de mostrar sonriendo de oreja a oreja. Entre los bigotes y las patillas no quedaba nada del resto de su cara por ver. Llevaba la cabeza descubierta y el pelo cuidadosamente ensortijado con moños. Vestía una levita de faldones puntiagudos, de uno de cuyos bolsillos colgaba la larga punta de un pañuelo blanco, pantalones de casimir negro, medias negras y zapatos de punta mocha con grandes lazos de cinta de satén negra. Bajo un brazo llevaba un gran sombrero y bajo el otro, un violín casi cinco veces más grande que él. En la mano izquierda tenía una tabaquera de oro de la cual, mientras bajaba la colina haciendo cabriolas y toda clase de piruetas fantásticas, aspiraba incesantemente tabaco con aire de satisfacción. ¡Santo Dios! ¡Qué espectáculo para los honestos burgueses de Vondervotteimittiss!

Hablando francamente, el individuo tenía, a pesar de su sonrisa, un aire siniestro, y mientras saltaba hacia la aldea, el viejo aspecto de sus zapatos chatos despertó no pocas sospechas. Más de un burgués que lo miraba aquel día hubiera dado algo por curiosear debajo del pañuelo de algodón blanco que colgaba tan importunamente del bolsillo de su levita puntiaguda. Pero lo que provocaba justa indignación era que el pícaro galancete, mientras daba un paso de baile por aquí y una voltereta por allá, no parecía tener la más remota idea de eso que se llama guardar el compás.

La buena gente del pueblo no había tenido tiempo de abrir por completo los ojos cuando, faltando medio minuto para el mediodía, el truhán se plantó de un salto en medio de ellos, hizo un paso por aquí, otro por allá y, después de una pirueta y de una cabriola, subió volando hasta el campanario del edificio de la Municipalidad, donde el campanero, estupefacto, fumaba con expresión de espanto. Pero el pequeño personaje lo tomó de inmediato por la nariz, lo sacudió y lo empujó, le encajó el gran sombrero en la cabeza, se lo hundió hasta la boca y entonces, enarbolando el violín, lo golpeó tanto y con tanta fuerza que, entre el campanero gordo y el violín hueco, se hubiera jurado que había un regimiento de tambores redoblando la retreta del diablo en lo alto del campanario de la torre de Vondervotteimittiss.

No se sabe qué acto desesperado de venganza hubiera provocado en los habitantes este ataque, pero faltaba solo medio segundo para el mediodía. La campana estaba a punto de sonar y era una cuestión de suprema necesidad que todos pudiesen mirar bien sus relojes. Parecía evidente, sin embargo, que justo en ese momento, el individuo de la torre estaba haciendo con el reloj algo que no le correspondía. Pero como empezaba a sonar, nadie tuvo tiempo de atender a sus maniobras, pues estaban todos entregados a contar las campanadas.

—¡Una! —dijo el reloj.

—¡Una! —repitieron a coro como en un eco los viejos y pequeños señores desde sus sillones de cuero.

—¡Una! —sonaron los relojes de los hombres.

—¡Una! —sonaron los relojes de las mujeres.

—¡Una! —sonaron los relojes de los muchachos y los pequeños y dorados relojitos de juguete en las colas del gato y el cerdo.

—¡Dos! —continuó la gran campana.

—¡Dos! —repitieron todos los relojes.

—¡Tres! ¡Cuatro! ¡Cinco! ¡Seis! ¡Siete! ¡Ocho! ¡Nueve! ¡Diez! —dijo la campana.

—¡Tres! ¡Cuatro! ¡Cinco! ¡Seis! ¡Siete! ¡Ocho! ¡Nueve! ¡Diez! —respondieron los otros.

—¡Once! —dijo el grande.

—¡Once! —asintieron los pequeños.

—¡Doce! —dijo la campana.

—¡Doce! —replicaron todos, satisfechos y bajando el tono de voz.

—¡Y son las doce! —dijeron todos los viejos y pequeños señores, guardando sus relojes. Pero el gran reloj todavía no había terminado con ellos.

—¡Trece! —dijo.

—¡El diablo! —pronunciaron empalidecidos los viejos hombrecitos, mientras dejaban caer la pipa y bajaban, todos a la vez, la pierna derecha de la rodilla izquierda.

—¡El diablo! —aullaron—. ¡Trece! ¡Trece! ¡Mi Dios, son las Trece!

¿Para qué intentar la descripción de la terrible escena que siguió? Todo Vondervotteimittiss se sumió en un atroz estado de confusión.

—¿Qué le pasa a mi demonio? —gimieron todos los muchachos—. ¡Ya debo estar hambriento a esta hora!

—¿Qué le pasa a mi repollo? —chillaron todas las mujeres—. ¡Ya debe estar deshecho a esta hora!

—¿Qué le pasa a mi pipa? —renegaron los viejos y pequeños señores—. ¡Truenos y centellas! —Y la llenaron de nuevo con rabia y, reclinándose en los sillones, aspiraron con tanta rapidez y furia que el valle entero se llenó inmediatamente de humo.

Entretanto, los repollos se pusieron muy rojos y parecía como si el viejo Belcebú en persona se hubiese apoderado de todo lo que tuviera forma de reloj. Los relojes tallados en los muebles empezaron a bailar como embrujados, mientras los de las chimeneas apenas podían contenerse en su furia y se obstinaban en tal forma en dar las trece y en agitar los péndulos, que eran realmente horribles de ver. Pero lo peor de todo es que ni los gatos ni los cerdos podían soportar más la conducta de los relojitos atados a sus colas y lo demostraban disparando por todas partes, arañando y arremetiendo, gritando y chillando, aullando y berreando, arrojándose a las caras de las personas, metiéndose debajo de las faldas y creando el más horrible estrépito y la más abominable confusión que alguien pueda concebir. Y el pequeño pícaro de la torre hacía todo lo posible para empeorar las cosas. De vez en cuando, podía vérselo a través del humo. Estaba sentado en el campanario sobre el campanero, que yacía tirado de espaldas. El truhán mordía la cuerda de la campana y la sacudía continuamente, provocando un tremendo estrépito. Sobre su regazo descansaba el gran violín, y lo rascaba sin ritmo ni compás con las dos manos, haciendo una gran parodia, ¡El estúpido!, de Judy O’Flannagan y Paddy O’Rafferty.

Estando las cosas en esta lastimosa situación, abandoné el lugar con disgusto, y ahora apelo a todos los amantes de la hora exacta y del buen repollo agrio. Marchemos en masa a la aldea y restauremos el antiguo orden de cosas reinante en Vondervotteimittiss, desalojando al pequeño individuo de la torre.