Filosofía de la composición[2] 

Edgar Allan Poe

En una nota que tengo presente, Charles Dickens dice sobre un análisis que hice del mecanismo de Barnaby Rudge: «¿Saben, de paso, que Godwin escribió su Caleb Williams al revés? Empezó enredando los asuntos del segundo libro y después, para escribir el primero, pensó en cómo justificar lo que había hecho».

Es difícil creer que esa fuera la forma de creación de Godwin; lo que él confiesa no coincide con la idea de Dickens. Pero el autor de Caleb Williams era muy sabio para no darse cuenta de las ventajas que se pueden lograr con un método semejante.

Algo es evidente, un plan así tiene que ser ejecutado teniendo en cuenta el final antes que la pluma salte al papel. Solo si se tiene continuamente presente la idea del final podemos dar a un plan lógica y causalidad, intentando que todos los hechos y en especial el tono general desarrollen el propósito fijado.

Existe un error radical en el método que se usa para construir un cuento. A veces, la historia nos da una tesis; otras veces, el escritor se inspira en un caso real, o se las arregla para juntar sucesos extraordinarios con descripciones, diálogos o sus comentarios personales. Para mí, lo más importante es el efecto que se quiere producir. Teniendo siempre presente la originalidad (se traiciona a sí mismo quien se atreve a prescindir de un medio de interés tan evidente), yo me digo, ante todo: entre los innumerables efectos que es capaz de recibir el corazón, la inteligencia o, hablando en términos más generales, el alma, ¿cuál será el único que deba elegir?

Habiendo elegido el tema, y el efecto fuerte que quiero causar, me pregunto si es mejor evidenciarlo mediante los hechos, o bien el tono, o bien por los hechos simples y un tono particular, o bien por una singularidad equivalente de tono y de hechos; después, busco a mi alrededor, o mejor en mí mismo, las combinaciones de sucesos o de tomos que pueden ser más adecuados para crear el efecto en cuestión.

Pensé: «qué interesante sería un artículo escrito por un autor que quisiera y que pudiera describir, paso a paso, el método seguido en una de sus obras desde el principio al fin de su realización».

Es difícil explicar por qué no se ha ofrecido nunca al público un trabajo parecido; quizá la vanidad de los escritores sea la causa más poderosa que justifique esa laguna literaria. Muchos escritores, especialmente los poetas, prefieren hacer creer a los lectores que escriben gracias a un arrebato de lucidez o de un éxtasis intuitivo; sentirían escalofríos si tuvieran que dejar al público echar una ojeada tras el telón, para observar los trabajosos y vacilantes embriones de ideas. La verdadera decisión se toma a último momento, ¡entre tantas ideas vislumbradas!, a veces como en un relámpago, y que durante tanto tiempo se resiste a mostrarse a plena luz, la idea madura pero desechada por inaccesible, la opción sensata y el arrepentimiento, la corrección dolorosa y la combinación. Son, en suma, los engranajes y las cadenas, los adornos y la decoración, las escaleras y las escotillas, las plumas de gallo, el colorete, los lunares y todos los aceites lo que en el noventa y nueve por ciento de los casos caracterizan el histrión literario.

Por lo demás, sé que no es frecuente que un escritor esté dispuesto a retornar al camino por donde llegó a su desenlace. Generalmente, las ideas surgieron mezcladas; luego fueron seguidas y, finalmente, olvidadas de la misma forma.

En cuanto a mí, no comparto la repugnancia de lo que acabo de hablar, ni encuentro problemas para recordar el paso a paso de todas mis obras. El interés de este análisis o reconstrucción, que se ha considerado como un desiderátum en literatura, es independiente de cualquier supuesto ideal en lo analizado, no se me podrá censurar que salte a las conveniencias si revelo aquí el modus operandi con que logré construir una de mis obras. Elijo para ello «El cuervo» porque es la obra más conocida. Es mi propósito demostrar que ningún punto de la composición puede atribuirse a la intuición ni al azar; y que esta avanzó hacia su final, paso a paso, con la exactitud y la lógica propias de un problema matemático.

Porque no responde directamente a la cuestión poética, prescindamos de la circunstancia, o la necesidad, de la intención de la escritura de un poema que se adecuara al mismo tiempo al gusto popular y al gusto crítico.

Mi análisis comienza, por tanto, a partir de esa intención.

La consideración inicial fue la extensión. Si una obra es demasiado extensa para ser leída en una sola sesión, debemos resignarnos a quedar privados del efecto, soberanamente decisivo, de la unidad de impresión; porque cuando son necesarias dos sesiones se interponen entre ellas los asuntos del mundo, y todo lo que denominamos el conjunto o la totalidad queda destruido automáticamente. Pero, habida cuenta de que ceteris paribus, ningún poeta puede renunciar a todo lo que contribuye a servir a su propósito, por lo tanto, queda examinar si encontraremos en la extensión alguna ventaja, que compense la pérdida de unidad aludida. Por el momento, respondo negativamente. Lo que solemos considerar un poema extenso en realidad no es más que una sucesión de poemas cortos, es decir, de efectos poéticos breves. Es inútil sostener que un poema no es tal sino en cuanto eleva el alma y reporta una excitación intensa: por una necesidad psíquica, todas las excitaciones intensas son de corta duración. Por eso, al menos la mitad del «Paraíso perdido» no es más que pura prosa: hay en él una serie de exaltaciones poéticas salpicadas inevitablemente con depresiones. La obra en conjunto, por su extensión excesiva, no tiene ese elemento artístico tan decisivo: la unidad de efecto.

En lo que se refiere al tamaño, hay un límite positivo para todas las obras literarias: el límite de una sola sesión. Ciertamente, en ciertos géneros de prosa, como Robinson Crusoe, no se exige la unidad, por lo que aquel límite puede ser traspasado: sin embargo, nunca será conveniente traspasarlo en un poema. En el mismo límite, la extensión de un poema debe hallarse en relación matemática con el mérito del mismo, esto es, con la elevación o la excitación que comporta; dicho de otra manera, con la cantidad de auténtico efecto poético con que pueda impresionar las almas. Esta regla solo tiene una traba: que una relativa duración es indispensable para causar un efecto.

Teniendo presentes estas consideraciones, así como el grado de excitación que nos situaba por encima del gusto popular y por debajo del gusto crítico, imaginé una idea sobre la extensión idónea para el poema proyectado: unos cien versos aproximadamente. En realidad tiene exactamente ciento ocho.

Después me preocupé por elevar el efecto que quería causar. Conviene ver que, a través de esta construcción, siempre tuve la voluntad de lograr una obra universalmente apreciable.

Me alejaría de mi objetivo inmediato si quisiera demostrar un punto en que he insistido muchas veces: la belleza es el único ámbito legítimo de la poesía. El placer más intenso, elevado y puro está en la contemplación de la belleza. Cuando los humanos encuentran belleza, no encuentran una cualidad, encuentran una impresión: tienen presente la elevación pura y violenta del alma, no de la inteligencia ni del corazón. Considero la belleza como el ámbito de la poesía, porque es una regla evidente del arte que los efectos deben brotar necesariamente de causas directas, que los objetos deben ser alcanzados con los medios más apropiados para ello. Ningún hombre ha sido todavía tan necio para negar que la elevación singular de que estoy hablando se encuentre más fácilmente al alcance de la poesía. En cambio, el objeto verdad, o satisfacción del intelecto, y el objeto pasión, o excitación del corazón, son más fáciles de alcanzar con la prosa aunque, de algún modo, queden también al alcance de la poesía.

En resumen, la verdad requiere precisión, y la pasión requiere familiaridad (los que se sienten verdaderamente apasionados me entenderán), contrarias a aquella belleza, que no es sino la excitación o el éxtasis del alma. De todo lo dicho no puede deducirse que la pasión o la verdad no puedan ser introducidas en un poema, incluso con beneficio para este, ya que pueden servir para aclarar o para potenciar el efecto, como las disonancias por contraste. Pero el auténtico artista se esforzará siempre en reducirlas a un papel propicio al objetivo pretendido, y además en rodearlas de belleza, que es la atmósfera y la esencia de la poesía. Considerando a la belleza como mi territorio, me pregunté: ¿cuál es el tono para su manifestación más alta? Este debía ser el tema de mi siguiente reflexión. Toda la experiencia humana concuerda en que ese tono es el tono de la tristeza. Cualquiera que sea su vínculo, la belleza en su apogeo, hace llorar a las almas sensibles. La melancolía es el tono poético más idóneo.

Una vez determinados la extensión, el territorio y el tono de mi trabajo, busqué alguna curiosidad fascinante, que pudiera actuar como clave en la construcción del poema: algún eje sobre el que toda la maquinaria pudiera girar, empleando para ello el sistema de la introducción ordinaria. Pensando en todos los efectos de arte conocidos, me di cuenta que ninguno había sido tan usado como el estribillo. Su universalidad alcanzaba para convencerme de su valor, evitándome la necesidad de analizarlo. Yo lo consideraba susceptible de perfeccionamiento, todavía en estado primitivo. Tal como habitualmente se emplea, el estribillo no solo queda limitado a las composiciones líricas, sino que la fuerza de la impresión que debe causar depende del vigor de la monotonía en el sonido y en la idea. Solamente se logra el placer mediante la sensación de identidad o de repetición. Entonces resolví variar el efecto, con el fin de agrandarlo, permaneciendo fiel a la monotonía del sonido, pero alterando la idea; es decir, me propuse causar efectos nuevos con variadas aplicaciones del estribillo, dejando que fuera casi siempre parecido. Habiendo fijado estos puntos, me preocupé por la naturaleza de mi estribillo: puesto que su aplicación tenía que ser transformada con frecuencia, era evidente que el estribillo tenía que ser breve, porque hubiera sido una dificultad insuperable transformar continuamente el uso de una frase extensa. Por supuesto, la facilidad de variación estaría dada por la brevedad de la frase. Esto me hizo adoptar como estribillo ideal una única palabra. Entonces me absorbió la cuestión sobre el carácter de esa palabra. Habiendo decidido que habría un estribillo, la división del poema en estancias resultaba una consecuencia necesaria, porque el estribillo constituye la conclusión de cada estrofa. No había duda para mí que semejante conclusión o término, para poseer fuerza, debía ser necesariamente sonora y susceptible de un énfasis prolongado: aquellas consideraciones me llevaron inevitablemente a la O larga, que es la vocal más sonora, asociada a la R, porque es la consonante más vigorosa. Ya tenía bien determinado el sonido del estribillo. A continuación, era preciso elegir una palabra que lo contuviese y, al mismo tiempo, estuviese en el acuerdo más armonioso posible con la melancolía que yo había adoptado como tono general del poema. En una búsqueda semejante, hubiera sido imposible no dar con la palabra nevermore (nunca más), la primera que se me cruzó. La siguiente pregunta fue: ¿cuál será el pretexto para usar continuamente la palabra nevermore? Al notar la dificultad que se me planteaba para encontrar un motivo para esa repetición, vi que el problema era que esa palabra, repetida monótonamente, había de ser pronunciada por un ser humano: en resumen, el problema estaba en conciliar lo monótono con lo racional en la criatura llamada a repetir la palabra. Surgió entonces la posibilidad de una criatura no razonable y, sin embargo, dotada de palabra; primero pensé en un loro, pero enseguida lo reemplacé por un cuervo, que también está dotado de palabra y además resulta más acorde con el tono deseado en el poema. Por fin había llegado a la idea de un cuervo. ¡El cuervo, pájaro de mal agüero!, repitiendo obstinadamente la palabra nevermore al final de cada estancia, en un poema de tono melancólico y una extensión de unos cien versos aproximadamente. Entonces, sin perder de vista el superlativo o la perfección en todos los puntos, me pregunté: entre todos los temas ¿cuál es más melancólico, según entiende universalmente la humanidad? La respuesta es inevitable: ¡la muerte! Y, ¿cuándo ese tema, el más triste, resulta ser también el más poético? Según lo explicado con amplitud, la respuesta se puede deducir fácil: cuando la muerte pacte íntimamente con la belleza. La muerte de una mujer hermosa es el tema más poético del mundo, y queda igualmente fuera de duda que la boca más apta para desarrollar el tema es precisamente la del amante privado de su amada.

Tenía que combinar esas dos ideas: un amante que llora a su amada perdida, y un cuervo que repite continuamente la palabra nevermore. No solo tenía que combinarlas, sino además, variar cada vez la aplicación de la palabra que se repetía; pero el único medio posible para semejante combinación consistía en imaginar a un cuervo que aplicase la palabra para responder a las preguntas del amante. Entonces descubrí la facilidad que me ofrecía el poema para el efecto, es decir, el efecto que debía producirse mediante la variedad en la aplicación del estribillo.

Comprendí que podía hacer formular la primera pregunta por el amante, a la que respondería el cuervo: nevermore; que de esta primera pregunta podía hacer una especie de lugar común, de la segunda algo menos común, de la tercera algo menos común todavía, y así sucesivamente, hasta que por último, el amante, sacado de su apatía por la melancolía de la palabra, su frecuente repetición y la mala fama del pájaro, fuera víctima de una inquietud supersticiosa y arrojara locamente preguntas diversas, pero interesantes para su corazón; preguntas donde convivieran la superstición y la desesperación, que encuentra placer en su propia tortura, no solo por creer el amante en la índole profética o diabólica del pájaro (que, según le demuestra la razón, no hace más que repetir algo aprendido mecánicamente), sino por experimentar un placer único al formularlas de ese modo, recibiendo en el nevermore siempre esperado una herida refractaria, cada vez más deliciosa por insoportable.Viendo semejante facilidad que se me ofrecía o, mejor dicho, que se me imponía en el transcurso del trabajo, decidí primero la pregunta final, la pregunta definitiva, para la que el nevermore fuese la última respuesta, a su vez, la más desesperada, dolorosa y espeluznante que pueda concebirse. Aquí puedo afirmar que mi poema había encontrado su comienzo por el fin, como debieran comenzar todas las obras de arte; entonces, precisamente en este punto de mis reflexiones, tomé por primera vez la pluma, para componer la siguiente estrofa:

Dije: «Oh, profeta, pájaro o demonio,

por Dios y por el cielo, a quien ambos adoramos,

dile a esta alma lastimada, presa infausta de la pena,

si alguna vez, en otra vida, podré volver a abrazar

el alma virgen de quien los arcángeles llaman Leonora!»

Respondió el cuervo: «¡Nunca más!»

Solo entonces escribí esta estrofa; primero, para fijar el grado supremo y poder, de este modo, más fácilmente, variar y graduar, según su gravedad y su importancia, las preguntas anteriores del amante; y segundo, para decidir el ritmo, el metro, la extensión y la disposición general de la estrofa, así como graduar las que debieran anteceder, de modo que ninguna superase a esta en su efecto rítmico. Si, en el trabajo de composición que debía proseguir, yo hubiera sido tan imprudente como para escribir estrofas más enérgicas, las hubiera debilitado, conscientemente y sin ninguna duda, para que no contrarrestasen el efecto de crescendo.

Podría decir también aquí algo sobre la versificación. Mi primer objetivo era la originalidad. Una de las cosas que me resultan más inexplicables del mundo es cómo ha sido descuidada la originalidad en la versificación. Aun reconociendo que en el ritmo puro exista poca posibilidad de variación, es evidente que la diversidad de métrica y estrofa es infinita; sin embargo, durante siglos, nadie hizo, ni deseó hacerlo, algo original en versificación.

Lo cierto es que la originalidad no es, como suponen muchos, un asunto de instinto o de intuición. Por lo general, para encontrarla hay que trabajar mucho; y, aunque sea un mérito positivo de la más alta categoría, el espíritu de creación no participa tanto como el de negación para darnos los medios de alcanzarla. No pretendo haber sido original en el ritmo o en la métrica de «El cuervo». El primero es troqueo; el otro se compone de un verso octómetro acataléctico, alternando con un heptámetro cataléctico que, al repetirse, se convierte en estribillo en el quinto verso, y finaliza con un tetrámetro cataléctico. Para decirlo sin pedantería, los pies empleados, que son troqueos, consisten en una sílaba larga seguida de una breve; el primer verso de la estrofa se compone de ocho pies de esa índole; el segundo, de siete y medio; el tercero, de ocho; el cuarto, de siete y medio; el quinto, también de siete y medio; el sexto, de tres y medio. Ahora bien, si se consideran aisladamente, cada uno de esos versos había sido ya empleado, de manera que la originalidad de «El cuervo» consiste en haberlos combinado en la misma estrofa; hasta el presente no se había intentado nada parecido a semejante combinación. El efecto de esa combinación original se potencia mediante otros efectos nuevos, logrados con la rima y la aliteración.

El punto siguiente para tener en cuenta era la comunicación entre el amante y el cuervo; el primer grado de la cuestión consistía, naturalmente, en el lugar. Pudiera parecer que debiese surgir espontáneamente la idea de una selva, pero siempre consideré que para el efecto de un hecho aislado es necesario un espacio estrecho: le da la fuerza que el marco le agrega a la pintura. Además, ofrece la ventaja moral indudable de concentrar la atención en un pequeño ámbito; esta ventaja no debe confundirse con la que se consiga de la unidad de lugar. En consecuencia, decidí ubicar al amante en su cuarto, un cuarto santificado con los recuerdos de la que había vivido allí. El cuarto se describiría con muebles elegantes, de acuerdo a la idea que ya expuse acerca de la belleza como única tesis verdadera de la poesía. Habiendo determinado el lugar, era preciso introducir el pájaro; la idea de que entrase por la ventana resultaba inevitable. Que el amante supusiera, en el primer momento, que el aleteo del pájaro contra el postigo fuese una llamada a su puerta era una idea salida de mi deseo de aumentar la curiosidad del lector, obligándole a esperar; pero también del deseo de colocar el efecto de la puerta abierta de par en par por el amante, que no encuentra más que oscuridad, y que por eso puede adoptar en parte la ilusión de que el espíritu de su amada ha venido a llamar. Hice que la noche fuera tempestuosa, primero para explicar que el cuervo buscase hospitalidad, y también para crear el contraste con la serenidad material reinante en el interior del cuarto.

También, posé el pájaro sobre el busto de Palas para marcar el contraste entre su plumaje y el mármol. La idea del busto la trajo el cuervo; que fuera un busto de Palas se debió a la erudición del amante y a la armonía del nombre Palas.

En la mitad del poema, aproveché la fuerza del contraste para profundizar la emoción final. Por eso, le di al ingreso del cuervo un tinte fantástico, casi cómico, al menos hasta donde mi asunto lo permitía. El cuervo entra con un aleteo alborotado. No hizo ni el menor saludo, no se detuvo, no dudó ni un minuto; pero con aires de señor o de señora, se quedó sobre la puerta de mi cuarto.

En las siguientes estrofas, el propósito se manifiesta todavía más:

Con su torva, seria y distinguida gracia

el pájaro negro transformó en sonrisas mi tristeza.

Le dije: «Aunque llevas la cresta calva, no eres un cuervo de la noche,

viejo cuervo funesto, vagabundo en la sombra.

Dime: «¿Cuál es tu nombre, en el reino plutoniano de noches y tinieblas?»

Dijo el cuervo: «¡Nunca más!»

Me asombré al oír hablar al pajarraco,

a pesar de que su respuesta seca no expresaba demasiado;

es preciso que convengamos que nunca alguien

pudo observar a un ave encaramada sobre una efigie

en el dintel de su puerta,

con tal nombre: «¡Nunca más!»

Preparado el efecto del final, me apuro a dejar el tono fingido, y adopto el serio, más profundo; este cambio de tono se inicia en los tres primeros versos de la estrofa que sigue:

Pero el cuervo, inmóvil y solitario sobre el busto de Palas,

solo dijo esas palabras, como si su alma estuviese unida a ellas,

no sacudía ni una pluma, ni pronunciaba otra cosa.

A partir de este momento, el amante ya no juega; ya nada ve irreal en el comportamiento del pájaro. Habla mal del cuervo, y siente que sus ojos le queman el corazón. Esa evolución de su pensamiento y esa imaginación del amante tienen como finalidad disponer al lector a otras similares, guiando el espíritu hacia una situación propicia para el final, que sobrevendrá tan rápida y directamente como sea posible. Con el desenlace propiamente dicho, expresado en el nevermore del cuervo en respuesta a la última pregunta del amante ¿encontrará a su amada en la otra vida?, puede considerarse terminado el poema en su fase más clara y natural, la de simple narración. Hasta el presente, todo se ha mantenido en los límites de lo explicable y lo real.

Un cuervo ha aprendido mecánicamente una única palabra: nevermore; habiendo escapado de su dueño, la tempestad le obliga, a medianoche, a pedir refugio en una ventana donde aún brilla una luz; la ventana de un estudiante que, divertido por el hecho, le pregunta en broma su nombre, sin esperar respuesta. Pero el cuervo, al ser interrogado, responde con su palabra habitual, nevermore, «nunca más»; palabra que inmediatamente causa melancolía en el corazón del estudiante, y este, expresando en voz alta los pensamientos que aquella circunstancia le sugiere, se conmueve ante la repetición del nevermore. El estudiante conjetura, pero la pasión del corazón humano no tarda en inclinarle a martirizarse, así mismo y también por una especie de superstición, a formularle preguntas que la respuesta inevitable, el insufrible nevermore, le dé la más horrorosa secuela de angustia. La narración en lo que he designado como su fase natural, encuentra su desenlace en esa tendencia del corazón a la tortura, llevada hasta el último extremo; hasta aquí, no se ha mostrado nada que pase los límites de la realidad. Pero, en los temas manejados de este modo, por mucha que sea la habilidad del escritor y mucho el lujo de sucesos con que se adornen, siempre quedan cierta violencia y desnudez que hieren la mirada de la persona sensible. Dos elementos se exigen siempre: complejidad y sugestión. Esta última cualidad es la que le confiere a la obra de arte el aire opulento que a menudo cometemos la estupidez de confundir con el ideal. Lo que transmuta en prosa y prosa de la más baja estofa, la pretendida poesía de los que se llaman trascendentalistas, es justamente el exceso en la expresión del sentido que solo debe quedar insinuado, la manía de convertir la corriente subterránea de una obra en la otra corriente, visible en la superficie.

Persuadido de eso, agregué las estrofas que terminan el poema, porque su calidad sugestiva baña toda la narración antecedente. La corriente subterránea del pensamiento se muestra por primera vez en estos versos:

¡Deja en paz mi soledad! ¡Saca el pico de mi corazón!

Dijo el cuervo: «¡Nunca más!»

Quiero hacer notar que la expresión «de mi corazón» encierra la primera expresión poética. Estas palabras, con la correspondiente respuesta nevermore, ponen al lector a buscar un sentido moral en todo el relato anterior. Empieza entonces a considerar al cuervo como un ser emblemático, pero solo en el último verso de la última estrofa puede ver claramente la intención de hacer del cuervo el símbolo de un recuerdo fúnebre y eterno.

El cuervo sigue inmóvil sobre el busto que decora el dintel de mi puerta,

sus ojos son los ojos de un demonio que sueña con el mal;

la luz que cae sobre él

proyecta en el suelo su fúnebre sombra,

y mi alma, atrapada en esa sombra que flota en el suelo

¡nunca saldrá de allí! ¡nunca más!