Durante mi juventud no viajaba por todo el mundo;
iba siempre a un sitio que amaba más que a todos,
por la amable soledad de su lago salvaje
encerrado entre rocas negras y pinos altos.
Sin embargo, cuando la noche tendía su sudario
y el viento místico susurraba su melodía,
entonces, ¡oh, entonces se despertaba
en mí el horror por ese lago solitario!
Pero ese horror no era miedo,
era un desasosiego adorable,
un sentimiento que ninguna mina de piedras preciosas
podría inspirarme o invitarme a definir,
ni el amor mismo, aunque ese amor fuera el tuyo.
La muerte regía en las honduras de esa onda
envenenada, y en su torbellino había una tumba
bien hecha para aquel que pudiera beber en
ella un consuelo a sus espejismos, para
pudiera inventar un Paraíso en ese lago secreto.