No hay aliado pequeño

«¿Y con qué facilidad no habría podido el rey, si hubiera conocido y seguido las reglas que antes indiqué, mantenerse poderoso en Italia y conservar y defender a sus aliados? Estos, aunque eran numerosos y fuertes, temían a la Iglesia y a los venecianos y debían, por su propio interés, mantenerse unidos al rey de Francia; Luis podía también, con su ayuda, fortificarse para rechazar a cualquier otra potencia peligrosa».

 

(CAPÍTULO III)15

 

 

Defender a los aliados en apuros, buscar intereses comunes, hacerse grande cuando se es pequeño, confiar en las alianzas.

El mundo de la globalización busca estas alianzas formales de una manera que ha ido evolucionando a través de los siglos, y más con la internacionalización de los conflictos. Podemos recordar el artículo 5 del Tratado de Washington, que representa la esencia de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN): la defensa colectiva. Es un concepto que nació con la primera alianza entre países de América del Norte y Europa Occidental, que se basaba en el derecho de legítima defensa, individual o colectiva, en caso de ataque armado, y que se recoge en el artículo 51 de la Carta de Naciones Unidas.

Aunque este procedimiento de potenciar la defensa a través de un colectivo unido de manera formal se mantiene vigente, los retos que se plantean a causa de los efectos de la tecnología están redefiniendo el concepto de alianzas. Un potente ataque efectuado en el creciente dominio del ciberespacio, que causara gravísimos daños en las infraestructuras críticas de un país o que provocara el caos social, podría llevar a una respuesta militar, y hasta nuclear, como ya amenazan algunas grandes potencias.

La regulación y evolución de tales alianzas está aumentando en la última década. Ya queda muy atrás la visión de un mundo tranquilo y sin conflictos que esbozaba Francis Fukuyama con su «fin de la historia». En el mundo actual, en el que no hay enemigo insignificante, la afirmación de que «no hay aliados pequeños» se impone aún más. Todo suma, todos suman.

Una de las claves para que una gran alianza militar se mantenga en el tiempo es que todos sus integrantes perciban una misma amenaza existencial, y que consideren que solo podrán hacerle frente si permanecen unidos.

Las características de los problemas, riesgos y amenazas globales a los que nos enfrentamos hoy obligan a los Estados a cooperar en el marco de organizaciones internacionales o supranacionales de seguridad y defensa. A veces se ven casi obligados a elegir bando en función de su situación geográfica, de sus intereses geopolíticos o de las presiones que ejercen sobre ellos las grandes potencias.

En otras ocasiones se forman coaliciones ad hoc para afrontar amenazas puntuales, aunque pueden perpetuarse en el tiempo. Pero nunca debe olvidarse que la historia nos demuestra que las alianzas siempre han sido efímeras y que han durado lo que duró el interés común.

El interés de las sociedades o Estados fuertes siempre consiste en lograr que los más débiles, en términos económicos o de influencia, o con menos territorio o capacidad militar, sigan siendo subsidiarios y dependientes. Eso sí, cuando se forma una confederación de colectivos o «Estados pequeños» que logran encontrar la forma de unirse contra un Estado grande, ya sea de manera puntual o, lo que es poco frecuente, de manera permanente, pueden lograr una ventaja competitiva mayor y superar las crisis o las amenazas con mayor eficiencia.

Para conseguirlo, necesitan resolver eficazmente asuntos como el liderazgo, la cooperación o el intercambio, además de asumir responsabilidades. Por su parte, el Estado dominante intentará por todos los medios dividir a la confederación para no perder influencia. Un ejemplo paradigmático lo tenemos en la Unión Europea, que puede ser fuente de fortaleza ante otros actores geopolíticos, pero que en muchas circunstancias ve cómo desaparece esa ventaja, ya que los intereses particulares de cada Estado pequeño priman frente a los de la confederación. El egoísmo particular produce beneficios más rápidos, mientras que el acuerdo global requiere mayor tiempo para obtener beneficios visibles, que siempre serán inciertos. La duda acerca de los resultados siempre es la amenaza más fuerte en esta unión de Estados pequeños.

A quien ayudas a triunfar será tu adversario

«Quien permite el engrandecimiento de otro provoca su propia ruina. Porque para hacerlo debe emplear sus propias fuerzas o su propia habilidad, y estos dos medios despiertan desconfianza en quien se ha vuelto poderoso».

 

(CAPÍTULO III)19

 

 

Es un axioma imperecedero que el poder no se comparte, por lo que, una vez alcanzado, uno de los objetivos prioritarios consiste en eliminar a cualquier posible adversario. Los que te han ayudado a alzarte con el cetro se convierten en elementos a abatir, precisamente porque conoces su capacidad para situar en el puesto principal a un aspirante al poder.

La historia muestra múltiples ejemplos de revolucionarios que, una vez que hubo triunfado la revolución, fueron devorados por ella debido al riesgo de que se convirtieran en enemigos de los nuevos líderes o pretendieran iniciar una nueva revolución.

Esto también se observa de forma habitual en los partidos políticos y en los gobiernos de las democracias liberales occidentales, en los que las luchas fratricidas por hacerse con el poder son constantes y a menudo virulentas. En cuanto alguien destaca por sus cualidades políticas o alcanza notoriedad mediática, se gana la enemistad tanto de compañeros como de superiores, que lo perciben como una amenaza a sus aspiraciones o a su propósito de mantenerse en el poder. No será obstáculo para acabar con la carrera de esa persona, sino todo lo contrario, que en el pasado haya sido un soporte esencial para que su partido o el líder hayan logrado hacerse con el poder.

En una visión utilitarista y pragmática de la política como la de Maquiavelo, quienes emplean sus recursos para ayudar a que un líder alcance sus metas, cuando ya no son necesarios, en especial si han cumplido bien su misión, empiezan a ser vistos como «futuros líderes internos», capaces de socavar el liderazgo recién creado. Han sido útiles, es cierto, pero, para evitar que acumulen más poder o que puedan generar escisiones dentro de la organización, se les defenestra o se les envía a otra misión, lo más lejos posible de la corte.

La opción de mantenerlos a su lado solo es aconsejable cuando el líder necesita apoyos sólidos porque su poder todavía no está consolidado o, más raramente, por fidelidad o compromisos personales. Ahora bien, si no existe ningún documento escrito, la única obligación es la que nos dicta la moral. Y el líder no debe tener escrúpulos cuando ejerce el poder, como queda demostrado una y otra vez, incluso en las democracias. Quien se acerque al círculo de mando debe ser consciente de cuáles son las reglas de juego, que no son precisamente amables. Es parte de la condición humana, y así seguirá siendo.

La unión entre personas que han pasado juntas grandes calamidades, y más si ha sido en acciones de combate, es estrechísima, pero eso no significa que, cuando se trata de disputar o compartir el poder, puedan convertirse en enemigos viscerales, precisamente porque se conocen bien y saben de las ambiciones y pasiones de la otra parte.

El valor de lo propio

«Una ciudad acostumbrada a regirse por sus propias leyes se conserva con más facilidad si se destina para su gobierno a un pequeño número de sus propios ciudadanos».

 

(CAPÍTULO V)22

 

 

Para que una comunidad acepte de la mejor manera posible cierto grado de dominio, en especial si ha vivido bajo su propio gobierno, no hay nada mejor que elegir a sus propios ciudadanos para gobernarla. Obviamente, aunque podrán ser tachados de colaboracionistas y traidores, siempre se producirá menor rechazo que si los dirigentes son extranjeros, impuestos por el conquistador. Los ejemplos históricos de esta práctica son abundantes.

En primer lugar, nadie conoce mejor la cultura y los problemas locales que alguien que pertenece a la misma comunidad. Por otro lado, los ciudadanos sentirán una mayor proximidad hacia alguien de su mismo entorno, que incluso hablará una lengua común. No cabe duda de que, al ser gobernados por personas pertenecientes a su propio grupo, etnia, cultura o civilización, la resistencia siempre es menor. Aquí descubrimos de nuevo lo trascendente que es el sentido de pertenencia.

Siempre se ha podido observar que cualquier población, por muchas que sean las críticas, prefiere que sus gobernantes sean conciudadanos, y no extraños o extranjeros, por muy excelentes que sean aquellos desde un punto de vista objetivo. El factor psicológico ante la disyuntiva de ser gobernado por el propio o por el ajeno es clara: siempre se opta por el primero, en parte por la necesidad de reafirmar el sentimiento de pertenencia ante cualquier amenaza o desprecio.

Ahora bien, en ocasiones no se percibe una amenaza y resulta más fácil convencer a un colectivo de las bondades de lo ajeno, como cuando se piensa en ciertos países como Arcadias y paraísos en la Tierra, donde no existen los vicios que nos caracterizan y donde, creemos con ingenuidad, las cosas se organizan mejor.

La sociedad del cambio que nos toca vivir también se combina con la diversidad social que de alguna manera se promueve con la globalización. El concepto de «ciudadano» está cambiando y lo que nos pudo sorprender en 2017 cuando «Sophia» fue reconocida como el primer ciudadano-robot que recibió la nacionalidad saudí, no nos resultará tan extraño en un futuro próximo. Es muy probable que aceptemos a ciudadanos artificiales para cometidos superiores. Un caso curioso es el del robot «Michihito Matsuda», que presentó su candidatura para la alcaldía de Tama, un distrito de Tokio, prometiendo en su campaña que «la inteligencia artificial cambiará la ciudad de Tama». Matsuda no resultó elegido, pero obtuvo 4.000 votos y quedó tercero.

La importancia de un ejército nacional

«Las tropas del segundo tipo [extranjeras] son peligrosas e inútiles, ya se las emplee como auxiliares o como asalariadas».

 

(CAPÍTULO XII)53

 

 

Maquiavelo nos dejó muchas lecciones en el ámbito teórico, y en especial acerca de la organización de la estructura militar. Su idea de crear un ejército nacional que sustituyera al de los mercenarios fue clave en su momento. Los ejércitos mercenarios eran considerados como peligrosos, ya que su única motivación era el sueldo asignado; por lo tanto, para que cambiaran de bando bastaba con que otro príncipe les ofreciera una mejor soldada.

El autor florentino rechazaba las tropas mercenarias, que disfrutaban de un amplio uso en ese momento, porque no las consideraba leales ni rentables a largo plazo, ya que no aseguraban la supervivencia del Estado. Era consciente de la rentabilidad de un ejército profesional y leal al Estado que le pagara, y llegó a proponer una profesionalización del ejército, aunque muy limitada y condicionada por su tiempo. Italia estaba entonces fraccionada en un conjunto de pequeños Estados que se encontraban con dificultades para organizar un ejército permanente.

Un ordenamiento jurídico que abarca la totalidad de un sistema y da sentido a la milicia hace que esta sea fuerte y fiel al sistema. Aquellos que luchan por lo suyo y por lo que creen siempre serán aguerridos militares y mejores defensores. La milicia mercenaria o los cuerpos auxiliares no tienen una motivación real, ni implicación con el territorio o con su líder. Son fieles mientras se les pague. Sirven solo para una acción rápida de rapiña o de conquista, pero al cesar el avance se convierten en fuente de disenso, de corrupción y, en muchas ocasiones, de pillaje y actos delictivos. Por ello, un príncipe no debe ampararse más que en los que son suyos por derecho, con valores y conciencia. Debe librarse o evitar que las tropas alquiladas o las auxiliares «fijen residencia o estancia prolongada» una vez que han cumplido su función. Pagando a las alquiladas e invitándolas a buscar fortuna, y disolviendo a las auxiliares para que regresen a sus territorios, donde deben quedarse.

La socialización de los valores relacionados con la tradición marca la diferencia entre soldados profesionales y mercenarios. Son valores que mantienen su vigencia: arrojo, honor, lealtad, disciplina o espíritu de sacrificio, aunque pueden verse actualizados por la ética y la moral de la sociedad del siglo XXI. Los buenos líderes trabajan los valores, y en especial la propia imagen que transmiten en el día a día a sus subordinados.

Haciendo un poco de historia, la categoría de los soldados mercenarios comienza casi con los ejércitos organizados. La referencia más antigua data del año 1457 a.C., cuando en la batalla que se libró en Megido (Israel), entre tropas del faraón Tutmosis III y una coalición tribal del rey de Kadesh (Siria), el mandatario egipcio venció gracias a la ayuda de mercenarios.

En tiempos más cercanos a nosotros, la figura del mercenario resurgió a partir de la década de 1960 en conflictos como el del Congo Belga o la guerra de Biafra.

Hoy en día, no existen ejércitos mercenarios en el sentido literal del término, pero sí los denominados «contratistas», integrados en lo que Naciones Unidas llama «Empresas Militares y de Seguridad Privadas» (CMP). Han sido y siguen siendo ampliamente empleados por las grandes potencias en los últimos escenarios de conflicto, en el marco de una legalidad más que discutible.

Se considera a Watchguard International como la primera compañía militar privada. Fue fundada en 1965 por David Stirling (creador del Special Air Service británico) y John Woodhouse (también perteneciente al SAS). Su primera operación fue en la guerra civil de Yemen del Norte (hasta 1970).

Desde 1991, el empleo de las CMP comenzó a aumentar como consecuencia de la reducción de contingentes militares tras el final de la Guerra Fría, así como la multiplicación de conflictos de baja intensidad y asimétricos, junto a la negativa de los principales países a implicarse directamente y la preocupación de las poblaciones por las bajas propias. Se dice que en el Irak de 2007 llegó a haber más contratistas que soldados regulares.

Las fuerzas de contratistas presentan ventajas con respecto a las tropas regulares, pues son más rentables económicamente, ya que su carácter no permanente permite rescindir el contrato tan pronto como dejan de ser necesarias. Al mismo tiempo, no exigen ningún tipo de apoyo social (sanidad, familiares, ayudas, pensiones…), ni se precisa gasto en su formación. También ofrecen rapidez y flexibilidad de actuación, alta especialización, y permiten eludir limitaciones tácticas (caveats) y responsabilidades.

Pero también tienen sus desventajas. Para empezar, la falta de respeto a la legalidad internacional (leyes y usos de los conflictos armados), pues, aunque existen numerosas leyes que regulan el uso de ejércitos privados, no están incluidas las CMP. Además, a pesar de los numerosos escándalos en los que se ha visto envuelto personal de las CMP, no existe un mecanismo unificado internacional para someterlas a las leyes nacionales o internacionales.

Hasta ahora, los esfuerzos para regular las CMP han sido vanos debido a las discrepancias entre países, la globalización de la industria (ingeniería financiera para dificultar su seguimiento y fiscalización) y los múltiples intereses enfrentados, sobre todo por parte de las grandes potencias.

La Convención Internacional sobre el uso de mercenarios (de 1977), ratificada en la Convención de Ginebra, no recoge a las CMP, principalmente porque no se adaptan a la definición de «mercenario». Lo mismo sucede con la Convención de ONU contra el reclutamiento, uso, financiación y entrenamiento de mercenarios (de 1989).

El esfuerzo internacional más reciente es el Documento de Montreux (de 2008), que regula la industria de la seguridad privada, ratificado por 17 países. Pero no obliga a las partes a seguir los principios en él expuestos. Tan solo incluye una lista de 70 recomendaciones para operar en zonas de conflicto, así como otras sobre cómo perseguir las violaciones de la legalidad internacional y verificar sus actuaciones.

En definitiva, las CMP viven en una especie de anarquía legal, y parece que las principales potencias no tienen el menor interés en poner orden debido a las ventajas que les reporta el uso de estos «mercenarios» modernos.

El mejor soldado es el buen ciudadano

«Nunca estará seguro el príncipe que cuente con soldados auxiliares y mercenarios, porque están poco unidos entre sí, son ambiciosos y carecen de disciplina y fidelidad. Son valientes entre los amigos, pero cobardes en presencia del enemigo; sin temor de Dios y sin buena fe respecto a los hombres, por lo que el príncipe, para retrasar su caída, tiene que emplear sus mayores esfuerzos en evitar la necesidad de recurrir a dichas tropas. En una palabra, esas tropas roban al estado en tiempo de paz como lo hace el enemigo en tiempo de guerra».

 

«Al no ponerse este tipo de tropas al servicio del estado excepto por el interés de su salario, que nunca es tan elevado como para que equivalga al riesgo de perder la vida, solo sirven a gusto en tiempo de paz, y en cuanto se declara la guerra es muy difícil someterlas a una rigurosa obediencia».

 

(CAPÍTULO XII)54,55

 

 

La historia nos ha dejado muchos ejemplos de que el mejor soldado es el buen ciudadano, una persona que ama a su patria y que, por lo tanto, lucha por convicción, no por una paga.

Si el soldado no está unido a un territorio, no se podrá confiar en él para mantener la paz o para hacer una guerra de cualquier tipo. Los mercenarios o las tropas no autóctonas solo se mantienen fieles por la paga y las posibilidades de ejercer la rapiña, o bien porque presienten la debilidad en el Estado (de la que esperan poder sacar algún provecho más adelante). Las milicias mercenarias ignoran la causa por la que luchan, ya que solo lo hacen por quien les paga. No importa lo buenos en el combate que sean, ni su reputación como soldados. La única verdad es que la fidelidad la otorga la tierra, la patria y la ley o el orden por los que se combate, sin olvidar la ideología política y la religión. En muchas ocasiones esta tropa mercenaria, teniendo el poder en sus manos, chantajea o incluso arrebata el poder a aquellos que los contrataron. Por eso, estas milicias solo sirven para mantener luchas de desgaste, y lejos del territorio propio.

Cuando se habla de tropas mercenarias, que combaten por dinero, hay un aspecto que jamás se debe olvidar: la moral. Es un elemento clave en cualquier enfrentamiento bélico. Sin la moral adecuada, sin la fuerza de ánimo y el ímpetu que ofrece, pocas victorias se han logrado. Como decía Jenofonte: «El resultado de la lucha lo decide más el espíritu que la fuerza física». Los medios y las tácticas o estrategias son importantes, de eso no cabe duda, pero si las tropas no cuentan con la debida moral de combate, el éxito será siempre incierto. Abundan los ejemplos históricos de ejércitos en apariencia poderosísimos, pero que, cuando perdieron la moral y la confianza, huyeron en desbandada ante enemigos teóricamente inferiores. Por eso, en cualquier ejército se hace tanto hincapié en el aspecto anímico. Siempre hay que estar alerta ante cualquier indicio de desánimo, para que no se extienda entre las tropas, y para ponerle rápido remedio, insuflando la moral necesaria. Cuando a una fuerte moral se añade el fervor religioso, el combatiente se vuelve prácticamente invencible. Como es obvio, ese no es el caso de los mercenarios, por bien formados y armados que estén.

Jenofonte, protagonista de la épica retirada de los Diez Mil, los mercenarios griegos que tuvieron que atravesar el inmenso Imperio persa, aleccionaba de este modo a los líderes militares: «Debéis inspirar a los cobardes más miedo que el que les causan los enemigos». En algunos momentos, este consejo se ha llevado al extremo: durante la Segunda Guerra Mundial, se cuenta que los comisarios políticos soviéticos mataron a decenas de miles de sus propios soldados cuando, en vez de avanzar contra un enemigo que estaba diezmando las filas, huían del frente, batiéndose en retirada. De nuevo nos encontramos con la necesidad de encontrar el equilibro en la acción de mando. Hay que conseguir que el soldado combata lleno de fuerza moral, que se vea impulsado por su propia motivación, pero sin olvidarse de infundirle un cierto temor ante cualquier posible renuencia o duda, que será lógico que surja en algún momento dado lo extremo de la situación.

La tecnología y los nuevos medios para hacer la guerra están dando un protagonismo hasta ahora desconocido a los sistemas de armas autónomas, que podrían llegar a ser empleados en masa como un ejército profesional (propio de una nación) o mercenario (alquilado a otro actor). Se discute si los robots militares podrán considerarse como mercenarios tecnológicos. Un mercenario combate sirviendo a un poder extranjero a cambio de dinero u otras prebendas materiales (tierras o minas, por ejemplo), pero sin excesivas justificaciones ideológicas; mientras que los sistemas de armas autónomas basados en inteligencia artificial no buscan esos premios ni tienen ninguna motivación ideológica, al menos de momento.

Con todo, la forma de hacer la guerra y de emplear esos nuevos ejércitos está abriendo un abanico de opciones que hasta hace poco sonaban a ciencia ficción. Nada es descartable y la «pequeña paga» puede llegar a ser irrelevante en el campo de batalla futuro. Una empresa de «mercenarios tecnológicos» incluso podría vender servicios de ejércitos enteros de robots. La futura deshumanización absoluta de la guerra, la disminución del coste económico, la mayor participación de estos robots o máquinas que empezamos a entrever ahora, producirá una lejanía en la percepción de las bajas del campo de batalla y provocará una disminución del sentimiento de amenaza o riesgo. Probablemente hará que los gobiernos consideren más fácil intervenir militarmente en cualquier escenario.

 

«Pocas veces le sienta bien a alguien una armadura ajena, lo más común es que le quede demasiado estrecha o demasiado holgada, o que se le caiga de los hombros».

 

(CAPÍTULO XIII)58

 

 

De nuevo, insiste Maquiavelo en la ventaja que supone dotarse de un ejército propio, de confiar tan solo en las propias fuerzas. Mejor ese enfoque que tener que emplear «armas» ajenas, de lo que podríamos arrepentirnos después.

Lo efímero de las alianzas

«El vencedor no podrá mirar con buenos ojos a un aliado dudoso que le abandonaría al primer revés de la fortuna».

 

(CAPÍTULO XX)128

 

 

¿Cómo se comportarán los demás, sobre todo, en los momentos difíciles, cuando toca decidir estar contigo o abandonarte? Es difícil seleccionar las amistades, y no siempre se pueden elegir: es cuestión de confianza y también es necesario construirlas. Sin duda, es difícil luchar en la adversidad; se requiere información, y las alianzas aportan mucho en este sentido.

El gobernante tiene que poseer o ganarse el afecto del pueblo, porque será su mejor apoyo en los momentos complicados. Aunque, como decía Maquiavelo, en tiempos de paz será más fácil y los ciudadanos estarán más dispuestos a luchar y morir por su gobernante. Es la percepción del riesgo, pues en tal caso ven la muerte muy remota. De ahí surge la idea de que los amigos se conocen en las situaciones difíciles. Y en las épocas revueltas, cuando el dirigente más necesita de los ciudadanos, si no ha sabido ganarse verdaderamente su afecto, pocos le apoyarán.

En todo caso, como decía Jenofonte: «Para los reyes, el cetro más auténtico y seguro son los amigos fieles».

La peligrosa indefinición

«El príncipe que no sepa portarse como un amigo o enemigo decidido solo logrará ganarse la estimación de sus súbditos con mucha dificultad».

 

(CAPÍTULO XXI)127

 

 

Aquí se habla de coherencia; es decir, de ser capaz de mantener un carácter propio, tanto delante de un amigo como de un enemigo. Nada hay peor que tener una opinión diferente según las circunstancias, el entorno o la audiencia. Mantenerse firme ante cualquier hecho o situación es una muestra de personalidad, y también de honradez intelectual, que al final repercute en el prestigio y la imagen del líder. Asimismo, ser excesivamente equidistante, no posicionarse claramente en un sentido u otro, suele terminar por perjudicar la imagen de la persona que mantiene tal actitud.

Modificar lo que se ha dicho, simplemente porque se está en otros foros o circunstancias, no es beneficioso a la larga. Y menos en la actualidad, cuando todo queda grabado y archivado. Por el contrario, mantenerse firme en los criterios da imagen de honestidad, de seriedad y de credibilidad. Obviamente, salvo que el contexto haya variado tanto que lo dicho ya no tenga ningún sentido o validez. Pero ser un veleta acaba dañando la imagen personal y genera desconfianza.

En esa línea, la capacidad de decidir y posicionarse se considera más rentable que la indefinición. Nosotros no controlamos las circunstancias, pero sí nuestra respuesta a ellas, las decisiones. El líder es estimado por todo lo que ha decidido y ha hecho hasta este momento.

La trampa de la neutralidad

«Considera que no es tu aliado quien te pide la neutralidad, y que sí lo es o puede serlo el que te anima a tomar las armas para ayudarlo».

 

(CAPÍTULO XXI)129

 

 

En la actualidad se juega con la información. Muchas veces los líderes ni siquiera manifiestan claramente sus intenciones. Puede suceder que amigos no tan amigos mantengan la relación en tiempos difíciles, o al revés. Pocos líderes se arriesgan a ser claros o incluso a declarar sus alianzas: prefieren dejar todo abierto y no desvelar las preferencias. Esa falta de claridad pretende ocultar las dificultades. Las adversidades producen estrés, de ahí que hoy se resalte tanto el valor de la transparencia.

La prueba de fuego de un aliado es cuando hace suyo tu conflicto y actúa con más vehemencia que tú mismo. La prudencia es una virtud, pero solo cuando se goza de preponderancia en el poder. Si todavía se está en el camino hacia esa superioridad, no es buena compañía el que no esté dispuesto a transgredir las normas contigo. No se paga con palabras a quien pone en duda el liderazgo. Solo es momento de hablar cuando se goza del triunfo: entonces no hay que ser neutral, hay que ser magnánimo.

El éxito nunca es definitivo

«Nunca son las victorias tan prósperas y perfectas que permitan al vencedor faltar impunemente al respeto a sus aliados, y al respeto que siempre se debe a la justicia».

 

(CAPÍTULO XXI)130

 

 

El éxito nunca es definitivo; de eso no cabe duda. Incluso puede llegar a ser contraproducente si no se gestiona bien. A veces, tener éxito hace que nos situemos en una posición excesivamente cómoda que puede convertirse en debilidad. Por otro lado, aunque hayamos tenido éxito, puede ser que lo hayamos conseguido de forma tan torticera que, antes o después, tengamos que rendir cuentas ante la justicia.

En cualquier caso, solo desde el poder y el triunfo el príncipe puede «administrar» justicia o ser benevolente. Si la victoria no le da la capacidad de legislar sin trabas, no es victoria. Esta situación sembrará una grieta que puede crecer y en el futuro ser germen de rebelión.

Las victorias aportan mucho. Lograr pequeñas victorias en el plazo más corto permite ir avanzando y, a la vez, corrigiendo el rumbo, con lo que se va aprendiendo al superar obstáculos, es decir, con el feedback recibido.

Por otro lado, el líder influye en la victoria, aunque no tiene por qué ser el protagonista. Pero los actos de guerra y sus triunfos no deben compartirse, puesto que es indiscernible en la batalla a quién se debe el éxito cuando la estrategia es de varias fuerzas unidas. Se gana solo o se pierde solo. La alianza únicamente es útil cuando la victoria está consolidada y se impone la ley del príncipe.

No se debe olvidar que nada sucede como se planifica. La ley de la compensación o de la ponderación de resultados hace que cualquier acción provoque siempre reacciones tanto calculadas como no previstas. Parafraseando a Clausewitz, no hay plan que resista el primer contacto con el enemigo. Lo que no significa que no debamos pensar y planear todas las posibles opciones.

La virtud del príncipe consiste en conocer lo mejor posible qué acciones suyas pueden provocar peores resultados en el escenario más desfavorable. No es cobardía cuando la estrategia consiste en buscar la eficiencia, que tiene que ver con el tiempo y, por lo tanto, permite modificaciones en su desarrollo. Siempre es mejor que actuar con excesiva rapidez, sin poder medir los efectos a medio o largo plazo.

No todas las alianzas son buenas

«Si un príncipe acomete a otros, debe huir de cualquier alianza con quien sea más poderoso que él, si la necesidad no le fuerza a ello».

 

(CAPÍTULO XXI)131

 

 

Esto es prudencia en estado puro. No tiene sentido implicarse en aventuras bélicas, siempre de resultado incierto, si no suponen un interés directo para nosotros o para la organización o grupo que lideramos.

No siempre es fácil eludir la presión del poderoso de turno que nos pide ayuda para atacar a alguien. Pero ahí es donde se debe tener la suficiente personalidad: contar con una estrategia propia y sobre todo no dejarse arrastrar a veleidades tan solo para satisfacer intereses ajenos.

El éxito siempre genera envidia

«Los príncipes construyen fortalezas para mantenerse con más seguridad en los Estados amenazados por enemigos exteriores y para reprimir el primer ímpetu de una revolución interna».

 

(CAPÍTULO XX)122

 

 

Este principio sigue vigente: el poder siempre es objeto de celos y envidias, y nunca dejará de haber quien desee ocupar el puesto del príncipe. Pero en la mayoría de las ocasiones es mayor la amenaza que suponen los cercanos, incluso los iguales, que los lejanos.

La posición alcanzada por un hombre no se mide solo por el poder de sus amigos (temporales), sino sobre todo por el empaque de sus enemigos (eternos). Después de todo, solo los mediocres no son envidiados.

Hablando de celos (personales y profesionales) y de envidias, hay una frase muy acertada que dice así: «Me observan, me envidian, me critican; pero, al final, me imitan». Hay que ser conscientes de que el éxito siempre genera envidia, máxime cuando se tienen más de tres virtudes. Por ello, es mejor ser seguido e imitado, abrir camino, que no ser un seguidor y un burdo imitador, como aquellos que solo saben seguir la brecha abierta por los demás.

Jenofonte lo tenía muy claro: «Cuando más posesión se tiene, es entonces cuando más personas la envidian, conspiran y se convierten en enemigos». Es una inexorable ley de vida, que sigue siendo válida, y así continuará. A esto Jenofonte añadía: «Son muchas mis posesiones y solo saco esto: más tengo que vigilar, más que distribuir entre los demás, y más preocupaciones que atender». Por eso, la verdadera felicidad no consiste en acumular riquezas ni posesiones, sino en disfrutar las que se tienen, una vez alcanzado un mínimo de prosperidad. El ansia de tener más no genera mayor satisfacción; al contrario, solo suele dar mayores quebraderos de cabeza. Cada posesión aumenta el desasosiego. Además, aquí entra en juego lo que se llama «el índice de satisfacción decreciente», en el sentido de que no hay una relación directa entre lo que se tiene y la satisfacción que produce, por lo que disponer de más bienes materiales no es sinónimo, ni mucho menos, de mayor felicidad. Habitualmente, solo sirve para ser más envidiado, y en mayor medida por los próximos, más que por los desconocidos.

 

 

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